A veces me encuentro en mitad de la noche vestido con una gabardina negra
caminando por una calle desierta. Tengo una misión que cumplir, pero no sé
cuál. Siento un hormigueo en los dedos y trato por todos los medios de despejar
mi cabeza y averiguar dónde estoy, qué hago aquí.
Oigo unos pasos que se acercan a mi espalda. Me doy la vuelta. De entre la niebla surge una sombra. Es ella. No sé quién es, pero sé que es ella. Ha llegado el momento. El picor en mis dedos es insoportable. Meto mi mano derecha en el bolsillo de la gabardina y saco un cuchillo demasiado grande. No es mío. Estoy perplejo. Mi cuerpo se mueve solo, manejado por una fuerza desconocida. Le clavo el cuchillo a la desconocida en el estómago, luego en el cuello, luego en la espalda, y sigo así hasta 30 veces, como un autómata.
Grito. Me despierto. Otra vez la misma pesadilla. Estoy cubierto de sudor. Me froto los ojos. Me levanto. Estiro los brazos. Me desperezo. Son las tres de la noche. Me calzo. Abro el armario y me pongo la gabardina negra. Saco la motosierra de debajo de la cama y salgo a la calle. Empiezo a caminar. Me pican los dedos.
© Enrique Paez
Oigo unos pasos que se acercan a mi espalda. Me doy la vuelta. De entre la niebla surge una sombra. Es ella. No sé quién es, pero sé que es ella. Ha llegado el momento. El picor en mis dedos es insoportable. Meto mi mano derecha en el bolsillo de la gabardina y saco un cuchillo demasiado grande. No es mío. Estoy perplejo. Mi cuerpo se mueve solo, manejado por una fuerza desconocida. Le clavo el cuchillo a la desconocida en el estómago, luego en el cuello, luego en la espalda, y sigo así hasta 30 veces, como un autómata.
Grito. Me despierto. Otra vez la misma pesadilla. Estoy cubierto de sudor. Me froto los ojos. Me levanto. Estiro los brazos. Me desperezo. Son las tres de la noche. Me calzo. Abro el armario y me pongo la gabardina negra. Saco la motosierra de debajo de la cama y salgo a la calle. Empiezo a caminar. Me pican los dedos.
© Enrique Paez