viernes, 29 de febrero de 2008
Tiempo muerto
El foco de luz infectada buscó la pupila de su ojo y se hundió en él perforando el globo ocular a fondo, lentamente, hasta alcanzar la masa cerebral. Una vez allí libró la carga letal de sus entrañas y paralizó toda actividad mental durante horas. Trató de arrancarse el intangible dardo en vano, pero una invisible zarpa de acero le sujetaba el cráneo y le obligaba a mantener los párpados abiertos, sangrando irrecuperables lágrimas en forma de minutos. Un charco de tiempo enfangado se formó a sus pies hasta dibujar el perfil de un encarcelado voluntario. Cuando la jeringuilla de luz le hubo arrebatado todo el tiempo aprovechable que aún pudiera guardar en su cerebro, logró arrancarse la aguja del ojo y desviar la mirada. A trompicones consiguió levantarse del sofá y huyó por el pasillo rumbo al dormitorio. En un último rastro de lucidez, antes de quedarse dormido, se prometió a sí mismo, una vez más, no volver a encender el televisor sin motivos concluyentes.
jueves, 28 de febrero de 2008
Historia de amor
Aquella ballena antártica se enamoró del hidroavión que llevaba y traía cartas y alimentos a los científicos de base Esperanza. El hidroavión no dijo nada, pero a su manera también la amaba. Andrew Schultz, el piloto, dijo que no lo sabía, pero tras el accidente, ya en el hospital, horas después de que un helicóptero lo rescatara de entre los pingüinos, jura que vio a los amantes danzar felices junto al iceberg.
miércoles, 27 de febrero de 2008
Disciplina
No sabes quién ha sido el cerdo que se ha tirado el eructo mientras escribías en la pizarra, pero esos mocosos de mierda no se van a reír de ti, así que ordenas que se pongan en fila por orden de lista, hombro con hombro, que levanten la cabeza, que miren al frente, y que crucen las manos a la espalda. Preguntas, pero no responden. No quieren dar la cara. Ahora están callados, y sabes que te temen. Alguno de estos cobardes está a punto de llorar, pero no acabará el curso sin que hayas hecho de ellos unos hombres de provecho. Antes de empezar te frotas las manos para calentarlas. Notas que una pequeña erección te crece bajo el hábito. Es la santa ira, te dices. Te acercas a un extremo de la fila y empiezas a repartir bofetadas desde Aznar hasta Zaplana.
martes, 26 de febrero de 2008
Apostillas al lector sensible
Basilio anda preocupado, y le dice a Peancha que le ayude, a ver cómo es posible eso que ha leído en el blog de Enrique, porque a él no le salen las cuentas. A la Nena tampoco le convence. Eso es lo malo de estudiar física, informática, u otras materias poco dúctiles de ortodoxia científica. Dicen que hay tres lectores haciendo el trenecito con los libros, pero parece que se suicida primero el que se tenía que suicidar último. ¿Acaso es una causa-efecto invertida? Peancha se calza las gafas de cerca y lo lee despacio, para descubrir en qué línea del código fuente ha saltado el error 479B del que habla Basilio.
--Son cosas de Enrique. Déjale. A veces se le va la pinza, y es que él es de letras, y las cuentas nunca le salen.
--Ya, ya. Pero es que esto no tiene sentido. A ver si es que nos está poniendo a prueba, o nos toma el pelo. Porque yo le conozco, y no creo que sea tan torpe que no se haya dado cuenta de que hay un fallo en la secuencia mortal de los lectores.
--Pues no sé, la verdad. A lo mejor alguien le ha hablado de la matemática del caos, y lo ha mezclado con el efecto mariposa, el gato de Schöringer, Rulfo, las meigas y la astrología. No le hagas mucho caso, que solo está jugando.
--Que no. Que me lo explique.
Vale. Mi respuesta no está en la lógica, ni en la causa efecto, sino entre la metaescritura y la sorpresa. Y digo “mi” respuesta porque la interpretación correcta y única de un texto no existe. Existen varias, entras las cuales puede que la del autor no sea de las mejores. De hecho, suele no ser de las mejores, y en todo caso ni será la única, ni tendrá que ser por obligación la más autorizada. Aunque esté más cerca (o por estar más cerca; la cercanía no siempre mejora la visión).
Y como autor, lo que pretendo evitar es lo obvio. Es más fácil (y lógico) que la secuencia vaya al revés de cómo yo la escribo: Se suicida el personaje del libro que está siendo leído, luego se suicida el lector que está dentro del libro a causa de la impresión, y luego el lector externo. ¿Y luego Basilio, que es muy susceptible? ¿Y después yo, que los he enviado a todos a morir en cadena? Pues no. A veces el efecto precede a la causa. Como en Terminator, o en Regreso al futuro. Y, además, un relato previsible deja de ser un relato, porque ha perdido la narratividad necesaria, y ese sí que es un error de concepto grave. El relato tiene que tener una credibilidad y verosimilitud interna (desde Aristóteles, que ya ha llovido), y sus leyes físicas no son las de Newton ni las de Einstein, sino las internas. Y justamente es ahí, en la ficción narrativa, donde se pueden convivir la verosimilitud y la ruptura de las leyes físicas. ¿Y cuando tiene coherencia interna el texto? Eso depende de la habilidad del dios-autor, que al decir “Hágase la luz”, la luz se haga ante el lector. Así que si los mato en orden inverso consigo que Peancha se divierta, Basilio empiece a echar cuentas, y la Nena proteste. Saldo a mi favor: tres lectores intrigados.
Juro por la tumba de Chéjov que esto es una verdad palmaria.
--Son cosas de Enrique. Déjale. A veces se le va la pinza, y es que él es de letras, y las cuentas nunca le salen.
--Ya, ya. Pero es que esto no tiene sentido. A ver si es que nos está poniendo a prueba, o nos toma el pelo. Porque yo le conozco, y no creo que sea tan torpe que no se haya dado cuenta de que hay un fallo en la secuencia mortal de los lectores.
--Pues no sé, la verdad. A lo mejor alguien le ha hablado de la matemática del caos, y lo ha mezclado con el efecto mariposa, el gato de Schöringer, Rulfo, las meigas y la astrología. No le hagas mucho caso, que solo está jugando.
--Que no. Que me lo explique.
Vale. Mi respuesta no está en la lógica, ni en la causa efecto, sino entre la metaescritura y la sorpresa. Y digo “mi” respuesta porque la interpretación correcta y única de un texto no existe. Existen varias, entras las cuales puede que la del autor no sea de las mejores. De hecho, suele no ser de las mejores, y en todo caso ni será la única, ni tendrá que ser por obligación la más autorizada. Aunque esté más cerca (o por estar más cerca; la cercanía no siempre mejora la visión).
