El sábado pasado, 14 de junio, me desperté temprano, pero no encontré a ningún dinosaurio haciendo guardia. Debería haber mirado debajo de la cama, que es donde estaba. Creí, tonto de mí, que iba a ser el primer sábado de mitad de junio que yo no iba a estar en la sala Clamores de Madrid presentando el nuevo libro del Taller. Ringo y Pepa dormían debajo de la mimosa del jardín. Madrid quedaba lejos, a casi 300 kilómetros cruzando tres autonomías, y no era necesario estar allí. Más que nada porque el
Taller de Escritura de Madrid se cierra, y este año no había editado un nuevo libro con relatos de los alumnos: Cuatro meses de recopilación y edición cada año, desde el primer volumen
Historias para adultos imperfectos de 1994, hasta el último
Mentira cochina de 2007.
Pero me equivocaba.
Más de setenta conjurados, acaudillados por una tal Beatriz Montero de las altas Torres, me tenían preparada una encerrona y estaban acuartelados bajo la cama, apretujados contra un dinosaurio que respiraba pesadamente.
En los últimos cuatro meses yo he estado semisecuestrado por mí mismo escribiendo la novela
120 kilos. Los que leen este blog lo saben, la han ido leyendo al hilo de su escritura, y han intervenido con consejos sabios cada vez que yo levantaba infundios contra el protagonista, o cada vez que le obligaba a hacer lo que no podía hacer. Dejar de comer, por ejemplo. Y con tantos kilos de novela (que es breve, a pesar de los
120 kilos de Camilo), no me di cuenta que desde hacía cuatro meses decenas de relatos y fotos llegaban en lenguaje binario hasta el ordenador de Bea, y cómo ella se iba hasta Béjar a comprar tomates y cerezas del Jerte, pero en realidad a editar y componer en la imprenta de Luis Felipe Comendador el libro naranja titulado
“Con sabor a Sugus”. El número 15, el que cierra los 15 años del
Taller de Escritura de Madrid.
Así que me desperté, me duché, me lavé los dientes, me afeité (es que soy muy limpito, mire usted), me inyecté 38 unidades de insulina Lantus y 10 de Humalog, y bajé a desayunar. Café con leche, tostadas con mermelada casera (nos sale riquísima, una receta de Arguiñano, quien quiera, que pregunte), y fue cuando Bea me dijo:
--Termina pronto, que nos vamos a Madrid.
Hacía un sol estupendo. Yo llevaba ya unos días imaginando las aventuras de Lidia adolescente, mi próxima novela, y me frotaba las manos sabiendo que el fin de semana la pondría en marcha. El río Ambroz bajaba con fuerza, haciendo sonar los guijos en los remolinos que se forman a la sombra del fresno.
--Y un cuerno, yo no me muevo --le dije--, ya iremos otro día.
--Que no, que tenemos que ir hoy mismo.
--Anula lo que sea. Nos quedamos --insistí.
--Nos vamos, mira que eres testarudo --dijo Bea--, y me dio con un libro en la cabeza.
Tenemos cuatro o cinco mil libros en casa, hace tempo perdí la cuenta. Pero los conocía todos. Todos menos ese. “Con sabor a Sugus”. Se lo quité de las manos, y se me hizo un nudo en la garganta. “15 años del Taller de Escritura de Madrid”, decía el subtítulo calado en blanco sobre un fondo naranja. Entre naranja y mandarina. Casi podía olerlo.
Solo entonces me di cuenta. En las solapas y en el índice firmaban 70 autores, entre los que están la propia Bea, mi hijo Elías, Emilio, los diez profesores que han dado clase en el Taller durante todos estos años, un montón de amigos, y tres montones de alumnos y alumnas. 214 páginas de recuerdos compartidos, abrazos, memorias, besos, anécdotas,
saudades, ficciones, 50 fotos a todo color, recortes de prensa, programas del Taller. Y dos lagrimones como dos piñones que se me cayeron sobre sus páginas. Otro libro con páginas ahuecadas.
En la contracubierta Bea había escrito:
“Enrique Páez anunció en enero de este año que en junio clausuraba el Taller. Y después de anunciarlo entró en un coma nostálgico que le quitó las ganas de fiestas de despedida y más aún, le quitó la ilusión por hacer el libro de fin de curso. El último libro. A escondidas me puse en contacto con alumnos, profesores, y entre todos hemos hecho lo que a nuestro modo son las memorias de estos 15 años de Taller. El libro guarda anécdotas, recuerdos de primeros días del Taller, resbalones con la escritura, premios, amoríos, reflexiones, secretos inconfesables, relatos fantásticos y gamberradas.
