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viernes, 7 de agosto de 2009

La máquina Underwood

En el verano de mis diecisiete años me compré una máquina de escribir de la marca Iberia en un mercadillo que Los traperos de Emaús habían organizado en Algorta. Era de carro ancho, para poder escribir tablas numéricas con el folio colocado en horizontal, en lugar de colocarlo del modo habitual, de pie, más alto que ancho. También se serviría para escribir en formatos DIN A-3, que entonces no existían, así que me iba a dar igual.

Me costó cien pesetas. Más que usada, estaba reventada y oxidada. Debió de escribir mil partes de guerra en cuarteles de montaña, dictar veinte sentencias de muerte, cincuenta desahucios, trece mil albaranes de almonedas, y veinte testamentos. Y todo ello antes de que llegaran las máquinas Hermes, porque el teclado ni siquiera era del tipo QWERTY, sino uno inventado por algún ingeniero portugués de asombrosa perspicacia, distinto del universal, ibérico al cien por cien. Un teclado HCESAR, instaurado en un decreto por Oliveira Salazar y luego vendido a Franco para fastidiar a los extranjeros. Como el ancho de vía de los trenes de la Renfe. Que se jodan en Europa: que cambien ellos el ancho de vía, que cambien ellos los teclados. Ni en España ni en Portugal se pone el sol, y si no que se lo pregunten a los emigrantes en los centros gallegos de todo el mundo, nuestros auténticos embajadores.

No pude usar la máquina Iberia, no me podía hacer con el teclado, y Los traperos de Emaús no me devolvieron las cien pesetas. Cago en Dios. Pero a cambio me vendieron otra, una Underwood de teclado QWERTY y carro estrecho por cincuenta pesetas. No pude decir que no.

Tampoco funcionaba: al igual que la Iberia, la Underwood estaba atascada y oxidada. Con un tarro de mayonesa vacía, bajé a la gasolinera y compré 250 cc de gasolina, la capacidad del tarro. La manguera me salpicó por todas partes, y estuve con pestazo a gasolina en los pantalones durante todo el verano. Luego, en casa, le quité el cepillo de dientes a Jaime, que no lo usaba nunca, y empecé a limpiar la Underwood en la pila de la cocina. Salud me echó de casa en cuanto se olió el asunto (o sea, casi en seguida, con esa peste), y tuve que trasladar mi taller de limpieza y reparación a las escalinatas de la iglesia de San Ignacio. Allí nadie me molestó. Estuve casi tres horas petroleando la máquina, y cuando terminé de limpiarla y levanté la vista, no solo tenía una máquina que funcionaba a la perfección, sino que además los parroquianos me habían dejado trece pesetas junto al tarro de mayonesa. Por unos momentos creí que Dios existía, pero se me pasó rápido.

Subí a casa. Después de secar la máquina, le eché aceite tres en uno por los extremos del rodillo, el tabulador, el timbre y los engranajes de las teclas. La palanca para espaciar y cambiar de línea parecía un garfio que había que atenazar con el índice y el pulgar de la izquierda. Cuando pulsaba la palanca de carro libre, un muelle lanzaba el rodillo hasta el extremo derecho y hacía sonar el timbre con un martillazo. La mesa sufría una sacudida, pero la Underwood se quedaba quieta sobre sus cuatro patas metálicas calzadas con zapatones redondos de goma negra.

Escribí con esa máquina hasta finalizar Filología, con algunos trabajos de entre cincuenta y cien folios que aún recuerdo: “Blas de Otero: la matemática del soneto”, “Don Quijote en Walt Whitman y León Felipe”, “La función de los intelectuales durante la Segunda República”, “Apuntes para una crestomatía del árabe literal”, “La poética del espacio en los narradores de la postguerra”, “Los orígenes de los deícticos en el castellano”. Batallas de la época. A fin de cuentas yo me negué a hacer la mili, así que no puedo hablar de otros cuarteles: mientras otros pelaban patatas y jugaban a pegar tiros en Ceuta, yo destripaba endecasílabos y hexámetros dactílicos. Cada cual tiene su batalla y su memoria, y sé que la mía no es más heroica que la de los demás.

Me llevé la Underwood de Bilbao al Chaminade, pero antes escribí con ella todos los poemas de “7x7 antología”, que se publicó en CLA (Comunicación Literaria de Autores), junto a Eduardo Rodrigálvarez, Ramón J. Blázquez, José Luis Morales, Toty de Naverán, Karmele Larrabe y Rafael Martínezl. Dos años después la trasladé a la calle Teruel, en Alvarado, cerca de Cuatro caminos. Franco agonizaba en la dictablanda mientras la platajunta salía a manifestarse cada tarde en la Gran Vía. Mira que nos dieron hostias los grises. De allí a Hospitalet. Después, Aluche, Villaverde, República Dominicana, Malasaña y la movida madrileña.

Ya no la tengo. La perdí en un divorcio, cuando vuelan los periódicos, los libros, los platos, los zapatos, los preservativos, los negativos de las fotos sacadas en vacaciones y las máquinas de escribir.

¿A que no sabes lo que he hecho con tus cosas? El camión de la basura pasa a las nueve y cuarto, tú sabrás si te da tiempo a recogerlas.

No me dio tiempo.

