Nuestro cuerpo no es más que un rebaño de protones egoístas, neutrones bisexuales y electrones hiperactivos. Los luchadores de sumo tienen muchos, y Scarlett Johansson menos, pero mejor repartidos. Pero ante todo nos queda mucho espacio libre. Tenemos entre las órbitas de nuestros electrones, microgalaxias, espacios abismales totalmente despoblados, pendientes de recalificar. Bien reorganizado, y derogando algunas leyes electromagnéticas antidemocráticas, nos cabría otro cuerpo, y cien mil cuerpos más, en el mismo espacio que ocupamos cuando nos sentamos en el sofá. Podríamos, si nuestros electrones no fueran tan exclusivistas, tan xenóbobos, tragarnos una ciudad entera, como en el Aleph de Borges, y recolocarla entre los intersticios de nuestros átomos.
Aumentaríamos de peso, desde luego, porque de golpe tendríamos una densidad acojonante, y no habría suelo capaz de aguantar nuestro peso. Taladraríamos la corteza terrestre, y bajaríamos en ascensor hasta el centro de la Tierra, buscando el núcleo. Al llegar al centro, el núcleo seríamos nosotros. Todos los átomos del planeta girarían a nuestro alrededor. Seríamos algo así como un agujero negro, o como el cajón de un concejal de urbanismo. A nuestro alrededor darían vueltas más átomos que novios alrededor de la reina del Carnaval de Tenerife. Qué agobio.
Lo curioso es que nuestros protones, neutrones y electrones no envejecen. Solo cambian de lugar, y donde antes había un vientre liso, ahora hay un pellejo de piel que camufla una fabada. Es un viejo truco de magia. ¿Ves este bocadillo de panceta? Pues ya no está. Me lo he zampado, y lo escondo en este michelín. E=mc2. Son átomos reagrupados. La energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma.
Pero para sacarme el bocadillo de panceta incrustado en el cuarto michelín del abdomen, lo tendré que transformar en calor, en energía, en hambre. Entró a dentelladas por la boca, y saldrá en forma de sudor, haciendo footing por el parque. Tal vez allí se mezcle con un suspiro de Scarlett Johansson, o con otra mentira de Aznar. Quién sabe.
jueves, 31 de enero de 2008
miércoles, 30 de enero de 2008
Joyce: Un pez polar
Los grandes creadores no tienen por qué haber sido necesariamente buenas personas. En su libro de memorias A la caza del viento, (regalo de Ángel Zapata, gracias Ángel) Claire Goll despelleja sin piedad a Tzara, Rilke, Malraux, Picasso, Chagal, Dalí, Einstein, Jung y Henry Miller, entre otros. Ya en la primera página dice: “Entre los grandes, no había ninguno tan agarrotado como James Joyce. ¿Un pez polar? ¿Un bogavante con caparazón de ostra? Respeto demasiado a los animales, aunque sean medusas o moluscos, para compararlos con esa momia disecada, esa cáscara sin savia ni calor, ese fruto seco de Joyce. Desde el punto de vista humano, el fracaso más fúnebre de la creación, por más que se cuente entre los grandes logros de la literatura.”
Hace años, en una macroencuesta realizada en todo el mundo, los críticos y profesores de literatura de decenas de universidades eligieron el Ulises de Joyce como mejor libro de la historia de la literatura universal. Yo lo tengo desde los 18 años, y aún no he podido leerlo. Al principio pensé que la culpa era del traductor de la editorial Rueda. Luego de la edición de Siglo XXI. Luego la de Lumen (José María Valverde). Al final me rendí: yo no había nacido para leer el Ulises. Pude con el Retrato del artista adolescente, y varias veces con Los muertos (una gloria de cuento). Incluso, por separado, he podido leer el monólogo final de Molly Bloom. Pero esa hazaña de leer en 24 horas las 24 horas del 16 de junio de 1904 de Leopold Bloom naufragando por las tabernas de Dublín, no. Algunos cerebros privilegiados (muchos, todos los que votaron por él) han tenido la fortuna de haber disfrutado con el Ulises. Yo no. A mí se me atragantó a los 18 años, y 34 años después le regalo una edición al primero que se pase por casa.
Será un problema de levedad. O de pereza. A veces paso junto al ejemplar intonso de La tierra baldía de T.S. Eliot, o del Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein, y doy un pequeño rodeo para que no me muerdan. Aún no sé qué dicen, pero me dan miedo. Creo que después tendré pesadillas, o haré mal la digestión, así que me tomo un antiácido de Nicolás Parra, y se me pasa:
Hace años, en una macroencuesta realizada en todo el mundo, los críticos y profesores de literatura de decenas de universidades eligieron el Ulises de Joyce como mejor libro de la historia de la literatura universal. Yo lo tengo desde los 18 años, y aún no he podido leerlo. Al principio pensé que la culpa era del traductor de la editorial Rueda. Luego de la edición de Siglo XXI. Luego la de Lumen (José María Valverde). Al final me rendí: yo no había nacido para leer el Ulises. Pude con el Retrato del artista adolescente, y varias veces con Los muertos (una gloria de cuento). Incluso, por separado, he podido leer el monólogo final de Molly Bloom. Pero esa hazaña de leer en 24 horas las 24 horas del 16 de junio de 1904 de Leopold Bloom naufragando por las tabernas de Dublín, no. Algunos cerebros privilegiados (muchos, todos los que votaron por él) han tenido la fortuna de haber disfrutado con el Ulises. Yo no. A mí se me atragantó a los 18 años, y 34 años después le regalo una edición al primero que se pase por casa.
Será un problema de levedad. O de pereza. A veces paso junto al ejemplar intonso de La tierra baldía de T.S. Eliot, o del Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein, y doy un pequeño rodeo para que no me muerdan. Aún no sé qué dicen, pero me dan miedo. Creo que después tendré pesadillas, o haré mal la digestión, así que me tomo un antiácido de Nicolás Parra, y se me pasa:
Asómate a la vergüenza,
cara de poca ventana,
y dame un vaso de sed,
que me estoy muriendo de agua.
cara de poca ventana,
y dame un vaso de sed,
que me estoy muriendo de agua.
Estoy casi seguro de que a esos pobres libros (hay más, pero no quiero aburrir) les pasa lo de aquel anuncio de Schweppes, ese que decía que si no te gustaba, era porque lo habías probado poco. Pues puede que sí, pero ya es que me da un poco de flojera. Es como volver a leer a Berceo y a Juan de Mena, esos dos tíos abuelos que murieron cuando estudiábamos bachillerato.
martes, 29 de enero de 2008
Ten mucho miedo
Hay una ideología carnicera que hace del dolor ajeno una mística. Parirás con dolor a tus hijos, crecerás en un valle de lágrimas, y al final morirás como Cristo, en una agonía lenta y provocada. Leo en el libro La eutanasia, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que “No debe maravillar si algunos cristianos desean moderar el uso de los analgésicos para aceptar voluntariamente al menos una parte de los sufrimientos y asociarse así de modo consciente a los sufrimientos de Cristo crucificado (cfr Mt 27, 34)." Eso más que una pastoral son instrucciones de uso para torturadores.
Hace tres años el consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Manuel Lamela, destituyó al jefe de Urgencias del Hospital Severo Ochoa de Leganés, y tramitó una denuncia anónima contra él y todo su equipo médico por sospechas de sedaciones abusivas a enfermos terminales. En Leganés los enfermos morían sin dolor, y eso no era decente. No comulgaban con Cristo. No era martirologio. El doctor Montes fue despedido y difamado. Ahora, la Audiencia Provincial de Madrid le da la razón al doctor Montes, no ve delito en sus actos, y exige que su nombre y el de todo su equipo sea limpiado. Mientras tanto, desde hace tres años, los que han muerto en Leganés o en otros hospitales controlados por los beatos seguidores de la Conferencia Episcopal mueren como Cristo, en un éxtasis de dolor, con plena conciencia de que les están ahorrando analgésicos y prolongando el sufrimiento. Yo espero que exista una venganza de ultratumba, y que se ensañe con los políticos fariseos y los médicos sádicos que nos administran la agonía de morir crucificado. A mí que me lleven junto al doctor Luis Montes, por favor. Y con sus colaboradores Frutos del Moral, Miguel Ángel López Varas y Joaquín Insausti. Quiero ser su amigo.
Habrá un día en tu vida que será el último. Lo sabes, aunque no quieras pensar en ello. Morirás de cáncer, de bronconeumonía, de politraumatismo, de asfixia, de cirrosis hepática. Aún no lo sabes. Y es posible que suceda en un hospital regido por beatos de moralidad confusa. Los dolores serán inhumanos, y pedirás calmantes. Ojalá no te toque un médico melindres, un meapilas sanguinario, porque será él quien decida cuándo vas a morir, y cuánto vas a sufrir. En esos momentos, casi sin habla, con los ojos anegados por las lágrimas y el dolor, pedirás clemencia, suplicarás que te alivien el dolor, y tal vez el médico te diga que no, que eso va contra las normas, que seas fuerte, carajo, que el Nolotil y la morfina te debilitan la mente, y quizá aceleren tu muerte, y eso sí que no, porque tú te morirás cómo y cuando Dios y el médico decidan. Prolongarán tu agonía meses, tal vez años, porque la medicina avanza. Te podrán resucitar mil veces. A cambio, eso sí, esos santurrones carniceros te rezarán un padrenuestro y tres avemarías.
Ten mucho miedo. La inquisición y la hoguera están de vuelta.
Hace tres años el consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Manuel Lamela, destituyó al jefe de Urgencias del Hospital Severo Ochoa de Leganés, y tramitó una denuncia anónima contra él y todo su equipo médico por sospechas de sedaciones abusivas a enfermos terminales. En Leganés los enfermos morían sin dolor, y eso no era decente. No comulgaban con Cristo. No era martirologio. El doctor Montes fue despedido y difamado. Ahora, la Audiencia Provincial de Madrid le da la razón al doctor Montes, no ve delito en sus actos, y exige que su nombre y el de todo su equipo sea limpiado. Mientras tanto, desde hace tres años, los que han muerto en Leganés o en otros hospitales controlados por los beatos seguidores de la Conferencia Episcopal mueren como Cristo, en un éxtasis de dolor, con plena conciencia de que les están ahorrando analgésicos y prolongando el sufrimiento. Yo espero que exista una venganza de ultratumba, y que se ensañe con los políticos fariseos y los médicos sádicos que nos administran la agonía de morir crucificado. A mí que me lleven junto al doctor Luis Montes, por favor. Y con sus colaboradores Frutos del Moral, Miguel Ángel López Varas y Joaquín Insausti. Quiero ser su amigo.
Habrá un día en tu vida que será el último. Lo sabes, aunque no quieras pensar en ello. Morirás de cáncer, de bronconeumonía, de politraumatismo, de asfixia, de cirrosis hepática. Aún no lo sabes. Y es posible que suceda en un hospital regido por beatos de moralidad confusa. Los dolores serán inhumanos, y pedirás calmantes. Ojalá no te toque un médico melindres, un meapilas sanguinario, porque será él quien decida cuándo vas a morir, y cuánto vas a sufrir. En esos momentos, casi sin habla, con los ojos anegados por las lágrimas y el dolor, pedirás clemencia, suplicarás que te alivien el dolor, y tal vez el médico te diga que no, que eso va contra las normas, que seas fuerte, carajo, que el Nolotil y la morfina te debilitan la mente, y quizá aceleren tu muerte, y eso sí que no, porque tú te morirás cómo y cuando Dios y el médico decidan. Prolongarán tu agonía meses, tal vez años, porque la medicina avanza. Te podrán resucitar mil veces. A cambio, eso sí, esos santurrones carniceros te rezarán un padrenuestro y tres avemarías.
Ten mucho miedo. La inquisición y la hoguera están de vuelta.
lunes, 28 de enero de 2008
No es verdad que seas feliz
No es verdad que seas feliz. No te levantas por las mañanas con ganas de volver a vivir la misma vida, una y otra vez. No cantas como antes. La pasta de dientes ya no te sabe a besos robados. No coleccionas postales de los lugares que visitas. No te apetece adoptar un perro. Hace años que no abres un libro de poemas al azar. No eres feliz, y se te nota. No te entra taquicardia cuando suena el teléfono, ni cuando no suena. No vas al cine a ver películas extrañas. No cierras los ojos, en plena calle, para detener el tiempo. No te sorprende tu sonrisa al otro lado del espejo. No das vueltas como un molinillo con los brazos en aspa. No quieres regresar a Venecia, ni a dormir en una tienda de campaña. No te ríes cuando estornudas. No sabes qué te pasa. Dices que te haces viejo, pero no es eso. Debe de ser otra cosa. Puede que hayas dejado de ser un niño, que el ratoncito Pérez no te traiga una moneda cada vez que pierdes otro diente, pero ese no es motivo para ser desdichado. El sabor a derrota en la garganta tampoco. Tu padre ya no es Dios, y Dios ya no es tu padre. Te han expulsado del patio de recreo, y ahora no sabes dónde estás. Vale, tal vez no seas feliz, pero no seas tonto: la vida empieza ahora. Lo anterior solo era el ensayo de la vida plena.
La pasta es la pasta
El 26 de agosto de 2004, cuando regresaba en bicicleta al camping de Castañares, donde estaba veraneando con sus padres y su hermana, en La Rioja, un chico de 17 años, Enaitz Iriondo, murió atropellado por el Audi A8 de Tomás Delgado Bartolomé, de 43 años, que circulaba a más de 160 kilómetros por hora, y con una tasa de alcoholemia de 0,15 mg hora y media después del accidente.
--Me había pedido un whisky con cocacola para refrescarme.
El impacto lanzó a Enaitz a 18 metros de altura. Inexplicablemente Tomás Delgado nunca fue sancionado, porque el chico no llevaba casco ni chaleco reflectante. El juzgado archivó el caso. Las huellas de los neumáticos frenando estuvieron meses dibujadas en el asfalto.
Enaitz Iriondo estudiaba 1º de Bachillerato, era miembro de la Asociación de Naturaleza de Durango, y enseñaba a pescar y buscar setas a los niños de su pueblo. Vamos, que era un peligro.
Un año y medio después, el conductor denunció a los padres del hijo muerto para que le pagaran 20.000 euros de arreglo del Audi, que había quedado destrozado por el impacto con el cuerpo del joven Enaitz. Para hacerlo, tuvo que acudir a un gran número de abogados, porque ningún colegiado quería interponer esa denuncia. Tomás Delgado siguió buscando, hasta que Santiago Gimeno García aceptó hacerse cargo de su caso.
--Lo del chaval no se puede arreglar, pero lo mío, sí --dijo.
La pasta es la pasta. El Audi había quedado hecho una pena, con abolladuras y sangre por todas partes.
--Soy empresario industrial. No es que los 20.000 euros me hagan falta, pero no tengo por qué renunciar a ellos.
Y como respuesta final a una entrevista de Canal Sur, el conductor apostilló:
--Yo soy el único..., vamos, somos dos los perjudicados, al chaval le pasó lo que le pasó, pero yo soy el segundo o quizá el primer perjudicado.
El juicio, contra los padres, tendrá lugar el próximo miércoles, día 30 de enero de 2008, en el Juzgado número 1 de Haro (La Rioja).
Pobre Tomás. Habría que hacer una colecta.
--Me había pedido un whisky con cocacola para refrescarme.
El impacto lanzó a Enaitz a 18 metros de altura. Inexplicablemente Tomás Delgado nunca fue sancionado, porque el chico no llevaba casco ni chaleco reflectante. El juzgado archivó el caso. Las huellas de los neumáticos frenando estuvieron meses dibujadas en el asfalto.
Enaitz Iriondo estudiaba 1º de Bachillerato, era miembro de la Asociación de Naturaleza de Durango, y enseñaba a pescar y buscar setas a los niños de su pueblo. Vamos, que era un peligro.
Un año y medio después, el conductor denunció a los padres del hijo muerto para que le pagaran 20.000 euros de arreglo del Audi, que había quedado destrozado por el impacto con el cuerpo del joven Enaitz. Para hacerlo, tuvo que acudir a un gran número de abogados, porque ningún colegiado quería interponer esa denuncia. Tomás Delgado siguió buscando, hasta que Santiago Gimeno García aceptó hacerse cargo de su caso.
--Lo del chaval no se puede arreglar, pero lo mío, sí --dijo.
La pasta es la pasta. El Audi había quedado hecho una pena, con abolladuras y sangre por todas partes.
--Soy empresario industrial. No es que los 20.000 euros me hagan falta, pero no tengo por qué renunciar a ellos.
