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jueves, 11 de abril de 2013

El binomio fantástico de Rodari

Video de 5 min. Cómo utilizar la técnica del binomio fantástico, descrita por Gianni Rodari en su "Gramática de la fantasía" y por Bernardo Atxaga en "Obabakoak". Uno de los recursos de la creatividad más poderosos y menos conocidos. 

Consejos para escritores del Taller de Escritura de Enrique Páez. 
Grabado en marzo de 2013 en Tenerife, España. 



jueves, 28 de marzo de 2013

Cómo escribir historias entrecruzadas


Cómo escribir historias entrecruzadas - Taller de Escritura de Enrique Páez. Enrique Páez, escritor y profesor de escritura creativa, explica la utilidad y el uso que le han dado los escritores a esta herramienta. Enrique Páez es autor del libro "Escribir. Manual de técnicas narrativas", Editorial SM. 2010-2013, (Quinta edición).

Grabado en marzo de 2013 en Tenerife, España.
Música de fondo: Rebellenherz - come and sit down, con licencia Creative Commons. 


sábado, 16 de marzo de 2013

"La venganza de Miranda", un microcuento de terror


"La venganza de Miranda", un microcuento de terror escrito por Enrique Páez. Cuenta la historia de una mujer que se venga de su asesino después de la muerte. Un relato corto, ultrabreve, dentro del género de los microcuentos de miedo. 


Más info en:

lunes, 18 de febrero de 2013

Cómo escribir a partir de un final

Cómo escribir a partir de un final. Aplicando las técnicas de construcción del cuento de Edgar Allan Poe. Vídeo de Enrique Páez de 3,30 minutos. Estas y otras técnicas narrativas aplicables al cuento y a la novela las encontraréis en el libro de Enrique Páez "Escribir. Manual de Técnicas narrativas", Editorial SM, Madrid 2003-2013.

jueves, 17 de enero de 2013

miércoles, 9 de enero de 2013

El cuarderno de notas del escritor

Una de las herramientas fundamentales de todo escritor es su cuaderno de notas. 

Con algunas bromas visuales incluidas, en este video de 3 minutos explico la utilidad y el uso que le han dado los escritores a este recurso de la creatividad. 


Más información en:
http://www.tallerdeescritura.com
http://www.enriquepaez.com
http://www.enriquepaez.blogspot.com

Suscríbete al canal de YouTube del Taller de Escritura:
http://www.youtube.com/user/creatividadliteraria





miércoles, 2 de enero de 2013

¿Qué escribir? ¿De dónde vienen las historias?

¿Qué escribir? ¿De dónde vienen las historias? 
El origen de las ideas en la escritura. 
Nueva entrega en video del Taller de Escritura de Enrique Páez. 
Más info en www.tallerdeescritura.com



domingo, 4 de marzo de 2012

La realidad transustanciada 3


La transustanciación literaria tiene mucho que ver con el “extrañamiento” o “desfamiliarización” (ostranenie, en ruso) del que habla Victor Shklovsky al relatar los intentos de Tolstoi por describir un sofá o una ópera desde el punto de vista de alguien que nunca en su vida ha visto un sofá o no ha presenciado una ópera ("La costumbre devora las obras, la ropa, los muebles, la propia esposa y el miedo a la guerra. ... Y el arte existe para que podamos recobrar la sensación de vida; existe para hacerle a uno sentir cosas, para hacer lo pétreo pétreo"). Es la visión del turista, del niño, del extranjero que mira con detenimiento todo lo que hay a su alrededor, con mayor intensidad y atención que la que prestamos habitualmente en nuestras vidas. Se trata de mirar lo cotidiano, los sucesos, los objetos, todo lo que nos rodea, con una intensidad mucho mayor, como lo hacemos la primera vez que lo vemos. Ese ojo atento, asombrado, hipersensibilizado, es una de las mejores herramientas de todo escritor. Sin ese ojo abierto al mundo no podríamos describir nuestra historia, real o imaginaria, mas que a través de un velo superficial que nunca llegará a emocionar al lector. La intensidad se logra a través del detalle exacto, la observación justa e incisiva, y la visión no estereotipada de lo que estamos contando.