Y como autor, lo que pretendo evitar es lo obvio. Es más fácil (y lógico) que la secuencia vaya al revés de cómo yo la escribo: Se suicida el personaje del libro que está siendo leído, luego se suicida el lector que está dentro del libro a causa de la impresión, y luego el lector externo. ¿Y luego Basilio, que es muy susceptible? ¿Y después yo, que los he enviado a todos a morir en cadena? Pues no. A veces el efecto precede a la causa. Como en Terminator, o en Regreso al futuro. Y, además, un relato previsible deja de ser un relato, porque ha perdido la narratividad necesaria, y ese sí que es un error de concepto grave. El relato tiene que tener una credibilidad y verosimilitud interna (desde Aristóteles, que ya ha llovido), y sus leyes físicas no son las de Newton ni las de Einstein, sino las internas. Y justamente es ahí, en la ficción narrativa, donde se pueden convivir la verosimilitud y la ruptura de las leyes físicas. ¿Y cuando tiene coherencia interna el texto? Eso depende de la habilidad del dios-autor, que al decir “Hágase la luz”, la luz se haga ante el lector. Así que si los mato en orden inverso consigo que Peancha se divierta, Basilio empiece a echar cuentas, y la Nena proteste. Saldo a mi favor: tres lectores intrigados.
Juro por la tumba de Chéjov que esto es una verdad palmaria.
lunes, 25 de febrero de 2008
El lector sensible
Un lector aprensivo lee un libro sobre un hombre asustadizo que lee un libro el cual trata de un hombre muy impresionable que lee un libro. Cuando casi está llegando al final del libro, el lector aprensivo que está leyendo el libro sobre el hombre asustadizo que lee un libro, se suicida por culpa del libro que está leyendo. Esto sobrecoge al personaje asustadizo del libro que está también leyendo un libro de un hombre impresionable que lee un libro, y también se descerraja un tiro antes de acabar de leer su libro; por lo que el libro queda siempre inacabado, en un limbo de espejos perplejos, como de sobra ha demostrado ya la lingüística del texto.
domingo, 24 de febrero de 2008
Terremotos homosexuales
El pasado jueves en la Knesset, el Parlamento israelí, Shlomo Benizri, uno de los 12 diputados del partido Shass, dijo que la culpa de los terremotos que ha sufrido Israel en los últimos meses la tienen los homosexuales, por menear los huevos donde no debieran. Yo ya se lo dije a Marcelo, cuando se fue de viaje de novios con José a recorrer oriente medio: Cuidado con tocarse los huevos allí, que es una zona muy sensible. Se sabe que el valle del Jordán, el mar Muerto y, más al sur, el desierto de Arava y el mar Rojo, se encuentran sobre la falla sirio-africana, de cinco millones de años de antigüedad, un lugar de abundante actividad sísmica, pero son los jodidos maricones, que se ponen a dar por culo encima de las fallas, los que provocan la ira de Dios y sacuden la tierra con terremotos. O a lo mejor es que empujan demasiado fuerte, y todos al mismo tiempo. “Dios dijo que sacudiría el mundo para despertaros si meneábais vuestros genitales donde no se supone que no tenéis que hacerlo”, dijo Benizri. Joder, Marcelo, cómo te has pasado. El Parlamento israelí dejó de considerar delito el ser homosexual hace veinte años, así que el diputado ortodoxo quiere que se rectifiquen las leyes para evitar más seísmos. “El Talmud nos dice que una de las causas de los seísmos, que la Knesset legitimó, es la homosexualidad”. Está bien claro.
Pues entre los sismólogos del Talmud, los antidarwinistas de Kansas, los yihadistas del Corán y los sexólogos del Vaticano, ya tenemos el compendio final de la cultura del siglo XXI.
Pues entre los sismólogos del Talmud, los antidarwinistas de Kansas, los yihadistas del Corán y los sexólogos del Vaticano, ya tenemos el compendio final de la cultura del siglo XXI.
sábado, 23 de febrero de 2008
Lo que no suma, resta
El día que Paco Mañas leyó su séptimo relato, ya llevábamos casi tres meses de clases en el Taller, y casi todos los alumnos eran capaces de localizar los lugares comunes más relevantes en los escritos ajenos. Siempre en los ajenos, porque en los propios es más difícil: están demasiado cerca, han sido cosidos con hilos invisibles de sangre y lágrimas, y están empañados por las vivencias. No recuerdo demasiado del relato, pero sí recuerdo, imposible olvidarlo, que en un momento de la historia Paco presentó a un nuevo personaje ante la audiencia: “Juvenal era un muchacho animoso y optimista”. La carcajada despertó de la siesta al vecino del tercero izquierda. Paco enmudeció, de pronto, sin saber qué había pasado, se ajustó las gafas y nos miró con asombro. Ya éramos amigos, así que habíamos empezado a perdernos el respeto. Isa Cañelles, que era más miope que Paco, pero igual de sensible, le explicó, entre risas, que no podía describir como “animoso y optimista” a un personaje que, para mayor obviedad, se llamara Juvenal, y fuera, qué remedio, un muchacho. “Animoso y optimista”, les recordé, son abstractos, inasibles, imposibles de fotografiar. Don´t tell, show (No lo digas, muéstralo). Demasiadas obviedades, demasiada impostura, demasiados adjetivos innecesarios, demasiadas redundancias, y poca naturalidad. “Pues no sé por qué no voy a poder decir de mi personaje que era animoso y optimista”, se quejaba Paco. Otra carcajada. Paco era un buen tipo, y aguantaba el chaparrón con entereza. Creo recordar que era ingeniero, curtido en ensayos de fatiga de materiales. Celia Herrero, la periodista, trató de calmarlo: “Déjalo, Paco, no discutas, que esta vez no llevas razón”, le decía. Yo intenté convencerle, una vez más, de que en un relato lo que no suma, resta. Que animoso es casi lo mismo que optimista, o está muy cerca, y que son notas propias de cualquier muchacho, que además se llamara Juvenal. Que era parecido a decir que “La pequeña Esther se durmió con una sonrisa infantil en los labios”. ¿Acaso una niña tiene otra opción diferente a la de poseer una sonrisa infantil? Otro asunto sería que la niña Esther se durmiera con una sonrisa perversa en los labios, porque, en principio, la perversión no pertenece al campo semántico de las niñas. Todavía.
“Ponme otro ejemplo”, decía Paco.
Vale. Exageremos un poco, para que lo veas: “La blanca, suave y esponjosa nieve caía mansamente sobre los tejados”. ¿Que qué sobra? Casi todo. Para empezar, los adjetivos “blanca, suave y esponjosa”, porque la nieve, en sí misma, no tiene más remedio que ser blanca, suave y esponjosa. Además, al tener los adjetivos antepuestos al nombre, hacen que la nieve sea aún más blanca, suave y esponjosa. Y para colmo, a la nieve no le queda más remedio que “caer mansamente”, así que sobra todo lo obvio, lo redundante, lo que no hace sino repetir rasgos intrínsecos de la nieve, y que, por lo tanto, enlentecen el relato. Solo con función enfática (lo vi con mis propios ojos) se podría admitir ese exceso.