Y como respuesta final a una entrevista de Canal Sur, el conductor apostilló:
--Yo soy el único..., vamos, somos dos los perjudicados, al chaval le pasó lo que le pasó, pero yo soy el segundo o quizá el primer perjudicado.
El juicio, contra los padres, tendrá lugar el próximo miércoles, día 30 de enero de 2008, en el Juzgado número 1 de Haro (La Rioja).
Pobre Tomás. Habría que hacer una colecta.
domingo, 27 de enero de 2008
Tarde de pesca
Hace tiempo que no se ven truchas en el río Ambroz. No es que empiece a mudar en el paisaje post-nuclear de la última novela de Cormac McCarthy, o quizá sí, pero el caso es que los pocos pescadores que antes llegaban hasta aquí, con su chaqueta de lona verde llena de bolsillos, su caña telescópica, su sombrero, sedal, anzuelo y gusanos, han dejado de venir. Ahora agonizan todas las tardes frente al televisor, esperando que un futbolista muera en directo, como en los toros, y así tener un poco de emoción antes de que el lunes amanezca.
A mí no me gusta pescar. Ni el golf. Ni hacer cola en los supermercados. Ni esperar a que llegue el autobús. Todos son tiempos muertos, retenidos, sin emoción alguna. Una microcárcel en el tiempo, un sorbo de aire que no se aspira. Así que miraba a esos pescadores con su caña al hombro, profesionales de la paciencia, y trataba de imaginar qué desesperación, qué oración budista, qué promesa les empujaba hasta las orillas del Ambroz, o a la periferia de cualquier muelle portuario. En las películas americanas, el pescador va de pesca con el hijo varón, diálogo de hombre a hombre, y le enseña a sujetar con mano firme la caña, el trabuco, y lo que haga falta. Es una herencia intangible, la trasmisión de la sabiduría en plano corto.
--A este río venía yo con mi padre a pescar truchas. Una vez pescamos una así de grande.
Pero a mí me da que el padre se iba de putas, al burdel de Manuela, y dejaba al niño amarrado a la caña.
--No le digas nada a tu madre. Esto es un secreto entre tú y yo. Después te invito a una cocacola.
Hasta la generación siguiente, que repite el ciclo. Aunque 20 años más tarde Natalia, hija de Manuela, se resiste a meterse en la cama con el hijo, ya crecido, por una sospecha que le inquieta. La Manuela le desordena el pelo al hijo del pescador, con algo de añoranza.
--Ay, chico, si es que cómo te pareces a tu padre, que en paz descanse.
--¿Conoció usted a mi padre?
--Vaya que sí. A él también le gustaba la pesca. Aún me acuerdo de aquella trucha que pescó. Así de grande. Creo que fue en la misma época en que me quedé preñada de Natalia. Qué tiempos.
A mí no me gusta pescar. Ni el golf. Ni hacer cola en los supermercados. Ni esperar a que llegue el autobús. Todos son tiempos muertos, retenidos, sin emoción alguna. Una microcárcel en el tiempo, un sorbo de aire que no se aspira. Así que miraba a esos pescadores con su caña al hombro, profesionales de la paciencia, y trataba de imaginar qué desesperación, qué oración budista, qué promesa les empujaba hasta las orillas del Ambroz, o a la periferia de cualquier muelle portuario. En las películas americanas, el pescador va de pesca con el hijo varón, diálogo de hombre a hombre, y le enseña a sujetar con mano firme la caña, el trabuco, y lo que haga falta. Es una herencia intangible, la trasmisión de la sabiduría en plano corto.
--A este río venía yo con mi padre a pescar truchas. Una vez pescamos una así de grande.
Pero a mí me da que el padre se iba de putas, al burdel de Manuela, y dejaba al niño amarrado a la caña.
--No le digas nada a tu madre. Esto es un secreto entre tú y yo. Después te invito a una cocacola.
Hasta la generación siguiente, que repite el ciclo. Aunque 20 años más tarde Natalia, hija de Manuela, se resiste a meterse en la cama con el hijo, ya crecido, por una sospecha que le inquieta. La Manuela le desordena el pelo al hijo del pescador, con algo de añoranza.
--Ay, chico, si es que cómo te pareces a tu padre, que en paz descanse.
--¿Conoció usted a mi padre?
--Vaya que sí. A él también le gustaba la pesca. Aún me acuerdo de aquella trucha que pescó. Así de grande. Creo que fue en la misma época en que me quedé preñada de Natalia. Qué tiempos.
sábado, 26 de enero de 2008
El fantasma de Moscardó
Este es un texto falso que sustituye al que había antes, para evitar su copia.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.
viernes, 25 de enero de 2008
Libros prohibidos
Tengo sobre una tablilla de teka de Birmania, encima del radiador, trece soldados chinos de terracota: son copias diminutas de los guerreros de Xi’an, que hacían guardia junto a la tumba del emperador Qin Shi Huang, el unificador de China, constructor de la primera Gran Muralla, y dueño del mayor ejército de ultratumba del mundo, 8.000 soldados de terracota. Aunque lo que a mí me llama la atención es otro dato: el emperador Qin Shi Huang era un enemigo de los libros, hasta tal punto que en el año 213 a.C. ordenó quemar todos los libros y todas las bibliotecas del imperio, excepto si versaban sobre agricultura, medicina o profecías. Aquel que tuviera un escrito en su poder, incluyendo aquellos grabados en huesos, conchas de tortuga y tablillas de madera, era condenados a morir en la construcción de la Gran Muralla. El mayor castigo era para los que tuvieran textos de Confucio. Esos sí que lo tenían crudo. Ahora sé en quién se inspiró Goebbels al decir aquello de “Cuando oigo la palabra cultura, saco mi pistola”.
Recuerdo que, antes de la abolición de la censura en España, tenía escondidos en el altillo algunos libros prohibidos de lectura obligatoria: el Trópico de Cáncer de Henry Miller, la Antología rota de León Felipe, La función del orgasmo de Wilhelm Reich, la Tercera residencia de Pablo Neruda, y Los conceptos fundamentales del materialismo histórico, de Marta Harnecker, además de todos los editados por Ruedo ibérico. Menuda sopa de letras. Si te pilla Qin, te envía a la Gran Muralla; y si te pilla la brigada político-social, al Valle de los Caídos. Se ve que la obsesión de los incineradores de libros siempre ha sido cambiar libros por piedras. Dicen que a Franco un despistado le intentó regalar un libro, y que él lo rechazó diciendo: “Gracias, ya tengo uno”. Vete tú a saber si es verdad (que tenía).
Blanca Giles, Piti Corella, Amparo Nieto, Victoria Santesmases, Marina García Álvarez, Jorge Checa, Salvador, Julio, Javier, Esteban, Gloria y yo nos reuníamos por las tardes para repasar los conceptos de Marta Harnecker, y hacer una autocrítica pequeñoburguesa de la lucha de clases. Como diría más tarde mi hermano Jaime, menuda pedrada teníamos. Después llegó la New Wave, la New Age, la movida, el psicoanálisis y Buda. Eso sí que es crecer a través del caos. A Marta Harnecker la conocí muchos años después, en la Casa de América, en una charla que dio junto a Manuel Vázquez Montalbán con motivo de la publicación de Y dios entró en la Habana. Fue una de las mayores decepciones de mi vida. Marta ya no era la rubia despampanante que arengaba masas en la Universidad Central de Venezuela, y la simplicidad de sus argumentos me dejó asombrado. También ella era un tigre con los pies de barro.
Recuerdo que, antes de la abolición de la censura en España, tenía escondidos en el altillo algunos libros prohibidos de lectura obligatoria: el Trópico de Cáncer de Henry Miller, la Antología rota de León Felipe, La función del orgasmo de Wilhelm Reich, la Tercera residencia de Pablo Neruda, y Los conceptos fundamentales del materialismo histórico, de Marta Harnecker, además de todos los editados por Ruedo ibérico. Menuda sopa de letras. Si te pilla Qin, te envía a la Gran Muralla; y si te pilla la brigada político-social, al Valle de los Caídos. Se ve que la obsesión de los incineradores de libros siempre ha sido cambiar libros por piedras. Dicen que a Franco un despistado le intentó regalar un libro, y que él lo rechazó diciendo: “Gracias, ya tengo uno”. Vete tú a saber si es verdad (que tenía).
Blanca Giles, Piti Corella, Amparo Nieto, Victoria Santesmases, Marina García Álvarez, Jorge Checa, Salvador, Julio, Javier, Esteban, Gloria y yo nos reuníamos por las tardes para repasar los conceptos de Marta Harnecker, y hacer una autocrítica pequeñoburguesa de la lucha de clases. Como diría más tarde mi hermano Jaime, menuda pedrada teníamos. Después llegó la New Wave, la New Age, la movida, el psicoanálisis y Buda. Eso sí que es crecer a través del caos. A Marta Harnecker la conocí muchos años después, en la Casa de América, en una charla que dio junto a Manuel Vázquez Montalbán con motivo de la publicación de Y dios entró en la Habana. Fue una de las mayores decepciones de mi vida. Marta ya no era la rubia despampanante que arengaba masas en la Universidad Central de Venezuela, y la simplicidad de sus argumentos me dejó asombrado. También ella era un tigre con los pies de barro.
jueves, 24 de enero de 2008
Por amor al hambre
Acabo de terminar de leer La carretera, de Cormac McCarthy, premio Pulitzer 2007, la novela siguiente a No es un país para viejos (ver la película de Javier Bardem y los hermanos Coen). La carretera es una desolación permanente, un apocalipsis al mediodía, el ángel exterminador, la respuesta de Hiroshima 60 años más tarde, el éxtasis de la muerte. A veces me recordaba a La lluvia amarilla de Julio Llamazares, pero a nivel continental. Una enormidad. Una belleza inhumana. Todavía la boca me sabe a ceniza, y tengo que mirar hacia atrás por si aparecen los caníbales. “Soñó que despertaba en un bosque florido con pájaros volando frente a él y el niño, y el cielo era de un azul dolorido, pero él ya estaba aprendiendo a despertarse de esos mundos de sirena. Tumbado en la oscuridad con un leve y extraño sabor a melocotón de un huerto fantasma en la boca. Pensó que si vivía lo suficiente, el mundo se perdería por fin del todo. Como el agonizante mundo que habitaban los ciegos nuevos, todo él disolviéndose lentamente en la memoria.” Páginas 19-20.
Al final de la novela, después de doscientas páginas de frío, aguas negras, hambre, cenizas, desolación y tierras baldías, afirma: “Una vez hubo truchas en los arroyos de la montaña. Podías verlas en la corriente ambarina allí donde los bordes blancos de sus aletas se agitaban suavemente en el agua. Olían a musgo en las manos. Se retorcían, bruñidas y musculosas. En sus lomos había dibujos vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos. De una cosa que no tenía vuelta atrás. Ni posibilidad de arreglo. En las profundas cañadas donde vivían todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio”. Lo dicho: una escritura impecable.
Hablando de libros y autores, Mila me dice que si estoy tonto o qué, porque anda que no me habrá hablado veces Joseli, José Luis Suárez, el hermano de la actriz Emma Suárez, del colegio concertado donde daba clases en Madrid, dirigido por Víctor Chamorro, y donde daba clase también Teresa, la mujer de Víctor. Será verdad. Al final cerraron el centro, o lo traspasaron, no lo sé, y Víctor y Teresa regresaron a Extremadura con el dinero del Premio Gijón de Novela en el bolsillo, y abrieron una casa rural para asegurarse la jubilación. Porque esa es otra: los escritores no tenemos jubilación, porque no estamos contratados por ninguna empresa que pague la Seguridad Social. Ni siquiera a ratitos, como a los actores. Las editoriales nos pagan el 10 por ciento (en el mejor de los casos), y eso si se vende el libro. Dos años trabajando en un libro, por término medio, y siempre y cuando no te ataque la gripe del bloqueo literario, para al final, si te lo compra una editorial, se publican mil o dos mil ejemplares (esa es la tirada media, no la del Premio Planeta, que es un libro entre los 75.000 que se publican cada año en España), y si se venden mil ejemplares, quedará para el autor mil o mil quinientos euros limpios, a los que tendrá que descontar el 18 por ciento de IRPF, y 220 euros al mes de Seguridad Social, que al final se la tiene que pagar el autor de su bolsillo si quiere ir al médico, o si quiere curarle un catarro a su hijo. A mí, la verdad, no me salen las cuentas. Ni a casi nadie. Y ya vale con lo del Premio Planeta, porque ese premio pactado de antemano, solo se lo dan al que ya no lo necesita, porque hace tiempo que vende libros como churros. Llueve sobre mojado.
¿Y qué hacemos entonces los escritores? Pues la mayoría de nosotros, otras cosas, además de escribir. Algunos pocos, muy pocos, poquísimos, pueden vivir de los derechos de autor, pero para eso tienen que vender no mil, sino más de diez mil libros al año. Todos los años. Y eso es muy raro. La mayoría tiene otro oficio que le deja insatisfecho: dar clases, colaborar en varios periódicos (uno solo no es bastante), vender alpargatas, redactar informes, conducir taxis, servir cubatas, repartir cartas, y un sinfín de oficios más. Cualquier trabajo que permita tener un par de horas libres al día para seguir escribiendo, es válido, al menos hasta que llegue el glorioso día en que gracias a la virtud de la prosa y la fidelidad de los lectores, el autor pueda ganar lo suficiente como para vivir del cuento, o de la novela, o del poema.
Y para colmo, algunos desalmados disfrutan tanto de la lectura, les provoca tanto placer, que aplican la propiedad transitiva, y nos exigen que escribamos sin cobrar, por amor al arte. Será por amor al hambre. Eso es como pedirle a las putas que tampoco cobren, porque sus clientes disfrutan mucho. Tócate los huevos. Mañana me compro un loro para que recite en tu ventana algunas jaculatorias chorras de Paulo Coello, y que te multe la SGAE por no pagar derechos.
Al final de la novela, después de doscientas páginas de frío, aguas negras, hambre, cenizas, desolación y tierras baldías, afirma: “Una vez hubo truchas en los arroyos de la montaña. Podías verlas en la corriente ambarina allí donde los bordes blancos de sus aletas se agitaban suavemente en el agua. Olían a musgo en las manos. Se retorcían, bruñidas y musculosas. En sus lomos había dibujos vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos. De una cosa que no tenía vuelta atrás. Ni posibilidad de arreglo. En las profundas cañadas donde vivían todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio”. Lo dicho: una escritura impecable.
Hablando de libros y autores, Mila me dice que si estoy tonto o qué, porque anda que no me habrá hablado veces Joseli, José Luis Suárez, el hermano de la actriz Emma Suárez, del colegio concertado donde daba clases en Madrid, dirigido por Víctor Chamorro, y donde daba clase también Teresa, la mujer de Víctor. Será verdad. Al final cerraron el centro, o lo traspasaron, no lo sé, y Víctor y Teresa regresaron a Extremadura con el dinero del Premio Gijón de Novela en el bolsillo, y abrieron una casa rural para asegurarse la jubilación. Porque esa es otra: los escritores no tenemos jubilación, porque no estamos contratados por ninguna empresa que pague la Seguridad Social. Ni siquiera a ratitos, como a los actores. Las editoriales nos pagan el 10 por ciento (en el mejor de los casos), y eso si se vende el libro. Dos años trabajando en un libro, por término medio, y siempre y cuando no te ataque la gripe del bloqueo literario, para al final, si te lo compra una editorial, se publican mil o dos mil ejemplares (esa es la tirada media, no la del Premio Planeta, que es un libro entre los 75.000 que se publican cada año en España), y si se venden mil ejemplares, quedará para el autor mil o mil quinientos euros limpios, a los que tendrá que descontar el 18 por ciento de IRPF, y 220 euros al mes de Seguridad Social, que al final se la tiene que pagar el autor de su bolsillo si quiere ir al médico, o si quiere curarle un catarro a su hijo. A mí, la verdad, no me salen las cuentas. Ni a casi nadie. Y ya vale con lo del Premio Planeta, porque ese premio pactado de antemano, solo se lo dan al que ya no lo necesita, porque hace tiempo que vende libros como churros. Llueve sobre mojado.
¿Y qué hacemos entonces los escritores? Pues la mayoría de nosotros, otras cosas, además de escribir. Algunos pocos, muy pocos, poquísimos, pueden vivir de los derechos de autor, pero para eso tienen que vender no mil, sino más de diez mil libros al año. Todos los años. Y eso es muy raro. La mayoría tiene otro oficio que le deja insatisfecho: dar clases, colaborar en varios periódicos (uno solo no es bastante), vender alpargatas, redactar informes, conducir taxis, servir cubatas, repartir cartas, y un sinfín de oficios más. Cualquier trabajo que permita tener un par de horas libres al día para seguir escribiendo, es válido, al menos hasta que llegue el glorioso día en que gracias a la virtud de la prosa y la fidelidad de los lectores, el autor pueda ganar lo suficiente como para vivir del cuento, o de la novela, o del poema.