Hay historias que se nos presentan delante de los ojos y no tenemos más que ponernos a escribir. Están ahí, completas, redondas, ya desde el principio. Son como regalos que a veces recibe el escritor. Pero otras muchas veces no es así. Los escritores profesionales saben que hay historias, casi siempre las mejores, que necesitan un proceso de digestión literaria. Conocemos buena parte de lo que vamos a contar, la trama general de nuestro relato o novela, y los personajes principales. Pero también sabemos que falta algo, y el problema es que no sabemos muy bien qué es lo que falta, por qué la historia que tenemos aún no puede ser escrita. Una intuición extraña nos avisa que si escribimos la historia tal y como la estamos viendo ahora, fracasará.

¿Y qué es lo que falta? Pues pueden ser muchas cosas distintas. A veces falta descubrir cuál es el punto de vista narrativo adecuado, o el tono del relato, o un personaje clave, o un desenlace sorprendente anunciado desde el principio. Suele ser una pregunta clave, un porqué, un cómo, un quién, y a veces un cuándo o un dónde sustancial que hacen que una historia pase a ser de buena a excepcional. La intuición en eso es absolutamente necesaria.

Y la solución, como en los principios de Arquímedes o Newton, o en el descubrimiento de los anillos del benceno a través del sueño de un químico intranquilo, pasa muchas veces por la distancia y, casi, el olvido. Cuando un escritor está dándole vueltas y vueltas a una historia que quiere ser contada, y sospecha que le falta un dato fundamental, debe pasar por un proceso de digestión para romper el bloqueo.
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Imagen anónima capturada con Google. Si es tuya, dímelo y te cito. Y si no quieres que esté, la retiro.

sábado, 1 de octubre de 2011

Dos nuevos libros: presentación en São Paulo

Beatriz Montero y Enrique Páez, junto con el Instituto Cervantes de São Paulo, quieren invitarte a la presentación de sus dos nuevos libros que acaban de ser publicados en Brasil por la editorial Aletria (en portugués):

  • Me chamo Suzana, e você? (de Enrique Paez)
  • Enrique e os monstros (de Beatriz Montero)

Para todos aquellos que estén en São Paulo o alrededores puede ser un buen momento para encontrarnos e intercambiar ideas y experiencias.

La presentación de los libros será el próximo viernes 7 de octubre a las 19:30 horas, en el Instituto Cervantes de São Paulo, Avenida Paulista 2439, Bela Vista.

Luego nos tomaremos una cerveza. O una caipirinha.

miércoles, 8 de junio de 2011

La escritura diafragmática

Escribir, respirar. Respirar, escribir. Para los escritores más vocacionales, ese es el binomio correcto, la simetría perfecta. Necesitan escribir tanto como respirar. Hace tiempo que los deportistas, los actores, los cantantes y los yoguis saben que hay respiraciones superficiales, débiles, que aspiran el aire a pequeños sorbos; y hay respiraciones profundas, que esponjan las aletas de la nariz y renuevan el aire de los últimos alveolos en la profundidad de los pulmones. Esa es la respiración diafragmática, infrecuente para los no iniciados, pero que se puede alcanzar con unos simples ejercicios bien dirigidos.

Al escribir sucede lo mismo. Hay escritores superficiales, que apenas rozan la epidermis de los hechos y las personas, constructos llenos de tópicos y arquetipos, la levedad de la escritura. Y al mismo tiempo, habitando otros cuerpos, hay otros autores que se sumergen en el pozo, que radiografían a los personajes, que hacen visible lo que no era obvio, y quiebran el secretismo de los deseos. Escritura superficial contra escritura diafragmática.

Ojalá todos los escritores aprendamos a escribir con el diafragma, con las entrañas (lo más entrañable que tenemos).

Ojalá los políticos también empiecen a respirar con profundidad, en otros aires menos corruptos, y su olfato les conduzca más allá del olor a barniz y naftalina de sus despachos oficiales.

Ojalá todos nos bebamos la vida a grandes sorbos, exiliados de la monotonía, y salgamos a la calle con los pulmones llenos de aire nuevo y refrescante, como si todos los días fueran un 15-M en la Puerta del Sol de Madrid.

martes, 19 de octubre de 2010

El libro-putada y los escritores asesinos

Yo quería escribir el gran libro, como todos. Escribir el libro definitivo. Ese libro a partir del cual todo es distinto, porque el resto de los novelistas saben que no lo pueden superar, y deciden pasarse en masa al microcuento, o a la programación de videojuegos. Escribir el libro-putada, y dejar a todos los compañeros del oficio en paro. A joderse. Se acabó la fiesta.