Todos coincidimos en lo mismo: Enrique ha marcado nuestras vidas. Por eso este libro pretende ser también un regalo de agradecimiento y de reconocimiento al maestro de los maestros: Enrique Páez”.
--La presentación es esta tarde, en Clamores, a las siete, como todos los años --me dijo Bea--. Piensan ir todos y algunos más.
--Vámonos --le dije sin soltar el libro de la mano.
En el viaje (condujo Bea) estuve leyendo el libro entero, y volviendo a ver todas las fotos en las que estamos, o estoy, con Augusto Monterroso, José Luis Sampedro, Luis Landero, Germán Sánchez Espeso, Luis Antonio de Villena, Medardo Fraile, y decenas de amigos más. 300 kilómetros con un nudo en la garganta. 15 años de memorias concentrados en 300 kilómetros. Habría necesitado un extra de muchos miles de kilómetros para poder asimilarlo.
Antes de llegar a Madrid, a la altura de Ávila, yo ya estaba congestionado. Comimos en un japonés junto a la plaza de Olavide, y el salmón crudo me pareció mucho más fácil de digerir que las emociones.
En la sala Clamores me abracé a mi hijo Elías, Lara López, Josheras, Gabi Llanos, Mila, Álvaro Cerezo, Elisa Agudo, Sonia Aldama, Carmen Cacho, Emilio Montero, María José Codes, Emilia G. Fidalgo, David Gallego, Luisa Mari y José, Carmen García Romeu, Ángeles Lorenzo, mi hermano Tito con Sonia, Marisa Mañana, Ángel Zapata, Inés Mendoza, Paloma Vallhonrat, Javier Sagarna, Chema Gómez de Lora, Jesús Urceloy, Marisol Huerta, Magdalena Tirado, Amparo Seijo, Mariana Torres, Inés Arias de Reyna, Alfonso Fernández Burgos, Ángeles Lorenzo, Chus Melchor, Pedro Sánchez Torrente, Carlos Molinero, Ana Villa, Clara Pérez Escrivá, Carmen Cacho, Elena Yáguez y Héctor, Victoria Santesmases, Isabel Cañelles, Elmo y Ari, Germán, Teresa Sotillos, Pilar Tesorero, Alma y Emilio, mi hermano Javier con Elena, Flor Moral y su hermana, Ana Añón, Pili Mera, Cesi Sánchez Turanzas, Pepe San Leandro, Fernanda Cabral, Germán Sánchez Espeso y no sé cuantos más (no podré decir todos los nombres, aunque a todos los conozca, porque eran cerca de ciento cincuenta).
Esa tarde, en el hotel, después de comer, había escrito esto en previsión de que entrara en
shock y no pudiera decir una palabra:
“A veces soy muy lento, preguntadle a mis hermanos que están por aquí, a Tito, a Javier, así que cuando esta mañana me enteré, tarde, muy tarde, que me habíais preparado una encerrona, esa, esa, ha sido esa, se llama Bea, podéis decir, que yo la he visto, que no se haga la despistada. Si ya sé yo que ha sido ella, si ya la conozco. Bueno, pues digo que cuando me enteré, me dije, ya está, un homenaje póstumo, estoy muerto, a joderse. Pero resulta que no, que aún no me he muerto, que yo sepa. Así que si no es eso, pues va a ser que me quieren hacer llorar. Hala, ¿que dejas el Taller de Escritura?, pues mira, aquí nos ponemos todos juntos, haciendo la ola hasta que se te caigan los mocos. Y no sé para qué, qué necesidad hay, por qué ensañarse, en fin, imagino que es una venganza, y que habéis ensayado ya la canción para que, cuando se me caiga una lagrimita cursi, a coro empezar a cantar eso de “Cállate, niño, no llores más”. Pues no pienso daros el gusto, así que más vale que Zapata se suba aquí y empiece con aquello de “Y se marchó, y a su barco lo llamó libertad, y en el cielo descubrió gavioootas, y pintó estelas en el mar”.
Porque 15 años no es nada. Yo siempre he sido así de calvo, así de feo, así de cascarrabias, así de frío, así de muermo. Y a pesar de ello tenéis que saber que Bea me aguanta, y hasta me organiza estos sanfermines para que noventa toros disfrazados de alumnos y profes me lancen relatos y memorias, para que resbale y tropiece en la curva de la calle Estafeta, o me caiga por las escaleras del Clamores, menuda juerga.