Y para colmo, algunos desalmados disfrutan tanto de la lectura, les provoca tanto placer, que aplican la propiedad transitiva, y nos exigen que escribamos sin cobrar, por amor al arte. Será por amor al hambre. Eso es como pedirle a las putas que tampoco cobren, porque sus clientes disfrutan mucho. Tócate los huevos. Mañana me compro un loro para que recite en tu ventana algunas jaculatorias chorras de Paulo Coello, y que te multe la SGAE por no pagar derechos.
miércoles, 23 de enero de 2008
Los cúmulos estelares
Hay especialidades raras. No digo ya las gastronómicas, porque aún me acuerdo del plato de chinicuiles (gusanos fritos en mantequilla) que me comí en un restaurante carísimo de Puebla: estaban hinchados, huecos por dentro, y con un cierto sabor a ganchitos infantiles, o gusanitos de queso. De segundo, para no desentonar, nos pedimos un plato de saltamontes al horno y hormigas chicatanas tostadas. No, no, yo me refiero a especialidades curriculares, a ramas de estudio, a desvaríos de la mente. Mi hermana Esperanza, por ejemplo, dedicó su tesina a estudiar La rama horizontal de los cúmulos estelares, que son las estrellas más antiguas y calientes del universo, y no esas guarras de Hollywood, las Paris Hilton o Jenna Jameson, porque las estrellas de ese universo que observaba Esperanza a través de los telescopios nocturnos eran mucho más ardientes: por encima de los 200 millones de grados Kelvin, más o menos. Dónde va a parar.
Cuando yo estudiaba en la Complutense, una de las posibilidades que tenían los frikis (entonces eran dilettantes) para cabrear a sus padres, era la de matricularse en la especialidad de Filología semítica, o Bíblica trilingüe, que era declaración firme y clara de que los estudios universitarios no servían para nada. Además había un catedrático, cuyo nombre he olvidado, que impartía la asignatura optativa El código de Hammurabi. Cada año tenía, como mucho, tres alumnos. El profesor estaba especializado en la columna cuarta del Código, y conseguía que los alumnos, durante una año entero, elaboraran un extenso trabajo, o hasta una tesis doctoral, sobre la cuña tercera, o la quinta, de la columna cuarta del Código de Hammurabi. No daba tiempo para más, qué agobio.
Otro de mis profesores, del que guardo un buen recuerdo, fue Francisco Yndurain, padre de Domingo, que más tarde también dio clase allí, aunque con mucho menos ingenio. En segundo éramos casi doscientos alumnos, y don Francisco dividió a toda la clase en grupos de cinco para que, durante todo el año, organizados en cuadrillas para abarcar todas las páginas, cotejáramos las variaciones de los puntos suspensivos en las distintas ediciones hechas en vida del Diario de un poeta recién casado, de Juan Ramón Jiménez, y dedujéramos consecuencias. Eso sí que era hilar fino. Se ve que don Francisco era el padre de todos los frikis que en el mundo han sido.
Pero no. Qué va. Los hay peores. Un grupo de estudiosos sesudos, capitaneados por el catedrático de latín Agustín García Calvo, y entre los que estaban el escritor Rafael Sánchez Ferlosio, el filósofo Fernando Savater, el psicoanalista argentino Jorge Alemán (ex Grupo Cero), el poeta loco Leopoldo María Panero, y otros cuarenta asistentes más, nos reunimos durante tres años todos los miércoles por la tarde en una cafetería de Juan Bravo, luego en La Aurora (calle Andrés Borrego) y finalmente en el Manuela (Calle San Vicente Ferrer) para estudiar el origen de los deícticos en el castellano, y como consecuencia, la imposibilidad de conjugar el mundo del que se habla con el mundo en el que se habla. Tres años dándole a la pelota con ese tema. Con dos cojones.
Cuando yo estudiaba en la Complutense, una de las posibilidades que tenían los frikis (entonces eran dilettantes) para cabrear a sus padres, era la de matricularse en la especialidad de Filología semítica, o Bíblica trilingüe, que era declaración firme y clara de que los estudios universitarios no servían para nada. Además había un catedrático, cuyo nombre he olvidado, que impartía la asignatura optativa El código de Hammurabi. Cada año tenía, como mucho, tres alumnos. El profesor estaba especializado en la columna cuarta del Código, y conseguía que los alumnos, durante una año entero, elaboraran un extenso trabajo, o hasta una tesis doctoral, sobre la cuña tercera, o la quinta, de la columna cuarta del Código de Hammurabi. No daba tiempo para más, qué agobio.
Otro de mis profesores, del que guardo un buen recuerdo, fue Francisco Yndurain, padre de Domingo, que más tarde también dio clase allí, aunque con mucho menos ingenio. En segundo éramos casi doscientos alumnos, y don Francisco dividió a toda la clase en grupos de cinco para que, durante todo el año, organizados en cuadrillas para abarcar todas las páginas, cotejáramos las variaciones de los puntos suspensivos en las distintas ediciones hechas en vida del Diario de un poeta recién casado, de Juan Ramón Jiménez, y dedujéramos consecuencias. Eso sí que era hilar fino. Se ve que don Francisco era el padre de todos los frikis que en el mundo han sido.
Pero no. Qué va. Los hay peores. Un grupo de estudiosos sesudos, capitaneados por el catedrático de latín Agustín García Calvo, y entre los que estaban el escritor Rafael Sánchez Ferlosio, el filósofo Fernando Savater, el psicoanalista argentino Jorge Alemán (ex Grupo Cero), el poeta loco Leopoldo María Panero, y otros cuarenta asistentes más, nos reunimos durante tres años todos los miércoles por la tarde en una cafetería de Juan Bravo, luego en La Aurora (calle Andrés Borrego) y finalmente en el Manuela (Calle San Vicente Ferrer) para estudiar el origen de los deícticos en el castellano, y como consecuencia, la imposibilidad de conjugar el mundo del que se habla con el mundo en el que se habla. Tres años dándole a la pelota con ese tema. Con dos cojones.
martes, 22 de enero de 2008
Rasputín no quería morir
Una noche de finales de diciembre de 1916, el príncipe bisexual Félix Yussupov y su amante, el gran duque Dimitri Pavlovich, de la familia del zar Nicolás II, se confabularon para envenenar a Rasputín, el monje loco, el mayor juerguista San Petersburgo. Faltaban menos de diez meses para que Lenin asaltara el Palacio de Invierno, y para que los soviets fusilaran al zar y a toda su familia. Contra todo pronóstico, los dos amantes devotos del cianuro sobrevivieron a las luchas de bolcheviques y mencheviques. Yussupov tenía entonces 29 años, y Pavlovich 25. Años más tarde, para compensar, Pavlovich se convirtió en un playboy, y ayudó a Coco Channel crear el perfume Channel nº 5 de Marilyn Monroe.
Hay personas que se resisten a morir. Para matar a Rasputín fue necesario organizar una fiesta por todo lo alto en el sótano del palacio Moïka, y atiborrar al monje glotón con pasteles y vino saturados con suficiente cianuro y arsénico como para matar a un regimiento. Rasputín comió y bebió hasta reventar, y no dio muestras de que el veneno le hiciera daño. Pidió una segunda botella de vino de Madeira que también estaba mezclada con cianuro, y se puso a cantar, hasta que cansado de esperar, Yussupov buscó un revolver y le disparó por la espalda apuntando al corazón. Pero Rasputín se negaba a morir, así que tuvo que golpearle repetidamente en la cabeza con un bastón lleno de plomo. No moría, y Yussupov subió a buscar a sus amigos para rematar a Rasputín. Lo encontraron a punto de abandonar el palacio, buscando la puerta de salida, y lo acribillaron con cinco balazos en el patio. Después le cortaron el gigantesco pene, de 28,5 centímetros, que aún se conserva en la clínica-museo de Igor Kniazkin, un urólogo de San Petersburgo. Por si acaso aún estuviera vivo, entre todos lo ataron de pies y manos, lo envolvieron a una lona, hicieron un agujero en la superficie helada del río Neva, y sumergieron el cadáver bajo el hielo. Félix Yussupov aseguraba, muchos años después, que vio a Rasputín agitarse bajo las aguas del río helado. Y tuvo que ser así, porque cuando el cuerpo fue recuperado, la autopsia demostró que Rasputín se había ahogado. En realidad, parece que Yussupov estaba enamorado de Rasputín, y que este le correspondió violando a la que después sería su mujer, la princesa Irina Alexandrovna, única sobrina del zar Nicolás II. A veces la realidad es tan inverosímil, que ni un fabulador colombiano es capaz de exagerar tanto como lo hace la historia verdadera.
Hay personas que se resisten a morir. Para matar a Rasputín fue necesario organizar una fiesta por todo lo alto en el sótano del palacio Moïka, y atiborrar al monje glotón con pasteles y vino saturados con suficiente cianuro y arsénico como para matar a un regimiento. Rasputín comió y bebió hasta reventar, y no dio muestras de que el veneno le hiciera daño. Pidió una segunda botella de vino de Madeira que también estaba mezclada con cianuro, y se puso a cantar, hasta que cansado de esperar, Yussupov buscó un revolver y le disparó por la espalda apuntando al corazón. Pero Rasputín se negaba a morir, así que tuvo que golpearle repetidamente en la cabeza con un bastón lleno de plomo. No moría, y Yussupov subió a buscar a sus amigos para rematar a Rasputín. Lo encontraron a punto de abandonar el palacio, buscando la puerta de salida, y lo acribillaron con cinco balazos en el patio. Después le cortaron el gigantesco pene, de 28,5 centímetros, que aún se conserva en la clínica-museo de Igor Kniazkin, un urólogo de San Petersburgo. Por si acaso aún estuviera vivo, entre todos lo ataron de pies y manos, lo envolvieron a una lona, hicieron un agujero en la superficie helada del río Neva, y sumergieron el cadáver bajo el hielo. Félix Yussupov aseguraba, muchos años después, que vio a Rasputín agitarse bajo las aguas del río helado. Y tuvo que ser así, porque cuando el cuerpo fue recuperado, la autopsia demostró que Rasputín se había ahogado. En realidad, parece que Yussupov estaba enamorado de Rasputín, y que este le correspondió violando a la que después sería su mujer, la princesa Irina Alexandrovna, única sobrina del zar Nicolás II. A veces la realidad es tan inverosímil, que ni un fabulador colombiano es capaz de exagerar tanto como lo hace la historia verdadera.
lunes, 21 de enero de 2008
Memoria y ausencia
Un alambre se agarrota en mis dedos y me impide escribir. Un viento polar ha congelado el éter que fluía por mi cerebro y me impide pensar. Una lava pétrea ha solidificado mi pensamiento en una fotografía de tono sepia. Y así me ha dejado, con la cara vuelta a la ventana, el mar batiendo incesantemente contra mis pupilas y tus recuerdos anegándolo todo. Pasa un barco, pasan gaviotas sobrehilando con su pico la curva de las olas, y yo no veo nada. En mis manos sólo noto un derrame de tiempo, gota a gota, que me va desangrando irremisiblemente.
Así me cerca tu memoria. Cierro los ojos y te veo ante mí, acerco mi mano para tocarte y un muro de cemento y arcilla cocida me araña la piel, y no son tus labios. Te recuerdo llorando, con ese gesto de abandono y desagüe de ternura. Hoy la noche ha bajado todas las persianas, y sé que duermes mientras te imagino. Y sueñas que te deseo. Te he visto a través de una bola de cristal sonriendo entre tules e incendios, seduciéndome desde el infierno. Sólo pido que cuando la muerte me alcance, caiga como un fardo no sobre un surco de tierra, sino sobre tu cuerpo desnudo, para sobrevivir atado a ti el tiempo sin fin que se esconde al otro lado de la muerte.
Pasan los minutos como si fueran años. Pasan las horas como si fueran generaciones y dinastías en la historia, y en mis ojos se acumula la nieve de un tiempo inmemorial, rabioso de tu ausencia. Busco entre las formas cambiantes de las nubes un perfil que te recuerde, y en el cabeceo de proa de los barcos tus piernas cortando el aire. En todas las banderas veo tu falda llamándome a voces, y en todos los círculos la pompa sensual de tus nalgas. Tropiezo y creo notar tu pie poniéndome la zancadilla. Cada cosa que leo y me gusta me hace ir a buscarte para contártelo —nunca te encuentro, siempre has bajado a comprar postales—. Me despierto y ya te has levantado y te has ido antes que yo pise la cocina. Hasta las plantas se están quedando mustias. Ellas necesitan tierra, agua y sol; yo necesito tu piel, tu saliva y tu olor.
No quiero hablar de la derrota, aunque duerme abrazada a mí todas las noches desde que te fuiste. No quiero, pero se me va la letra por ese tobogán desesperado cada vez que me siento a escribir y a contarte lo que sucede junto a la bahía durante tu ausencia. Tampoco querría hablar de la tristeza, ni de la añoranza, la desesperación y la melancolía, pero es que casi ya no queda más, porque lo llenas todo tú, y todo aquí es vacío de ti. El lecho de la bahía me llama, como una sirena o un agujero negro, y asegura que estás allí, dormida bajo las olas con un beso jugando entre tus labios. Y tengo que levantarme y salpicarme la cara con agua fresca para detener el impulso de lanzarme al silencio del mar, a disputar visiones entre gaviotas y sargos, buscando el dibujo cambiante de tu sexo entre las rocas.
Así me cerca tu memoria. Cierro los ojos y te veo ante mí, acerco mi mano para tocarte y un muro de cemento y arcilla cocida me araña la piel, y no son tus labios. Te recuerdo llorando, con ese gesto de abandono y desagüe de ternura. Hoy la noche ha bajado todas las persianas, y sé que duermes mientras te imagino. Y sueñas que te deseo. Te he visto a través de una bola de cristal sonriendo entre tules e incendios, seduciéndome desde el infierno. Sólo pido que cuando la muerte me alcance, caiga como un fardo no sobre un surco de tierra, sino sobre tu cuerpo desnudo, para sobrevivir atado a ti el tiempo sin fin que se esconde al otro lado de la muerte.
Pasan los minutos como si fueran años. Pasan las horas como si fueran generaciones y dinastías en la historia, y en mis ojos se acumula la nieve de un tiempo inmemorial, rabioso de tu ausencia. Busco entre las formas cambiantes de las nubes un perfil que te recuerde, y en el cabeceo de proa de los barcos tus piernas cortando el aire. En todas las banderas veo tu falda llamándome a voces, y en todos los círculos la pompa sensual de tus nalgas. Tropiezo y creo notar tu pie poniéndome la zancadilla. Cada cosa que leo y me gusta me hace ir a buscarte para contártelo —nunca te encuentro, siempre has bajado a comprar postales—. Me despierto y ya te has levantado y te has ido antes que yo pise la cocina. Hasta las plantas se están quedando mustias. Ellas necesitan tierra, agua y sol; yo necesito tu piel, tu saliva y tu olor.
No quiero hablar de la derrota, aunque duerme abrazada a mí todas las noches desde que te fuiste. No quiero, pero se me va la letra por ese tobogán desesperado cada vez que me siento a escribir y a contarte lo que sucede junto a la bahía durante tu ausencia. Tampoco querría hablar de la tristeza, ni de la añoranza, la desesperación y la melancolía, pero es que casi ya no queda más, porque lo llenas todo tú, y todo aquí es vacío de ti. El lecho de la bahía me llama, como una sirena o un agujero negro, y asegura que estás allí, dormida bajo las olas con un beso jugando entre tus labios. Y tengo que levantarme y salpicarme la cara con agua fresca para detener el impulso de lanzarme al silencio del mar, a disputar visiones entre gaviotas y sargos, buscando el dibujo cambiante de tu sexo entre las rocas.
