En Caracas, a mediados de los años sesenta del siglo pasado, vivía un millón de personas dentro de la ciudad, y novecientos mil desheredados en los ranchitos de las afueras, a partir de Petare, y por debajo de la cota mil, en las faldas del Ávila. Los adecos, con Raúl Leoni al frente, habían vuelto a ganar la presidencia frente a los copeyanos. Por las noches, desde las colinas de Bello Monte, yo veía cómo se encendían las ventanitas del hotel Humboldt que coronaba la cumbre, y soñaba con subir en teleférico hasta su azotea, para tener el valle de Caracas a mis pies. En el patio del colegio jugábamos a las adivinanzas:
--¿A que no te sabes el nombre de dos animales que tengan las cinco vocales dentro de su nombre?
--Yo me sé uno: murciélago.
--Vale, ¿y el otro?
--No lo sé.
--Pues yo sí: Raúl Leoni.
El que perdía le tenía que dar al otro un cachito, una corteza de no sé qué planta en forma de ameba, entre garra, media luna y lágrima, que nosotros pulíamos durante horas, y después abrillantábamos y oscurecíamos con aceite, para hacernos colgantes y llaveros.
Hacía tanto calor, que nuestra casa tenía un salón con solo tres paredes; la cuarta estaba abierta al jardín, al cerro del Ávila, y a la cumbre de los edificios que sobresalían más allá de Chacaíto. Uno, en especial, refrescaba cada noche nuestra imaginación, y no porque el edificio tuviera nada de especial, sino porque sobre aquel rascacielos había un anuncio luminoso que parpadeaba sin cesar un anuncio de helados: “Fiesta empieza con Efe”. Un helado, por favor, un polo, un raspado, lo que sea. A media tarde pasaba por la puerta de la quinta Loló, en la avenida Casiquiare, el carrito de helados y raspados cuya música aún recuerdo. Por un mediecito podías tomarte un cucurucho de hielo regado con sirope de frutas. Mis raspados preferidos eran los de tamarindo, grosella, y fresa con leche. De mango no, porque teníamos cuatro árboles de mangos en casa, y regalábamos sacos a todo el que pasara por la calle.
Fue en Caracas donde descubrí la televisión. Mientras en España, en 1964, solo emitía TVE, algunas breves horas de la tarde (la segunda, el UHF, aún ni siquiera existía), en casa de mis vecinos podían ver el canal 5 (Televisora Nacional), el canal 4 (Venevisión), el Canal 8 (Cadena Venezolana de Televisión), Radio Caracas Televisión, y el Canal 11. Suena extraño visto desde el 2008, pero Venezuela en 1965 era un país mucho más avanzado que España, que se ufanaba de ser un país en vías de desarrollo. Diez años antes de morir Franco, mis hermanos y yo viajamos en el tiempo a bordo de un DC-8, y durante tres años convivimos con los partidos políticos, la libertad religiosa, el divorcio legal, la libertad de información, la pluralidad televisiva y las playas del Caribe.
Y desde entonces me falta un diente. El paleto derecho. Me lo rompí mordiendo el suelo debajo de la cama de los padres de María Milagros, Milena y el Catire, donde me había escondido. La culpa fue de Batman, que salía por televisión cada tarde, a las cuatro o las cinco, en una serie norteamericana doblada en México. Luces linda, muñeca, ¿cómo es que tú te llamas? Oh, vamos, Nick, no molestes a la señorita. Yo no me la podía perder, hubiera matado por verla, así que cada tarde saltaba la tapia del jardín que separaba nuestras casas, me colaba por la puerta de la cocina en casa de los vecinos, subía de puntillas las escaleras hasta el cuarto de sus padres, encendía el televisor que tenían frente a la cama, y me sentaba a disfrutar de un nuevo capítulo del hombre murciélago. Estaba enganchado a esa serie, en parte porque seguíamos sin tener televisión en casa, y en parte porque todos los niños del colegio jugaban cada día a lo mismo: las nuevas aventuras de Robín y Batman. Y si yo no sabía de qué iba, me tocaría ser el malvado el caballero del crimen, Oswald el Pingüino, una vez más. Cuando el Catire y María Milagros escucharon desde el piso de abajo la música de la cabecera del programa de Batman, subieron a zancadas por las escaleras. Ellos también querían verlo. Pero yo no podía decir que estaba allí, nadie me había invitado, me había colado en la casa a hurtadillas, así que me metí debajo de la cama, y seguí mirando desde allí, con la boca abierta, las acrobacias de Batman con el batimóvil. Nada más cruzar la puerta de la habitación, el Catire se lanzó sobre la cama, justo a la altura de mi cabeza, el colchón se hundió hacia abajo, empujó mi cabeza contra el suelo, y el diente frontal de Enrique se partió por la mitad contra la baldosa del suelo.
La doctora María Elena Machaco, que pasaba consulta en las Torres del Silencio, me hizo una pulpectomía, me extirpó el nervio que había quedado al descubierto, y me tapó el agujero con cemento blanco. Solo quince años después mi hermano Gonzalo me reconstruyó el diente con una funda de porcelana. Cuando en 1977 fui con Deme a ver Marathon Man en el cine Capitol, tuve que salirme de la sala en el momento en el que el doctor Szell le hace una endodoncia en vivo a Dustin Hoffman con una taladradora dental. Eso ya lo había vivido antes.
2 comentarios:
está buenísmo tu blog ! dicen las malas lenguas que te volviste campirano, y que vives entre alcornoques, águilas, trufas y ciervos...es verdad ?
Un abrazo gigante...
Diego Parra.-
YO VIVI EN EL MUÑINGAL..... AUN RECUERDO EN LOS 60 LAS FIESTAS DE CARNAVAL, CUANDO ESPERABAMOS CON ANCIAS A 2 QUE APARECIAN DISFRAZADOS DE MUJER...... ERA MUY PEQUEÑA PERO RECUERDO LOS APELLIDOS DE LAS FAMILIAS........ LOS PAEZ, LOS FUENTES, LOS BELUTINI, LOS MORAO, LOS CHIRINOS,LOS MARRERO, LA PLATANERA DIOS....! LA ESCUELITA DE CECILIA LOZANO, LA SEÑORITA MARCELINA, CARMEN DOLORES, LA SAVOY, CACHARRIN Y SU TIPOGRAFIA, LA PIAR, LA ELIAS TORO, LOS HELADOS CRUZ BLANCA.....LA FARMACIA SAN ROQUE DEL SR. GARCIA, LA ZAPATERIA DE OTAMENDY, LA RAVEL, LA IGLESIA Y SU PLAZA... LOS PROCERES, EL HOSPITAL DE COCHE, LA LONGARAY Y LOS JARDINES..... ETC.
Y A MI SI ME DA NOSTALGIA... ESCRIBE MAS SI NO ES MUCHO PEDIR.... GRACIAS! ZURY.
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