Y lo más curioso es que ese empeño cabrón y glorioso al mismo tiempo, lo tienen todos. Cerrar el último tomo de la historia de la Literatura con un aldabonazo. A partir de aquí, todo es una mierda, y además todo lo anterior solo existió para llegar aquí. La negación total del futuro y del pasado. Dicho así, no parece un objetivo ejemplar ni edificante, sino la venganza de un hijo puta que le prende fuego al kiosco y encima pretende cobrar la indemnización, y que todos le hagan reverencias. Vaya plan.

Así que lo mejor será no escribir.

Yo, por no escribir, mato. A quien sea. A Andreita, a su madre, a la tuya, a la mía, al que me está leyendo, y al que me vendió esta navaja de Albacete. Hay autores que se vuelven contra los suyos, como Louis Althusser, que en 1980 asesinó a su mujer Hèléne estrangulándola, tras lo cual fue internado en un hospital psiquiátrico. O peleando como Jorge Manrique, según cuenta Hernando del Pulgar [1986:339] «Ansimesmo en el Marquesado donde estaban por capitanes contra el Marqués, D. Jorge Manrique é Pero Ruiz de Alarcón peleaban los más días con el marqués de Villena é con su gente; é había entre ellos algunos recuentros, en uno de los quales, el capitán don Jorge Manrique se metió con tanta osadía entre los enemigos, que por no ser visto de los suyos, para que fuera socorrido, le firieron de muchos golpes, é murió peleando cerca de las puertas del castillo de Garci Muñoz, donde acaeció aquella pelea, en la qual murieron algunos escuderos é peones de la una é de la otra parte».

Aunque lo cierto es que la mayoría de los autores se conforman (nos conformamos) con asesinatos ficticios, premeditados, diseñados sintagma a sintagma. Somos asesinos vocacionales disfrazados de escritores. Lo malo es que hay demasiados seguidores devotos de los asesinatos disfrazados de lectores. Crimen y Castigo. ¿No se le podría acusar de homicidio, o cuanto menos de complicidad, a Dostoievski? Porque yo aún recuerdo la sensación de bajar a cenar con las manos manchadas de sangre, en casa de mis padres, a los 15 años: Acababa de matar a una vieja en el piso de arriba, sin que nadie se diera cuenta.

¿Qué autor no ha asesinado a unos cuantos de sus personajes? Y ninguno se arrepiente, ni dice: "Uy, fue un descuido, se me disparó la pistola jugando, como al rey Juan Carlos, y me cargué a mi hermano Alfonso". Ah, no. Todos los escritores se sienten orgullosos de sus muertos, y de salir indemnes del paso por la justicia. Los escritores creamos universos, dice Nelson Goodman en "Maneras de hacer mundos". Es verdad. Y muertos. Y desgracias.

Este es un diálogo típico entre escritores:

--Tengo un personaje tullido, resentido y vengativo como pocos. Un perfecto hijo de puta.

--¡Coño, qué bueno, préstamelo!

--Ah, de eso nada, que me da mucho juego. Además, Madame Bovary cést moi.

martes, 12 de octubre de 2010

Escritura caracol

A veces la escritura corre despacio. Muy despacio. No es una lluvia superficial, un regar el patio en agosto para que haya un poco de frescor, sino un río subterráneo que se nutre de aguas freáticas, que antes de llegar al pozo deben atravesar capas de roca y limo, dejar las impurezas, filtrarse gota a gota, y caer desde lentas estalactitas a los pozos de la memoria. Y de ahí, el agua debe crecer, tras meses de lluvia y osmosis, hasta que se desborda en un pequeño manantial de agua cristalina.

Y con eso, nace un párrafo. Y si el tiempo y el otoño han sido generosos, un capítulo.

A mí no me extraña que los escritores se suiciden. Son un gremio de dinamiteros del tiempo: lo detienen, lo estrujan y lo perpetúan. El devenir convertido en piedra, la diacronía convertida en sincronía, y echada a rodar en las bibliotecas en forma de libros eternos, muertos que reviven como la Bella durmiente cada vez que un príncipe (un lector) le da un beso (abre el libro).

Hay una niebla espesa en Tenerife, apenas puedo ver la casa del vecino.