Ataúdes con buen gusto
Desde Camboya, a punto de regresar a Bangkok, me dice Emilio que él no está mosqueado con Ismael, que lo que pasa es que su mujer es filipina (las dos, aquí la ambigüedad del “su” es oportuna), o sea, un enigma. Para entenderlo mejor, hay que pronunciar la palabra enigma con la boca esférica, como si tuviésemos tres polvorones dentro, haciendo retumbar la letra g en el paladar y las fosas nasales, igual que hacía Dalmacio (Miguel Ángel Solá) en Hoy: El diario de Adán y Eva de Mark Twain. La verdad es que, aprovechando que está allí, me gustaría pedirle a Emilio que buscara la traducción tailandesa de mi libro Abdel en las librerías infantiles de Bangkok, porque me dijeron que se publicó hace cinco o seis años, pero nunca he visto la edición impresa, ni el prólogo que le envié al traductor. Sí tengo la edición alemana. Y la de la ONCE, en braille: un mamotreto de papeles gruesos y con barbas, gofrados con pequeñas espinillas de pulpa de papel legibles con la punta de los dedos para los que conozcan su alfabeto, e impreso por ambos lados (lo cual dificulta la lectura sensorial, pero ahorra papel). De todos modos, si Emilio me consigue la edición tailandesa de Abdel, yo tendría que hacer un acto de fe, porque yo de siamés, o thai, res de res, así que puede enviarme un libro sobre el anarquismo holandés a finales del XIX, y daría el pego.
Como en muchos otros lugares del mundo, los artesanos de Bangkok se agrupan por calles. Cerca de la estación central de trenes, en Chinatown, hay una calle ocupada por fabricantes de ataúdes. Bea y yo estuvimos allí. No son ataúdes como los occidentales, de madera oscura, aristas recias y una cruz coronando la tapa, sino féretros casi antropomorfos de madera clara, más redondeados, con bajorrelieves florales y ornamentales por los costados y la cubierta. Los artesanos, que tienen locales pequeños y fabrican cajas grandes, sacan los féretros a la calle, y allí van tallando la madera a la vista de todos. Es un oficio noble, y los clientes pueden hacer encargos a medida, y sugerir distintas filigranas para su último refugio.
Guadalupe Urbina, la cantante costarricense, me contó cuando pasó una temporada en mi casa de Manuela Malasaña, que durmió con su abuela en una cama grande durante toda su infancia en Guanacaste. Guadalupe tenía pesadillas todas las noches, porque bajo la cama, a buen recaudo, su abuela guardaba el féretro con el que quería ser enterrada. Una vez a la semana lo arrastraba hasta el centro de la habitación, lo enceraba con esmero, y se reclinaba en el interior tapizado de seda color marfil, para asegurarse de que seguía siendo cómodo.
--¿No quieres probarlo, Lupita? Anda, ven, túmbate aquí dentro, verás qué mullidito está.
--No, gracias, abuela, que igual me hago pis y te lo ensucio.
No fue la abuela la que lo compró, nunca tuvo tanto dinero junto, sino su marido como regalo de boda, cuando se casó por primera vez a los diecinueve años. Era un buen ataúd, de pino de Idaho, no como esos de madera de chopo que se deshacen antes de llegar al fondo de la fosa. Quince años más tarde, el segundo marido tuvo que reconocer, a regañadientes, que aquel había sido un regalo de altura, con buen gusto y visión de futuro.
Como en muchos otros lugares del mundo, los artesanos de Bangkok se agrupan por calles. Cerca de la estación central de trenes, en Chinatown, hay una calle ocupada por fabricantes de ataúdes. Bea y yo estuvimos allí. No son ataúdes como los occidentales, de madera oscura, aristas recias y una cruz coronando la tapa, sino féretros casi antropomorfos de madera clara, más redondeados, con bajorrelieves florales y ornamentales por los costados y la cubierta. Los artesanos, que tienen locales pequeños y fabrican cajas grandes, sacan los féretros a la calle, y allí van tallando la madera a la vista de todos. Es un oficio noble, y los clientes pueden hacer encargos a medida, y sugerir distintas filigranas para su último refugio.
Guadalupe Urbina, la cantante costarricense, me contó cuando pasó una temporada en mi casa de Manuela Malasaña, que durmió con su abuela en una cama grande durante toda su infancia en Guanacaste. Guadalupe tenía pesadillas todas las noches, porque bajo la cama, a buen recaudo, su abuela guardaba el féretro con el que quería ser enterrada. Una vez a la semana lo arrastraba hasta el centro de la habitación, lo enceraba con esmero, y se reclinaba en el interior tapizado de seda color marfil, para asegurarse de que seguía siendo cómodo.
--¿No quieres probarlo, Lupita? Anda, ven, túmbate aquí dentro, verás qué mullidito está.
--No, gracias, abuela, que igual me hago pis y te lo ensucio.
No fue la abuela la que lo compró, nunca tuvo tanto dinero junto, sino su marido como regalo de boda, cuando se casó por primera vez a los diecinueve años. Era un buen ataúd, de pino de Idaho, no como esos de madera de chopo que se deshacen antes de llegar al fondo de la fosa. Quince años más tarde, el segundo marido tuvo que reconocer, a regañadientes, que aquel había sido un regalo de altura, con buen gusto y visión de futuro.
domingo, 20 de enero de 2008
Tres microcuentos
Ha llegado el invasor. Me saluda, me abraza, me cuenta lo que ha sido de su vida últimamente, pero sin detalles. No puedo concentrarme. Habla mientras ve las noticias de la tele. Se niega a quedarse solo, me pide consejo sin pretender saber lo que pienso, y trata de hacerse amigo de mis amigos. Le echaría de casa sin dudarlo, pero es mi hermano.
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Era bajito, le gustaban los bonsáis, las cajas de alfileres, los niños, las pulgas, las cunas y el arroz. Pensó que su vida estaba abocada al fracaso, hasta que descubrió que se llamaba Monterroso.
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Al cumplir los 18 años, le dio una bofetada a su madre. “Te lo había prometido muchas veces, y no sabes las ganas que tenía”, le dijo. Su madre se calló. Pero su padre le dijo: “Mira que eres bruto, Edipo”.
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Era bajito, le gustaban los bonsáis, las cajas de alfileres, los niños, las pulgas, las cunas y el arroz. Pensó que su vida estaba abocada al fracaso, hasta que descubrió que se llamaba Monterroso.
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Al cumplir los 18 años, le dio una bofetada a su madre. “Te lo había prometido muchas veces, y no sabes las ganas que tenía”, le dijo. Su madre se calló. Pero su padre le dijo: “Mira que eres bruto, Edipo”.
sábado, 19 de enero de 2008
La memoria más antigua
El 1 de enero de 1961, en el salón de casa de mis tías, a las cero horas y quince minutos, dos locutores de televisión, tal vez José Luis Pécker e Isabel Bauzá, mostraron a todos los españoles que tuvieran televisor (que no eran tantos), que el año que se iniciaba, el de 1961, se podía leer del mismo modo al derecho y al revés. Y para demostrarlo, frente a la cámara de televisión pusieron patas arriba al tarjetón en el que habían escrito los números 1961, y chan-ta-ta-chán, efectivamente, volvía a poner 1961. Eso sí, a condición de que los dos números uno fueran palotes simples, sin cabeza y sin pie. Yo ni siquiera había cumplido los seis años, pero ya conocía los números a la perfección, y aquel truco de magia matemática me pareció tan asombroso, que se lo repetí a todos mis hermanos, que eran muchos y no me hacían mucho caso, hasta que me metieron en la boca un calcetín usado de Gonzalo para que me callara. Pero del truco aún me acuerdo, porque aquellos locutores dijeron que eso no volvería a suceder hasta cuatro mil años después, en el año 6009. No es el recuerdo más antiguo que tengo, pero sí el mejor fechado.
Más antigua es la memoria que guardo de cuando era un bebé, memoria sensorial en la que me descubro braceando en la cuna, llorando, hundido en una sima con barrotes verticales, en un charco de sabanitas blancas donde, a veces, encontraba un sonajero, un chupete perdido, o el dedo de un pie que aún no reconocía como propio. Ese recuerdo solo apareció con los ojos cerrados, tumbado en el diván del doctor Blanco, después de un mes de sesiones tormentosas. Creo que llegué a llamar a mi madre, mamá, mamá, con vocativos de angustia. No me dolía nada, no estaba mojado, no tenía hambre, pero un vacío estallaba ante mí, y unos bracitos carnosos pasaban de cuando en cuando por delante de mis ojos. Aunque eran mis brazos, yo no lo sabía. Me faltaba algo, y no eran brazos: era mi madre, su vientre, la cueva, el calor, la protección final, el nirvana, el placer total. Yo no quería estar en esa cuna. ¿Dónde estaba mi placenta? Cincuenta años después sigo durmiendo acurrucado, apretado bajo un edredón que no palpita, añorando el regreso.
Bea me lee, y frunce el ceño preocupada:
--¿Te trato mal? ¿Quieres volver con tu madre?
Le digo que no, que mi madre es como todas las madres, o sea, una pesada y una lianta. Que en realidad todo esto es una metáfora, y que además somos diez hermanos, así que, como decía Celia Cruz, no hay cama pa' tanta gente.
Más antigua es la memoria que guardo de cuando era un bebé, memoria sensorial en la que me descubro braceando en la cuna, llorando, hundido en una sima con barrotes verticales, en un charco de sabanitas blancas donde, a veces, encontraba un sonajero, un chupete perdido, o el dedo de un pie que aún no reconocía como propio. Ese recuerdo solo apareció con los ojos cerrados, tumbado en el diván del doctor Blanco, después de un mes de sesiones tormentosas. Creo que llegué a llamar a mi madre, mamá, mamá, con vocativos de angustia. No me dolía nada, no estaba mojado, no tenía hambre, pero un vacío estallaba ante mí, y unos bracitos carnosos pasaban de cuando en cuando por delante de mis ojos. Aunque eran mis brazos, yo no lo sabía. Me faltaba algo, y no eran brazos: era mi madre, su vientre, la cueva, el calor, la protección final, el nirvana, el placer total. Yo no quería estar en esa cuna. ¿Dónde estaba mi placenta? Cincuenta años después sigo durmiendo acurrucado, apretado bajo un edredón que no palpita, añorando el regreso.
Bea me lee, y frunce el ceño preocupada:
--¿Te trato mal? ¿Quieres volver con tu madre?
Le digo que no, que mi madre es como todas las madres, o sea, una pesada y una lianta. Que en realidad todo esto es una metáfora, y que además somos diez hermanos, así que, como decía Celia Cruz, no hay cama pa' tanta gente.
viernes, 18 de enero de 2008
La venganza de Miranda
Roberto estrangula a Miranda, su mujer, y la entierra en el jardín, bajo el manzano, a dos metros bajo tierra. No le dice nada a nadie. Es un hombre con malas pulgas, un bocazas. La muy puta se fue, y me dejó aquí tirado, como a un perro. En primavera Miranda se pudre, se la comen los gusanos, abona la tierra, y el manzano da unas manzanas lustrosas, que da gusto. Roberto ríe. Así eran las manzanas del paraíso, así de ricas, dice el matarife, y muerde una manzana de piel roja, como las mejillas de Miranda. Pero en la manzana habita un gusano vengador, un gusano que lleva en sus anillos el fermento pútrido del cuerpo de Miranda. Un gusano que repta, asciende por el paladar hasta el cerebro de Roberto, y allí se enquista, se atrinchera, se multiplica, y estalla como una granada lanzando un ejército de gusanos carroñeros que devastan a Roberto de dentro afuera. Tres meses más tarde Roberto muere, y lo sepultan en un féretro de acero blindado, para que los gusanos mutantes no abandonen su cuerpo.
jueves, 17 de enero de 2008
Un violador reinsertado
Me cuenta Lucía que mi sobrino Alberto, el diabético, se dio un golpe fuerte en la cabeza al caerse de su skateboard hace seis meses. Muy de vez en cuando, Alberto, como yo, sufre un episodio de hipoglucemia feroz, pierde la orientación y el equilibrio, y se cae al suelo redondo. Pero desde el golpe, las caídas por las escaleras, o en la parada del autobús se multiplicaron. Mi hermano Jaime y Rosa estaban asustados, y no dejaban de regañar a Alberto.
--Haz el favor de hacerte más controles de azúcar y de regularte la insulina como dios manda, que esto ya empieza a ser cansino, Alberto, hijo.
--Es que ya no podemos ni desconectar el móvil para ir al cine.
Ayer se volvió a caer cruzando la calle, perdió el sentido, y le tuvieron que llevar al hospital de Valdecilla en una ambulancia. Le hicieron pruebas. El azúcar lo tenía bien. No es por la diabetes, dijeron, es epilepsia. ¿No habrá recibido algún golpe fuerte en la cabeza? Jaime le pidió perdón por haberse enfadado con él, pero Alberto está harto de que le toque siempre bailar con la más fea.
Un violador en acto de servicio muere a causa del zarpazo de un oso en las cocheras del Circo Price, cerca de la Ronda de Atocha. Su esposa, que conoce las circunstancias de la muerte, autoriza que su cuerpo ingrese de inmediato en el programa de trasplantes de la Comunidad de Madrid. Su corazón va a parar a una novia desahuciada que está esperando un milagro para casarse. El hígado a un cirrótico con galactosemia hereditaria aficionado a los yogures. Las córneas a un sindicalista enfermo de cataratas desde la guerra de Iraq. La piel se injertó a un pirotécnico distraído que se abrasó en la playa de la Malvarrosa. El páncreas para mi sobrino Alberto, el diabético. Cráneo, pulmones, bazo, intestinos y huesos, a la Facultad de Medicina de Santiago de Compostela, para que hagan prácticas los alumnos de tercer curso. El pene, embalsamado, como recuerdo, para la madre del violador, que desde Guayaquil no sabe a qué dirección enviar la corona de flores.
--Haz el favor de hacerte más controles de azúcar y de regularte la insulina como dios manda, que esto ya empieza a ser cansino, Alberto, hijo.
--Es que ya no podemos ni desconectar el móvil para ir al cine.
Ayer se volvió a caer cruzando la calle, perdió el sentido, y le tuvieron que llevar al hospital de Valdecilla en una ambulancia. Le hicieron pruebas. El azúcar lo tenía bien. No es por la diabetes, dijeron, es epilepsia. ¿No habrá recibido algún golpe fuerte en la cabeza? Jaime le pidió perdón por haberse enfadado con él, pero Alberto está harto de que le toque siempre bailar con la más fea.
Un violador en acto de servicio muere a causa del zarpazo de un oso en las cocheras del Circo Price, cerca de la Ronda de Atocha. Su esposa, que conoce las circunstancias de la muerte, autoriza que su cuerpo ingrese de inmediato en el programa de trasplantes de la Comunidad de Madrid. Su corazón va a parar a una novia desahuciada que está esperando un milagro para casarse. El hígado a un cirrótico con galactosemia hereditaria aficionado a los yogures. Las córneas a un sindicalista enfermo de cataratas desde la guerra de Iraq. La piel se injertó a un pirotécnico distraído que se abrasó en la playa de la Malvarrosa. El páncreas para mi sobrino Alberto, el diabético. Cráneo, pulmones, bazo, intestinos y huesos, a la Facultad de Medicina de Santiago de Compostela, para que hagan prácticas los alumnos de tercer curso. El pene, embalsamado, como recuerdo, para la madre del violador, que desde Guayaquil no sabe a qué dirección enviar la corona de flores.
miércoles, 16 de enero de 2008
El origen del fascismo
Desde las orillas de Prospect Park, en Brooklyn, me envían Jen y mi amigo Ramón Cañelles un libro con 100 fotos realizadas en los dos últimos años por los alrededores de su casa: Un paseo por el barrio. Árboles de otoño e invierno, carteles, hojas, sombras, muñecos, nieve, materiales de derribo, pasquines, tiovivos y banderas. Me dice Ramón que Paul Auster vive cerca, así que comparte con él la afición de congelar el espacio y el tiempo a través de las fotografías (véase su película Smoke). Me quedo con la imagen de una jirafa de peluche de metro y medio de altura que mira hacia la ventana desde el interior de una habitación desnuda.
Ismael Perpiñá, Isma, el Perpi, dice que se casa con Mae, la filipina sobrina de María, que a su vez es la mujer de Emilio de Miguel, el diplomático. Vaya lío. Llevan ya más de tres años viviendo juntos, y a Mae no le dan los papeles para permanecer legalmente en España más tiempo. Ni a María ni a Emilio les hace mucha gracia, pero resulta que no son ellos los que se sumergen cada noche bajo un edredón en la buhardilla de Lavapiés, así que ajo y agua. Ismael y Emilio son dos de los alumnos más brillantes que han pasado por el Taller de Escritura, y deberían escribir más, pero Ismael dedica su tiempo a conducir camiones de cuatro ejes, y Emilio a tramitar visados y pasaportes, en lugar de dedicarse ambos a la noble tarea de torturar y dejarse torturar por personajes.
