jueves, 28 de octubre de 2010

Cómo matar a Dios con un soneto

La matemática del soneto: Yo tenía una máquina de escribir Underwood que me gustaba mucho. No tanto como para tatuarme “Recuerdo de Constantinopla” en el pito con sus martillos metálicos al rojo vivo, pero me gustaba. Con esa Underwood de teclas redondas escribí un largo ensayo titulado “Blas de Otero: la matemática del soneto” y se lo di a Agustín García Calvo, que me puso un sobresaliente en la asignatura de métrica. Pero se perdió hace ya muchos años. No me quedé ninguna copia. Se quedó en el departamento de métrica latina del edificio A de Filosofía y Letras, en Madrid. Ahora me acuerdo del ensayo (del soneto nunca me he olvidado), y recuerdo algo de lo que me reveló su lectura detallada. La culpa también fue de Dámaso Alonso, que insistió en sus comentarios en que alguien debería profundizar un poco más en ese soneto brillante. El soneto se titulaba "Hombre", sin más. Lo pongo entero aquí, al principio, porque pienso hablar de él, de su arquitectura textual, rítmica y significativa. Es un poema tan bien construido que da pena descuartizarlo. Ahí va:


HOMBRE

Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,
al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.

Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.

Alzo la mano, y tú me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.

Esto es ser hombre: horror a manos llenas.
Ser —y no ser— eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!


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Luchando cuerpo a cuerpo con la muerte

Cuerpo a cuerpo. Yo escribí (aun me acuerdo) que aquello era una orgía de vocales en tres sílabas con una sinalefa que unía dos palabras y dos cuerpos mostraban la lucha y el contacto físico (geográfico, visual y auditivo) que enunciaba el continente: semántica fónica, coincidencia de fondo y forma. Cuer-poa-cuer-po. El soneto pertenecía al libro Angel fieramente humano. Después Blas de Otero publicó Redoble de conciencia. Y finalmente, Visor juntó los dos libros en uno solo, tomando el principio del nombre de uno, y el final del otro. Así surgió Ancia, un poemario mítico del siglo XX. Mi amigo Ramón J. Blázquez me lo regaló en el verano de 1978, en el café Iruña; y me lo volvió a regalar en primavera de 1979, en Deusto.
--Muchas gracias, Ramón, pero este libro ya lo tengo. Es más. Me lo regalaste tú.
--Pues así tienes dos --me dijo Ramón frunciendo el ceño.
Y desde entonces tengo dos. Ramón tenía un vozarrón que acojonaba, así que era mejor no discutir.


al borde del abismo, estoy clamando

El soneto quizá tuviera demasiados gerundios, de rima fácil: “clamando, retumbando, hablando, arañando”, pero a pesar de ello es de los mejores de Blas de Otero, el gran renovador de los sonetos (junto con Borges, claro, pero con direcciones muy diferentes).
El encabalgamiento entre el primer y el segundo verso rompe la ilación sintáctica: “con la muerte / al borde del abismo…”. Me pareció evidente, aunque no me acuerdo, así diré que me lo parece ahora, que de ese modo la muerte se queda al mismo borde del abismo, al borde del verso, en el precipicio de la sílaba once, donde la línea negra de letras se corta y se abre al vacío en el medio de la página.


a Dios. Y su silencio, retumbando,

Ya sabemos que el desajuste del encabalgamiento se produce en la estrofa cuando la pausa versal no coincide con la pausa morfosintáctica. Ese desajuste provocará aquí una violencia interna en el texto, pues obliga a romper la unidad sintáctica para respetar la pausa versal, o a descartar esa pausa para mantener la ilación.
Después de Dios un punto. Una espera. Una toma de aire. ¿No hay respuesta? El silencio retumba. Herencia del siglo de oro, oxímoron, el fuego helado (Quevedo), placeres espantosos y dulzuras horrendas (Baudelaire), inteligencia militar (según Groucho Marx), pensamiento navarro (según Unamuno, referido al periódico, no a los paisanos). ¿Cómo no va a retumbar el silencio de Dios, el todopoderoso? Blas de Otero le daba demasiada cancha, me parece a mí, dándose cabezazos contra un muro de cemento. Dios/Franco, Dios/poder, Dios/industria (hablamos de Bilbao, no cabe duda), Dios/religión, Dios/respuestas…


ahoga mi voz en el vacío inerte.