A los canelones les faltan 15 minutos para que estén dorados.

Y después subir al coche y hacer un breve viaje a través de la niebla hasta llegar a San Miguel de Abona. He quedado con mi amigo Chris Debelius, al que no veo desde hace 35 años. Tenemos que contarnos media vida (los últimos 35 años) entre el primer plato y el postre. Después, entre el postre y el café, la futurización de los próximos 35 años. Una botella de rioja entera seguro que cae. Y después, cruzar la niebla de regreso a casa, e hacer un esfuerzo al día siguiente por no pensar que todo ha sido un sueño, una fantasma que apareció entre los dragos, a la altura del cerro de la Esperanza, para señalar la ruta correcta en la encrucijada.

Yo, por si acaso, me comeré los canelones. Carpe diem.

miércoles, 14 de julio de 2010

San Enrique Emperador

La culpa fue de mi padre, o de mi madre, o de los dos. Mía, no, eso desde luego, porque yo acababa de nacer, y no sabía ni hablar, así que difícilmente podría decidir que me iba a llamar Enrique, y no Arturo, o Wenceslao, por ejemplo. Digo que fue de mi padre, porque cuando por fin aprendí a hablar empecé a hacer preguntas molestas, y me dijeron que cuando yo nací mi padre estaba haciendo un proyecto de monumento en Lisboa, en homenaje a Enrique el Navegante, y que por eso me pusieron ese nombre. Yo ya era el octavo, y se les había acabado el repertorio de nombres de abuelos, padrinos o tíos lejanos. Mi padre no ganó el concurso, aunque yo siempre que voy a Lisboa les cuento a todos los que me acompañan, les interese el asunto o no, que ese monumento que parece una escalera de granito blanco, con aire de barco, con el infante Enrique el Navegante cubierto con un sombrero muy chulo al borde de la proa, casi empujado por el resto de los marineros, en el puerto de Lisboa, junto al monasterio de Los Jerónimos y la Torre de Belem, lo proyectó mi padre, y que por su culpa yo me llamo Enrique.

Pero a mí los barcos me marean, y nadar se me da fatal, tengo vocación de ahogado, así que eso de dedicarme a las navegaciones, como mi tocayo, lo dejé por descartado muy pronto, antes de recibir la primera comunión. A pesar de ello la vida tiene muchos escondites, y acabé navegando durante décadas, como un Ulises perdido en el mar infinito, pero mis naufragios sucedían en otros mares donde las olas y las mareas tienen forma de letras y sintagmas. Ese es el oficio de escritor: marinero en tierra.

Debió ser por aquel entonces, antes de llegar a la adolescencia, cuando quise ser santo. Si esta vida era corta, y la otra eterna, más valía dedicarse de lleno a alcanzar la gloria eterna, que dura más. Con un calculo bruto, a ojo de buen cubero, ya se nota. Le pregunté al padre Celerino, un dominico amigo de mis padres, a ver si me podía recomendar alguna tribu de caníbales africanos para ir de inmediato a evangelizarlos, con el secreto deseo de que me echaran pronto al caldero, atado de manos y pies, junto a algún explorador del National Geographic. Yo tenía tanta prisa como Santa Teresa, y eso que aún no sabía lo que quería decir aquello de "vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero." O sea: lo mismito que me estaba pasando a mí. Pero Celerino me dijo que no, que ya no quedaban tribus caníbales por cristianizar, y que me podría recomendar, como mucho, una parroquia en Petare, al final de Sabana Grande. Claro, no es lo mismo, porque ahí te puedes hacer viejo esperando la muerte, y de pronto un día tienes un pequeño desliz, una blasfemia que se te escapa cuando te das un martillazo en el dedo por equivocación al ir a colgar un cuadro, o un crucifijo, peor aún, y sales a la calle dolorido, te cae un tiesto encima, y te mata. Te jodiste: al infierno de cabeza, por blasfemo, pecado mortal, y no te ha dado tiempo ni de llamar a un sacristán para confesarte. A tomar por culo la eternidad tocando el arpa entre ángeles y arcángeles: te envían derechito al infierno, con Satanás pinchándote todo el puto día con su tridente de fuego incandescente, y no un rato largo de aburrir, sino la eternidad. Para siempre. Forever and ever. Demasiado arriesgado.