No sé, a lo mejor debería buscarla otra vez en algún almacén de Los traperos de Emaús. Es casi seguro que esté allí. La cabra tira al monte. La reconocería al tacto. Solo tendría que cerrar los ojos y empezar a golpear esas teclas redondas, enmarcadas en un anillo de metal plateado, para saber que esa es mi máquina Underwood, la de toda la vida, la que me enseñó a escribir. Joder, claro que la reconocería. Y ella a mí también: tiene mis huellas dactilares grabadas en cada una de sus teclas. Estoy seguro que empezaría a tocar la campanilla desde lejos, como el perro que mueve el rabo y llama al amo. Estoy aquí, tengo diez novelas atascadas en el rodillo, por favor, libérame, tira el traidor Vaio por la ventana y quédate conmigo. Solo necesito una cinta bicolor, negra por arriba y roja por abajo. Ni te imaginas lo que soy capaz de escribir.

Si alguien la tiene, por favor, que me la devuelva. Seguro que levanta sospechas, porque escribe unos endecasílabos que te cagas.

miércoles, 2 de enero de 2008

La bolsa marsupial

El primer día de escritura, de gimnasia, de ayuno, de follar o de cultivar arroz es más fácil. Es como un estreno, y llegamos a la tarea con ardor guerrero. El segundo día es mucho más jodido, porque aún no existe la rutina, ni la sorpresa, y todo son desventajas. Hay agujetas, hambre, desgaste y falta de costumbre. Es una mierda. Lo mejor sería hacer una elipsis en el tiempo, y regresar treinta días después, con el sayo desgastado, la tarea en marcha y las ampollas curadas. Claro que eso también estaría bien para los divorcios, los viajes en avión, las amputaciones de piernas, la poda de las acacias y la muerte de los padres. Anestesia para todos. No hay dolor. Receta médica: 300 canales de televisión por cable.
Dentro de una hora nos vamos a Navacerrada. Me llevaré a Cormac McCarthy en el asiento de atrás del coche, para seguir leyendo La carretera mientras Bea cuenta cuentos. Espero que la novela no contamine la realidad, porque si no me veo empujando un carrito del supermercado de un extremo a otro de la provincia de Ávila. O de lo que de ella quede.

La bolsa marsupial de Alejandra es un carrito de Carrefour. El carro de Elías, la bolsa de los deseos, el placer a la medida. Pero no podrá escapar sin pasar por delante de la cajera, que revela la mentira inducida: aquello solo era una simple caja de Pandora.

Mañana más.

martes, 1 de enero de 2008

El topo duplicado

Es probable que el uno de enero, como el día de la mayoría de edad, el amanecer, el comienzo de la primavera, o el momento cinematográfico en el que el sol se asoma al fin después de una buena tormenta, sea uno de los tópicos más usados. O uno de los ritos más repetidos. Como cumplir diez años, y treinta, y ochenta. Pero, ¿qué más da? Si la excusa sirve, como la religión, para hacer deporte, ponerse a escribir o asociarse a Amnistía Internacional, pues que venga el rito y nos dé un meneo. Y que nos quiten lo bailado.
Quizá tenga razón Philip Roth cuando se queja de que a partir de los cincuenta el macho se hace invisible en el aspecto sexual. No le ven. No nos ven. Aunque, la verdad, a mis cincuenta y dos no estoy muy seguro de querer ser visto, de tener que jugarme el cipote, o lo que queda de él, para marcar el territorio. Eso casi se lo dejo a Ringo, mi mastín meloso.
Pero no dice (o aún no lo dice, porque no he acabado con su Animal moribundo) que a partir de los cincuenta, la vida cuenta los años al revés, de atrás adelante. Casi seguro que lo dirá después, o lo dirá en otro libro, como La vejez, por más que ya no sea de él, sino de Simone de Beauvoir. Lo que no creo es que yo sea el primero en darse cuenta. Da lo mismo que ya se haya dicho, porque también la vida entera es un palimpsesto que se reescribe una y otra vez sobre las huellas de lo que otros vivieron. ¿Vamos a dejar de besar por eso? ¿Dejaremos de follar, y de llorar, y de morir? De ningún modo. Que cada cual aguante su vela, su vida y su verga.

Un topo sale y entra ochenta veces al día de su madriguera en la cuneta de la Autovía del Nordeste, a trece kilómetros de Sigüenza, hasta que muere. Sus hermanos topos lloran sin ojos durante horas eternas, y las hormigas le hacen un funeral como dios manda. Tres días más tarde ni el fantasma del propio topo sabe si ese topo de Sigüenza es, o no es, el mismo que aquel otro muerto en Fuenlabrada el mismo día, cerca de la M-50. En las vidas romas, las autopistas son laberintos de espejos, trucos de magia que desdibujan nuestra historia.

Bea y yo seguimos dándole vueltas a vender la casa y marcharnos a Canarias, a convertirnos en lagartos y morir al sol, a la sombra del volcán. Tal vez sea una huída, un modo de escapar del vacío, o de la culpa de la inactividad. El purgatorio de la no-escritura, la excusa para que nada sea visible más que la mudanza. Puede que sea eso, pero ¿qué si es eso? ¿Qué hay de talla moral en la permanencia? ¿Por qué es delito moverse para no moverse?
Si nos trasladamos a vivir a Canarias perderemos esta dacha junto al río, con paisajes interiores, garganta adentro; pero existe un horizonte de agua inalcanzable, subrayando el sol y el firmamento. Creo que no es necesario vivir en una casa obvia para tener amplitud de miras, pero las catedrales existen, y no las inventé yo.