Desde Camboya, a punto de regresar a Bangkok, me dice Emilio que él no está mosqueado con Ismael, que lo que pasa es que su mujer es filipina (las dos, aquí la ambigüedad del “su” es oportuna), o sea, un enigma. Para entenderlo mejor, hay que pronunciar la palabra enigma con la boca esférica, como si tuviésemos tres polvorones dentro, haciendo retumbar la letra g en el paladar y las fosas nasales, igual que hacía Dalmacio (Miguel Ángel Solá) en Hoy: El diario de Adán y Eva de Mark Twain. La verdad es que, aprovechando que está allí, me gustaría pedirle a Emilio que buscara la traducción tailandesa de mi libro Abdel en las librerías infantiles de Bangkok, porque me dijeron que se publicó hace cinco o seis años, pero nunca he visto la edición impresa, ni el prólogo que le envié al traductor. Sí tengo la edición alemana. Y la de la ONCE, en braille: un mamotreto de papeles gruesos y con barbas, gofrados con pequeñas espinillas de pulpa de papel legibles con la punta de los dedos para los que conozcan su alfabeto, e impreso por ambos lados (lo cual dificulta la lectura sensorial, pero ahorra papel). De todos modos, si Emilio me consigue la edición tailandesa de Abdel, yo tendría que hacer un acto de fe, porque yo de siamés, o thai, res de res, así que puede enviarme un libro sobre el anarquismo holandés a finales del XIX, y daría el pego.
Como en muchos otros lugares del mundo, los artesanos de Bangkok se agrupan por calles. Cerca de la estación central de trenes, en Chinatown, hay una calle ocupada por fabricantes de ataúdes. Bea y yo estuvimos allí. No son ataúdes como los occidentales, de madera oscura, aristas recias y una cruz coronando la tapa, sino féretros casi antropomorfos de madera clara, más redondeados, con bajorrelieves florales y ornamentales por los costados y la cubierta. Los artesanos, que tienen locales pequeños y fabrican cajas grandes, sacan los féretros a la calle, y allí van tallando la madera a la vista de todos. Es un oficio noble, y los clientes pueden hacer encargos a medida, y sugerir distintas filigranas para su último refugio.
Guadalupe Urbina, la cantante costarricense, me contó cuando pasó una temporada en mi casa de Manuela Malasaña, que durmió con su abuela en una cama grande durante toda su infancia en Guanacaste. Guadalupe tenía pesadillas todas las noches, porque bajo la cama, a buen recaudo, su abuela guardaba el féretro con el que quería ser enterrada. Una vez a la semana lo arrastraba hasta el centro de la habitación, lo enceraba con esmero, y se reclinaba en el interior tapizado de seda color marfil, para asegurarse de que seguía siendo cómodo.
--¿No quieres probarlo, Lupita? Anda, ven, túmbate aquí dentro, verás qué mullidito está.
--No, gracias, abuela, que igual me hago pis y te lo ensucio.
No fue la abuela la que lo compró, nunca tuvo tanto dinero junto, sino su marido como regalo de boda, cuando se casó por primera vez a los diecinueve años. Era un buen ataúd, de pino de Idaho, no como esos de madera de chopo que se deshacen antes de llegar al fondo de la fosa. Quince años más tarde, el segundo marido tuvo que reconocer, a regañadientes, que aquel había sido un regalo de altura, con buen gusto y visión de futuro.
2 comentarios:
Se hara lo que se pueda. Aunque te advierto que el thailandes se escribe con otro alfabeto y mi velocidad de lectura es de una palabra por minuto.
En cuanto a la nacionalidad de mi mujer... Si ya me costaba entender a las mujeres espanolas, imaginate ahora.
Lo peor es que tambien tengo una hija que me va a salir asiatica. No se le hace raro desayunar arroz.
¡Ay, qué repelús me ha dado lo del feretro de la abuela! Pedazo de visión de futuro, ya te digo.
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