Así que decidí encomendarme a mi santo, al mío, a mi tocayo Enrique: San Enrique. Busqué en el santoral, y allí estaba: San Enrique Emperador, 13 de julio, un día como hoy. Que nadie piense que la noticia me emocionó lo más mínimo, porque yo ya había leído aquello de que era más difícil que un camello entrara por el ojo de una aguja, a que un rico entrara en el reino de los cielos. Celerino me dijo que la aguja no era una aguja de coser, sino una especie de ventanuco que atravesaba un muro. Mi meta debía ser como la de mi santo: San Enrique. O sea, primero conseguir ser emperador, y luego que me santifiquen. Joder, la cosa se complicaba. Solo existía en todo el santoral un emperador canonizado por la iglesia católica, y le tenía que tocar a Enrique. Manda huevos. Con lo fácil que lo tenían Tarsicio o Pancracio, y todos los devorados por leones en el Coliseo. Ir al cielo entonces estaba tirado: no tenías más que acercarte a un centurión, y decirle: “Octavio, mamón, me cago en Júpiter y en Neptuno, porque soy cristiano”. Y el centurión, como estaba mandado, te mandaba a las catacumbas del Coliseo para servir de carnaza en el siguiente partido dominical de leones contra cristianos. Luego te ponías en el medio, rezando de rodillas, llegaba el león, y catapún, al cielo de un zarpazo. Yo no pensaba quitarle la espina a ningún león, como Androcles, porque luego el león memorioso me perdonaba la vida, y a esperar otro rato, hasta el siguiente domingo, a ver si aparecía un león despistado que quisiera darme un mordisco celestial. Aquello era entrar al Paraíso por la puerta grande, como los enchufados.

Pero ya no había caníbales en África, ni leones en el Coliseo, y había que imitar al santo que te hubiera tocado en suerte. San Enrique, en mi caso. No digo yo que no mole eso de ser emperador, que un poco sí que mola, porque a lo mejor me lo podía montar como Enrique VIII y tener siete mujeres, e irlas decapitándolas una a una para quedarme viudo y estrenar otra, pero de allí al cielo era difícil de escalar. Una vida de puta madre, vale, de acuerdo, pero con una eternidad hecha un asco. No vale la pena. Mi reino no es de este mundo, ya lo dijo mi primo. Lo tenía muy complicado: tenía que llegar a ser emperador, y además portarme muy bien.

Pues lo debí ver bien jodido, porque nada más cruzar la adolescencia me hice trotskista, y luego anarquista. Que le den por culo al emperador, al santoral, y al navegante. Ahora soy un escritor ateo, y me la sopla lo que diga Celerino.

La culpa fue de mi padre, ya lo he dicho. Pero no le guardo rencor, pobre, que ya está muerto.

lunes, 26 de abril de 2010

Escritura, inmigración y extinción de lenguas

Esta entrada ha sido borrada. Podrá leerse en las actas del Congreso.

(c) Enrique Páez, Tenerife, abril de 2010
Ponencia en el XIII Congreso Internacional de Inmigración y Biculturalismo
Almería, 22 de abril de 2010

viernes, 9 de abril de 2010

Mi abuelo Antonio

A veces me acuerdo de mi abuelo Antonio, que me llevaba al parque de San Telmo los domingos por la tarde, y me compraba una bola inmensa de algodón de azúcar de color azul. Los hilos de azúcar se me quedaban pegados en la punta de la nariz y en los carrillos, y tenía que quitármelos rápido antes de que mi abuelo se diera cuenta, porque si no él sacaba del bolsillo de su pantalón un pañuelo gris con sus iniciales bordadas, lo mojaba con saliva y me rascaba la cara hasta dejármela escocida. Otras veces me compraba un palulú de regaliz negro, o un chicle bazooka de tres pisos. A mi abuelo le olía la mano a tabaco, tenía la punta de los dedos y los dientes de color amarillento, y usaba jerseys abiertos de pico con botones grandes. Por la noche me leía las aventuras de Simbad el marino, Riquete el del copete y La llamada de la selva. Ponía la voz muy grave cada vez que hacía hablar a los malos, y yo me escondía debajo de las sábanas para que no me descubrieran. Si la historia daba mucho miedo, esa noche me meaba en la cama, y mi madre le echaba las culpas al abuelo. Cuando cumplí seis años me regaló un barco de plástico insumergible con motor y pilas, y en mi primera comunión una bicicleta BH plegable. Lo quise mucho, mucho. Todavía lo echo de menos. Debería acordarme de su muerte, pero no puedo, porque ocurrió tres meses antes de que yo naciera.

