La pasada Nochebuena viajamos a Santander para ver a mis padres. Entre los dos suman ya 180 años, así que es probable que fuera la última visita. Los sentamos en sus dos sillas de ruedas, mientras Bea empujaba la silla de mi padre, yo empujaba la de mi madre. Salimos de la residencia y nos fuimos a merendar un chocolate con churros a la cafetería Valor, frente al
Yo no moriré en París. Al menos eso espero. Quisiera morir al sol, para restarle helor a la muerte. Y que me entierren en un tumba siempre ardiente, o incinerado y arrojado a las olas de un mar cegado por el sol, batiéndose contra la arena blanca de una playa ecuatorial. Le tengo más miedo al frío que a la muerte.
Después de un año sin saber de ella, llamé a Luisa con el cipote hinchado, pero su madre me dijo que había muerto unos meses antes. Colgué el teléfono con un calambre en los dedos. Imaginé un gusano carroñero entrando y saliendo por la cuenca de sus ojos y sus fosas nasales. A cuatro metros bajo tierra Luisa se descomponía, mientras yo tenía ganas de follar con ella. ¡Para que te acuerdes del Papa de Roma, toma! Así que corrí a ungirme la polla con un poco de ceniza mientras rezaba: “Memento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris".
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