Me cuenta Lucía que mi sobrino Alberto, el diabético, se dio un golpe fuerte en la cabeza al caerse de su skateboard hace seis meses. Muy de vez en cuando, Alberto, como yo, sufre un episodio de hipoglucemia feroz, pierde la orientación y el equilibrio, y se cae al suelo redondo. Pero desde el golpe, las caídas por las escaleras, o en la parada del autobús se multiplicaron. Mi hermano Jaime y Rosa estaban asustados, y no dejaban de regañar a Alberto.
--Haz el favor de hacerte más controles de azúcar y de regularte la insulina como dios manda, que esto ya empieza a ser cansino, Alberto, hijo.
--Es que ya no podemos ni desconectar el móvil para ir al cine.
Ayer se volvió a caer cruzando la calle, perdió el sentido, y le tuvieron que llevar al hospital de Valdecilla en una ambulancia. Le hicieron pruebas. El azúcar lo tenía bien. No es por la diabetes, dijeron, es epilepsia. ¿No habrá recibido algún golpe fuerte en la cabeza? Jaime le pidió perdón por haberse enfadado con él, pero Alberto está harto de que le toque siempre bailar con la más fea.
Un violador en acto de servicio muere a causa del zarpazo de un oso en las cocheras del Circo Price, cerca de la Ronda de Atocha. Su esposa, que conoce las circunstancias de la muerte, autoriza que su cuerpo ingrese de inmediato en el programa de trasplantes de la Comunidad de Madrid. Su corazón va a parar a una novia desahuciada que está esperando un milagro para casarse. El hígado a un cirrótico con galactosemia hereditaria aficionado a los yogures. Las córneas a un sindicalista enfermo de cataratas desde la guerra de Iraq. La piel se injertó a un pirotécnico distraído que se abrasó en la playa de la Malvarrosa. El páncreas para mi sobrino Alberto, el diabético. Cráneo, pulmones, bazo, intestinos y huesos, a la Facultad de Medicina de Santiago de Compostela, para que hagan prácticas los alumnos de tercer curso. El pene, embalsamado, como recuerdo, para la madre del violador, que desde Guayaquil no sabe a qué dirección enviar la corona de flores.
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