
Me costó cien pesetas. Más que usada, estaba reventada y oxidada. Debió de escribir mil partes de guerra en cuarteles de montaña, dictar veinte sentencias de muerte, cincuenta desahucios, trece mil albaranes de almonedas, y veinte testamentos. Y todo ello antes de que llegaran las máquinas Hermes, porque el teclado ni siquiera era del tipo QWERTY, sino uno inventado por algún ingeniero portugués de asombrosa perspicacia, distinto del universal, ibérico al cien por cien. Un teclado HCESAR, instaurado en un decreto por Oliveira Salazar y luego vendido a Franco para fastidiar a los extranjeros. Como el ancho de vía de los trenes de la Renfe. Que se jodan en Europa: que cambien ellos el ancho de vía, que cambien ellos los teclados. Ni en España ni en Portugal se pone el sol, y si no que se lo pregunten a los emigrantes en los centros gallegos de todo el mundo, nuestros auténticos embajadores.
No pude usar la máquina Iberia, no me podía hacer con el teclado, y Los traperos de Emaús no me devolvieron las cien pesetas. Cago en Dios. Pero a cambio me vendieron otra, una Underwood de teclado QWERTY y carro estrecho por cincuenta pesetas. No pude decir que no.
Tampoco funcionaba: al igual que la Iberia, la Underwood estaba atascada y oxidada. Con un tarro de mayonesa vacía, bajé a la gasolinera y compré 250 cc de gasolina, la capacidad del tarro. La manguera me salpicó por todas partes, y estuve con pestazo a gasolina en los pantalones durante todo el verano. Luego, en casa, le quité el cepillo de dientes a Jaime, que no lo usaba nunca, y empecé a limpiar la Underwood en la pila de la cocina. Salud me echó de casa en cuanto se olió el asunto (o sea, casi en seguida, con esa peste), y tuve que trasladar mi taller de limpieza y reparación a las escalinatas de la iglesia de San Ignacio. Allí nadie me molestó. Estuve casi tres horas petroleando la máquina, y cuando terminé de limpiarla y levanté la vista, no solo tenía una máquina que funcionaba a la perfección, sino que además los parroquianos me habían dejado trece pesetas junto al tarro de mayonesa. Por unos momentos creí que Dios existía, pero se me pasó rápido.
Subí a casa. Después de secar la máquina, le eché aceite tres en uno por los extremos del rodillo,

Escribí con esa máquina hasta finalizar Filología, con algunos trabajos de entre cincuenta y cien folios que aún recuerdo: “Blas de Otero: la matemática del soneto”, “Don Quijote en Walt Whitman y León Felipe”, “La función de los intelectuales durante la Segunda República”, “Apuntes para una crestomatía del árabe literal”, “La poética del espacio en los narradores de la postguerra”, “Los orígenes de los deícticos en el castellano”. Batallas de la época. A fin de cuentas yo me negué a hacer la mili, así que no puedo hablar de otros cuarteles: mientras otros pelaban patatas y jugaban a pegar tiros en Ceuta, yo destripaba endecasílabos y hexámetros dactílicos. Cada cual tiene su batalla y su memoria, y sé que la mía no es más heroica que la de los demás.
Me llevé la Underwood de Bilbao al Chaminade, pero antes escribí con ella todos los poemas de “7x7 antología”, que se publicó en CLA (Comunicación Literaria de Autores), junto a Eduardo Rodrigálvarez, Ramón J. Blázquez, José Luis Morales, Toty de Naverán, Karmele Larrabe y Rafael Martínezl. Dos años después la trasladé a la calle Teruel, en Alvarado, cerca de Cuatro caminos. Franco agonizaba en la dictablanda mientras la platajunta salía a manifestarse cada tarde en la Gran Vía. Mira que nos dieron hostias los grises. De allí a Hospitalet. Después, Aluche, Villaverde, República Dominicana, Malasaña y la movida madrileña.
Ya no la tengo. La perdí en un divorcio, cuando vuelan los periódicos, los libros, los platos, los zapatos, los preservativos, los negativos de las fotos sacadas en vacaciones y las máquinas de escribir.
¿A que no sabes lo que he hecho con tus cosas? El camión de la basura pasa a las nueve y cuarto, tú sabrás si te da tiempo a recogerlas.
No me dio tiempo.
No sé, a lo mejor debería buscarla otra vez en algún almacén de Los traperos de Emaús. Es casi seguro que esté allí. La cabra tira al monte. La reconocería al tacto. Solo tendría que cerrar los ojos y empezar a golpear esas teclas redondas, enmarcadas en un anillo de metal plateado, para saber que esa es mi máquina Underwood, la de toda la vida, la que me enseñó a escribir. Joder, claro que la reconocería. Y ella a mí también: tiene mis huellas dactilares grabadas en cada una de sus teclas. Estoy seguro que empezaría a tocar la campanilla desde lejos, como el perro que mueve el rabo y llama al amo. Estoy aquí, tengo diez novelas atascadas en el rodillo, por favor, libérame, tira el traidor Vaio por la ventana y quédate conmigo. Solo necesito una cinta bicolor, negra por arriba y roja por abajo. Ni te imaginas lo que soy capaz de escribir.
Si alguien la tiene, por favor, que me la devuelva. Seguro que levanta sospechas, porque escribe unos endecasílabos que te cagas.