A pesar de lo que digan los relojes y los calendarios, la vida no es una línea recta. Ni siquiera un puerto de montaña. Excepto alguna que otra polución nocturna manipulada por el inconsciente, la vida es pensamiento, y el pensamiento es un caos que recorre el tiempo y el espacio con saltos inesperados a cada instante. Tan pronto recuerdo una pelea en el patio del colegio, sucedida hace 39 años, como el nacimiento de Elías, o el día en que el coronel Tejero sacó su pistola en el parlamento. El pensamiento y la memoria me llevan hacia delante y hacia atrás en cada momento, pero no puedo decir que eso suceda a mi antojo, ni como producto del azar. En realidad existen nexos, hilos de causalidad que unen las distintas escenas de una vida, como si fuera un catálogo indexado de raros e incunables. La mayor parte de las veces no sabemos reconocer el nexo, el hilo causal que hermana dos situaciones distantes en el tiempo, el espacio y los participantes. No parecen tener nada que ver, y sin embargo son idénticas, son espejos repetidos, la misma piedra que tampoco vemos. Nada es casual: todo es causal. Como este blog.
Anoche Ringo cazó un ratón de campo de gran tamaño. Está tan orgulloso, que se pasea con su pieza colgando a los dos lados de la boca. La escena es tan feroz que Bea no quiere ni mirar. Ringo protege el cadáver de su víctima. No lo despedaza, ni se lo come, ni ha dejado que nadie se acerque a él durante todo el día: es su trofeo de caza. Me lo enseña orgulloso, sin aflojar la mandíbula, y se lo restriega a Pepa por el morro. Es mío, yo lo cacé, parece decir. Se tumba con su tesoro frente al hocico, hasta que por la tarde veo que el ratón empieza a cubrirse de hormigas. Bea me pide que por favor me deshaga del cadáver, que vamos a coger todos una infección, así que ella distrae a Ringo mientras yo me acerco por detrás y le robo la pieza. No protesta. Acepta que tiene que ser así, que hay seres como yo que están por encima de él, así como él está por encima del ratón. Hay una jerarquía y una cadena de mando. Así empezó el fascismo.
Ismael Perpiñá, Isma, el Perpi, dice que se casa con Mae, la filipina sobrina de María, que a su vez es la mujer de Emilio de Miguel, el diplomático. Vaya lío. Llevan ya más de tres años viviendo juntos, y a Mae no le dan los papeles para permanecer legalmente en España más tiempo. Ni a María ni a Emilio les hace mucha gracia, pero resulta que no son ellos los que se sumergen cada noche bajo un edredón en la buhardilla de Lavapiés, así que ajo y agua. Ismael y Emilio son dos de los alumnos más brillantes que han pasado por el Taller de Escritura, y deberían escribir más, pero Ismael dedica su tiempo a conducir camiones de cuatro ejes, y Emilio a tramitar visados y pasaportes, en lugar de dedicarse ambos a la noble tarea de torturar y dejarse torturar por personajes.
A pesar de lo que digan los relojes y los calendarios, la vida no es una línea recta. Ni siquiera un puerto de montaña. Excepto alguna que otra polución nocturna manipulada por el inconsciente, la vida es pensamiento, y el pensamiento es un caos que recorre el tiempo y el espacio con saltos inesperados a cada instante. Tan pronto recuerdo una pelea en el patio del colegio, sucedida hace 39 años, como el nacimiento de Elías, o el día en que el coronel Tejero sacó su pistola en el parlamento. El pensamiento y la memoria me llevan hacia delante y hacia atrás en cada momento, pero no puedo decir que eso suceda a mi antojo, ni como producto del azar. En realidad existen nexos, hilos de causalidad que unen las distintas escenas de una vida, como si fuera un catálogo indexado de raros e incunables. La mayor parte de las veces no sabemos reconocer el nexo, el hilo causal que hermana dos situaciones distantes en el tiempo, el espacio y los participantes. No parecen tener nada que ver, y sin embargo son idénticas, son espejos repetidos, la misma piedra que tampoco vemos. Nada es casual: todo es causal. Como este blog.
Anoche Ringo cazó un ratón de campo de gran tamaño. Está tan orgulloso, que se pasea con su pieza colgando a los dos lados de la boca. La escena es tan feroz que Bea no quiere ni mirar. Ringo protege el cadáver de su víctima. No lo despedaza, ni se lo come, ni ha dejado que nadie se acerque a él durante todo el día: es su trofeo de caza. Me lo enseña orgulloso, sin aflojar la mandíbula, y se lo restriega a Pepa por el morro. Es mío, yo lo cacé, parece decir. Se tumba con su tesoro frente al hocico, hasta que por la tarde veo que el ratón empieza a cubrirse de hormigas. Bea me pide que por favor me deshaga del cadáver, que vamos a coger todos una infección, así que ella distrae a Ringo mientras yo me acerco por detrás y le robo la pieza. No protesta. Acepta que tiene que ser así, que hay seres como yo que están por encima de él, así como él está por encima del ratón. Hay una jerarquía y una cadena de mando. Así empezó el fascismo.
martes, 15 de enero de 2008
Las memorias de Francisca
Adela Campoy López, Magda Rodríguez Martín y Chony Pérez Monreal estaban ya jubiladas y vivían solas cuando se matricularon en el Taller de Escritura. Se hicieron amigas en seguida.
--¿Echas de menos a tu marido, Magda? ¿No te sientes sola?
--Quita, que era un pesado. La única alegría que me dio fue dejarme viuda. Qué descanso.
Magda, la viuda feliz, había oído en la cadena SER que el Taller de Escritura estaba a punto de arrancar, y no descansó hasta que en la centralita le dieron mi número de teléfono. No lo dudó ni un segundo. Chony vio unos carteles pegados por la calle, y siguiendo el ejemplo de Hansel y Gretel siguió el rastro de pasquines hasta llegar a mi casa. Chony tenía el cuerpo grande, unos hombros titánicos, y siempre me contaba las anécdotas de su perra Carpanta y del salón de peluquería de la calle Fuencarral, donde coincidía con Almudena Grandes dos veces al mes. Adela era la mayor. Soñaba con regresar a Fuenterrabía, donde tenía una casa grande cerca de la estación de trenes, e insistió tanto que al final terminé ocupando su casa el siguiente verano, con Marisa, Marcelo Soto y Mila García Guerrero. A mí me sirvió para escribir algunos cuentos insensatos. Marcelo escribió allí de un tirón más de la mitad de Las bodas tristes, una bellísima novela sobre la condesa de Niebla en la época de los Habsburgo, que quedó finalista del Premio Herralde de novela. Mila escribía también, aunque pasarían aún diez años antes de publicar su novela Mendigo. Adela era generosa, y no nos permitió pagar alquiler, así que en los ratos libres le pintamos de blanco la fachada de su casa, y le compramos un nuevo calentador de gas, porque el que tenía era una amenaza portátil para todo el barrio. Adela, después de asistir tres años al Taller, abandonó Madrid por Vitoria, donde vivía su hijo. Allí dirigía, tal vez dirige, otro Taller de Escritura para las amigas de la infancia. Ojalá sea feliz.
Francisca sufrió abusos sexuales durante toda su infancia, hasta que se quedó embarazada de su hermano mayor. Intentó abortar bebiendo un compuesto de perejil, ajenjo, ruda y albahaca hervidas con cerveza, pero no hubo suerte. Su tía Berta le anegó el interior del vientre soplando vinagre y detergente con una sonda que dejó dentro, tras atar el extremo inferior al muslo de Francisca, hasta que tres días después le sobrevino la hemorragia. Fue vendida a unos traficantes búlgaros, y tuvo tres hijos que le arrebataron en el mismo momento de nacer. No pasó un solo día, desde que cumplió los cinco años, en que no fuera golpeada por alguien, o por muchos. Trabajó de prostituta y limpiando letrinas en las cárceles. Sobrevivió alimentándose de la comida que le quitaba a los perros. Nadie sabe cómo, pero a los sesenta años aprendió a leer y a escribir. A partir de ese momento, descubrió que su vida podía ser otra, que había sido otra. Nadie le pudo impedir escribir y disfrutar sus memorias hechas a medida. Empezaban así: “Toda mi vida he sido feliz, desde la infancia hasta ahora”.
--¿Echas de menos a tu marido, Magda? ¿No te sientes sola?
--Quita, que era un pesado. La única alegría que me dio fue dejarme viuda. Qué descanso.
Magda, la viuda feliz, había oído en la cadena SER que el Taller de Escritura estaba a punto de arrancar, y no descansó hasta que en la centralita le dieron mi número de teléfono. No lo dudó ni un segundo. Chony vio unos carteles pegados por la calle, y siguiendo el ejemplo de Hansel y Gretel siguió el rastro de pasquines hasta llegar a mi casa. Chony tenía el cuerpo grande, unos hombros titánicos, y siempre me contaba las anécdotas de su perra Carpanta y del salón de peluquería de la calle Fuencarral, donde coincidía con Almudena Grandes dos veces al mes. Adela era la mayor. Soñaba con regresar a Fuenterrabía, donde tenía una casa grande cerca de la estación de trenes, e insistió tanto que al final terminé ocupando su casa el siguiente verano, con Marisa, Marcelo Soto y Mila García Guerrero. A mí me sirvió para escribir algunos cuentos insensatos. Marcelo escribió allí de un tirón más de la mitad de Las bodas tristes, una bellísima novela sobre la condesa de Niebla en la época de los Habsburgo, que quedó finalista del Premio Herralde de novela. Mila escribía también, aunque pasarían aún diez años antes de publicar su novela Mendigo. Adela era generosa, y no nos permitió pagar alquiler, así que en los ratos libres le pintamos de blanco la fachada de su casa, y le compramos un nuevo calentador de gas, porque el que tenía era una amenaza portátil para todo el barrio. Adela, después de asistir tres años al Taller, abandonó Madrid por Vitoria, donde vivía su hijo. Allí dirigía, tal vez dirige, otro Taller de Escritura para las amigas de la infancia. Ojalá sea feliz.
Francisca sufrió abusos sexuales durante toda su infancia, hasta que se quedó embarazada de su hermano mayor. Intentó abortar bebiendo un compuesto de perejil, ajenjo, ruda y albahaca hervidas con cerveza, pero no hubo suerte. Su tía Berta le anegó el interior del vientre soplando vinagre y detergente con una sonda que dejó dentro, tras atar el extremo inferior al muslo de Francisca, hasta que tres días después le sobrevino la hemorragia. Fue vendida a unos traficantes búlgaros, y tuvo tres hijos que le arrebataron en el mismo momento de nacer. No pasó un solo día, desde que cumplió los cinco años, en que no fuera golpeada por alguien, o por muchos. Trabajó de prostituta y limpiando letrinas en las cárceles. Sobrevivió alimentándose de la comida que le quitaba a los perros. Nadie sabe cómo, pero a los sesenta años aprendió a leer y a escribir. A partir de ese momento, descubrió que su vida podía ser otra, que había sido otra. Nadie le pudo impedir escribir y disfrutar sus memorias hechas a medida. Empezaban así: “Toda mi vida he sido feliz, desde la infancia hasta ahora”.
lunes, 14 de enero de 2008
Caracas, 1964-1967
En Caracas, a mediados de los años sesenta del siglo pasado, vivía un millón de personas dentro de la ciudad, y novecientos mil desheredados en los ranchitos de las afueras, a partir de Petare, y por debajo de la cota mil, en las faldas del Ávila. Los adecos, con Raúl Leoni al frente, habían vuelto a ganar la presidencia frente a los copeyanos. Por las noches, desde las colinas de Bello Monte, yo veía cómo se encendían las ventanitas del hotel Humboldt que coronaba la cumbre, y soñaba con subir en teleférico hasta su azotea, para tener el valle de Caracas a mis pies. En el patio del colegio jugábamos a las adivinanzas:
--¿A que no te sabes el nombre de dos animales que tengan las cinco vocales dentro de su nombre?
--Yo me sé uno: murciélago.
--Vale, ¿y el otro?
--No lo sé.
--Pues yo sí: Raúl Leoni.
El que perdía le tenía que dar al otro un cachito, una corteza de no sé qué planta en forma de ameba, entre garra, media luna y lágrima, que nosotros pulíamos durante horas, y después abrillantábamos y oscurecíamos con aceite, para hacernos colgantes y llaveros.
Hacía tanto calor, que nuestra casa tenía un salón con solo tres paredes; la cuarta estaba abierta al jardín, al cerro del Ávila, y a la cumbre de los edificios que sobresalían más allá de Chacaíto. Uno, en especial, refrescaba cada noche nuestra imaginación, y no porque el edificio tuviera nada de especial, sino porque sobre aquel rascacielos había un anuncio luminoso que parpadeaba sin cesar un anuncio de helados: “Fiesta empieza con Efe”. Un helado, por favor, un polo, un raspado, lo que sea. A media tarde pasaba por la puerta de la quinta Loló, en la avenida Casiquiare, el carrito de helados y raspados cuya música aún recuerdo. Por un mediecito podías tomarte un cucurucho de hielo regado con sirope de frutas. Mis raspados preferidos eran los de tamarindo, grosella, y fresa con leche. De mango no, porque teníamos cuatro árboles de mangos en casa, y regalábamos sacos a todo el que pasara por la calle.
Fue en Caracas donde descubrí la televisión. Mientras en España, en 1964, solo emitía TVE, algunas breves horas de la tarde (la segunda, el UHF, aún ni siquiera existía), en casa de mis vecinos podían ver el canal 5 (Televisora Nacional), el canal 4 (Venevisión), el Canal 8 (Cadena Venezolana de Televisión), Radio Caracas Televisión, y el Canal 11. Suena extraño visto desde el 2008, pero Venezuela en 1965 era un país mucho más avanzado que España, que se ufanaba de ser un país en vías de desarrollo. Diez años antes de morir Franco, mis hermanos y yo viajamos en el tiempo a bordo de un DC-8, y durante tres años convivimos con los partidos políticos, la libertad religiosa, el divorcio legal, la libertad de información, la pluralidad televisiva y las playas del Caribe.
Y desde entonces me falta un diente. El paleto derecho. Me lo rompí mordiendo el suelo debajo de la cama de los padres de María Milagros, Milena y el Catire, donde me había escondido. La culpa fue de Batman, que salía por televisión cada tarde, a las cuatro o las cinco, en una serie norteamericana doblada en México. Luces linda, muñeca, ¿cómo es que tú te llamas? Oh, vamos, Nick, no molestes a la señorita. Yo no me la podía perder, hubiera matado por verla, así que cada tarde saltaba la tapia del jardín que separaba nuestras casas, me colaba por la puerta de la cocina en casa de los vecinos, subía de puntillas las escaleras hasta el cuarto de sus padres, encendía el televisor que tenían frente a la cama, y me sentaba a disfrutar de un nuevo capítulo del hombre murciélago. Estaba enganchado a esa serie, en parte porque seguíamos sin tener televisión en casa, y en parte porque todos los niños del colegio jugaban cada día a lo mismo: las nuevas aventuras de Robín y Batman. Y si yo no sabía de qué iba, me tocaría ser el malvado el caballero del crimen, Oswald el Pingüino, una vez más. Cuando el Catire y María Milagros escucharon desde el piso de abajo la música de la cabecera del programa de Batman, subieron a zancadas por las escaleras. Ellos también querían verlo. Pero yo no podía decir que estaba allí, nadie me había invitado, me había colado en la casa a hurtadillas, así que me metí debajo de la cama, y seguí mirando desde allí, con la boca abierta, las acrobacias de Batman con el batimóvil. Nada más cruzar la puerta de la habitación, el Catire se lanzó sobre la cama, justo a la altura de mi cabeza, el colchón se hundió hacia abajo, empujó mi cabeza contra el suelo, y el diente frontal de Enrique se partió por la mitad contra la baldosa del suelo.
La doctora María Elena Machaco, que pasaba consulta en las Torres del Silencio, me hizo una pulpectomía, me extirpó el nervio que había quedado al descubierto, y me tapó el agujero con cemento blanco. Solo quince años después mi hermano Gonzalo me reconstruyó el diente con una funda de porcelana. Cuando en 1977 fui con Deme a ver Marathon Man en el cine Capitol, tuve que salirme de la sala en el momento en el que el doctor Szell le hace una endodoncia en vivo a Dustin Hoffman con una taladradora dental. Eso ya lo había vivido antes.
--¿A que no te sabes el nombre de dos animales que tengan las cinco vocales dentro de su nombre?
--Yo me sé uno: murciélago.
--Vale, ¿y el otro?
--No lo sé.
--Pues yo sí: Raúl Leoni.
El que perdía le tenía que dar al otro un cachito, una corteza de no sé qué planta en forma de ameba, entre garra, media luna y lágrima, que nosotros pulíamos durante horas, y después abrillantábamos y oscurecíamos con aceite, para hacernos colgantes y llaveros.
