La fuente de San Andrés, junto a la plaza de toros de Hervás, tiene cuatro caños de agua. La que sale del grifo sabe a pescado rancio desde hace un mes, así que allí nos encontramos, regreso al siglo XIX, los habitantes del pueblo.
La pasada Nochebuena viajamos a Santander para ver a mis padres. Entre los dos suman ya 180 años, así que es probable que fuera la última visita. Los sentamos en sus dos sillas de ruedas, mientras Bea empujaba la silla de mi padre, yo empujaba la de mi madre. Salimos de la residencia y nos fuimos a merendar un chocolate con churros a la cafetería Valor, frente al Puerto Chico. La gente del Paseo Pereda nos hacían hueco al pasar: Ave, Caesar, morituri te salutant. Y me costó, más que otras veces, verme en el espejo del tiempo que casi siempre fue mi padre. Tal vez porque apenas estaba vivo, porque lo que resta no es más que un trámite doloroso: la llamada por teléfono, la sorpresa esperada, el último viaje lleno de memorias, el cuerpo tibio ya embalsamado, el féretro, el cementerio, la viuda, el frío, la lluvia. En los entierros siempre hiela y llueve, aunque haga sol y no se asome ni una nube. Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo / me moriré en París –y no me corro- / Tal vez un jueves, como es hoy, de otoño, decía César Vallejo. Y parece como si yo ya tuviera el recuerdo de la muerte de mi padre, que aún vive.
Yo no moriré en París. Al menos eso espero. Quisiera morir al sol, para restarle helor a la muerte. Y que me entierren en un tumba siempre ardiente, o incinerado y arrojado a las olas de un mar cegado por el sol, batiéndose contra la arena blanca de una playa ecuatorial. Le tengo más miedo al frío que a la muerte.
Después de un año sin saber de ella, llamé a Luisa con el cipote hinchado, pero su madre me dijo que había muerto unos meses antes. Colgué el teléfono con un calambre en los dedos. Imaginé un gusano carroñero entrando y saliendo por la cuenca de sus ojos y sus fosas nasales. A cuatro metros bajo tierra Luisa se descomponía, mientras yo tenía ganas de follar con ella. ¡Para que te acuerdes del Papa de Roma, toma! Así que corrí a ungirme la polla con un poco de ceniza mientras rezaba: “Memento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris".
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