Paco tenía paciencia. Aguantó tres años en el Taller de Escritura, y terminó escribiendo buenos relatos. Publicó varios en las antologías del Taller. Y sigue siendo un buen amigo, al que echo de menos. Pero desde entonces, como castigo cariñoso, para nosotros fue el animoso y optimista Paco.
“Ponme otro ejemplo”, decía Paco.
Vale. Exageremos un poco, para que lo veas: “La blanca, suave y esponjosa nieve caía mansamente sobre los tejados”. ¿Que qué sobra? Casi todo. Para empezar, los adjetivos “blanca, suave y esponjosa”, porque la nieve, en sí misma, no tiene más remedio que ser blanca, suave y esponjosa. Además, al tener los adjetivos antepuestos al nombre, hacen que la nieve sea aún más blanca, suave y esponjosa. Y para colmo, a la nieve no le queda más remedio que “caer mansamente”, así que sobra todo lo obvio, lo redundante, lo que no hace sino repetir rasgos intrínsecos de la nieve, y que, por lo tanto, enlentecen el relato. Solo con función enfática (lo vi con mis propios ojos) se podría admitir ese exceso.
Paco tenía paciencia. Aguantó tres años en el Taller de Escritura, y terminó escribiendo buenos relatos. Publicó varios en las antologías del Taller. Y sigue siendo un buen amigo, al que echo de menos. Pero desde entonces, como castigo cariñoso, para nosotros fue el animoso y optimista Paco.
viernes, 22 de febrero de 2008
Mi padre
Si me preguntan qué recuerdo de mi padre, retrocedo en el tiempo, y me encuentro en Doctor Esquerdo, una calle grande, muy grande. Era tan grande como un río vertiginoso y ancho, lleno de peligros, en el que apenas alcanzaba a ver la acera del otro lado (los coches intermitentes me tapaban el horizonte). Demasiados coches, autobuses, sonidos de claxon. Era como un gran foso de cocodrilos alrededor de un castillo. Yo tenía cinco años. Casi podía notar el sonido de las dentelladas cerca de mis rodillas desnudas por los pantalones cortos. Lanzarse a la calzada era como tirarse por un precipicio, la muerte bajo las ruedas de un tranvía. Había demasiados imprevistos a tener en cuenta como para saltar al empedrado y pretender volver con vida. A pesar de ello, mi padre me cogía de la mano, tiraba de mí, y se ponía en marcha arrastrándome al asfalto antes de que el coche que teníamos delante hubiera pasado. Yo estaba aterrorizado. Era como si mi padre quisiera ser arrollado por su parachoques. Yo apretada la mano alrededor de dos dedos suyos, grandes y largos como ramas, y luego me asombraba el difícil cálculo que mi padre había realizado al echar a andar antes de que pasara el coche, porque sus zancadas llegaban hasta la línea de atropello cuando el coche ya había rebasado nuestra trayectoria. Yo pensaba: "Claro, mi padre es ingeniero, y lo tiene todo calculado", y no dejaba de sorprenderme el riesgo que corría y la natural seguridad con que lo afrontaba. Yo veía a mi padre grande como un árbol, y el ligero olor a tabaco que desprendía su mano me emborrachaba. Era un olor masculino y firme, un olor seco a madera y café.
Es imposible, pero siempre era invierno. Lo sé porque de todo ello el recuerdo más nítido que conservo es el del calor de su mano. Era una mano grande y caliente, con dedos largos, huesudos y potentes (no sé si ya lo he dicho). Era la mano de mi padre, y la podría distinguir entre todas las del mundo. El calor que desprendía es lo más tierno que yo recuerdo de toda mi infancia, lo más tranquilizador, lo más protector. Ese calor hacía que yo cerrara los ojos ante el abismo y me dejara arrastrar a una muerte segura, bajo las ruedas de los coches, devorado por los cocodrilos, pero siempre de la mano de mi padre, con un calor que jamás podría nadie arrebatarme.
Mi padre fue una mano que me ayudó a cruzar la calle, y sólo ahora, cuarenta y tantos años más tarde, cuando yo tengo la edad que tenía mi padre entonces, me doy cuenta de que esa mano que calentaba la mía la tengo dentro, y que me sigue ayudando a cruzar calles con la misma seguridad con la que él lo hacía.
Los padres son fuertes como los robles, y no mueren nunca. Casi asombra que enfermen.
Es imposible, pero siempre era invierno. Lo sé porque de todo ello el recuerdo más nítido que conservo es el del calor de su mano. Era una mano grande y caliente, con dedos largos, huesudos y potentes (no sé si ya lo he dicho). Era la mano de mi padre, y la podría distinguir entre todas las del mundo. El calor que desprendía es lo más tierno que yo recuerdo de toda mi infancia, lo más tranquilizador, lo más protector. Ese calor hacía que yo cerrara los ojos ante el abismo y me dejara arrastrar a una muerte segura, bajo las ruedas de los coches, devorado por los cocodrilos, pero siempre de la mano de mi padre, con un calor que jamás podría nadie arrebatarme.
Mi padre fue una mano que me ayudó a cruzar la calle, y sólo ahora, cuarenta y tantos años más tarde, cuando yo tengo la edad que tenía mi padre entonces, me doy cuenta de que esa mano que calentaba la mía la tengo dentro, y que me sigue ayudando a cruzar calles con la misma seguridad con la que él lo hacía.
Los padres son fuertes como los robles, y no mueren nunca. Casi asombra que enfermen.
jueves, 21 de febrero de 2008
Mal de amores III
Un rayo de sol se cuela por la ventanilla del avión y me calienta el muslo. El calor y el movimiento semejante al de mecer la cuna me amodorran, y de pronto me acuerdo de ti, así que bajo el tapasol de un zarpazo y maldigo la distancia que crece entre los dos a cada segundo. Me alejo de tu cuerpo a 850 kilómetros por hora, pero al llegar a los 10.000 metros de altitud me pongo a llorar. Mal de altura.
miércoles, 20 de febrero de 2008
Mal de amores II
Se compró la estufa de butano el mismo día en que su marido la abandonó por aquella puta. Por primera vez no pasó frío aquella noche, pero a la mañana siguiente decidió dejar abierto el gas y apagar el fuego.
martes, 19 de febrero de 2008
Mal de amores I
Pasó la noche observando por el telescopio a Saturno, Andrómeda, la Vía Láctea, Venus y las cinco Pléyades.
Así de grande fue su dolor cuando ella le dijo que no volvería.
Así de grande fue su dolor cuando ella le dijo que no volvería.
lunes, 18 de febrero de 2008
El tigre y el general
Hay dos cuadros que están asociados en mi retina: Isaac van Amburgh y sus fieras, de sir Edwin Landseer, y Durmientes en rosa y gris, de Henry Moore. Ambos hablan del peligro desde dos geometrías distintas.
