Para algunos alumnos, asistir al
Taller de Escritura no significó solo un cambio de mirada sobre las cosas, sino un cambio más radical: un cambio de profesión, de vida. Dos semanas antes de inaugurar con la primera clase el primer año del
Taller de Escritura, recibí una carta manuscrita por correo postal (ahora hay que especificarlo, pero hace 15 años el correo electrónico apenas existía). La carta, con cinco cuartillas arrancadas de un cuaderno escolar cuadriculado, narraba con letra apretada la historia sanguinaria de la
Bella Durmiente, una máquina de matar, una asesina en serie que se ocultaba en el bosque rodeada de sangre y cadáveres descuartizados. Era un relato muy imperfecto, pero con una fuerza descomunal. Lo firmaba un estudiante de 4º de Matemáticas: Carlos Molinero. En la última cuartilla me confesaba que no tenía dinero, que sus padres nunca le pagarían el curso, y que quería asistir al
Taller de Escritura por encima de todas las cosas. Para ablandar mi corazón y solicitar una beca, había añadido el cuento sangriento. Yo no tenía pensado conceder becas, pero le contesté que sí, que podía acudir a mis clases sin pagar nada. Durante el primer año acudió puntualmente a mis clases y terminó publicando el relato
Megaclean, uno de los mejores del libro
Historias para adultos imperfectos. El segundo año,

dedicado a la novela, resistió mano a mano con Manuel Martínez Lunar hasta final de curso con la novela macabra de un repartidor de pizzas. Carlos terminó la carrera de Matemáticas ese año, colgó el título universitario en una de las paredes del cuarto de baño de su casa, y se matriculó como guionista en la primera hornada de la Escuela de Cine de la Comunidad de Madrid. Ahora que han pasado algo más de diez años, tiene un Premio Goya como guionista de
Salvajes, ha dirigido dos largometrajes, ha escrito una buena cantidad de capítulos de series en televisión (Querido maestro, Quart, El comisario, Paco y Veva), y es el vicepresidente de ALMA (Autores Literarios de Medios Audiovisuales), sindicato de guionistas de España.
Las matemáticas me sirven para escribir guiones cuánticos, dice. No hace falta que pague los cursos que recibió gratis, porque desde hace siete años da clase en el
Taller de Escritura con Clara Pérez Escrivá. Es el profesor de Guión de cine, pero sobre todo es uno de mis mejores amigos.
Puede que este sea también un efecto secundario del
Taller de Escritura, aunque algo más severo que el que describía en mi anterior entrada: un cambio insólito de profesión. También le pasó a Javier Sagarna, que era farmacéutico al entrar en el
Taller, y salió como director de la
Escuela de Escritores. O a Cristina Cerrada, que trabajaba de informática en
El País, y ahora es novelista y profesora de novela en
Fuentetaja. O Ignacio Ferrando, que era aparejador, y ahora es profesor de escritura y ganador de todos los concursos a los que se presenta. O Eugenia Rico, la novelista que dejó una deuda acumulada de más de dos años en el Taller
(Yo es que no le pago ni a mi psicoanalista, decía). O un gran número de profesores de escritura creativa que imparten sus clases en Madrid ahora mismo, y que aprendieron buena parte del oficio que les cambió la vida en el
Taller de Escritura, como es el caso de Carlos Sobrino, Inés Arias de Reyna, Mariana Torres, Magdalena Tirado, Ignacio Ayerbe, Enrique Valladares, Víctor García Antón, Juan Carlos Márquez, Mar Redondo, David Gallego, María José Codes, Chema Gómez de Lora, Isabel Cobo, Elena Belmonte, Clara Redondo, Antonio Rodríguez Menéndez, Alfonso Fernández Burgos, María Tena, Virginia Ruiz, y algunos más que ahora mismo se me escapan de la memoria.
¿Y a Enrique Páez? ¿No le cambió la vida a Enrique? Vaya. Es difícil resumirlo. Para mí el
Taller no fue un proyecto empresarial, sino un pulmón a través del cual respiraba en la vida. La biografía del Taller está entretejida con la mía de modo indestructible. No es como un hijo, del que uno se siente orgulloso y por el que daría la vida, porque un hijo es ajeno, por más que se abracen posturas de madre garrapata. Un hijo crece y se independiza, y hasta es capaz de reproducirse, y enterrarnos, sin mayores remordimientos. Pero para mí el
Taller fue más bien un cáncer de luz, una pandemia gozosa que logré infectar a unos cuantos. Ahora el virus está descontrolado. Temblad, humanos.