--¿A que no te sabes el nombre de dos animales que tengan las cinco vocales dentro de su nombre?
--Yo me sé uno: murciélago.
--Vale, ¿y el otro?
--No lo sé.
--Pues yo sí: Raúl Leoni.

Hacía tanto calor, que nuestra casa tenía un salón con solo tres paredes; la cuarta estaba abierta al jardín, al cerro del Ávila, y a la cumbre de los edificios que sobresalían más allá de Chacaíto. Uno, en especial, refrescaba cada noche nuestra imaginación, y no porque el edificio tuviera nada de especial, sino porque sobre aquel rascacielos había un anuncio luminoso que parpadeaba sin cesar un anuncio de helados: “Fiesta empieza con Efe”. Un helado, por favor, un polo, un raspado, lo que sea. A media tarde pasaba por la puerta de la quinta Loló, en la avenida Casiquiare, el carrito de helados y raspados cuya música aún recuerdo. Por un mediecito podías tomarte un cucurucho de hielo regado con sirope de frutas. Mis raspados preferidos eran los de tamarindo, grosella, y fresa con leche. De mango no, porque teníamos cuatro árboles de mangos en casa, y regalábamos sacos a todo el que pasara por la calle.
Fue en Caracas donde descubrí la televisión. Mientras en España, en 1964, solo emitía TVE, algunas breves horas de la tarde (la segunda, el UHF, aún ni siquiera existía), en casa de mis vecinos podían ver el canal 5 (Televisora Nacional), el canal 4 (Venevisión), el Canal 8 (Cadena Venezolana de Televisión), Radio Caracas Televisión, y el Canal 11. Suena extraño visto desde el 2008, pero Venezuela en 1965 era un país mucho más avanzado que España, que se ufanaba de ser un país en vías de desarrollo. Diez años antes de morir Franco, mis hermanos y yo viajamos en el tiempo a bordo de un DC-8, y durante tres años convivimos con los partidos políticos, la libertad religiosa, el divorcio legal, la libertad de información, la pluralidad televisiva y las playas del Caribe.
Y desde entonces me falta un diente. El paleto derecho. Me lo rompí mordiendo el suelo debajo de la cama de los padres de María Milagros, Milena y el Catire, donde me había escondido. La culpa fue de Batman, que salía por televisión cada tarde, a las cuatro o las cinco, en una serie norteamericana doblada en México. Luces linda, muñeca, ¿cómo es que tú te llamas? Oh, vamos, Nick, no molestes a la señorita. Yo no me la podía perder, hubiera matado por verla, así que cada tarde saltaba la tapia del jardín que separaba nuestras casas, me colaba por la puerta de la cocina en casa de los vecinos, subía de puntillas las escaleras hasta el cuarto

La doctora María Elena Machaco, que pasaba consulta en las Torres del Silencio, me hizo una pulpectomía, me extirpó el nervio que había quedado al descubierto, y me tapó el agujero con cemento blanco. Solo quince años después mi hermano Gonzalo me reconstruyó el diente con una funda de porcelana. Cuando en 1977 fui con Deme a ver Marathon Man en el cine Capitol, tuve que salirme de la sala en el momento en el que el doctor Szell le hace una endodoncia en vivo a Dustin Hoffman con una taladradora dental. Eso ya lo había vivido antes.