Isaac van Amburgh era un famoso domador de circo al que le gustaba revolcarse en la jaula con sus fieras. Tenía el cuerpo tatuado con cicatrices de garra de tigre, y la piel teñida de babas de leona. En Londres causaba tal admiración, que hasta la reina Victoria se quedaba con el corazón en vilo cada vez que acudía a visitarlo a la carpa del circo. El retrato ejecutado por Edwin Landseer lo muestra en el interior de la jaula, recostado entre las alimañas, y observando con placer cómo el público, más allá de los barrotes, contiene el aliento cada vez que el tigre muestra las fauces. Pero Isaac no tenía miedo. El peligro estaba afuera. Y lo sigue estando. Es mucho más seguro dialogar con tigres que dejarse asesorar por cualquier Bush. Está uno más a salvo en la jaula que en la penumbra de una sacristía, o en el andén del metro.
Isaac van Amburgh era un famoso domador de circo al que le gustaba revolcarse en la jaula con sus fieras. Tenía el cuerpo tatuado con cicatrices de garra de tigre, y la piel teñida de babas de leona. En Londres causaba tal admiración, que hasta la reina Victoria se quedaba con el corazón en vilo cada vez que acudía a visitarlo a la carpa del circo. El retrato ejecutado por Edwin Landseer lo muestra en el interior de la jaula, recostado entre las alimañas, y observando con placer cómo el público, más allá de los barrotes, contiene el aliento cada vez que el tigre muestra las fauces. Pero Isaac no tenía miedo. El peligro estaba afuera. Y lo sigue estando. Es mucho más seguro dialogar con tigres que dejarse asesorar por cualquier Bush. Está uno más a salvo en la jaula que en la penumbra de una sacristía, o en el andén del metro.
El segundo cuadro, el de Moore, llega con la segunda guerra mundial, y en él la nieta de van Amburgh se refugia en un andén del metro de Londres, acosada por las bombas entre fogonazos de luz y sirenas entrecortadas. Tiene la piel arañada por la sangre de los focos, y no puede dormir. Al tigre lo ves venir, él no te engaña. A la bomba lanzada desde un Heinkel-111, no. Es un disparo cobarde, un zarpazo a ciegas. Los marines de Iraq decían: "Esto es como un videojuego, y te dan mil puntos si aciertas con el misil en un mercado, o en una escuela". "He matado a 50 apretando este botón", dice el teniente satisfecho. "Yo firmo sentencias de muerte mientras acaricio con mi mano izquierda el brazo incorrupto de Santa Teresa", decía Franco. Qué valor tiene, mi teniente. Qué gran virtud, mi general. La nieta del domador intenta dormir, y se acuna en el sueño con el gruñido protector del tigre, su mascota de la infancia.
domingo, 17 de febrero de 2008
Maytechu mía
Era verano, en 1973. Mis padres se habían ido a vivir a Algorta apenas hacía dos meses, así que en cuanto terminaron las clases yo también me trasladé a la avenida Basagoiti con el resto de mis hermanos. Fernando Esteso cantaba la canción de La Ramona a todas horas por la radio, y Quino dejó de dibujar tiras de Mafalda. Mi hermano Coque se casó con Nieves, y dos semanas después Nacho con Marisa. Cada mañana yo me subía en el tren de cercanías que llegaba desde Bilbao, y me acercaba hasta Plencia, donde me esperaba Mayte-chumía. Lo de Chumía era una coña de mi hermano Javier, porque Mayte no sabía cantar zorcicos ni de lejos. Éramos novios primerizos desde marzo de ese mismo año, cuando los dos cumplimos 18 años. Teníamos tantas ganas de discutir como de besarnos. Si no fuera porque nacimos con dos días de diferencia, podríamos haber sido gemelos dicigóticos enamorados, como Pimpinela.
Pero ella estaba enamorada de su padre.
Y no me extraña, porque incluso yo, que era tan heterosexual que no necesitaba ser homófobo, tenía que reconocer que aquel marino mercante, de rostro cobrizo y complexión etrusca, era un pedazo de tío.
—Todas mis amigas están enamoradas de mi padre. Y me da una rabia… —me decía mientras se untaba de Nivea.
Y yo, que era muy joven pero no tan tonto, ni se me ocurría decir nada contra su padre.
—No, si tu padre está muy bien. No es feo.
Yo tampoco lo era. Quizá porque tenía 18 años, y si alguien es feo con 18 años será que ha nacido torcido. Es la gran oportunidad. Es el momento de vender el pescado. Ahora o nunca.
El caso es que ese día nos fuimos a nadar. Yo con mi bañador de delfines estampados, Mayte con el de una sola pieza (bikini no, qué vergüenza), y su padre con la gorra de capitán, o con lo que le diera la gana, que para eso era el padre.
—Vamos nadando hasta la bocana del puerto —dijo Chumía—. Esa de allí.
En la vida había nadado yo más allá de dos largos en una piscina, pero a ver quién se achanta cuando se estrena novia, y delante de su padre. Aún así lo intenté.
—¿No es un poco lejos? ¿No te cansarás? —pregunté.
—¿Yo? Vamos, anda. ¿No será que no te atreves?
—¿Quién, yo?
Con dos cojones. Eso no lo dije, pero lo pensé. Nadie en toda la playa me oiría la menor queja. Vamos allá.
Llegamos media hora después al extremo de la bocana. Objetivo cumplido. Resoplando. Podíamos regresar a pie, no era necesario regresar a nado.
—Es que me da vergüenza —se quejó Mayte—. No tengo zapatillas, ni nada que ponerme por encima. ¿Cómo vamos a ir así por el puerto?
Tocaba regresar a nado. Yo me tranquilicé pensado que, en caso de peligro, me podía hacer el muerto. A fin de cuentas estábamos en aguas saladas. Regresamos al agua. Lo malo llegó a continuación. Tenía que haberlo previsto. Estábamos justo a la mitad del camino de vuelta, en medio de la bahía, cuando me dio un calambre en el muslo derecho. La pierna se me quedó encogida, y solo podía mover los brazos.
—Socorro. Me ha dado un calambre en la pierna. Me ahogo —conseguí gritar entre bocanadas de agua.
—Ayúdale, papá —dijo Mayte.
Y su padre me ayudó.
—Ponte boca arriba. Hazte el muerto. No te muevas. Yo te llevo. Así, muy bien.
Y me arrastró con suavidad hasta la playa. Después me dio un masaje.
¿Cómo se supera eso? De ninguna manera. El padre salvando de morir ahogado al novio de la niña. Eso no hay Edipo que lo cure. Mayte y yo rompimos siete meses más tarde. La relación naufragó antes de que acabáramos el primer año de Filosofía en la Complutense. Yo sentía que me ahogaba, y a ella le parecía que yo no era lo bastante hombre. No la censuro.
