Desde los 15 ó 16 años, que es la edad en la que empecé a juntar poemas, relatos y desvaríos en cuadernos dispersos, mantengo un mismo rito que repito con placer hasta la fecha: hacer el libro. No digo escribirlo, que es lo evidente y lo importante, sino juntar los papeles uno encima de otro, coserlos por el margen izquierdo con

pegamento, canutillos o espirales, ponerle tapa y lomo, y rotular el título en grande. Los primeros libros manufacturados de edición de un ejemplar, fueron manuscritos. Los siguientes libros fueron a máquina; si lo tecleaba con papel carbón, la edición podría ser de hasta dos o tres ejemplares, dependiendo de la fuerza con la que golpeara las teclas. Con ello podría tener un ejemplar para el autor, el mío, y otro para un lector o lectora. Empezaba la comunicación. Hasta ese momento yo escribía y yo me lo comía, y como mucho podía dejar que alguien hojeara el libro en mi presencia, a no más de un metro de distancia, porque cuando se pertenece a una familia numerosa (éramos diez hermanos) y le toca a uno la mala suerte de ser de los pequeños, el octavo para ser exactos, el peligro de ser avasallado, atropellado y despojado de cualquier cosa que parezca personal es constante. ¿Un diario ajeno? Eso sí que es un tesoro pirata que el ladrón leerá en voz alta en el comedor, a la hora del desayuno, entre carcajadas de la tripulación borracha de colacao. Un autor, un ejemplar, ningún lector. El papel de calco posibilitó la magia del nacimiento del lector. A partir de entonces habría un autor, dos ejemplares, y al menos un lector. El ejemplar de calco, además, podría prestarse sucesivamente, y aumentar el número de lectores exponencialmente: dos lectores, tres, quizá siete. Eso sería para el caso de
best-sellers.
Los concursos literarios pedían, y siguen pidiendo con una reiteración antigua e inexistente, original y dos copias, con interlineado doble.
Las fotocopiadoras y las impresoras llegaron mucho después. Pero yo sigo cumpliendo el rito de terminar un libro, y con una felicidad infantil imprimir una primera copia (ahora sí, con una impresora láser), poner el título bien grande en la primera página, “Vania, piel de miel”, el autor, “Enrique Páez”, y encuadernarlo con mimo, por si fuera el único ejemplar que fuera a existir jamás, por si mi memoria lo olvidara alguna vez, por si algún nieto que aún no tengo lo quisiera leer después de que yo haya muerto. Ya sé que es absurdo, pero ese rito cierra el libro, cose la herida abierta que es la escritura de una

novela, le pone mercromina a la cicatriz que abre la memoria. Luego palpo el libro, lo mezo, lo paseo, lo huelo, lo agito, lo abro al azar para ver qué me cuenta, lo sopeso, lo dejo caer sobre la mesa y me alejo tres o cuatro metros para verlo allí lejos, en la mesa, como si no fuera mío, como si fuera independiente y pudiera salir corriendo a contarle sus secretos a cualquiera. Respiro hondo, me sirvo un whisky y sonrío mientras lo miro de reojo, a ver qué hace. Y como no hace nada, porque disimula el hijo puta, me voy a dormir.
Luego, por la mañana, me levanto temprano para leer ese libro nuevo que está sobre el escritorio, y que alguien abandonó la noche anterior. Y me gusta, pero le veo algún que otro fallo, así que cojo el rotulador rojo y empiezo a corregir. Donde pone “Un lugar asfixiado por los mosquitos, las serpientes y la selva virgen”, escribo “Una selva virgen asfixiada por los mosquitos y las serpientes”. Y así frase a frase, párrafo a párrafo, capítulo a capítulo. El resultado, una semana después, es un libro mucho mejor que el que leí aquella mañana en que lo descubrí esperándome sobre la mesa. Así que lo vuelvo a imprimir, lo vuelvo a encuadernar, y lo titulo “Vania, piel de miel, versión 2.0”. Y vuelta a empezar. A veces he llegado a la versión 29.0, y he insistido en hacer correcciones sobre los ejemplares ya editados y de venta al público (para sucesivas ediciones). Quizá sea para llevarle la contra a Borges, que dijo que él publicaba para dejar de corregir.
Aún conservo mis primeros libros, jamás publicados, pero encuadernados con mucho cuidado:
Reunión, Tienes la piel como el agua, La ternura de las arañas, Cartas para una novia, Acércate al rincón de la tiniebla, Manual para pervertir niñas, Cajón de cuentos. Lo primero que se publica nunca es lo primero que se escribe. Menos mal. Pero lo primero que se escribe es tan importante como lo último, y hay que cuidarlo y mimarlo como a un bebé que está creciendo.