Ringo y Pepa se pasan casi toda la noche ladrando alrededor de la dacha. Bea escucha sin poder dormir. ¿A quién le ladran? ¿Estará intentando entrar alguien?, me pregunta cuando yo ya estoy roncando. No pasa nada, le digo, están persiguiendo a los topos y a los conejos del monte. Poco a poco se tranquiliza, y cuando estamos a punto de dormirnos, los mastines dejan de alborotar. Ya no ladran, ¿les habrá pasado algo?, me pregunta sacudiéndome el hombro. Sí,
claro que les ha pasado algo: que se han dormido; y nosotros deberíamos hacer lo mismo, le contesto. Voy a ver, dice levantándose de la cama. A tientas la escucho moverse a oscuras hacia la ventana. Descorre la cortina, abre, se asoma a la noche y los llama en voz baja, para que los posibles intrusos no la oigan: ¡Ringo, Pepa! Casi al momento los perros responden con ladridos secos, obedientes, y se sientan bajo la ventana. Están bien, no les pasa nada, me dice regresando a la cama. Estupendo, le digo, ¿ya podemos dormir? Bea me mira frunciendo el ceño: Bueno, vale, pero no sé cómo puedes estar tan tranquilo, con la cantidad de bandas organizadas que hay asaltando casas por la noche, los muertos en Kenia, las mujeres violadas en Kosovo, los niños abandonados en Brasil, las lapidaciones en Somalia y los torturados en las comisarías. Es verdad, le digo. Al rato la escucho respirar profundamente dormida, y yo con los ojos como platos.