Años después supe que se había casado con un marino mercante, cosas de familia, y que se fue a vivir a las Rías Bajas, en Galicia. A Sanjenjo, creo. Da clases de historia y geografía en un colegio de primaria. Tiene un hijo que se llama Pablo que no conozco. Será guapo, como su madre, y como su abuelo. Digo yo.
Pero ella estaba enamorada de su padre.
Y no me extraña, porque incluso yo, que era tan heterosexual que no necesitaba ser homófobo, tenía que reconocer que aquel marino mercante, de rostro cobrizo y complexión etrusca, era un pedazo de tío.
—Todas mis amigas están enamoradas de mi padre. Y me da una rabia… —me decía mientras se untaba de Nivea.
Y yo, que era muy joven pero no tan tonto, ni se me ocurría decir nada contra su padre.
—No, si tu padre está muy bien. No es feo.
Yo tampoco lo era. Quizá porque tenía 18 años, y si alguien es feo con 18 años será que ha nacido torcido. Es la gran oportunidad. Es el momento de vender el pescado. Ahora o nunca.
El caso es que ese día nos fuimos a nadar. Yo con mi bañador de delfines estampados, Mayte con el de una sola pieza (bikini no, qué vergüenza), y su padre con la gorra de capitán, o con lo que le diera la gana, que para eso era el padre.
—Vamos nadando hasta la bocana del puerto —dijo Chumía—. Esa de allí.
En la vida había nadado yo más allá de dos largos en una piscina, pero a ver quién se achanta cuando se estrena novia, y delante de su padre. Aún así lo intenté.
—¿No es un poco lejos? ¿No te cansarás? —pregunté.
—¿Yo? Vamos, anda. ¿No será que no te atreves?
—¿Quién, yo?
Con dos cojones. Eso no lo dije, pero lo pensé. Nadie en toda la playa me oiría la menor queja. Vamos allá.
Llegamos media hora después al extremo de la bocana. Objetivo cumplido. Resoplando. Podíamos regresar a pie, no era necesario regresar a nado.
—Es que me da vergüenza —se quejó Mayte—. No tengo zapatillas, ni nada que ponerme por encima. ¿Cómo vamos a ir así por el puerto?
Tocaba regresar a nado. Yo me tranquilicé pensado que, en caso de peligro, me podía hacer el muerto. A fin de cuentas estábamos en aguas saladas. Regresamos al agua. Lo malo llegó a continuación. Tenía que haberlo previsto. Estábamos justo a la mitad del camino de vuelta, en medio de la bahía, cuando me dio un calambre en el muslo derecho. La pierna se me quedó encogida, y solo podía mover los brazos.
—Socorro. Me ha dado un calambre en la pierna. Me ahogo —conseguí gritar entre bocanadas de agua.
—Ayúdale, papá —dijo Mayte.
Y su padre me ayudó.
—Ponte boca arriba. Hazte el muerto. No te muevas. Yo te llevo. Así, muy bien.
Y me arrastró con suavidad hasta la playa. Después me dio un masaje.
¿Cómo se supera eso? De ninguna manera. El padre salvando de morir ahogado al novio de la niña. Eso no hay Edipo que lo cure. Mayte y yo rompimos siete meses más tarde. La relación naufragó antes de que acabáramos el primer año de Filosofía en la Complutense. Yo sentía que me ahogaba, y a ella le parecía que yo no era lo bastante hombre. No la censuro.
Años después supe que se había casado con un marino mercante, cosas de familia, y que se fue a vivir a las Rías Bajas, en Galicia. A Sanjenjo, creo. Da clases de historia y geografía en un colegio de primaria. Tiene un hijo que se llama Pablo que no conozco. Será guapo, como su madre, y como su abuelo. Digo yo.
sábado, 16 de febrero de 2008
Tres micrometacuentos
Este es un texto falso que sustituye al que había antes, para evitar su copia.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.
viernes, 15 de febrero de 2008
Medio millón de libros
Recibo una carta de mis editores de S.M., y en ella me dicen que acaban de enviar a la imprenta la cuarta edición de mi libro "Escribir. Manual de técnicas narrativas". Con la edición del Círculo de Lectores, ya suman más de 18.000 ejemplares, que para un libro de ensayo sobre la escritura de ficción, es un buen montón de libros.
Claro, todo es relativo, porque si lo comparo conmigo mismo, con las novelas juveniles que tengo publicadas en las colecciones Alta Mar y El barco de vapor, de Bruño y SM (Abdel; Devuélveme el anillo, pelo cepillo; El Club del camaleón; Un secuestro de película; Renata y el mago Pintón), pues resulta que 18.000 ejemplares no son tantos, porque la suma de ejemplares editados de mis cinco novelas juveniles sobrepasan el medio millón de libros, aparte de las traducciones. Alguna vez he tratado de imaginar a todos los lectores juntos, y acojona. Y si están cabreados, ya ni te cuento. Eso son muchos libros, aquí y en la China de Mao. Es la suma de todas las ediciones de los últimos 16 años, es verdad, pero con eso sí se puede vivir de los derechos de autor, qué duda cabe. ¿Por qué te piensas, si no, que puedo vivir aquí, en el campo, dedicado a escribir? Pues sí, por eso.
Pero me llaman más la atención los 18.000 libros de "Escribir", porque en los años que he estado dando clases en el Taller de Escritura, sumando todos mis alumnos y alumnas, y los alumnos de mis alumnos, no creo que lleguen a 3.000. Es verdad que todos vivían en Madrid (bueno, casi todos, porque hay medio centenar Online, y otros que arriesgaban una vez a la semana su cuerpo en la carretera para acudir a las clases desde Valladolid, Bilbao, Ciudad Real o Cuenca). Quedan por lo tanto, y de eso me alegro más que nadie, unos cuantos miles que escriben por su cuenta, francotiradores anarquistas, que buscan asesoría en los anaqueles de las librerías, leyendo mi libro "Escribir", o "La práctica del relato" de mi amigo Ángel Zapata, o "El arte de la ficción" de John Gardner, o "El gozo de escribir" de Natalie Goldberg, o tantos otros. Eso está muy bien. Es cierto que yo he aconsejado a dos o tres mil, directamente, semana tras semana, y conservo de todos ellos su amistad y sus dedicatorias como el mayor tesoro de mi biblioteca, pero saber que hay 15.000 más, y muchos más, que aprenden día a día directamente de Poe, de Chéjov, de Henry James, de Cortázar, de Rilke, de Vargas Llosa, de Carver, de Stevenson y de Monterroso, me reconcilia una vez más con todos los autodidactas.
No hay caminos cerrados: solo se necesita tener ganas de explorarlos.
