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miércoles, 9 de enero de 2008

La muerte y la doncella

Aunque cada día veas el sol enterrarse en el horizonte, dejando un breve rastro de sangre entre las nubes, no te acostumbrarás nunca a la idea de que todo tiene su final. Y mira que hay profecías que anuncian el sueño eterno a cada paso: los inviernos amortajados después de la agonía del otoño, la bombilla que se funde, el amigo que se suicida, el fresno que se viene abajo vencido por el viento, el libro que terminas de leer sin haberlo llegado a disfrutar del todo. Pero tú no los ves, y no te atreverás nunca a descifrar el oráculo. Ni muerto.

Celia y César, los amigos de Javier, tenían una compañía de teatro en la calle Limonero, cerca de Valdeacederas. Luego fundaron una productora de vídeos. Antes de llegar al divorcio, su hija Laura ya estaba harta de las discusiones en casa, así que les convenció para que le dejaran pasar un año académico en Zhongliu, un pueblo del interior de China. Quería aprender a fabricar cestas de mimbre, y también algo de I Ching y de confucionismo. Era importante. Mil trescientos millones de chinos tejiendo cestas desde la dinastía Ming no pueden equivocarse. La paciencia milenaria y el trabajo manual enmascaraban una sabiduría ancestral. La hija quería compartir techo y mesa con los camaradas chinos, y reeducar su limitada visión de la vida. Celia y César dijeron que sí. Es lo que tienen los padres hippies: después de fumarse un canuto, ya nada les extraña. Además, así podrían resolver sus diferencias en la intimidad de la pareja, sin una hija garrapata boicoteando su felicidad. Cuando Laura regresó de China, Celia vivía en Aluche, y César en Coslada, así que Laura se fue a vivir con Javier. Pero a cada uno le regaló un bote de ginseng y un pedrusco de Manchuria. Lo esencial es el tao.