Hacía tanto calor, que nuestra casa tenía un salón con solo tres paredes; la cuarta estaba abierta al jardín, al cerro del Ávila, y a la cumbre de los edificios que sobresalían más allá de Chacaíto. Uno, en especial, refrescaba cada noche nuestra imaginación, y no porque el edificio tuviera nada de especial, sino porque sobre aquel rascacielos había un anuncio luminoso que parpadeaba sin cesar un anuncio de helados: “Fiesta empieza con Efe”. Un helado, por favor, un polo, un raspado, lo que sea. A media tarde pasaba por la puerta de la quinta Loló, en la avenida Casiquiare, el carrito de helados y raspados cuya música aún recuerdo. Por un mediecito podías tomarte un cucurucho de hielo regado con sirope de frutas. Mis raspados preferidos eran los de tamarindo, grosella, y fresa con leche. De mango no, porque teníamos cuatro árboles de mangos en casa, y regalábamos sacos a todo el que pasara por la calle.
Fue en Caracas donde descubrí la televisión. Mientras en España, en 1964, solo emitía TVE, algunas breves horas de la tarde (la segunda, el UHF, aún ni siquiera existía), en casa de mis vecinos podían ver el canal 5 (Televisora Nacional), el canal 4 (Venevisión), el Canal 8 (Cadena Venezolana de Televisión), Radio Caracas Televisión, y el Canal 11. Suena extraño visto desde el 2008, pero Venezuela en 1965 era un país mucho más avanzado que España, que se ufanaba de ser un país en vías de desarrollo. Diez años antes de morir Franco, mis hermanos y yo viajamos en el tiempo a bordo de un DC-8, y durante tres años convivimos con los partidos políticos, la libertad religiosa, el divorcio legal, la libertad de información, la pluralidad televisiva y las playas del Caribe.
Y desde entonces me falta un diente. El paleto derecho. Me lo rompí mordiendo el suelo debajo de la cama de los padres de María Milagros, Milena y el Catire, donde me había escondido. La culpa fue de Batman, que salía por televisión cada tarde, a las cuatro o las cinco, en una serie norteamericana doblada en México. Luces linda, muñeca, ¿cómo es que tú te llamas? Oh, vamos, Nick, no molestes a la señorita. Yo no me la podía perder, hubiera matado por verla, así que cada tarde saltaba la tapia del jardín que separaba nuestras casas, me colaba por la puerta de la cocina en casa de los vecinos, subía de puntillas las escaleras hasta el cuarto de sus padres, encendía el televisor que tenían frente a la cama, y me sentaba a disfrutar de un nuevo capítulo del hombre murciélago. Estaba enganchado a esa serie, en parte porque seguíamos sin tener televisión en casa, y en parte porque todos los niños del colegio jugaban cada día a lo mismo: las nuevas aventuras de Robín y Batman. Y si yo no sabía de qué iba, me tocaría ser el malvado el caballero del crimen, Oswald el Pingüino, una vez más. Cuando el Catire y María Milagros escucharon desde el piso de abajo la música de la cabecera del programa de Batman, subieron a zancadas por las escaleras. Ellos también querían verlo. Pero yo no podía decir que estaba allí, nadie me había invitado, me había colado en la casa a hurtadillas, así que me metí debajo de la cama, y seguí mirando desde allí, con la boca abierta, las acrobacias de Batman con el batimóvil. Nada más cruzar la puerta de la habitación, el Catire se lanzó sobre la cama, justo a la altura de mi cabeza, el colchón se hundió hacia abajo, empujó mi cabeza contra el suelo, y el diente frontal de Enrique se partió por la mitad contra la baldosa del suelo.
La doctora María Elena Machaco, que pasaba consulta en las Torres del Silencio, me hizo una pulpectomía, me extirpó el nervio que había quedado al descubierto, y me tapó el agujero con cemento blanco. Solo quince años después mi hermano Gonzalo me reconstruyó el diente con una funda de porcelana. Cuando en 1977 fui con Deme a ver Marathon Man en el cine Capitol, tuve que salirme de la sala en el momento en el que el doctor Szell le hace una endodoncia en vivo a Dustin Hoffman con una taladradora dental. Eso ya lo había vivido antes.
domingo, 13 de enero de 2008
Una infancia de trenes
Desde hace cincuenta años, todos los niños crecen viendo dibujos animados por televisión. Yo no. Y no es que la televisión no existiera cuando yo era pequeño, sino que mis padres, en un ataque de fundamentalismo cultural, decidieron que ver televisión era malo para la educación y la salud de los niños, porque dejaban de leer, de jugar y de imaginar. Así que tomaron una decisión salomónica: no comprar ninguna televisión hasta que el más pequeño de sus hijos, mi hermana Peancha, fuera mayor de edad. Y lo cumplieron. Aún no sé si hicieron bien. No es que se lo reproche, pero años después yo no tuve huevos para negársela a mi hijo Elías.
Así que tuve una infancia desconectada. Unplugged, diría Eric Clapton. Pero como éramos diez hermanos, la diversión en casa estaba garantizada. Los sábados por la tarde nos dedicábamos a montar las vías del tren por toda la casa: pasos a nivel, puentes, cruces, desvíos, túneles, vías muertas, estaciones y viajeros a la espera del convoy. No sé qué cantidad de metros recorrían aquellos trenes, pero era una obra de ingeniería que necesitaba el concurso de los diez hermanos, y la asesoría, cada media hora, de un ingeniero de caminos: mi padre.
Al llegar la noche nos acostábamos exhaustos. Sólo teníamos fuerzas para sintonizar la radio, y escuchar embobados las historias de El gato con botas, Los siete cabritillos, o El sastrecillo valiente en Radio Nacional de España.
--¡Garbancito! ¿Dónde estás? --llamaban sus padres a voz en grito.
--¡Aquí estoy! ¡En la tripita del buey, donde ni nieva ni llueve!
Después de saltar de cama en cama y reventar los muelles de algún colchón, mi madre nos metía con dos azotes bajo las sábanas, apagaba la luz y nos dejaba a los pequeños cautivos en las manos de mis hermanos mayores, especialistas en torturas nocturnas. El peor era Nacho, que siempre nos contaba la historia de la familia que se comió un cadáver desenterrado del cementerio, creyendo que eran asaduras. Nacho empezaba a hacer ruidos, toc, toc, toc, y ponía voz de ultratumba:
--Ay mamaita, ita, ita, ita, ¿quién será?
--Déjalo hijita, hijita, hijita, que ya se irá.
--Que no me voy, que subiendo las escaleras estoy.
Hasta que terminaba el cuento saltando sobre nuestra cama en mitad de la tiniebla. Mis padres se preguntaron, durante muchos años, cómo era posible que todos nos meáramos en la cama hasta los diez años. Yo hasta los trece: se ve que mi implicación con la literatura era ya entonces más fuerte que la de mis hermanos.
Al día siguiente, tras abrir de par en par las ventanas y tender los hules para diluir el olor a amoniaco de ocho varones eneuréticos, empezábamos a jugar con el tren.
--El último, nena --gritaba Javier.
Y mis dos hermanas corrían como el que más por el pasillo, repartiendo codazos y metiendo zancadillas. A fin de cuentas, ¿dónde si no estaba el juego?
La merienda, galletas María Fontaneda untadas con mantequilla y azúcar. A veces, chocolate Elgorriaga y miel de la Alcarria. El domingo por la tarde había que desmontar el tren, un país completo, con ríos, pueblos y montañas, cosido por una red ferroviaria construida y desmontada por nosotros, los huérfanos del televisor. Las vías rectas con las rectas, las curvas con las curvas, el corcho del belén con el que hacíamos las montañas, a las cajas. Y todo ello, con vagones, puentes, soldados, los dinkytoys de Coque, los indios de Gonzalo, y el fuerte vaquero de Jorge, al altillo. Hasta el sábado siguiente.
Así que tuve una infancia desconectada. Unplugged, diría Eric Clapton. Pero como éramos diez hermanos, la diversión en casa estaba garantizada. Los sábados por la tarde nos dedicábamos a montar las vías del tren por toda la casa: pasos a nivel, puentes, cruces, desvíos, túneles, vías muertas, estaciones y viajeros a la espera del convoy. No sé qué cantidad de metros recorrían aquellos trenes, pero era una obra de ingeniería que necesitaba el concurso de los diez hermanos, y la asesoría, cada media hora, de un ingeniero de caminos: mi padre.
Al llegar la noche nos acostábamos exhaustos. Sólo teníamos fuerzas para sintonizar la radio, y escuchar embobados las historias de El gato con botas, Los siete cabritillos, o El sastrecillo valiente en Radio Nacional de España.
--¡Garbancito! ¿Dónde estás? --llamaban sus padres a voz en grito.
--¡Aquí estoy! ¡En la tripita del buey, donde ni nieva ni llueve!
Después de saltar de cama en cama y reventar los muelles de algún colchón, mi madre nos metía con dos azotes bajo las sábanas, apagaba la luz y nos dejaba a los pequeños cautivos en las manos de mis hermanos mayores, especialistas en torturas nocturnas. El peor era Nacho, que siempre nos contaba la historia de la familia que se comió un cadáver desenterrado del cementerio, creyendo que eran asaduras. Nacho empezaba a hacer ruidos, toc, toc, toc, y ponía voz de ultratumba:
--Ay mamaita, ita, ita, ita, ¿quién será?
--Déjalo hijita, hijita, hijita, que ya se irá.
--Que no me voy, que subiendo las escaleras estoy.
Hasta que terminaba el cuento saltando sobre nuestra cama en mitad de la tiniebla. Mis padres se preguntaron, durante muchos años, cómo era posible que todos nos meáramos en la cama hasta los diez años. Yo hasta los trece: se ve que mi implicación con la literatura era ya entonces más fuerte que la de mis hermanos.
Al día siguiente, tras abrir de par en par las ventanas y tender los hules para diluir el olor a amoniaco de ocho varones eneuréticos, empezábamos a jugar con el tren.
--El último, nena --gritaba Javier.
Y mis dos hermanas corrían como el que más por el pasillo, repartiendo codazos y metiendo zancadillas. A fin de cuentas, ¿dónde si no estaba el juego?
La merienda, galletas María Fontaneda untadas con mantequilla y azúcar. A veces, chocolate Elgorriaga y miel de la Alcarria. El domingo por la tarde había que desmontar el tren, un país completo, con ríos, pueblos y montañas, cosido por una red ferroviaria construida y desmontada por nosotros, los huérfanos del televisor. Las vías rectas con las rectas, las curvas con las curvas, el corcho del belén con el que hacíamos las montañas, a las cajas. Y todo ello, con vagones, puentes, soldados, los dinkytoys de Coque, los indios de Gonzalo, y el fuerte vaquero de Jorge, al altillo. Hasta el sábado siguiente.
sábado, 12 de enero de 2008
Taller de Escritura (Inicio)
Hace quince años, en septiembre de 1993, después de un pavoroso verano en Calella del Mar cercado por hooligans y karaokes, puse en funcionamiento el Taller de Escritura de Madrid. Al principio, durante los cinco primeros años, en realidad se llamó Taller de Escritura Enrique Páez, sin más. Yo tenía entonces 38 años, cuatro novelas juveniles publicadas en el Barco de Vapor y en la editorial Bruño, y un hijo de trece años. Dinero no. Ni siquiera podía permitirme pagar el alquiler completo de una casa en Madrid, así que todavía compartíamos piso en la calle Monteleón 15, el epicentro de Malasaña, con Annie Pinto y su hija Marta. Las dos eran estupendas, pero estaban aún más perdidas que yo, que ya es decir. Los amigos de Annie que pasaban por allí tampoco ayudaban mucho a despejar dudas, sino más bien a fomentarlas: Miguel Ángel Mendo, Félix Lorrio, Antonio Lafuente (los tres Yetis), Moncho Alpuente, Blanca Berlín, Patricia, Jaime, Enrique Camarasa, Polo y los congelados… La movida madrileña languidecía de modo soporífero, y los yonquis morían a decenas en la plaza del Dos de Mayo, a cincuenta metros de nuestro portal, con las jeringuillas clavadas en los brazos y atragantados por las ensaimadas de crema de la pastería La Oriental. Pasé tanto frío aquel año que mis uñas se tiñeron de azul, como las de los tuaregs del sur de Mauritania. En los diez años anteriores yo había estado dando clases en colegios de primaria (Daoiz y Velarde en Alcobendas, Parque Aluche y Juan XXIII en Madrid, Public School 52 Sheepshead Bay en Nueva York), institutos de secundaria (Rey Pastor en Madrid, John Dewey High School en Brooklyn, NY), y hasta una universidad privada (Tracor Arts School, en Madrid). Pero, aunque estaba cerca, aún no había encontrado mi sitio, mi lugar de trabajo.
Lo encontré después del verano. Lo imaginé en agosto, sentado en una silla de lona en la playa de Calella, mientras Aída escandalizaba a su tía Marisa relatándole cómo su novio le pegaba de vez en cuando, pero sin mala intención, porque era su forma de expresarse.
--Cada uno es como es, ¿no, tía?
--Claro. Tú, por ejemplo, eres tonta, Aída.
Ese verano yo sabía que estaba haciendo algo mal, o que me faltaba hacer algo para cambiar el extraño círculo de tiza en el que estaba atrapado. Así que me leí tres o cuatro libros de autoayuda: Mis zonas erróneas, la historia del ratón cabreado porque alguien se había comido su quesito, Cuando digo NO me siento culpable, y hasta uno de Dienética, que aún no sé muy bien qué es. El pudor me impidió leer Usted puede sanar su vida, de Louise L. Hay. Estaba desesperado, había vendido mi alma al diablo, pero aún era decente.
No puedo decir que esté orgulloso de aquellas lecturas de Reader’s Digest, pero todos tenemos un pasado oscuro, y esto es una parte del mío. Otros votaban a Zaplana y a Álvarez del Manzano, y yo no dije nada.
En algún momento de esas lecturas erráticas, me caí del guindo. “Voy a montar un Taller de Escritura”, me dije. Yo había sido invitado como autor en dos ocasiones al Taller de Escritura de Clara Obligado para someterme a las preguntas de sus alumnas. Y Norma, mi amiga Norma, la que dejó viudo a Roberto Pepe y huérfano al pequeño Andrés, había muerto de cáncer unos años antes después de importar el modelo de talleres literarios desde Argentina. Irene Fernández Núñez todavía recuerda sus reuniones amasando arcilla para empaparse de tierra dúctil antes de arrancar palabras con el lápiz. Así que empecé a diseñar los programas de estudio, la estructura del Taller, y la publicidad. Fue el momento preciso, porque mes y medio después tenía seis grupos de 15 alumnos cada uno asistiendo a mis clases del Taller. José María Delgado Aguiar fue el primero en matricularse, a mediados de septiembre de 1993. Al principio fue un poco extraño, porque ni siquiera tenía local (impartía las clases en el salón de casa), ni sillas suficientes para todos ellos. Annie y Patricia se escondían como colegialas detrás de las cortinas para escuchar los relatos de los alumnos, y cuchicheaban como cotorras. En el Pepe Botella, el bar de María y Carlos que aún está en la Plaza del Dos de Mayo, me senté con los primeros alumnos de la tarde. Patricia Rivas siempre se sentaba a mi izquierda, mientras Marava Dominguez Torán, la pesadilla de Leopoldo María Panero, no paraba de hablar. Pero eso solo fue durante el primer mes de octubre, porque en noviembre ya nos habíamos mudado a la calle Manuela Malasaña 33, y allí permanecimos los cuatro primeros años. Las sillas de tijera que compré en el Rastro aún están en el Taller. ¿No os acordáis de la mesa larga, fabricada con dos tablones de aglomerado contrachapado de un metro por dos, alrededor de la cual nos sentábamos a escribir y leer los primeros cuentos? Seguro que sí.
Lo encontré después del verano. Lo imaginé en agosto, sentado en una silla de lona en la playa de Calella, mientras Aída escandalizaba a su tía Marisa relatándole cómo su novio le pegaba de vez en cuando, pero sin mala intención, porque era su forma de expresarse.
--Cada uno es como es, ¿no, tía?
--Claro. Tú, por ejemplo, eres tonta, Aída.
Ese verano yo sabía que estaba haciendo algo mal, o que me faltaba hacer algo para cambiar el extraño círculo de tiza en el que estaba atrapado. Así que me leí tres o cuatro libros de autoayuda: Mis zonas erróneas, la historia del ratón cabreado porque alguien se había comido su quesito, Cuando digo NO me siento culpable, y hasta uno de Dienética, que aún no sé muy bien qué es. El pudor me impidió leer Usted puede sanar su vida, de Louise L. Hay. Estaba desesperado, había vendido mi alma al diablo, pero aún era decente.
