Acabo de terminar de leer La carretera, de Cormac McCarthy, premio Pulitzer 2007, la novela siguiente a No es un país para viejos (ver la película de Javier Bardem y los hermanos Coen). La carretera es una desolación permanente, un apocalipsis al mediodía, el ángel exterminador, la respuesta de Hiroshima 60 años más tarde, el éxtasis de la muerte. A veces me recordaba a La lluvia amarilla de Julio Llamazares, pero a nivel continental. Una enormidad. Una belleza inhumana. Todavía la boca me sabe a ceniza, y tengo que mirar hacia atrás por si aparecen los caníbales. “Soñó que despertaba en un bosque florido con pájaros volando frente a él y el niño, y el cielo era de un azul dolorido, pero él ya estaba aprendiendo a despertarse de esos mundos de sirena. Tumbado en la oscuridad con un leve y extraño sabor a melocotón de un huerto fantasma en la boca. Pensó que si vivía lo suficiente, el mundo se perdería por fin del todo. Como el agonizante mundo que habitaban los ciegos nuevos, todo él disolviéndose lentamente en la memoria.” Páginas 19-20.
Al final de la novela, después de doscientas páginas de frío, aguas negras, hambre, cenizas, desolación y tierras baldías, afirma: “Una vez hubo truchas en los arroyos de la montaña. Podías verlas en la corriente ambarina allí donde los bordes blancos de sus aletas se agitaban suavemente en el agua. Olían a musgo en las manos. Se retorcían, bruñidas y musculosas. En sus lomos había dibujos vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos. De una cosa que no tenía vuelta atrás. Ni posibilidad de arreglo. En las profundas cañadas donde vivían todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio”. Lo dicho: una escritura impecable.
Hablando de libros y autores, Mila me dice que si estoy tonto o qué, porque anda que no me habrá hablado veces Joseli, José Luis Suárez, el hermano de la actriz Emma Suárez, del colegio concertado donde daba clases en Madrid, dirigido por Víctor Chamorro, y donde daba clase también Teresa, la mujer de Víctor. Será verdad. Al final cerraron el centro, o lo traspasaron, no lo sé, y Víctor y Teresa regresaron a Extremadura con el dinero del Premio Gijón de Novela en el bolsillo, y abrieron una casa rural para asegurarse la jubilación. Porque esa es otra: los escritores no tenemos jubilación, porque no estamos contratados por ninguna empresa que pague la Seguridad Social. Ni siquiera a ratitos, como a los actores. Las editoriales nos pagan el 10 por ciento (en el mejor de los casos), y eso si se vende el libro. Dos años trabajando en un libro, por término medio, y siempre y cuando no te ataque la gripe del bloqueo literario, para al final, si te lo compra una editorial, se publican mil o dos mil ejemplares (esa es la tirada media, no la del Premio Planeta, que es un libro entre los 75.000 que se publican cada año en España), y si se venden mil ejemplares, quedará para el autor mil o mil quinientos euros limpios, a los que tendrá que descontar el 18 por ciento de IRPF, y 220 euros al mes de Seguridad Social, que al final se la tiene que pagar el autor de su bolsillo si quiere ir al médico, o si quiere curarle un catarro a su hijo. A mí, la verdad, no me salen las cuentas. Ni a casi nadie. Y ya vale con lo del Premio Planeta, porque ese premio pactado de antemano, solo se lo dan al que ya no lo necesita, porque hace tiempo que vende libros como churros. Llueve sobre mojado.
¿Y qué hacemos entonces los escritores? Pues la mayoría de nosotros, otras cosas, además de escribir. Algunos pocos, muy pocos, poquísimos, pueden vivir de los derechos de autor, pero para eso tienen que vender no mil, sino más de diez mil libros al año. Todos los años. Y eso es muy raro. La mayoría tiene otro oficio que le deja insatisfecho: dar clases, colaborar en varios periódicos (uno solo no es bastante), vender alpargatas, redactar informes, conducir taxis, servir cubatas, repartir cartas, y un sinfín de oficios más. Cualquier trabajo que permita tener un par de horas libres al día para seguir escribiendo, es válido, al menos hasta que llegue el glorioso día en que gracias a la virtud de la prosa y la fidelidad de los lectores, el autor pueda ganar lo suficiente como para vivir del cuento, o de la novela, o del poema.
Y para colmo, algunos desalmados disfrutan tanto de la lectura, les provoca tanto placer, que aplican la propiedad transitiva, y nos exigen que escribamos sin cobrar, por amor al arte. Será por amor al hambre. Eso es como pedirle a las putas que tampoco cobren, porque sus clientes disfrutan mucho. Tócate los huevos. Mañana me compro un loro para que recite en tu ventana algunas jaculatorias chorras de Paulo Coello, y que te multe la SGAE por no pagar derechos.
1 comentario:
Menudo desahogo... y que razón tienes.
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