Claro, todo es relativo, porque si lo comparo conmigo mismo, con las novelas juveniles que tengo publicadas en las colecciones Alta Mar y El barco de vapor, de Bruño y SM (Abdel; Devuélveme el anillo, pelo cepillo; El Club del camaleón; Un secuestro de película; Renata y el mago Pintón), pues resulta que 18.000 ejemplares no son tantos, porque la suma de ejemplares editados de mis cinco novelas juveniles sobrepasan el medio millón de libros, aparte de las traducciones. Alguna vez he tratado de imaginar a todos los lectores juntos, y acojona. Y si están cabreados, ya ni te cuento. Eso son muchos libros, aquí y en la China de Mao. Es la suma de todas las ediciones de los últimos 16 años, es verdad, pero con eso sí se puede vivir de los derechos de autor, qué duda cabe. ¿Por qué te piensas, si no, que puedo vivir aquí, en el campo, dedicado a escribir? Pues sí, por eso.
Pero me llaman más la atención los 18.000 libros de "Escribir", porque en los años que he estado dando clases en el Taller de Escritura, sumando todos mis alumnos y alumnas, y los alumnos de mis alumnos, no creo que lleguen a 3.000. Es verdad que todos vivían en Madrid (bueno, casi todos, porque hay medio centenar Online, y otros que arriesgaban una vez a la semana su cuerpo en la carretera para acudir a las clases desde Valladolid, Bilbao, Ciudad Real o Cuenca). Quedan por lo tanto, y de eso me alegro más que nadie, unos cuantos miles que escriben por su cuenta, francotiradores anarquistas, que buscan asesoría en los anaqueles de las librerías, leyendo mi libro "Escribir", o "La práctica del relato" de mi amigo Ángel Zapata, o "El arte de la ficción" de John Gardner, o "El gozo de escribir" de Natalie Goldberg, o tantos otros. Eso está muy bien. Es cierto que yo he aconsejado a dos o tres mil, directamente, semana tras semana, y conservo de todos ellos su amistad y sus dedicatorias como el mayor tesoro de mi biblioteca, pero saber que hay 15.000 más, y muchos más, que aprenden día a día directamente de Poe, de Chéjov, de Henry James, de Cortázar, de Rilke, de Vargas Llosa, de Carver, de Stevenson y de Monterroso, me reconcilia una vez más con todos los autodidactas.
No hay caminos cerrados: solo se necesita tener ganas de explorarlos.
jueves, 14 de febrero de 2008
Puesta de largo
A Zulema Gutiérrez la violaron treinta y cinco veces antes de cumplir los quince años. Ella llevaba la cuenta exacta. Dieciocho veces su tío Ambrosio, cada vez que venía para abonar el huerto y cebar a los marranos. Cuatro veces su hermano Alejandro, las cuatro veces que tuvo que sacarlo a rastras de la bodega de Taco para que regresara a casa con su mujer y sus hijos. Tres veces Joao, el portugués amancebado con su madre, que aprovechaba las ausencias de la madre los días de mercado. Otras tres veces el dueño de la tienda de abastos, para pagar las deudas de cerveza acumuladas por su tío y por su hermano. Dos veces el marido de su hermana Flora, cansado de esperar el final del embarazo. Dos veces también su primo Juancho, que pasaba por allí camino del cerro, y le sobraba un poco de tiempo antes de que anocheciera. Una vez el sacristán, mientras ella esperaba el regreso del padre Larreta para recibir la confesión. Una más del señor Fernández, que le regaló a su tío tres botellas de orujo por los servicios. Y una más, que en realidad fue la primera de todas ellas, su propio padre, a los doce años, el día antes de que abandonara la casa y a su madre, y le encargara la tarea de cuidar de todos a su hermano Ambrosio.
Pero al cumplir los quince años el azar los juntó a todos en su fiesta de puesta de largo. Le regalaron un vestido rojo con falda de vuelo, zapatos de charol y unas medias de cristal. Estaba preciosa. Ella preparó una gran jarra de limonada bien cargada con ron de caña, añadió unas hojitas de hierbabuena, un poco de canela, y treinta y cinco cucharadas de estricnina.
—Bueno, chicos, levantad las copas para el brindis —dijo Zulema—. El primero que se termine el vaso, como premio pasará toda la noche conmigo.
Se lo bebieron de un trago.
Pero al cumplir los quince años el azar los juntó a todos en su fiesta de puesta de largo. Le regalaron un vestido rojo con falda de vuelo, zapatos de charol y unas medias de cristal. Estaba preciosa. Ella preparó una gran jarra de limonada bien cargada con ron de caña, añadió unas hojitas de hierbabuena, un poco de canela, y treinta y cinco cucharadas de estricnina.
—Bueno, chicos, levantad las copas para el brindis —dijo Zulema—. El primero que se termine el vaso, como premio pasará toda la noche conmigo.
Se lo bebieron de un trago.
miércoles, 13 de febrero de 2008
Las secuelas del Taller
Para algunos alumnos, asistir al Taller de Escritura no significó solo un cambio de mirada sobre las cosas, sino un cambio más radical: un cambio de profesión, de vida. Dos semanas antes de inaugurar con la primera clase el primer año del Taller de Escritura, recibí una carta manuscrita por correo postal (ahora hay que especificarlo, pero hace 15 años el correo electrónico apenas existía). La carta, con cinco cuartillas arrancadas de un cuaderno escolar cuadriculado, narraba con letra apretada la historia sanguinaria de la Bella Durmiente, una máquina de matar, una asesina en serie que se ocultaba en el bosque rodeada de sangre y cadáveres descuartizados. Era un relato muy imperfecto, pero con una fuerza descomunal. Lo firmaba un estudiante de 4º de Matemáticas: Carlos Molinero. En la última cuartilla me confesaba que no tenía dinero, que sus padres nunca le pagarían el curso, y que quería asistir al Taller de Escritura por encima de todas las cosas. Para ablandar mi corazón y solicitar una beca, había añadido el cuento sangriento. Yo no tenía pensado conceder becas, pero le contesté que sí, que podía acudir a mis clases sin pagar nada. Durante el primer año acudió puntualmente a mis clases y terminó publicando el relato Megaclean, uno de los mejores del libro Historias para adultos imperfectos. El segundo año, dedicado a la novela, resistió mano a mano con Manuel Martínez Lunar hasta final de curso con la novela macabra de un repartidor de pizzas. Carlos terminó la carrera de Matemáticas ese año, colgó el título universitario en una de las paredes del cuarto de baño de su casa, y se matriculó como guionista en la primera hornada de la Escuela de Cine de la Comunidad de Madrid. Ahora que han pasado algo más de diez años, tiene un Premio Goya como guionista de Salvajes, ha dirigido dos largometrajes, ha escrito una buena cantidad de capítulos de series en televisión (Querido maestro, Quart, El comisario, Paco y Veva), y es el vicepresidente de ALMA (Autores Literarios de Medios Audiovisuales), sindicato de guionistas de España. Las matemáticas me sirven para escribir guiones cuánticos, dice. No hace falta que pague los cursos que recibió gratis, porque desde hace siete años da clase en el Taller de Escritura con Clara Pérez Escrivá. Es el profesor de Guión de cine, pero sobre todo es uno de mis mejores amigos.
