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miércoles, 30 de enero de 2008

Joyce: Un pez polar

Los grandes creadores no tienen por qué haber sido necesariamente buenas personas. En su libro de memorias A la caza del viento, (regalo de Ángel Zapata, gracias Ángel) Claire Goll despelleja sin piedad a Tzara, Rilke, Malraux, Picasso, Chagal, Dalí, Einstein, Jung y Henry Miller, entre otros. Ya en la primera página dice: “Entre los grandes, no había ninguno tan agarrotado como James Joyce. ¿Un pez polar? ¿Un bogavante con caparazón de ostra? Respeto demasiado a los animales, aunque sean medusas o moluscos, para compararlos con esa momia disecada, esa cáscara sin savia ni calor, ese fruto seco de Joyce. Desde el punto de vista humano, el fracaso más fúnebre de la creación, por más que se cuente entre los grandes logros de la literatura.”
Hace años, en una macroencuesta realizada en todo el mundo, los críticos y profesores de literatura de decenas de universidades eligieron el Ulises de Joyce como mejor libro de la historia de la literatura universal. Yo lo tengo desde los 18 años, y aún no he podido leerlo. Al principio pensé que la culpa era del traductor de la editorial Rueda. Luego de la edición de Siglo XXI. Luego la de Lumen (José María Valverde). Al final me rendí: yo no había nacido para leer el Ulises. Pude con el Retrato del artista adolescente, y varias veces con Los muertos (una gloria de cuento). Incluso, por separado, he podido leer el monólogo final de Molly Bloom. Pero esa hazaña de leer en 24 horas las 24 horas del 16 de junio de 1904 de Leopold Bloom naufragando por las tabernas de Dublín, no. Algunos cerebros privilegiados (muchos, todos los que votaron por él) han tenido la fortuna de haber disfrutado con el Ulises. Yo no. A mí se me atragantó a los 18 años, y 34 años después le regalo una edición al primero que se pase por casa.
Será un problema de levedad. O de pereza. A veces paso junto al ejemplar intonso de La tierra baldía de T.S. Eliot, o del Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein, y doy un pequeño rodeo para que no me muerdan. Aún no sé qué dicen, pero me dan miedo. Creo que después tendré pesadillas, o haré mal la digestión, así que me tomo un antiácido de Nicolás Parra, y se me pasa:
Asómate a la vergüenza,
cara de poca ventana,
y dame un vaso de sed,
que me estoy muriendo de agua.
Estoy casi seguro de que a esos pobres libros (hay más, pero no quiero aburrir) les pasa lo de aquel anuncio de Schweppes, ese que decía que si no te gustaba, era porque lo habías probado poco. Pues puede que sí, pero ya es que me da un poco de flojera. Es como volver a leer a Berceo y a Juan de Mena, esos dos tíos abuelos que murieron cuando estudiábamos bachillerato.