No puedo decir que esté orgulloso de aquellas lecturas de Reader’s Digest, pero todos tenemos un pasado oscuro, y esto es una parte del mío. Otros votaban a Zaplana y a Álvarez del Manzano, y yo no dije nada.
En algún momento de esas lecturas erráticas, me caí del guindo. “Voy a montar un Taller de Escritura”, me dije. Yo había sido invitado como autor en dos ocasiones al Taller de Escritura de Clara Obligado para someterme a las preguntas de sus alumnas. Y Norma, mi amiga Norma, la que dejó viudo a Roberto Pepe y huérfano al pequeño Andrés, había muerto de cáncer unos años antes después de importar el modelo de talleres literarios desde Argentina. Irene Fernández Núñez todavía recuerda sus reuniones amasando arcilla para empaparse de tierra dúctil antes de arrancar palabras con el lápiz. Así que empecé a diseñar los programas de estudio, la estructura del Taller, y la publicidad. Fue el momento preciso, porque mes y medio después tenía seis grupos de 15 alumnos cada uno asistiendo a mis clases del Taller. José María Delgado Aguiar fue el primero en matricularse, a mediados de septiembre de 1993. Al principio fue un poco extraño, porque ni siquiera tenía local (impartía las clases en el salón de casa), ni sillas suficientes para todos ellos. Annie y Patricia se escondían como colegialas detrás de las cortinas para escuchar los relatos de los alumnos, y cuchicheaban como cotorras. En el Pepe Botella, el bar de María y Carlos que aún está en la Plaza del Dos de Mayo, me senté con los primeros alumnos de la tarde. Patricia Rivas siempre se sentaba a mi izquierda, mientras Marava Dominguez Torán, la pesadilla de Leopoldo María Panero, no paraba de hablar. Pero eso solo fue durante el primer mes de octubre, porque en noviembre ya nos habíamos mudado a la calle Manuela Malasaña 33, y allí permanecimos los cuatro primeros años. Las sillas de tijera que compré en el Rastro aún están en el Taller. ¿No os acordáis de la mesa larga, fabricada con dos tablones de aglomerado contrachapado de un metro por dos, alrededor de la cual nos sentábamos a escribir y leer los primeros cuentos? Seguro que sí.
viernes, 11 de enero de 2008
El vestido de novia de Juliana
En el Taller de la Memoria, esta mañana Juliana me contó que se casó con Baldomero en Campo Real en abril de 1958. Como no tenían dinero ni coche, su viaje de novios fue un recorrido en una bicicleta prestada hasta la casa de su primo Julián, que vivía a 6 kilómetros del pueblo. Cuando llegaron a casa de su primo, a ella se le habían dormido las piernas y las nalgas, y su recién estrenado marido tuvo que llevarla en brazos hasta la alberca para reanimarla. Tras media hora frotándose los muslos con estropajo y piedra pómez, Juliana recobró la sensibilidad, y pudo volver a caminar.
Un potaje de legumbres regado con vino de Valdepeñas para tres fue su banquete de bodas. Nunca unos garbanzos fueron más sabrosos, ni un vino más delicado.
Juliana ya no conserva el traje de bodas, una saya blanca de algodón egipcio heredado de su abuela Casandra, porque dos años después lo utilizó su hermana Pilar para ingresar en el convento de las Damas Negras. Las dos llegaron vírgenes al altar.
El hábito nupcial, rociado con agua bendita traida desde el río Jordán por el obispo de Talavera, se conservó en alcanfor hasta que Carmen, la más pequeña de las tres hermanas nietas de Casandra, murió de tuberculosis en 1963, el mismo día y a la misma hora en que John F. Kennedy caía abatido por las balas. La mortaja de Carmen fue el hábito que usó Pilar para los votos de clausura, y que antes había sido el traje de novia de Juliana. La pequeña Carmen, la niña más hermosa de Campo Real, se llevó pegada a su piel la herencia de la abuela Casandra, y las experiencias de sus hermanas Pilar y Juliana impregnadas en el algodón de la saya blanca.
Un potaje de legumbres regado con vino de Valdepeñas para tres fue su banquete de bodas. Nunca unos garbanzos fueron más sabrosos, ni un vino más delicado.
Juliana ya no conserva el traje de bodas, una saya blanca de algodón egipcio heredado de su abuela Casandra, porque dos años después lo utilizó su hermana Pilar para ingresar en el convento de las Damas Negras. Las dos llegaron vírgenes al altar.
El hábito nupcial, rociado con agua bendita traida desde el río Jordán por el obispo de Talavera, se conservó en alcanfor hasta que Carmen, la más pequeña de las tres hermanas nietas de Casandra, murió de tuberculosis en 1963, el mismo día y a la misma hora en que John F. Kennedy caía abatido por las balas. La mortaja de Carmen fue el hábito que usó Pilar para los votos de clausura, y que antes había sido el traje de novia de Juliana. La pequeña Carmen, la niña más hermosa de Campo Real, se llevó pegada a su piel la herencia de la abuela Casandra, y las experiencias de sus hermanas Pilar y Juliana impregnadas en el algodón de la saya blanca.
jueves, 10 de enero de 2008
La arquitectura del sueño
Tras la muerte de Gonzalo, durante años me desperté dando gritos después de soñar que vivía en un sótano, al que accedía a través de un ascensor vertiginoso. La oscuridad de aquel pozo era tan densa que no podía verme las manos hasta que me palpaba la cara. Luego soñé que estaba inmóvil, desnudo y boca abajo, dando botes con la cabeza sobre el alto taburete de un bar de carretera. Empecé a psicoanalizarme, y el doctor Blanco me dijo que la parálisis era herencia de familia. Gracias a Freud, a los siete meses ya me había trasladado a vivir al sótano de la pizzería Sandos, a la que descendía a través de unas largas escaleras empinadas. Dos años después, a razón de tres sesiones semanales, conseguí plaza en un semisótano del cementerio de la Almudena, y a través de un breve ventanuco horizontal que flotaba junto al techo podía ver las botas militares embarradas, y el dobladillo de los pantalones de los que pasaban cerca del panteón donde estaba escondido. Fueron tiempos difíciles. Marisa se fue de casa, y seguí hurgando cinco años más hasta que soñé que los grises me perseguían, pero que yo esquivaba sus porras moviendo mi silla de ruedas escaleras arriba, hasta burlarme de ellos con un matasuegras desde el tercer piso de un centro comercial. “Ya te mueves”, me dijo el doctor Blanco antes de darme el alta, “ya solo te falta escribir”. Y en eso estamos.
Me envía mi hermana china, Berna Wang, lamiradaoblicua.bitako.com, unos micropoemas hermosos como desvanecimientos. Gracias, Berna.
Esteban Cortijo, desde el Ateneo de Cáceres, me recuerda que nos hemos prometido un viaje juntos a Portugal con Piti, para comer caldeiradas y zapateiras con vino verde junto al mar, y navegar a bordo de molinceiros por la ría de Aveiro, y rendir honores a la Venecia portuguesa. Que sea pronto.
Y Ana Victoria desde Costa Rica, la Nena y Alekos desde Barcelona, Nacho desde Buenos Aires, Basilio desde Canarias, y Elías, Emilio, Lara, Jorge, Javier y unos cuantos alumnos y alumnas desde Madrid, me felicitan el año y el blog. Aunque casi no me acuerdo, he debido ser bueno en algún momento de mi vida, porque si no, de qué.
Bea se ha bajado la mesa de estudio que tenía en el altillo, y la ha plantado en ángulo recto a cuatro metros de la mía. Dice que así me acompaña. Tengo suerte, qué duda cabe: con solo levantar los ojos la veo inclinada sobre su portátil; y detrás, al fondo, el ventanal que da sobre el río Ambroz, entreverado por las ramas deshojadas de los alisos y las acacias. Pesándolo bien, he sido bueno de cojones.
Me envía mi hermana china, Berna Wang, lamiradaoblicua.bitako.com, unos micropoemas hermosos como desvanecimientos. Gracias, Berna.
Esteban Cortijo, desde el Ateneo de Cáceres, me recuerda que nos hemos prometido un viaje juntos a Portugal con Piti, para comer caldeiradas y zapateiras con vino verde junto al mar, y navegar a bordo de molinceiros por la ría de Aveiro, y rendir honores a la Venecia portuguesa. Que sea pronto.
Y Ana Victoria desde Costa Rica, la Nena y Alekos desde Barcelona, Nacho desde Buenos Aires, Basilio desde Canarias, y Elías, Emilio, Lara, Jorge, Javier y unos cuantos alumnos y alumnas desde Madrid, me felicitan el año y el blog. Aunque casi no me acuerdo, he debido ser bueno en algún momento de mi vida, porque si no, de qué.
Bea se ha bajado la mesa de estudio que tenía en el altillo, y la ha plantado en ángulo recto a cuatro metros de la mía. Dice que así me acompaña. Tengo suerte, qué duda cabe: con solo levantar los ojos la veo inclinada sobre su portátil; y detrás, al fondo, el ventanal que da sobre el río Ambroz, entreverado por las ramas deshojadas de los alisos y las acacias. Pesándolo bien, he sido bueno de cojones.
miércoles, 9 de enero de 2008
La muerte y la doncella
Aunque cada día veas el sol enterrarse en el horizonte, dejando un breve rastro de sangre entre las nubes, no te acostumbrarás nunca a la idea de que todo tiene su final. Y mira que hay profecías que anuncian el sueño eterno a cada paso: los inviernos amortajados después de la agonía del otoño, la bombilla que se funde, el amigo que se suicida, el fresno que se viene abajo vencido por el viento, el libro que terminas de leer sin haberlo llegado a disfrutar del todo. Pero tú no los ves, y no te atreverás nunca a descifrar el oráculo. Ni muerto.
Celia y César, los amigos de Javier, tenían una compañía de teatro en la calle Limonero, cerca de Valdeacederas. Luego fundaron una productora de vídeos. Antes de llegar al divorcio, su hija Laura ya estaba harta de las discusiones en casa, así que les convenció para que le dejaran pasar un año académico en Zhongliu, un pueblo del interior de China. Quería aprender a fabricar cestas de mimbre, y también algo de I Ching y de confucionismo. Era importante. Mil trescientos millones de chinos tejiendo cestas desde la dinastía Ming no pueden equivocarse. La paciencia milenaria y el trabajo manual enmascaraban una sabiduría ancestral. La hija quería compartir techo y mesa con los camaradas chinos, y reeducar su limitada visión de la vida. Celia y César dijeron que sí. Es lo que tienen los padres hippies: después de fumarse un canuto, ya nada les extraña. Además, así podrían resolver sus diferencias en la intimidad de la pareja, sin una hija garrapata boicoteando su felicidad. Cuando Laura regresó de China, Celia vivía en Aluche, y César en Coslada, así que Laura se fue a vivir con Javier. Pero a cada uno le regaló un bote de ginseng y un pedrusco de Manchuria. Lo esencial es el tao.
Celia y César, los amigos de Javier, tenían una compañía de teatro en la calle Limonero, cerca de Valdeacederas. Luego fundaron una productora de vídeos. Antes de llegar al divorcio, su hija Laura ya estaba harta de las discusiones en casa, así que les convenció para que le dejaran pasar un año académico en Zhongliu, un pueblo del interior de China. Quería aprender a fabricar cestas de mimbre, y también algo de I Ching y de confucionismo. Era importante. Mil trescientos millones de chinos tejiendo cestas desde la dinastía Ming no pueden equivocarse. La paciencia milenaria y el trabajo manual enmascaraban una sabiduría ancestral. La hija quería compartir techo y mesa con los camaradas chinos, y reeducar su limitada visión de la vida. Celia y César dijeron que sí. Es lo que tienen los padres hippies: después de fumarse un canuto, ya nada les extraña. Además, así podrían resolver sus diferencias en la intimidad de la pareja, sin una hija garrapata boicoteando su felicidad. Cuando Laura regresó de China, Celia vivía en Aluche, y César en Coslada, así que Laura se fue a vivir con Javier. Pero a cada uno le regaló un bote de ginseng y un pedrusco de Manchuria. Lo esencial es el tao.
martes, 8 de enero de 2008
Los ojos como platos
Ringo y Pepa se pasan casi toda la noche ladrando alrededor de la dacha. Bea escucha sin poder dormir. ¿A quién le ladran? ¿Estará intentando entrar alguien?, me pregunta cuando yo ya estoy roncando. No pasa nada, le digo, están persiguiendo a los topos y a los conejos del monte. Poco a poco se tranquiliza, y cuando estamos a punto de dormirnos, los mastines dejan de alborotar. Ya no ladran, ¿les habrá pasado algo?, me pregunta sacudiéndome el hombro. Sí, claro que les ha pasado algo: que se han dormido; y nosotros deberíamos hacer lo mismo, le contesto. Voy a ver, dice levantándose de la cama. A tientas la escucho moverse a oscuras hacia la ventana. Descorre la cortina, abre, se asoma a la noche y los llama en voz baja, para que los posibles intrusos no la oigan: ¡Ringo, Pepa! Casi al momento los perros responden con ladridos secos, obedientes, y se sientan bajo la ventana. Están bien, no les pasa nada, me dice regresando a la cama. Estupendo, le digo, ¿ya podemos dormir? Bea me mira frunciendo el ceño: Bueno, vale, pero no sé cómo puedes estar tan tranquilo, con la cantidad de bandas organizadas que hay asaltando casas por la noche, los muertos en Kenia, las mujeres violadas en Kosovo, los niños abandonados en Brasil, las lapidaciones en Somalia y los torturados en las comisarías. Es verdad, le digo. Al rato la escucho respirar profundamente dormida, y yo con los ojos como platos.
lunes, 7 de enero de 2008
Diez hermanos en telegrama urgente
Acabo de encontrar en la buhardilla del disco duro de mi ordenador una carta que le escribí a Vicky Chirinos hace unos años. Puras etiquetas, claro está, pero al mismo tiempo un ejercicio de nombrar lo innombrable, fotografiar tiempo que corre y al mismo tiempo se detiene. Sincronía y diacronía. El doctor Blanco decía que mis hermanos formaban una especie de kale borroka familiar, la necesidad permanente de radicalizar la vida, de no crecer para no morir: o todo o nada, blanco o negro, patria o muerte. Siguiendo el ejemplo de mi hermano Gonzalo, o de Eduado Haro Ibars, que hicieron caso del apotegma: vive rápido, muere joven, y deja un bonito cadáver.
1. Tito se casó con Emilia, tuvo 3 hijos, enviudó antes de divorciarse, asistió a la boda de su hijo mayor hace siete años, y al nacimiento de su nieta, Malena, el año pasado. Vendió su piso, y regresó a vivir con mis padres en Santander, en una cama nido escondida en el despacho. Trabaja en el Ayuntamiento, no quiere jubilarse, y tiene dos avionetas para jugar a escapar. Y una novia. Y una okupa rumana enquistada en casa.
2. Javier se casó con Betty, se divorció, y no se volvió a casar, pero para el caso como si lo hubiera hecho. No tiene trabajo ni hijos (conocidos). Tiene la barba blanca, se dedica al teatro y vive, o sobrevive, en Madrid. Es muy cabezota. No sé cómo Elena le aguanta. Elena es su santa, vaya que sí.
3. Coque se casó con Nieves, tuvo 3 hijos, se divorció (a pedradas), se volvió a casar con Lucía, y tuvo otro hijo con nombre de arcángel: Axiel. Vive en Santander, y cuida de mis padres con amor materno. Arquitecto. Dice que es feliz, pero no sé, no estoy seguro (hace tiempo que no canta óperas por el pasillo).
4. Nacho se casó con Marisa, tuvo dos hijos, se divorció; se volvió a casar con Pilar, y se divorció en menos de un año. Luego vivió con Sole en Nicaragua, y se separó de ella después de estrellar su 4 x 4 contra un árbol a orillas del lago Titicaca. Trabajaba de sociólogo para la Onu y para la Cruz Roja. No se encuentra a sí mismo ni encerrado a solas en el baño. Su nieta se llama Paloma. Ahora se ha comprado un hotel en Brasil, y vive con Vania.
5. Jorge se casó con Ana, creo que dos veces seguidas. Yo sólo asistí a la primera, pero ellos no estuvieron. Tiene dos hijos, y no se ha divorciado. Aún. Vive en Madrid. Trabaja de documentalista, conjurando con los jueces en el Tribunal Constitucional. Tiene canas y dos pisos. Es un enigma del tamaño de Medina Sidonia. A mí me parece que, como Jaime, hace mucho que dejó de ser de izquierdas.