martes, 6 de abril de 2010

Mamá, ven, diles algo

Me dice Bea que deje de hacer el bobo y me ponga a escribir. Me lo dice en tono amenazante, como el que ponía mi madre cuando me decía: “¡Enrique, ponte a estudiar!” Al menos a eso me suena. O tal vez quiero que me suene a eso, porque mi madre está muerta desde hace año y medio, y es muy probable que la eche de menos sin saberlo. El caso es que Bea me dice que escriba, y yo estoy cabreado. No con ella, ni con mi madre, sino con los derechos de autor, porque resulta que hace unos pocos días recibí dos cartas de las editoriales, y en ellas me hacen el saldo de ventas de libros del año anterior. En realidad, más que un saldo es una catástrofe, porque de golpe las regalías por la venta de mis libros han bajado a la mitad de lo que cobré el año pasado. Exactamente a la mitad. Y no solo eso, sino que son la tercera parte (¡la tercera parte!) de lo que cobré hace dos años, tres, o cuatro años. No puedo decir que sea una ruina, pero de golpe y porrazo me acabo de convertir en el vizconde demediado. Mis libros de texto de la ESO han sido descatalogados, porque un nuevo plan de estudios ha barrido el conocimiento anterior, y ahora las pirámides ya no están en el Cairo, sino en Yakarta, posiblemente. Los libros cada vez duran menos (llevo décadas oyendo esa cantilena), así que los que se hayan comprado la Enciclopedia Británica o la de Espasa Calpe, que empiecen a calentar la chimenea tomo a tomo, porque ya no vale ni un carajo. Ni para decorados de “Amor en tiempos revueltos”, porque ahí siempre los ponen de cartón piedra, y dentro los productores esconden las camisetas de cocaína. Porca miseria.

Pero como Bea lo dice, y yo soy muy bien mandado, o a lo mejor solo es que echo de menos a mi madre, voy y escribo. Todavía me acuerdo de que cada vez que subía a Santander para verla, me decía: “Ay, hijo, a ver cuándo me escribes una novela de verdad, como las de Antonio Gala, tan bonitas, y no esos cuentos para niños que escribes”. Y ahí me dejaba bien jodido, porque a partir de ese momento yo era incapaz de escribir una línea. En el camino de regreso a Madrid iba mascullando todo tipo de blasfemias y jaculatorias, a partes iguales. ¿Una novela de verdad? Manda cojones. Uno puede pasarse la vida escribiendo, pero si no le escribe a su madre una novela de verdad, como las de Antonio Gala, nunca pasa de ser un puto escribano, un oficinista, un sub-escritor, ya ves tú, literatura infantil, para niños, ¿para niños?, ¿y qué sabrán los niños? A esos se les engaña con un caramelo y un palulú, así que escribir para niños es como darle margaritas a los cerdos. No se ha hecho la miel para la boca del asno, hijo mío, crece de una vez, ponte a escribir algo que valga la pena, algo de lo que me vaya a sentir orgullosa, y pueda decirle a mis amigas: Mira, esta novela la ha escrito mi hijo Enrique, para mí, mira, mira, si está dedicada y todo, fíjate lo que pone, “A mi madre, que me dio la vida y me enseñó a hablar, porque sin ella seguiría perdido”, qué cosas tiene, ¿verdad? Es que siempre ha sido un exagerado, desde pequeño, yo siempre le tenía que regañar: “Enrique, te he dicho diez millones de veces que no seas exagerado”, y él se reía, yo qué sé de qué, y no me hacía ni caso.

Pues sí, la culpa de que escriba es de mi madre. Y la culpa de que no escriba también es de mi madre, así que no sé si llamar otra vez al doctor Blanco para reanudar el psicoanálisis que dejamos aparcado hace ocho años. Pero con lo que ahora me pagan de derechos de autor, ni de coña puedo acudir a las sesiones del doctor Blanco. Tampoco puedo subir a Santander a protestarle a mi madre, porque está muerta, la cabrona. Podría ir disfrazado a la parroquia y confesar mis pecados al confesor, a ver qué me dice, que seguro que me sale más barato. Pero le tengo miedo, que igual me mete mano pensando que soy un adolescente que ha discutido con su madre. Vaya mierda. Podría acudir al departamento de mecánica de fluidos en astrofísica, para que me pongan la cabeza como un bombo, pero luego tendré resaca.