Tengo que decir que por primera vez en 15 años he leído el libro del Taller después de estar publicado. Que es lo normal, supongo, pero a mí siempre me tocaba encargar los relatos, leer, corregir, editar y distribuir. Ahora yo soy el lector, y os leo, y descubro que el Taller ha sido una pieza clave en vuestras vidas, que a algunos les ha cambiado la profesión, que a otros les sirvió para zambullirse finalmente en la literatura, y que hasta hubo quien encontró el amor de su vida dentro del aula, como me pasó a mí con Bea, o a Concha y Carmen, o Ángel e Inés, o a Chus y Pedro, que incluso tienen una hija que ha escrito un poema en el libro, y que consiguió que soltara otra lágrima esta mañana, dentro del coche, sin que me vieran.
No me es posible daros las gracias uno a uno, porque tendría que ser con grandes y largos abrazos, así que o nos vamos todos a pasar el verano a un camping y allí os lo detallo, como debería ser, o simplemente me quedo aquí acojonado, pensando si no será que soy un difunto y aún no lo sé, pero es raro, porque por aquí está mi hijo Elías, y también ha escrito sus memorias parricidas en el libro; y también están algunos de mis hermanos, Tito, Javier; y mi tía Chitín, que sigue teniendo quince años aunque su pasaporte diga que tiene ochenta y siete; y mis suegros, y mis cuñados, y los profes que llevan tantos años dando clase conmigo: Chema Gómez de Lora, Javier Sagarna, Ángel Zapata, Alfonso Fernández Burgos, Isabel Cañelles, Carlos Molinero, Jesús Urceloy, Mila García Guerrero, Ángeles Lorenzo, Nacho Ferrando y Beatriz Montero, y que han escrito en este libro las páginas y las dedicatorias más hermosas que jamás he leído. Y todos los alumnos y alumnas que estáis aquí, amotinados pero con cara de yo no he sido, yo venía nada más a tomarme una cerveza. Joder, pero si han venido hasta mis amigos de la Facultad, que veo ahí a Victoria. Debería deciros que sois todos unos hijos de puta, una panda de cabrones que tratáis de minarme la moral. Pero sé que en el fondo no hay mala leche, era solo una broma pesada, como en ese chiste malo, porque yo soy Piscis, no cáncer, qué mala sangre. Venga, vámonos a cenar, que aquí Germán va a echar el cierre, que sois unos pesados, coño, que no hay quien os aguante. Hale.”
Luego me hicieron cantar
a capella, con Javier Sagarna (gracias por acompañarme, Javier),
“Yo soy aquel”, de Raphael, versión asesinos en serie. En algún momento estará colgado en
Youtube, al tiempo.
Dediqué unas cuantas decenas de libros. Y después nos fuimos a cenar a
La Gata Flora (esa que dicen que si se la metes grita, y si se la sacas llora). Menos mal que Bea había reservado: “Buenas, que veníamos a cenar, somos 60”. Y cerraron el restaurante para nosotros. Luego, a las 12, como Cenicientas enfermas, nos pusimos a hojear libros en la librería de relatos
“Las tres rosas amarillas”, que está justo enfrente del restaurante, porque aún estaba abierta. El dueño también fue alumno del Taller, hay que joderse, a veces me pregunto si hay alguien que no haya pasado por el Taller en estos 15 años.
Y venga a darnos besos y abrazos. Y yo aún no había muerto.
A la una nos fuimos al karaoke de la plaza del los Mostenses, en que está escondido dentro del parking, junto a la Gran Vía. Allí Isa Cañelles, Amparo Seijo, Inés Arias de Reyna y Mariana Torres (cuatro profes de la
Escuela de Escritores, antiguas alumnas también del
Taller de Escritura, qué le vamos a hacer) cantaron
Resistiré. Y muy bien, por cierto, con movimientos sensuales que dejarían ojipláticos a todos sus alumnos. Luego yo canté el clásico
Cállate niña versión
kale borroca; Sergi Bellver una hermosa canción en inglés, y le pedí Ángel Zapata que cantara una vez más
“El gato que está triste y azul”, pero no lo conseguí, creo, porque a las tres, cautivo y desarmado como el ejército rojo, me fui al hotel. Allí se quedaron, buscando nuevas canciones en el menú del karaoke, Pableras, Alfonso, Magdalena, Ángel e Inés, Isa, Amparo, Mariana, Ismael, Sergi, Teresa, Ana Añón, Pili, Cesi, Carmen, Concha, todos los de las
Tres rosas amarillas, algunos más que mi memoria pretende ocultar sin conseguirlo.
Y quince años de Taller y de escritura.
Qué noche. Cómo olvidarla.