Es probable que el uno de enero, como el día de la mayoría de edad, el amanecer, el comienzo de la primavera, o el momento cinematográfico en el que el sol se asoma al fin después de una buena tormenta, sea uno de los tópicos más usados. O uno de los ritos más repetidos. Como cumplir diez años, y treinta, y ochenta. Pero, ¿qué más da? Si la excusa sirve, como la religión, para hacer deporte, ponerse a escribir o asociarse a Amnistía Internacional, pues que venga el rito y nos dé un meneo. Y que nos quiten lo bailado.
Quizá tenga razón Philip Roth cuando se queja de que a partir de los cincuenta el macho se hace invisible en el aspecto sexual. No le ven. No nos ven. Aunque, la verdad, a mis cincuenta y dos no estoy muy seguro de querer ser visto, de tener que jugarme el cipote, o lo que queda de él, para marcar el territorio. Eso casi se lo dejo a Ringo, mi mastín meloso.
Pero no dice (o aún no lo dice, porque no he acabado con su Animal moribundo) que a partir de los cincuenta, la vida cuenta los años al revés, de atrás adelante. Casi seguro que lo dirá después, o lo dirá en otro libro, como La vejez, por más que ya no sea de él, sino de Simone de Beauvoir. Lo que no creo es que yo sea el primero en darse cuenta. Da lo mismo que ya se haya dicho, porque también la vida entera es un palimpsesto que se reescribe una y otra vez sobre las huellas de lo que otros vivieron. ¿Vamos a dejar de besar por eso? ¿Dejaremos de follar, y de llorar, y de morir? De ningún modo. Que cada cual aguante su vela, su vida y su verga.
Un topo sale y entra ochenta veces al día de su madriguera en la cuneta de la Autovía del Nordeste, a trece kilómetros de Sigüenza, hasta que muere. Sus hermanos topos lloran sin ojos durante horas eternas, y las hormigas le hacen un funeral como dios manda. Tres días más tarde ni el fantasma del propio topo sabe si ese topo de Sigüenza es, o no es, el mismo que aquel otro muerto en Fuenlabrada el mismo día, cerca de la M-50. En las vidas romas, las autopistas son laberintos de espejos, trucos de magia que desdibujan nuestra historia.
Bea y yo seguimos dándole vueltas a vender la casa y marcharnos a Canarias, a convertirnos en lagartos y morir al sol, a la sombra del volcán. Tal vez sea una huída, un modo de escapar del vacío, o de la culpa de la inactividad. El purgatorio de la no-escritura, la excusa para que nada sea visible más que la mudanza. Puede que sea eso, pero ¿qué si es eso? ¿Qué hay de talla moral en la permanencia? ¿Por qué es delito moverse para no moverse?
Si nos trasladamos a vivir a Canarias perderemos esta dacha junto al río, con paisajes interiores, garganta adentro; pero existe un horizonte de agua inalcanzable, subrayando el sol y el firmamento. Creo que no es necesario vivir en una casa obvia para tener amplitud de miras, pero las catedrales existen, y no las inventé yo.
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