6. Gonzalo se casó a empujones con Begoña, tuvo una hija, se divorció, se compró un barco, se volvió a casar con Marimé, tuvo dos hijos más, se compró otro barco, y se murió esnifando cocaína a punto de volver a divorciarse. Era dentista, golfo y calvo. Todavía le echo de menos, no sabes cuánto.
7. María Aurora (la Nena), se casó con Juan Antonio (el Bigo), tuvo cinco perros, tres abortos, cuatro hijos, un divorcio y una moto. Perdió su piso, pero luego lo recuperó. Vive en Barcelona, la pobre. Trabaja de informática, y los jefes le hacen mobbing. Un día de estos encontrará un amante. Eso espero.
8. Enrique se arrimó a Deme sin permiso, tuvo un hijo friky, se separó, se casó con Marisa, se divorció, publicó siete libros, se casó con Bea (la hermosa Bea, cuentacuentos), vendió su casa de Madrid, y se fueron a vivir a orillas del río Ambroz, al norte de Extremadura. A los seis años sus hermanos le llamaban don Enrique, y él opina que su familia es un circo no siempre divertido.
9. Jaime tuvo dos hijos, luego se casó, y tuvo dos hijos más (siempre con Rosa). Vive en Santander. Es arquitecto y colecciona apartamentos. Calvo como una bola de billar. Si aún no se ha divorciado, ya ¿para qué? Se ha llevado a Salud a vivir con él, pero en Santander se aburre, creo.
10. Peancha se casó con Basilio, tuvo dos hijos, y vive en Tenerife. Le faltan dos años para cumplir 50. Trabaja de astrofísica y pesa 40 kilos. Nos echa de menos a todos, pero si estuviera aquí terminaría por echarnos de más. Mi madre todavía le hace llorar cuando la regaña por teléfono.
Saldo actual: 10 autistas, 15 bodas, 4 ayuntos, 7 divorcios, 25 nietos, 2 bisnietas y 2 muertos.
1. Tito se casó con Emilia, tuvo 3 hijos, enviudó antes de divorciarse, asistió a la boda de su hijo mayor hace siete años, y al nacimiento de su nieta, Malena, el año pasado. Vendió su piso, y regresó a vivir con mis padres en Santander, en una cama nido escondida en el despacho. Trabaja en el Ayuntamiento, no quiere jubilarse, y tiene dos avionetas para jugar a escapar. Y una novia. Y una okupa rumana enquistada en casa.
2. Javier se casó con Betty, se divorció, y no se volvió a casar, pero para el caso como si lo hubiera hecho. No tiene trabajo ni hijos (conocidos). Tiene la barba blanca, se dedica al teatro y vive, o sobrevive, en Madrid. Es muy cabezota. No sé cómo Elena le aguanta. Elena es su santa, vaya que sí.
3. Coque se casó con Nieves, tuvo 3 hijos, se divorció (a pedradas), se volvió a casar con Lucía, y tuvo otro hijo con nombre de arcángel: Axiel. Vive en Santander, y cuida de mis padres con amor materno. Arquitecto. Dice que es feliz, pero no sé, no estoy seguro (hace tiempo que no canta óperas por el pasillo).
4. Nacho se casó con Marisa, tuvo dos hijos, se divorció; se volvió a casar con Pilar, y se divorció en menos de un año. Luego vivió con Sole en Nicaragua, y se separó de ella después de estrellar su 4 x 4 contra un árbol a orillas del lago Titicaca. Trabajaba de sociólogo para la Onu y para la Cruz Roja. No se encuentra a sí mismo ni encerrado a solas en el baño. Su nieta se llama Paloma. Ahora se ha comprado un hotel en Brasil, y vive con Vania.
5. Jorge se casó con Ana, creo que dos veces seguidas. Yo sólo asistí a la primera, pero ellos no estuvieron. Tiene dos hijos, y no se ha divorciado. Aún. Vive en Madrid. Trabaja de documentalista, conjurando con los jueces en el Tribunal Constitucional. Tiene canas y dos pisos. Es un enigma del tamaño de Medina Sidonia. A mí me parece que, como Jaime, hace mucho que dejó de ser de izquierdas.
6. Gonzalo se casó a empujones con Begoña, tuvo una hija, se divorció, se compró un barco, se volvió a casar con Marimé, tuvo dos hijos más, se compró otro barco, y se murió esnifando cocaína a punto de volver a divorciarse. Era dentista, golfo y calvo. Todavía le echo de menos, no sabes cuánto.
7. María Aurora (la Nena), se casó con Juan Antonio (el Bigo), tuvo cinco perros, tres abortos, cuatro hijos, un divorcio y una moto. Perdió su piso, pero luego lo recuperó. Vive en Barcelona, la pobre. Trabaja de informática, y los jefes le hacen mobbing. Un día de estos encontrará un amante. Eso espero.
8. Enrique se arrimó a Deme sin permiso, tuvo un hijo friky, se separó, se casó con Marisa, se divorció, publicó siete libros, se casó con Bea (la hermosa Bea, cuentacuentos), vendió su casa de Madrid, y se fueron a vivir a orillas del río Ambroz, al norte de Extremadura. A los seis años sus hermanos le llamaban don Enrique, y él opina que su familia es un circo no siempre divertido.
9. Jaime tuvo dos hijos, luego se casó, y tuvo dos hijos más (siempre con Rosa). Vive en Santander. Es arquitecto y colecciona apartamentos. Calvo como una bola de billar. Si aún no se ha divorciado, ya ¿para qué? Se ha llevado a Salud a vivir con él, pero en Santander se aburre, creo.
10. Peancha se casó con Basilio, tuvo dos hijos, y vive en Tenerife. Le faltan dos años para cumplir 50. Trabaja de astrofísica y pesa 40 kilos. Nos echa de menos a todos, pero si estuviera aquí terminaría por echarnos de más. Mi madre todavía le hace llorar cuando la regaña por teléfono.
Saldo actual: 10 autistas, 15 bodas, 4 ayuntos, 7 divorcios, 25 nietos, 2 bisnietas y 2 muertos.
Sit Tibi Terra Levis
Este año cerraré el Taller de Escritura de Madrid. Son quince años de vida, doce profesores, tres locales, una web con más de dos millones de visitas, catorce libros publicados a más de mil autores diferentes, y más de treinta alumnos que actualmente se dedican a impartir clases de narrativa por distintas escuelas herederas del Taller. No sé cómo hacerle un entierro digno. Y cómo despedirme de los profesores que han dado clase conmigo: Ángel Zapata, Javier Sagarna, Carlos Molinero, Isabel Cañelles, Chema Gómez de Lora, Clara Pérez Escrivá, Ángeles Lorenzo, Jesús Urceloy, Beatriz Montero, Alfonso Fernández Burgos, Mila García Guerrero. Son muchos, y dieron mucho.
Me queda por escribir la novela del Taller, donde se relaten las hazañas de los primeros alumnos, los amores furtivos, los hijos de los que se conocieron en el Taller, las novelas que se escribieron allí, las traiciones, los amantes, los muertos, los cautivos… No sé cómo cerrar el quiosco, cómo hacer testamento: nadie quiere un pasado ajeno, nadie acepta una herencia de humo, sin tierra ni hacienda. Tendré que escribir la novela en algún momento, pero otro año, Cuando ya nada importe, junto a Onetti.
Aún recuerdo a María Teresa García Martín, la alumna de tetas grandes que antes de hacerse novia de Antonio, bebió hasta caer redonda en casa de Lara López, se inventó una cátedra de latín en la Complutense, imaginó un marido etarra, una hija bebé muerta en Perú, y hasta un jarrón funerario con cenizas de la niña, Alejandra, en el que había una inscripción que casi nos hizo llorar a todos: Sit Tibi Terra Levis (que la tierra te sea leve). Antonio vive ahora en Denia, pero ella se extravió en el laberinto de Madrid, más allá de la memoria y de la M-30.
Dicen que un hermano de mi padre escribió cuarenta libros de vaqueros después de la Guerra Civil, y que se vendían y cambiaban por cinco céntimos en los quioscos de los bulevares, entre Doctor Esquerdo y Atocha. Nunca vi ninguna de esas ediciones. Son leyendas familiares, entredichas con vergüenza, mucho antes del reinado de Umberto Eco. Las cartillas de racionamiento y las cárceles azotaban las tierras de España, pero mi tío Eduardo se ceñía el yelmo de Mambrino en la cabeza y salía a cabalgar, cada atardecer, por la estepa castellana.
Hace más de veinte años, antes de mi estancia en Nueva York, escribí un brevísimo poema de seis versos, que aún es el que más me gusta. Al principio no tenía título, pero finalmente lo bauticé como “Reencuentro”. Es este:
“Te ascienda la muerte hasta la boca
y te remonte más allá de tu venganza;
te sobrecoja un amor exasperante
y te niegues, y tirites, y claudiques;
te regreses, a ciegas, dando tumbos;
y te sientes, abras los ojos y me veas.”
Tal vez sea el subjuntivo, tal vez la ferocidad, o el movimiento. Ni siquiera lo he querido someter a la métrica. Solo sé que me gusta, y aquí lo planto.
Ayer vi por televisión cómo unas grandes zapadoras derribaban mi antiguo colegio del Sagrado Corazón, cerca de la Plaza del Perú. Entre las viguetas desnudas que sangraban a través del hormigón destripado me pareció entrever al hermano Julio, al Porky, al Bombilla, al Fakir, al padre Larreta. Y también a mis compañeros: a Morera, a Fortes, a Melcón, a Valdecantos y a Debelius. “Enrique, ven, ayúdanos”, me decían parpadeando apenas entre los restos de cemento y grava. “Socorro, Enrique, estamos atrapados”. Apenas podía verlos, pero estaban todos allí. No pude hacer nada, porque yo también estaba atrapado entre los hierros de la infancia, asfixiado por el polvo de las tizas, el hedor del gimnasio y el timbre del recreo.
Si el territorio de uno es aquel donde vivió en la adolescencia, mi pueblo fue dinamitado ayer.
Me queda por escribir la novela del Taller, donde se relaten las hazañas de los primeros alumnos, los amores furtivos, los hijos de los que se conocieron en el Taller, las novelas que se escribieron allí, las traiciones, los amantes, los muertos, los cautivos… No sé cómo cerrar el quiosco, cómo hacer testamento: nadie quiere un pasado ajeno, nadie acepta una herencia de humo, sin tierra ni hacienda. Tendré que escribir la novela en algún momento, pero otro año, Cuando ya nada importe, junto a Onetti.
Aún recuerdo a María Teresa García Martín, la alumna de tetas grandes que antes de hacerse novia de Antonio, bebió hasta caer redonda en casa de Lara López, se inventó una cátedra de latín en la Complutense, imaginó un marido etarra, una hija bebé muerta en Perú, y hasta un jarrón funerario con cenizas de la niña, Alejandra, en el que había una inscripción que casi nos hizo llorar a todos: Sit Tibi Terra Levis (que la tierra te sea leve). Antonio vive ahora en Denia, pero ella se extravió en el laberinto de Madrid, más allá de la memoria y de la M-30.
Dicen que un hermano de mi padre escribió cuarenta libros de vaqueros después de la Guerra Civil, y que se vendían y cambiaban por cinco céntimos en los quioscos de los bulevares, entre Doctor Esquerdo y Atocha. Nunca vi ninguna de esas ediciones. Son leyendas familiares, entredichas con vergüenza, mucho antes del reinado de Umberto Eco. Las cartillas de racionamiento y las cárceles azotaban las tierras de España, pero mi tío Eduardo se ceñía el yelmo de Mambrino en la cabeza y salía a cabalgar, cada atardecer, por la estepa castellana.
Hace más de veinte años, antes de mi estancia en Nueva York, escribí un brevísimo poema de seis versos, que aún es el que más me gusta. Al principio no tenía título, pero finalmente lo bauticé como “Reencuentro”. Es este:
“Te ascienda la muerte hasta la boca
y te remonte más allá de tu venganza;
te sobrecoja un amor exasperante
y te niegues, y tirites, y claudiques;
te regreses, a ciegas, dando tumbos;
y te sientes, abras los ojos y me veas.”
Tal vez sea el subjuntivo, tal vez la ferocidad, o el movimiento. Ni siquiera lo he querido someter a la métrica. Solo sé que me gusta, y aquí lo planto.
Ayer vi por televisión cómo unas grandes zapadoras derribaban mi antiguo colegio del Sagrado Corazón, cerca de la Plaza del Perú. Entre las viguetas desnudas que sangraban a través del hormigón destripado me pareció entrever al hermano Julio, al Porky, al Bombilla, al Fakir, al padre Larreta. Y también a mis compañeros: a Morera, a Fortes, a Melcón, a Valdecantos y a Debelius. “Enrique, ven, ayúdanos”, me decían parpadeando apenas entre los restos de cemento y grava. “Socorro, Enrique, estamos atrapados”. Apenas podía verlos, pero estaban todos allí. No pude hacer nada, porque yo también estaba atrapado entre los hierros de la infancia, asfixiado por el polvo de las tizas, el hedor del gimnasio y el timbre del recreo.
Si el territorio de uno es aquel donde vivió en la adolescencia, mi pueblo fue dinamitado ayer.
sábado, 5 de enero de 2008
Habértelo pensado antes
Queridos Reyes Magos:
He sido bueno, así que me pido para este año que me quede como estoy. Ay, no, no, mejor no, que eso es como ser eterno e inmóvil, la repetición de El retrato de Dorian Gray, la esclerosis múltiple de los adolescentes perpetuos. Pues que cambie siempre, pero manteniendo la felicidad. Qué dolor cinegético, ¿cuándo descansar? Vale: cambiar a veces, y otras no; placer muchas veces, dolor apenas (y de baja intensidad, sisplau); quizá viajar, sin agobios; follar en abundancia, ma non troppo; tener sueños húmedos; morir a tiempo y sin frío; terminar la novela; y una Game Boy, ya puestos, que va siendo hora de volver a jugar a lo que sea.
P.D.: Y el regreso de la República, que estos Borbones ya me tocan los cojones.
A Juancho se le empezó a retorcer la polla a partir de los cuarenta años, aunque solo cuando la tenía erecta. Al principio no le dio importancia, pero cada año su polla daba un pequeño giro a la derecha, de unos treinta grados más o menos. Dos grados y medio al mes: imposible de detectar día tras día, pero muy visible a medio plazo. Al cumplir los cincuenta y dos ya se le había dado la vuelta entera, y parecía un más un sacacorchos que una polla turgente. A su mujer le hacía gracia, pero Juancho estaba desesperado. El urólogo le desaconsejó la cirugía: “Perderás sensibilidad, y es muy posible que desemboque en impotencia”. Juancho estaba con la picha hecha un lío. Se sentía humillado. “¿Qué querías?”, le reconvino su amigo Carlos: “Habértelo pensado antes de votar al PP, so payaso”.
He sido bueno, así que me pido para este año que me quede como estoy. Ay, no, no, mejor no, que eso es como ser eterno e inmóvil, la repetición de El retrato de Dorian Gray, la esclerosis múltiple de los adolescentes perpetuos. Pues que cambie siempre, pero manteniendo la felicidad. Qué dolor cinegético, ¿cuándo descansar? Vale: cambiar a veces, y otras no; placer muchas veces, dolor apenas (y de baja intensidad, sisplau); quizá viajar, sin agobios; follar en abundancia, ma non troppo; tener sueños húmedos; morir a tiempo y sin frío; terminar la novela; y una Game Boy, ya puestos, que va siendo hora de volver a jugar a lo que sea.
P.D.: Y el regreso de la República, que estos Borbones ya me tocan los cojones.
A Juancho se le empezó a retorcer la polla a partir de los cuarenta años, aunque solo cuando la tenía erecta. Al principio no le dio importancia, pero cada año su polla daba un pequeño giro a la derecha, de unos treinta grados más o menos. Dos grados y medio al mes: imposible de detectar día tras día, pero muy visible a medio plazo. Al cumplir los cincuenta y dos ya se le había dado la vuelta entera, y parecía un más un sacacorchos que una polla turgente. A su mujer le hacía gracia, pero Juancho estaba desesperado. El urólogo le desaconsejó la cirugía: “Perderás sensibilidad, y es muy posible que desemboque en impotencia”. Juancho estaba con la picha hecha un lío. Se sentía humillado. “¿Qué querías?”, le reconvino su amigo Carlos: “Habértelo pensado antes de votar al PP, so payaso”.
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