viernes, 27 de febrero de 2009

Tanteos con la muerte (02)

Este es un texto falso que sustituye al que había antes, para evitar su copia.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.

jueves, 26 de febrero de 2009

Tanteos con la muerte (01)

Este es un texto falso que sustituye al que había antes, para evitar su copia.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.

sábado, 21 de febrero de 2009

El ogro

Ayer por la tarde me comí un ogro. Debió de ser en algún momento en que me quedé dormido frente al televisor, mientras oía cómo una adolescente con sobrepeso abroncaba a su novio por haber dejado preñada a su madre en El diario de Patricia. “Hija, no te lo tomes así, que ha sido sin querer”, decía la madre mientras le cogía la mano al novio avergonzado. El ogro que me comí debía de estar en mal estado, porque me contaminó desde los talones hasta la frente, y en cuanto desperté del sopor de la siesta me puse de una mala leche que para qué. En esos momentos una abuela con cáncer terminal acusaba a su nieto de sisarle la morfina para hacer guateques con sus amigos todos los sábados. La furia me subía por el esófago como una bola de fuego, y la culpa no era de la televisión ni de los mamelucos que se vomitaban revelaciones tardías, sino de mis islotes de Langerhans, incapaces de fabricar insulina y glucagón. Eso es lo que me digo siempre. Es mi defensa contra el ogro que me habita: “No me pegues, que llevo gafas; no me regañes, que tengo hipoglucemia”.

Pero a lo mejor no es eso. Tengo un problema de adicción: soy grafodependiente. Así que cuando no escribo, sea por lo que sea, me pongo de tan mala hostia que la pobre Bea no sabe qué ha pasado, quién me ha insultado, qué ha hecho, qué me ocurre. “Nada, nada, es que estoy cansado”. Una polla. Lo que pasa es que escribir es una agonía, un desangre; y que no escribir es aún peor. La escritura se desata cuando la tortura de escribir es menor que la de no escribir.

Después ya, descerebrado y ajeno, poseído por la historia que se pone en marcha, cebado por la metadona de la ficción, el dolor se calma en un éxtasis de alteridad, el S.I.P.A. (Síndrome de Inmuno-Bipolaridad Adquirida). Y empieza la novela.

Durante las dos próximas semanas tal vez no escriba en este blog tanto como quisiera: la culpa la tiene la construcción de los personajes y la trama. En cuanto esté, dejaré de ser yo, y alguien que habita en mí se pondrá a escribir una nueva novela. Lo estoy esperando. Lo estoy provocando.

Será en breve. No dejen de sintonizarnos. Visite nuestro baaar.

viernes, 13 de febrero de 2009

Escribir o morir

El momento de la escritura es terrible. El cuerpo, el sueño, el tiempo, el deseo, la respiración, el pasado (a través de la memoria) y el futuro (el deseo de llegar al final) están al servicio de la escritura, esclavizados, secuestrados, tiranizados. La familia, los amigos, los hijos, los padres, las novias, el hambre y la guerra no existen, o están muy lejos, más allá de la escritura, y no importan. Todo lo llena ese monstruo que crece entre nuestros dedos, ya sea poema, relato o novela. Si es un relato o un poema, con suerte estaremos de regreso a la hora de la cena; pero con la novela el autosecuestro puede durar entre dos y nueve meses, lo bastante como para que nuestra pareja justifique y gane un divorcio hasta con un abogado patoso.

Pero ese es el tiempo más glorioso. Es el único que el autor recordará con añoranza. Más incluso que el posible premio, la edición, la traducción, la pasta gansa (si es que llega, ojalá). Se recuerda como el tiempo en el que algo o alguien, que estaba siendo creado por uno mismo, se amotina y toma el control de la vida del autor: lo vampiriza. El autor no es más que un manojo de dedos torpes al servicio de una historia que se crea a sí misma a través de la posesión infernal del esclavo escribano. El muy imbécil a veces piensa que está escribiendo una historia, cuando es la historia la que nace y se escribe a sí misma con sangre de novelista poseído.

La escritura exige extrañamiento, ajeneidad, estar fuera de uno mismo, vivir otra vida secreta. Y solo es posible controlar o recuperar el control cuando se escribe mal. El precio de dotar de vida a un personaje es, en gran medida, dársela a cambio de la nuestra. Hay que perder la cabeza, dejar de vivir para que la fantasía que crece sobre el papel tenga vida propia: la misma vida que nos roba sin rubor esa historia que crece como un cáncer, la vida que le entregamos sin dudarlo los escritores.

Tal vez alguna vez Dios fue un escritor, y al acabar su novela, el día del Big bang, murió para que nosotros viviéramos. Él ya no existe, y nosotros ahora somos dioses capaces de morir por la escritura.

Es el momento más hermoso, el momento de la creación, el momento en el que no somos nosotros, el momento en que morimos para inyectar sangre a un papel. Morir para reproducirnos en ficción, ceder nuestro cuerpo a un alien que crecerá chupándonos la sangre. No seremos sus padres, no seremos sus autores, apenas seremos un vientre de alquiler, una placenta agradecida que cobrará unos míseros derechos de autor, treinta monedas de plata para Judas. ¡Qué momento el de la creación, el de la posesión!

Después de vivir ese rapto, ningún escritor querrá otra cosa más que volver a sentirlo, volver a ser penetrado y despojado, volver a ser objeto del beso del vampiro. Y si no volviera a vivir ese momento, si el bloqueo literario le incapacita para volver a escribir ficción vívida, garrapatas de su sangre, el escritor caerá en una depresión profunda, y se suicidará más temprano que tarde. No hay piedad ni generosidad para los vencidos, para los tibios que no renuncien a su propia vida a cambio de alimentar un sueño de papel y tinta. Hay que morir para ser eternos.