Así que agacho la cabeza, le saco la lengua a Bea cuando no me está mirando, y me pongo a escribir, para ver si así mi madre se aparece levitando por detrás de las cortinas, como en Lourdes, justo en el momento en el que se pone el sol y hay reflejos que ciegan la vista por unos instantes, y me dice que lo estoy haciendo muy bien, que está muy orgullosa de mí, que yo soy el preferido de todos sus hijos, porque los demás son unos vándalos, sobre todo Nacho, y que como premio me va a poner no una, sino dos onzas de chocolate incrustadas en el bocadillo de la merienda. Hala, joderos, que mamá me quiere a mí más que a todos vosotros, patanes, capullos, lerdos, mongoloides.

Pero creo que no va a ser así. Lástima, porque ya empezaba a creérmelo.

¡Mamá, ven, por favor, que se están metiendo conmigo, diles que me dejen en paz!

domingo, 14 de febrero de 2010

Carnaval 2010

Hace diecinueve años, cuando publiqué mi primera novela, "Devuélveme el anillo, pelo cepillo", escribí en el prólogo: "Me gusta disfrazarme. A todos los escritores nos gusta."

Es evidente. Escribir es vivir otras vidas, ponerse en la piel de los personajes, ser otros. O sea: disfrazarse.

Son disfraces sintácticos, cosidos con lexemas y morfemas, que transportarán a los lectores a otros mundos. Pero antes que a los lectores, lo hace con los escritores.

En eso somos como niños. El espacio transicional desde donde los autores escriben, es el cuarto de juegos de los escritores. Hay mucho de infantil en la escritura: pasión, emoción, credibilidad, inmersión, empatía... hasta el punto que Baudelaire decía que "el genio es la infancia recuperada".

Así que de pronto, si este escritor que escribe esto, de pronto vive en Tenerife, se encuentra con que medio millón de personas deciden una vez al año disfrazarse, bailar, transgredir y vivir por unas horas, por unos pocos días, otras vidas, otros mundos, otras pieles.

Este año yo me convertí en cardenal purpurado, con bonete y mirada torcida.

Bea es una diablilla sexy, un súcubo: un demonio en forma de mujer sensual, una perdición, la carne que tienta al débil (qué suerte ser débil y caer en las tentaciones).

Entre los habitantes de Tenerife, hay división de opiniones: a favor o en contra de los carnavales. Pero eso solo sucede si has nacido y vivido aquí, y de pronto toca rebelarse contra lo que se ha mamado desde la cuna. Rebelión o sumisión, ese es el dilema de los chicharreros. Los hay que huyen de la isla, se van a la Gomera, o a Güimar; y los hay que se entregan a la fiesta, ese rito pagano que ni siquiera Franco pudo erradicar de Canarias.

Los que venimos de fuera, o estamos instalados desde hace poco, nos dejamos vencer por las tentaciones. Llevamos décadas de atraso en los asuntos de la risa y los disfraces.

sábado, 21 de febrero de 2009

El ogro

Ayer por la tarde me comí un ogro. Debió de ser en algún momento en que me quedé dormido frente al televisor, mientras oía cómo una adolescente con sobrepeso abroncaba a su novio por haber dejado preñada a su madre en El diario de Patricia. “Hija, no te lo tomes así, que ha sido sin querer”, decía la madre mientras le cogía la mano al novio avergonzado. El ogro que me comí debía de estar en mal estado, porque me contaminó desde los talones hasta la frente, y en cuanto desperté del sopor de la siesta me puse de una mala leche que para qué. En esos momentos una abuela con cáncer terminal acusaba a su nieto de sisarle la morfina para hacer guateques con sus amigos todos los sábados. La furia me subía por el esófago como una bola de fuego, y la culpa no era de la televisión ni de los mamelucos que se vomitaban revelaciones tardías, sino de mis islotes de Langerhans, incapaces de fabricar insulina y glucagón. Eso es lo que me digo siempre. Es mi defensa contra el ogro que me habita: “No me pegues, que llevo gafas; no me regañes, que tengo hipoglucemia”.

