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miércoles, 13 de febrero de 2008

Las secuelas del Taller

Para algunos alumnos, asistir al Taller de Escritura no significó solo un cambio de mirada sobre las cosas, sino un cambio más radical: un cambio de profesión, de vida. Dos semanas antes de inaugurar con la primera clase el primer año del Taller de Escritura, recibí una carta manuscrita por correo postal (ahora hay que especificarlo, pero hace 15 años el correo electrónico apenas existía). La carta, con cinco cuartillas arrancadas de un cuaderno escolar cuadriculado, narraba con letra apretada la historia sanguinaria de la Bella Durmiente, una máquina de matar, una asesina en serie que se ocultaba en el bosque rodeada de sangre y cadáveres descuartizados. Era un relato muy imperfecto, pero con una fuerza descomunal. Lo firmaba un estudiante de 4º de Matemáticas: Carlos Molinero. En la última cuartilla me confesaba que no tenía dinero, que sus padres nunca le pagarían el curso, y que quería asistir al Taller de Escritura por encima de todas las cosas. Para ablandar mi corazón y solicitar una beca, había añadido el cuento sangriento. Yo no tenía pensado conceder becas, pero le contesté que sí, que podía acudir a mis clases sin pagar nada. Durante el primer año acudió puntualmente a mis clases y terminó publicando el relato Megaclean, uno de los mejores del libro Historias para adultos imperfectos. El segundo año, dedicado a la novela, resistió mano a mano con Manuel Martínez Lunar hasta final de curso con la novela macabra de un repartidor de pizzas. Carlos terminó la carrera de Matemáticas ese año, colgó el título universitario en una de las paredes del cuarto de baño de su casa, y se matriculó como guionista en la primera hornada de la Escuela de Cine de la Comunidad de Madrid. Ahora que han pasado algo más de diez años, tiene un Premio Goya como guionista de Salvajes, ha dirigido dos largometrajes, ha escrito una buena cantidad de capítulos de series en televisión (Querido maestro, Quart, El comisario, Paco y Veva), y es el vicepresidente de ALMA (Autores Literarios de Medios Audiovisuales), sindicato de guionistas de España. Las matemáticas me sirven para escribir guiones cuánticos, dice. No hace falta que pague los cursos que recibió gratis, porque desde hace siete años da clase en el Taller de Escritura con Clara Pérez Escrivá. Es el profesor de Guión de cine, pero sobre todo es uno de mis mejores amigos.
Puede que este sea también un efecto secundario del Taller de Escritura, aunque algo más severo que el que describía en mi anterior entrada: un cambio insólito de profesión. También le pasó a Javier Sagarna, que era farmacéutico al entrar en el Taller, y salió como director de la Escuela de Escritores. O a Cristina Cerrada, que trabajaba de informática en El País, y ahora es novelista y profesora de novela en Fuentetaja. O Ignacio Ferrando, que era aparejador, y ahora es profesor de escritura y ganador de todos los concursos a los que se presenta. O Eugenia Rico, la novelista que dejó una deuda acumulada de más de dos años en el Taller (Yo es que no le pago ni a mi psicoanalista, decía). O un gran número de profesores de escritura creativa que imparten sus clases en Madrid ahora mismo, y que aprendieron buena parte del oficio que les cambió la vida en el Taller de Escritura, como es el caso de Carlos Sobrino, Inés Arias de Reyna, Mariana Torres, Magdalena Tirado, Ignacio Ayerbe, Enrique Valladares, Víctor García Antón, Juan Carlos Márquez, Mar Redondo, David Gallego, María José Codes, Chema Gómez de Lora, Isabel Cobo, Elena Belmonte, Clara Redondo, Antonio Rodríguez Menéndez, Alfonso Fernández Burgos, María Tena, Virginia Ruiz, y algunos más que ahora mismo se me escapan de la memoria.
¿Y a Enrique Páez? ¿No le cambió la vida a Enrique? Vaya. Es difícil resumirlo. Para mí el Taller no fue un proyecto empresarial, sino un pulmón a través del cual respiraba en la vida. La biografía del Taller está entretejida con la mía de modo indestructible. No es como un hijo, del que uno se siente orgulloso y por el que daría la vida, porque un hijo es ajeno, por más que se abracen posturas de madre garrapata. Un hijo crece y se independiza, y hasta es capaz de reproducirse, y enterrarnos, sin mayores remordimientos. Pero para mí el Taller fue más bien un cáncer de luz, una pandemia gozosa que logré infectar a unos cuantos. Ahora el virus está descontrolado. Temblad, humanos.