El que no sepa o no quiera escribir, que se haga fanático religioso y ponga bombas, sodomice seminaristas, funde inquisiciones, se ciña cilicios y decapite infieles para soportar el vacío radical de no ser dios, de no enloquecer con la escritura.

No hay nada como crear una historia, ser devorado por una historia que nace.
Hasta Dios se suicidó por probar esa manzana.

Así que ahora que estoy a punto de empezar una nueva novela, pero no sé por dónde va a venir, por donde me va a penetrar, estoy en el momento de máxima tensión, a punto del orgasmo, deseando morir ya de una puta vez, y dejar de ser yo para ser alguien que todavía no existe. Puede que solo sea un embarazo psicológico, pero ya noto las pataditas, y se me encogen los huevos de gusto y espanto.

martes, 3 de febrero de 2009

Ritos de escritura 1.0

Desde los 15 ó 16 años, que es la edad en la que empecé a juntar poemas, relatos y desvaríos en cuadernos dispersos, mantengo un mismo rito que repito con placer hasta la fecha: hacer el libro. No digo escribirlo, que es lo evidente y lo importante, sino juntar los papeles uno encima de otro, coserlos por el margen izquierdo con pegamento, canutillos o espirales, ponerle tapa y lomo, y rotular el título en grande. Los primeros libros manufacturados de edición de un ejemplar, fueron manuscritos. Los siguientes libros fueron a máquina; si lo tecleaba con papel carbón, la edición podría ser de hasta dos o tres ejemplares, dependiendo de la fuerza con la que golpeara las teclas. Con ello podría tener un ejemplar para el autor, el mío, y otro para un lector o lectora. Empezaba la comunicación. Hasta ese momento yo escribía y yo me lo comía, y como mucho podía dejar que alguien hojeara el libro en mi presencia, a no más de un metro de distancia, porque cuando se pertenece a una familia numerosa (éramos diez hermanos) y le toca a uno la mala suerte de ser de los pequeños, el octavo para ser exactos, el peligro de ser avasallado, atropellado y despojado de cualquier cosa que parezca personal es constante. ¿Un diario ajeno? Eso sí que es un tesoro pirata que el ladrón leerá en voz alta en el comedor, a la hora del desayuno, entre carcajadas de la tripulación borracha de colacao. Un autor, un ejemplar, ningún lector. El papel de calco posibilitó la magia del nacimiento del lector. A partir de entonces habría un autor, dos ejemplares, y al menos un lector. El ejemplar de calco, además, podría prestarse sucesivamente, y aumentar el número de lectores exponencialmente: dos lectores, tres, quizá siete. Eso sería para el caso de best-sellers.

Los concursos literarios pedían, y siguen pidiendo con una reiteración antigua e inexistente, original y dos copias, con interlineado doble.

Las fotocopiadoras y las impresoras llegaron mucho después. Pero yo sigo cumpliendo el rito de terminar un libro, y con una felicidad infantil imprimir una primera copia (ahora sí, con una impresora láser), poner el título bien grande en la primera página, “Vania, piel de miel”, el autor, “Enrique Páez”, y encuadernarlo con mimo, por si fuera el único ejemplar que fuera a existir jamás, por si mi memoria lo olvidara alguna vez, por si algún nieto que aún no tengo lo quisiera leer después de que yo haya muerto. Ya sé que es absurdo, pero ese rito cierra el libro, cose la herida abierta que es la escritura de una novela, le pone mercromina a la cicatriz que abre la memoria. Luego palpo el libro, lo mezo, lo paseo, lo huelo, lo agito, lo abro al azar para ver qué me cuenta, lo sopeso, lo dejo caer sobre la mesa y me alejo tres o cuatro metros para verlo allí lejos, en la mesa, como si no fuera mío, como si fuera independiente y pudiera salir corriendo a contarle sus secretos a cualquiera. Respiro hondo, me sirvo un whisky y sonrío mientras lo miro de reojo, a ver qué hace. Y como no hace nada, porque disimula el hijo puta, me voy a dormir.

Luego, por la mañana, me levanto temprano para leer ese libro nuevo que está sobre el escritorio, y que alguien abandonó la noche anterior. Y me gusta, pero le veo algún que otro fallo, así que cojo el rotulador rojo y empiezo a corregir. Donde pone “Un lugar asfixiado por los mosquitos, las serpientes y la selva virgen”, escribo “Una selva virgen asfixiada por los mosquitos y las serpientes”. Y así frase a frase, párrafo a párrafo, capítulo a capítulo. El resultado, una semana después, es un libro mucho mejor que el que leí aquella mañana en que lo descubrí esperándome sobre la mesa. Así que lo vuelvo a imprimir, lo vuelvo a encuadernar, y lo titulo “Vania, piel de miel, versión 2.0”. Y vuelta a empezar. A veces he llegado a la versión 29.0, y he insistido en hacer correcciones sobre los ejemplares ya editados y de venta al público (para sucesivas ediciones). Quizá sea para llevarle la contra a Borges, que dijo que él publicaba para dejar de corregir.

Aún conservo mis primeros libros, jamás publicados, pero encuadernados con mucho cuidado: Reunión, Tienes la piel como el agua, La ternura de las arañas, Cartas para una novia, Acércate al rincón de la tiniebla, Manual para pervertir niñas, Cajón de cuentos. Lo primero que se publica nunca es lo primero que se escribe. Menos mal. Pero lo primero que se escribe es tan importante como lo último, y hay que cuidarlo y mimarlo como a un bebé que está creciendo.