A veces la escritura corre despacio. Muy despacio. No es una lluvia superficial, un regar el patio en agosto para que haya un poco de frescor, sino un río subterráneo que se nutre de aguas freáticas, que antes de llegar al pozo deben atravesar capas de roca y limo, dejar las impurezas, filtrarse gota a gota, y caer desde lentas estalactitas a los pozos de la memoria. Y de ahí, el agua debe crecer, tras meses de lluvia y osmosis, hasta que se desborda en un pequeño manantial de agua cristalina.
Y con eso, nace un párrafo. Y si el tiempo y el otoño han sido generosos, un capítulo.
A mí no me extraña que los escritores se suiciden. Son un gremio de dinamiteros del tiempo: lo detienen, lo estrujan y lo perpetúan. El devenir convertido en piedra, la diacronía convertida en sincronía, y echada a rodar en las bibliotecas en forma de libros eternos, muertos que reviven como la Bella durmiente cada vez que un príncipe (un lector) le da un beso (abre el libro).
Hay una niebla espesa en Tenerife, apenas puedo ver la casa del vecino.
A los canelones les faltan 15 minutos para que estén dorados.
Y después subir al coche y hacer un breve viaje a través de la niebla hasta llegar a San Miguel de Abona. He quedado con mi amigo Chris Debelius, al que no veo desde hace 35 años. Tenemos que contarnos media vida (los últimos 35 años) entre el primer plato y el postre. Después, entre el postre y el café, la futurización de los próximos 35 años. Una botella de rioja entera seguro que cae. Y después, cruzar la niebla de regreso a casa, e hacer un esfuerzo al día siguiente por no pensar que todo ha sido un sueño, una fantasma que apareció entre los dragos, a la altura del cerro de la Esperanza, para señalar la ruta correcta en la encrucijada.
Yo, por si acaso, me comeré los canelones. Carpe diem.
Y con eso, nace un párrafo. Y si el tiempo y el otoño han sido generosos, un capítulo.
A mí no me extraña que los escritores se suiciden. Son un gremio de dinamiteros del tiempo: lo detienen, lo estrujan y lo perpetúan. El devenir convertido en piedra, la diacronía convertida en sincronía, y echada a rodar en las bibliotecas en forma de libros eternos, muertos que reviven como la Bella durmiente cada vez que un príncipe (un lector) le da un beso (abre el libro).
Hay una niebla espesa en Tenerife, apenas puedo ver la casa del vecino.
A los canelones les faltan 15 minutos para que estén dorados.
Y después subir al coche y hacer un breve viaje a través de la niebla hasta llegar a San Miguel de Abona. He quedado con mi amigo Chris Debelius, al que no veo desde hace 35 años. Tenemos que contarnos media vida (los últimos 35 años) entre el primer plato y el postre. Después, entre el postre y el café, la futurización de los próximos 35 años. Una botella de rioja entera seguro que cae. Y después, cruzar la niebla de regreso a casa, e hacer un esfuerzo al día siguiente por no pensar que todo ha sido un sueño, una fantasma que apareció entre los dragos, a la altura del cerro de la Esperanza, para señalar la ruta correcta en la encrucijada.
Yo, por si acaso, me comeré los canelones. Carpe diem.
5 comentarios:
Y qué niebla. De esas que te juegas la vida en la autopista.
Pues querido mío, espero que despés de una botella de Rioja y un camino lleno de niebla, te vuelvas a tu casa en Metro.... ¡Ay, no! que sólo los muertos vivientes toman el Metro en Madrid.
Bella crónica de un día cualquiera: los canalones, su bechamel -como la misma niebla- dispersa; el escritor, su texto, tres historias paralelas –la escrita en el papel y la escrita en el tiempo-, el sortilegio del tiempo detenido, fraccionado y cortado a tajos.... ¿en una misteriosa encrucijada?
Saludos desde Barna,
Montse.
Muchas gracias por vuestros desvaríos críticos, Bea, Anónimo,
MGJuárez, lo de la niebla=bechamel no lo había asociado conscientemente, pero es muy acertado. Gracias
plas plas plas.
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