miércoles, 16 de enero de 2008

El origen del fascismo

Desde las orillas de Prospect Park, en Brooklyn, me envían Jen y mi amigo Ramón Cañelles un libro con 100 fotos realizadas en los dos últimos años por los alrededores de su casa: Un paseo por el barrio. Árboles de otoño e invierno, carteles, hojas, sombras, muñecos, nieve, materiales de derribo, pasquines, tiovivos y banderas. Me dice Ramón que Paul Auster vive cerca, así que comparte con él la afición de congelar el espacio y el tiempo a través de las fotografías (véase su película Smoke). Me quedo con la imagen de una jirafa de peluche de metro y medio de altura que mira hacia la ventana desde el interior de una habitación desnuda.

Ismael Perpiñá, Isma, el Perpi, dice que se casa con Mae, la filipina sobrina de María, que a su vez es la mujer de Emilio de Miguel, el diplomático. Vaya lío. Llevan ya más de tres años viviendo juntos, y a Mae no le dan los papeles para permanecer legalmente en España más tiempo. Ni a María ni a Emilio les hace mucha gracia, pero resulta que no son ellos los que se sumergen cada noche bajo un edredón en la buhardilla de Lavapiés, así que ajo y agua. Ismael y Emilio son dos de los alumnos más brillantes que han pasado por el Taller de Escritura, y deberían escribir más, pero Ismael dedica su tiempo a conducir camiones de cuatro ejes, y Emilio a tramitar visados y pasaportes, en lugar de dedicarse ambos a la noble tarea de torturar y dejarse torturar por personajes.

A pesar de lo que digan los relojes y los calendarios, la vida no es una línea recta. Ni siquiera un puerto de montaña. Excepto alguna que otra polución nocturna manipulada por el inconsciente, la vida es pensamiento, y el pensamiento es un caos que recorre el tiempo y el espacio con saltos inesperados a cada instante. Tan pronto recuerdo una pelea en el patio del colegio, sucedida hace 39 años, como el nacimiento de Elías, o el día en que el coronel Tejero sacó su pistola en el parlamento. El pensamiento y la memoria me llevan hacia delante y hacia atrás en cada momento, pero no puedo decir que eso suceda a mi antojo, ni como producto del azar. En realidad existen nexos, hilos de causalidad que unen las distintas escenas de una vida, como si fuera un catálogo indexado de raros e incunables. La mayor parte de las veces no sabemos reconocer el nexo, el hilo causal que hermana dos situaciones distantes en el tiempo, el espacio y los participantes. No parecen tener nada que ver, y sin embargo son idénticas, son espejos repetidos, la misma piedra que tampoco vemos. Nada es casual: todo es causal. Como este blog.

Anoche Ringo cazó un ratón de campo de gran tamaño. Está tan orgulloso, que se pasea con su pieza colgando a los dos lados de la boca. La escena es tan feroz que Bea no quiere ni mirar. Ringo protege el cadáver de su víctima. No lo despedaza, ni se lo come, ni ha dejado que nadie se acerque a él durante todo el día: es su trofeo de caza. Me lo enseña orgulloso, sin aflojar la mandíbula, y se lo restriega a Pepa por el morro. Es mío, yo lo cacé, parece decir. Se tumba con su tesoro frente al hocico, hasta que por la tarde veo que el ratón empieza a cubrirse de hormigas. Bea me pide que por favor me deshaga del cadáver, que vamos a coger todos una infección, así que ella distrae a Ringo mientras yo me acerco por detrás y le robo la pieza. No protesta. Acepta que tiene que ser así, que hay seres como yo que están por encima de él, así como él está por encima del ratón. Hay una jerarquía y una cadena de mando. Así empezó el fascismo.