Puede que este sea también un efecto secundario del Taller de Escritura, aunque algo más severo que el que describía en mi anterior entrada: un cambio insólito de profesión. También le pasó a Javier Sagarna, que era farmacéutico al entrar en el Taller, y salió como director de la Escuela de Escritores. O a Cristina Cerrada, que trabajaba de informática en El País, y ahora es novelista y profesora de novela en Fuentetaja. O Ignacio Ferrando, que era aparejador, y ahora es profesor de escritura y ganador de todos los concursos a los que se presenta. O Eugenia Rico, la novelista que dejó una deuda acumulada de más de dos años en el Taller (Yo es que no le pago ni a mi psicoanalista, decía). O un gran número de profesores de escritura creativa que imparten sus clases en Madrid ahora mismo, y que aprendieron buena parte del oficio que les cambió la vida en el Taller de Escritura, como es el caso de Carlos Sobrino, Inés Arias de Reyna, Mariana Torres, Magdalena Tirado, Ignacio Ayerbe, Enrique Valladares, Víctor García Antón, Juan Carlos Márquez, Mar Redondo, David Gallego, María José Codes, Chema Gómez de Lora, Isabel Cobo, Elena Belmonte, Clara Redondo, Antonio Rodríguez Menéndez, Alfonso Fernández Burgos, María Tena, Virginia Ruiz, y algunos más que ahora mismo se me escapan de la memoria.
¿Y a Enrique Páez? ¿No le cambió la vida a Enrique? Vaya. Es difícil resumirlo. Para mí el Taller no fue un proyecto empresarial, sino un pulmón a través del cual respiraba en la vida. La biografía del Taller está entretejida con la mía de modo indestructible. No es como un hijo, del que uno se siente orgulloso y por el que daría la vida, porque un hijo es ajeno, por más que se abracen posturas de madre garrapata. Un hijo crece y se independiza, y hasta es capaz de reproducirse, y enterrarnos, sin mayores remordimientos. Pero para mí el Taller fue más bien un cáncer de luz, una pandemia gozosa que logré infectar a unos cuantos. Ahora el virus está descontrolado. Temblad, humanos.
Puede que este sea también un efecto secundario del Taller de Escritura, aunque algo más severo que el que describía en mi anterior entrada: un cambio insólito de profesión. También le pasó a Javier Sagarna, que era farmacéutico al entrar en el Taller, y salió como director de la Escuela de Escritores. O a Cristina Cerrada, que trabajaba de informática en El País, y ahora es novelista y profesora de novela en Fuentetaja. O Ignacio Ferrando, que era aparejador, y ahora es profesor de escritura y ganador de todos los concursos a los que se presenta. O Eugenia Rico, la novelista que dejó una deuda acumulada de más de dos años en el Taller (Yo es que no le pago ni a mi psicoanalista, decía). O un gran número de profesores de escritura creativa que imparten sus clases en Madrid ahora mismo, y que aprendieron buena parte del oficio que les cambió la vida en el Taller de Escritura, como es el caso de Carlos Sobrino, Inés Arias de Reyna, Mariana Torres, Magdalena Tirado, Ignacio Ayerbe, Enrique Valladares, Víctor García Antón, Juan Carlos Márquez, Mar Redondo, David Gallego, María José Codes, Chema Gómez de Lora, Isabel Cobo, Elena Belmonte, Clara Redondo, Antonio Rodríguez Menéndez, Alfonso Fernández Burgos, María Tena, Virginia Ruiz, y algunos más que ahora mismo se me escapan de la memoria.
¿Y a Enrique Páez? ¿No le cambió la vida a Enrique? Vaya. Es difícil resumirlo. Para mí el Taller no fue un proyecto empresarial, sino un pulmón a través del cual respiraba en la vida. La biografía del Taller está entretejida con la mía de modo indestructible. No es como un hijo, del que uno se siente orgulloso y por el que daría la vida, porque un hijo es ajeno, por más que se abracen posturas de madre garrapata. Un hijo crece y se independiza, y hasta es capaz de reproducirse, y enterrarnos, sin mayores remordimientos. Pero para mí el Taller fue más bien un cáncer de luz, una pandemia gozosa que logré infectar a unos cuantos. Ahora el virus está descontrolado. Temblad, humanos.
martes, 12 de febrero de 2008
Efectos secundarios
Los alumnos que se matriculaban en el Taller de Escritura sufrían extrañas mutaciones en poco tiempo. Cambios en la percepción de la realidad, y hasta de la visión del mundo. La primera que me lo dijo fue Patricia Rivas, a los dos meses y medio de asistir a clase.
--Enrique, me pasa una cosa rara. Ahora, cuando leo un libro, al tiempo que estoy leyendo empiezo a preguntarme por qué el autor utiliza ese narrador en tercera persona, o por qué describe así el parque que cruza caminando el protagonista. Está bien, me hace gracia, pero temo estar perdiendo parte de la historia.
--Normal --le decía yo--. Puede que se pierda un poco de inocencia lectora, pero se gana en profundidad, y el nuevos niveles de comprensión del texto. Estás empezando a ver no sólo la historia que se narra, sino también los andamios de esa novela, los materiales, la estructura, y hasta los trucos y las trampas, si las tuviera.
Y Patricia se quedaba pensando si esa nueva forma de leer era más o menos placentera. La verdad es que no está muy claro. Es como descubrir, de pronto, que los Reyes Magos son los padres, o que el ratoncito Pérez no es el que te deja una moneda bajo la almohada cuando pierdes un diente de leche. Adiós a la inconsciencia lectora. Es otra forma de mirar, no dijo mejor ni peor, pero tal vez sí más consciente. Los arquitectos también observan las casas con otra mirada que perfora los muros, y los actores acuden al teatro para disfrutar de las obras al tiempo que desnudan los gestos de sus compañeros de farándula.
A los seis meses, ese virus deconstructor nacido de la puesta en marcha a través de la escritura de ficción de diferentes técnicas narrativas, ya contagiaba al cine, y los alumnos descubrían gazapos en los guiones, lugares comunes en la construcción de personajes, y algunas traiciones grotescas en las historias que se narraban en las pantallas por motivos comerciales, por corrección política, y por darle coba a los espectadores blandos.
--No sé si acabaré detestando el cine, y leer, y el teatro --se quejaba Patricia.
--Que no, mujer, que seguirás disfrutando, pero en estéreo. Antes te conformabas con una sola lectura, y ahora eres capaz de ver varias dimensiones. No perderás el placer de la lectura.
Pero yo sabía que mentía. Una vez que se aprende a escribir ficción, a manejar el punto de vista, los adjetivos, los personajes, el tono, y el suspense, la técnica desenmascara buena parte de la magia. Hay un niño que muere en ese aprendizaje, que asimila los rudimentos de la magia, y ya es difícil engatusarle. Sí que se pierde un placer de la lectura. Ese concreto, el de la sorpresa, el de la indefensión, el de la desnudez frente al texto. A partir de ese descubrimiento, es más difícil que una novela romántica nos haga llorar, es casi imposible que una novela de terror nos arranque un grito a media página. Nos convertiremos en críticos sabihondos, y nos protegeremos de la emoción infantil con el escudo del conocimiento. Seremos lectores aguafiestas, pepitogrillos irritantes. Y los perjudicados seremos nosotros mismos. Nos convertiremos en magos, es posible, pero dejaremos de creer en la magia.