Pero a lo mejor no es eso. Tengo un problema de adicción: soy grafodependiente. Así que cuando no escribo, sea por lo que sea, me pongo de tan mala hostia que la pobre Bea no sabe qué ha pasado, quién me ha insultado, qué ha hecho, qué me ocurre. “Nada, nada, es que estoy cansado”. Una polla. Lo que pasa es que escribir es una agonía, un desangre; y que no escribir es aún peor. La escritura se desata cuando la tortura de escribir es menor que la de no escribir.

Después ya, descerebrado y ajeno, poseído por la historia que se pone en marcha, cebado por la metadona de la ficción, el dolor se calma en un éxtasis de alteridad, el S.I.P.A. (Síndrome de Inmuno-Bipolaridad Adquirida). Y empieza la novela.

Durante las dos próximas semanas tal vez no escriba en este blog tanto como quisiera: la culpa la tiene la construcción de los personajes y la trama. En cuanto esté, dejaré de ser yo, y alguien que habita en mí se pondrá a escribir una nueva novela. Lo estoy esperando. Lo estoy provocando.

Será en breve. No dejen de sintonizarnos. Visite nuestro baaar.

miércoles, 7 de enero de 2009

Dudas

Tengo una duda. En algún lugar leí una vez que un teórico (o sea, uno de esos pollos que le da vueltas a la pelota por oficio, como una manía, sin ni siquiera ser argentino), decía que si un abeto nace, crece y cae fulminado por un rayo en la tundra siberiana sin que nadie jamás lo haya visto, tal vez ese abeto no exista. Más o menos lo que le pasó a Estados Unidos durante toda la Edad Media. Mi padre me enseñó a desconfiar de aquellos países que no hubiesen vivido el Medievo. No sé si tenía razón, porque él lo dijo en una época en la que lo políticamente correcto no se había inventado aún, así que podía también despreciar todos los deportes, con excepción del “viril deporte del ajedrez”.

Veo que se me va el hilo, y me pierdo.

Decía que tal vez ese abeto caído en Siberia sin ser visto, quizá no haya existido. La matemática del caos y el efecto mariposa dirán que sí que ha existido, pero que lo que sucede es que no sabemos interpretar las causalidades. Eso dicen también los astrólogos deterministas, los budistas y los obispos preconciliares, que amenazaban con infiernos, calvicies e impotencias a todos los que se masturbasen en el cuarto de baño pretendiendo ser invisibles como un abeto en la tundra siberiana. De eso nada: el ojo de dios todo lo ve, desde la muerte del abeto hasta la paja adolescente. Nada se oculta al Gran Hermano Fisgón.

Pero ya me estoy perdiendo otra vez por los cerros de Úbeda.

El caso es que del mismo modo, alguien podría escribir una gran novela, no dejársela leer a nadie, esconderla bajo siete llaves durante cuarenta años (¡Ha sido Salinger, el cabrón!), y luego quemarla sin rencor ni remordimientos. Después morirá sin desvelar el secreto a nadie. La novela no existe, aunque la lea dios, el cotilla universal, y solo podrá ser editada con la pulpa de papel del abeto que murió en Siberia. Nihil obstat.
Este post, como todas las páginas escritas, solo existirá mientras alguien lo haya leído, y de uno u otro modo lo recuerde. Dejaría de existir si una vez borrado, todos los lectores lo olvidaran a corto o medio plazo, y no generara ninguna huella posterior, un palimpsesto mental. Así pues, el no-existir cada vez está más cerca, habida cuenta del Alzheimer que asola el planeta desde hace décadas.

Creo que de nuevo se me ha ido la olla a Camboya.

O no. Puede que el solo hecho de leer, aunque solo sea el prospecto de las aspirinas, sea un acto que, en sí mismo, por imposibilidad física de hacer dos actos complejos a un mismo tiempo, impida ejecutar otras maniobras más o menos impuras. Como bombardear Gaza, o hacerse pajas en el cuarto de baño a hurtadillas. En ese caso la lectura ha existido, y el texto que estaba detrás también, porque hay un niño palestino que aún no está huérfano, o un adolescente con dolor de huevos.

Tal vez el teórico cuántico que hablaba del abeto siberiano fue el gato de Schrödinger, aburrido ya de estar encerrado en una caja sin saber si está vivo o muerto. O quizá fue un argentino.