Y muere la voz de Blas de Otero en este cuarto verso del primer cuarteto. Ahogado por el silencio de Dios, el vacío inerte de Dios. Es verdad que un vacío no tiene más remedio que ser inerte, pero dado que el poderoso silencio es de Dios, podían caber dudas de si el vacío que provoca es inerte o activo. Hay otro soneto de Blas de Otero titulado así, Poderoso silencio, que se inicia con “Oh, cállate, Señor, calla tu boca / cerrada, no me digas tu palabra / de silencio; oh Señor, tu voz se abra, / estalle como un mar, como una roca…”, y acaba “¡Poderoso silencio con quien lucho / a voz en grito: grita hasta arrancarnos / la lengua, mudo Dios al que yo escucho!”).
Pero ya entonces, de eso sí me acuerdo, y ahora lo compruebo de nuevo, me llamó la atención la ruptura de la acentuación monótona que hasta ese momento llevaba el soneto de Blas de Otero. Me refiero a que en los tres primeros endecasílabos los acentos prosódicos tonales caen, invariablemente, en las sílabas dos, seis y diez. Un ritmo yámbico ortodoxo. Quizá demasiado tajante. Empieza a parecer una letanía, un bisbiseo, una oración (¿no está acaso hablando con Dios Blas de Otero?). Pero esa oración, ese clamor, ese agarrar a Dios por las solapas (esa imagen no es de Blas de Otero, sino de otro poema mío, de aquel entonces, contaminado por mis lecturas del propio Blas de Otero), muere ahogado, estrangulado a lo largo del verso por sus propios golpes de voz, acentos descolocados, no ya en las sílabas dos-seis-diez, sino en una-cuatro-ocho-diez.
Para obligar a que el verso sea un endecasílabo como los otros trece restantes (si no, no hay soneto, y se acabó la fiesta), hay que leer la primera palabra “ahoga” con solo dos golpes de voz, en solo dos sílabas: ao-ga, forzando a la sinéresis de la a y la o en una solo sílaba, antinatural, presionado, ahogado, en definitiva. De nuevo el ritmo aquí refuerzo el significado, las marcas rítmicas musicales están repitiendo y reforzando los significados explícitos. De nuevo el nivel de significación interno, en el plano semántico, coincide con el externo, formal, del plano fónico.
El verso, así, comienza ya ahogándose desde el inicio, y ahogando la voz del poeta.
Se salta el acento del axis central, el de la sexta sílaba, el más importante del endecasílabo, ahogado en un artículo masculino singular (“el”) imposible de acentuar. Claro que el puente rítmico que va de la sílaba cuatro a la sílaba ocho, con las obligadas sílabas definitivamente átonas de las sílabas cinco y siete, silenciadas por el acento anterior y posterior respectivamente, obligan a acentuar lo que es imposible de acentuar: la sílaba seis, la del axis central. Un vacío acentual en el centro del verso precisamente en el momento en el que Blas de Otero escribe “voz en el vacío”. ¿Pura coincidencia? Yo no lo creo.
Y no digo yo que Blas de Otero lo hiciera de manera consciente, porque así no hay forma de escribir sonetos. Es imposible siquiera que lo imaginara. Pero al mismo tiempo es imposible que tanta coincidencia significativa de ritmos y lexemas sea fruto del puro azar, felices coincidencias. Entonces, ¿qué? ¿De dónde surge el nexo? Y aquí hay que recurrir a las explicaciones que van más allá de la razón y la lógica: las musas, el conocimiento no consciente, la sabiduría intuitiva, el don de la poesía, la capacidad de capturar lo inasible, el poeta como demiurgo, o bien como médium, que escribe sin saber del todo lo que está diciendo, captando unas señales débiles que es capaz de traducir, fruto tan vez del inconsciente colectivo, de la suma de los saberes de la humanidad registrados aún no se sabe cómo en sus cromosomas indescifrados.


Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte

El comienzo del segundo cuarteto, quinto verso, también tiene una curiosidad rítmica sorprendente, en el mimo orden de significación del anterior verso. El poeta dice “Si he de morir, quiero tenerte”, y a continuación se abre un vacío, el final del verso, como cada vez que intenta atrapar a Dios, el inatrapable, el silencio inerte, el sueño de la muerte, parece que Blas de Otero quiere “tener a Dios”, pero no es verdad, Dios se rebela, se esconde, y solo al inicio del siguiente verso vemos que falta un complemento circunstancial de modo, “despierto”, donde Dios se esconde. Así que Blas de Otero no puede “tener a Dios”, sino, como mucho, puede “tener a Dios despierto”. El sueño se rompe, Dios desaparece en el silencio, el poeta despierta. Pero al contrario de lo que le sucede a Augusto Monterroso, cuando de Otero se despierta, el dinosaurio/Dios ya no está allí.
Hay un acento antirrítmico en la sílaba séptima, junto al axis de la sexta. ¿Por qué ahí? Pues porque sucede, de modo violento, lo mismo en las palabras que lo sufren y lo que denotan, cuando Blas de Otero dice “Si he de morir, quiero”, cuando la muerte rompe la vida, el acento quiebra el ritmo. ¿Qué mayor ruptura de un ritmo que la muerte? El corazón deja de palpitar, con su ritmo yámbico o trocaico: bum-silencio-bum-silencio-bum-silencio… Y de pronto bum-bum, sin silencio, ataque al corazón, muerte.


despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo

En este sexto verso de Otero pretende tener despierto a Dios, hasta el punto que forma una sinalefa en “despierto. Y” que cruza un punto y seguido. Mantiene a Dios despierto rompiendo la ilación sintáctica que obligaría a hacer una pausa después de un punto (“despierto.”), exigencia de lectura, pausa morfosintáctica, a dormir después de un día trabajoso, pero que en este caso sucede sin descanso, porque no hay dos sílabas en la lectura, sino que el endecasílabo exige aquí que se lea como una sola, sin pausa, sin descansar, sin dormir; despierto, en definitiva.
Pero además termina con otra muerte súbita, la de un acento no ya antirrítmico, sino antiestrófico (tan visible que hasta lleva tilde), al final del verso, en la sílaba nueve: “no cuando”, rompiéndole el ritmo al axis estrófico. Parece que Blas de Otero da manotazos con acentos prosódicos para despertar a Dios, para hacerle hablar de una vez, para que conteste a su clamor. No sabe cuándo, pero él espera al final conseguir hacer oír su voz. Y eso que termina el verso de modo indefinido, con otro encabalgamiento más: “no sé cuando / oirás mi voz”. De hecho, si sucede (el hecho de que Dios escuche alguna noche, solo será en el siguiente verso, después de otro precipicio versal.


oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando

Con este verso, el séptimo del soneto, Blas de Otero introduce dos encabalgamientos (uno por delante, otro por detrás) y al mismo tiempo instala dos puntos en el interior del verso. Parece una carrera de obstáculos. Eso sí, para no perder el ritmo lo fuerza a que ocurra en todas las sílabas pares: 2-4-6-8-10. Más que una voz, empieza a parecer una pataleta, una tamborrada, una exigencia inexcusable.


solo. Arañando sombras para verte.

La primera vez que pone un acento en la primera sílaba, pero siempre a partir de ahora, y hasta que acabe el soneto (aparte del verso cuarto, donde Blas de Otero siente que su voz se ahoga en el silencio de Dios). Todo ya es urgente, imperioso. Por decirlo en el lenguaje coloquial, Blas de Otero está hasta los huevos. Acaba así: Arañando sombras para verte. Un poco harto de que jueguen con él al escondite. Vuelve, eso sí, a romper el punto y seguido con otra sinalefa: so-loa-ra-ñan-do. Parece que no hay descanso posible en esos manotazos teológicos de Blas de Otero.


Alzo la mano, y tú me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.

Un primer terceto lleno de quejas. No es la primera vez que Blas de Otero trata de acercarse a Dios, pero Dios le responde siempre con negativas, amputaciones, negaciones y desplantes. Le corta las manos, le saja los ojos, le seca la garganta (antes ya había ahogado su voz en el vacío, así que no hay cambio de estrategia en la postura de Dios). Cada acto que el poeta realiza, con urgencia, acentuado en la primera sílaba, es fulminado por la inmisericordia divina.


Esto es ser hombre: horror a manos llenas.
Ser —y no ser— eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!

Y un último terceto definiendo al hombre, que ya definitivamente sabe que no va a ser escuchado por Dios. Horror a manos llenas; fugitivos eternos (en eso coinciden con Dios, solo que Dios es un fugitivo voluntario, y el hombre va obligado); y como fin un ángel, sí, pero encadenado. Sus alas no son para volar, sino para estar encadenado. Así que, ¿para qué quiere el hombre las alas, la imaginación, las cualidades angelicales, si en realidad el Dios sordo y esquivo las convierte en cadenas.
¿O es que quizá sean las cadenas, el horror a manos llenas, el hecho de tener pensamiento, imaginación?
¿Es ese, el pensar, el razonar, el pecado original? ¿El horror y el silencio con que responde Dios es producto (venganza) de la pretensión del hombre a cuestionarlo todo, a pensar por su cuenta, a imaginar?
¿Son los poetas entonces, los escritores, los que en realidad están castigados por su soberbia al querer saberlo todo, al morder la manzana del conocimiento del Paraíso?
¿O es que poco a poco Dios está viéndose amenazado, cuestionado, impugnado, y se defiende con el silencio vergonzoso y vergonzante?
¿Son los escritores los deicidas? ¿Nos teme Dios? ¿Es Dios un mal poeta, un novelista tramposo, un ensayista superficial?
Habrá que ir pensando que sí. Y si no, que salga a la calle y lo demuestre, si es que tiene huevos. Aquí me tienes, hablo contigo: estoy en el balcón, con la camisa abierta. Que me parta un rayo.

3 comentarios:

Beatriz Montero dijo...

Me ha encantado el análisis. Besos.

Jmdeum dijo...

Pues a mí me parece que estás enfermo... enfermo de poesía, de la "sucia" (como la de Blas de Otero) y que acabarás pasándote al verso libre de la prosa. Te estoy viendo venir con una novela cargada de tacos, pero escrita en versos yámbicos o qué sé yo.
También me ha encantado el análisis. Pero los besos no te los doy. Como mucho un saludo desde el balcón de enfrente, también yo con la camisa abierta y gritando que nos parta un rayo, el mismo día en que perdimos a Marcelino Camacho (y tantas otras cosas...)y recuperas de la memoria una voz dormida.

Enrique Páez dijo...

Besos para ti, Bea.

Jmdeum, qué bueno que hayas leído este análisis/desvarío, y que te haya gustado. Pensé que era demasiado árido y extenso para este cibermundo de pocas palabras, pero tenía que soltarlo. Ojalá un día nos veamos por tu instituto ;-). Un abrazo.