Nada es gratis en este mundo. Si ganas algo, pierdes algo. Que lo sepas.
--Enrique, me pasa una cosa rara. Ahora, cuando leo un libro, al tiempo que estoy leyendo empiezo a preguntarme por qué el autor utiliza ese narrador en tercera persona, o por qué describe así el parque que cruza caminando el protagonista. Está bien, me hace gracia, pero temo estar perdiendo parte de la historia.
--Normal --le decía yo--. Puede que se pierda un poco de inocencia lectora, pero se gana en profundidad, y el nuevos niveles de comprensión del texto. Estás empezando a ver no sólo la historia que se narra, sino también los andamios de esa novela, los materiales, la estructura, y hasta los trucos y las trampas, si las tuviera.
Y Patricia se quedaba pensando si esa nueva forma de leer era más o menos placentera. La verdad es que no está muy claro. Es como descubrir, de pronto, que los Reyes Magos son los padres, o que el ratoncito Pérez no es el que te deja una moneda bajo la almohada cuando pierdes un diente de leche. Adiós a la inconsciencia lectora. Es otra forma de mirar, no dijo mejor ni peor, pero tal vez sí más consciente. Los arquitectos también observan las casas con otra mirada que perfora los muros, y los actores acuden al teatro para disfrutar de las obras al tiempo que desnudan los gestos de sus compañeros de farándula.
A los seis meses, ese virus deconstructor nacido de la puesta en marcha a través de la escritura de ficción de diferentes técnicas narrativas, ya contagiaba al cine, y los alumnos descubrían gazapos en los guiones, lugares comunes en la construcción de personajes, y algunas traiciones grotescas en las historias que se narraban en las pantallas por motivos comerciales, por corrección política, y por darle coba a los espectadores blandos.
--No sé si acabaré detestando el cine, y leer, y el teatro --se quejaba Patricia.
--Que no, mujer, que seguirás disfrutando, pero en estéreo. Antes te conformabas con una sola lectura, y ahora eres capaz de ver varias dimensiones. No perderás el placer de la lectura.
Pero yo sabía que mentía. Una vez que se aprende a escribir ficción, a manejar el punto de vista, los adjetivos, los personajes, el tono, y el suspense, la técnica desenmascara buena parte de la magia. Hay un niño que muere en ese aprendizaje, que asimila los rudimentos de la magia, y ya es difícil engatusarle. Sí que se pierde un placer de la lectura. Ese concreto, el de la sorpresa, el de la indefensión, el de la desnudez frente al texto. A partir de ese descubrimiento, es más difícil que una novela romántica nos haga llorar, es casi imposible que una novela de terror nos arranque un grito a media página. Nos convertiremos en críticos sabihondos, y nos protegeremos de la emoción infantil con el escudo del conocimiento. Seremos lectores aguafiestas, pepitogrillos irritantes. Y los perjudicados seremos nosotros mismos. Nos convertiremos en magos, es posible, pero dejaremos de creer en la magia.
Nada es gratis en este mundo. Si ganas algo, pierdes algo. Que lo sepas.
lunes, 11 de febrero de 2008
Diáspora
Me dicen que cómo es que nos hemos ido a vivir tan lejos, en mitad del campo, si siempre hemos sido ratas de ciudad. Hace diez años yo tampoco lo hubiera imaginado, pero tampoco lo pensé de tantos otros. Peancha y Basilio a La Laguna. Berna al Pirineo aragonés. Marina a las Alpujarras. Blanca a Málaga. Nacho a Florianápolis. Tito, Jaime y Coque a Santander. La Nena a Barcelona. Victoria y Salvador a Cuenca. Ramón a Brooklyn. Piti y Esteban a Cáceres. Debes creerme que podría seguir hasta el aburrimiento citando nombres de personas que antes vivían en Madrid, y un día hicieron las maletas. Parece que el destino está repleto de caminos, y ninguno termina en Roma.
domingo, 10 de febrero de 2008
7 x 7 Antología
Cuando vivía en el CMU Chaminade, del 72 al 74, Alberto Pérez Lapastora y yo bajábamos caminando todos los días hasta la facultad, cruzando los colegios mayores y la escuela de Montes, entretenidos en juegos de lenguaje. Cada día memorizábamos unos cuantos sinónimos de necio, del diccionario de Julio Casares. Bodoque. Zampabollos. Agudo como punta de colchón. Zorzal. Maxmordón. Más tonto que un hilo de uvas. Zurrumbático. Alberto estudiaba filología, y ya era cantante, pero pasarían diez años más antes de grabar La Mandrágora con Joaquín Sabina y Javier Krahe. Los fines de semana Alberto y su hermana regresaban a Sigüenza, y yo me quedaba jugando al mus y escribiendo con Paco y José Luis Morales, dos hermanos culipardos. Entonces José Luis aún salía con Llanos Monreal, que vivía con Amparo Nieto y con Piti Corella a 200 metros de distancia, en el colegio mayor Poveda. Llanos tenía una voz espléndida, así que José Luis tuvo idea de presentársela a Luis Martín, del Nuevo Mester de Juglaría, que también vivía con nosotros en el Chaminade. Aunque no era de Segovia, sino de Albacete, la admitieron en seguida. A los pocos meses Llanos ya había dejado de ser novia de José Luis, se había liado con Fernando Ortiz, y había grabado su primer disco. José Luis lo pasó mal, pero como no teníamos ni 20 años cumplidos, se curó todos sus males con Carmen del Olmo. Recuerdo que un día se pelearon, y le escribió un libro de poemas en una sola tarde, lo tecleó en la máquina de escribir, lo encuadernó con cartulinas negras, le pidió a su hermano Paco que le hiciera una portada (Paco estudiaba Bellas Artes, y trabajaba en la Galería Sen), y se lo regaló esa misma noche a Carmen. Han pasado 35 años, y creo que tienen varios hijos y siguen juntos, dando clases en un colegio al norte de Madrid. José Luis aún escribe poemas, y ha ganado, el año pasado, el premio Vicente Aleixandre por “Evocación de un hombre singular frente a las ruinas de su casa”.
Durante dos años José Luis y yo fuimos uña y carne. Él escogió la especialidad de Historia y Geografía, y yo la de Literatura, pero lo que nos gustaba de verdad era escribir. Nos presentábamos a todos los concursos que podíamos para sacarnos algún dinero extra y seguir comprando libros. En verano se vino a casa de mis padres, en Algorta, y seguimos escribiendo sin parar. Hasta 1982 todos los periódicos de España estaban prohibidos los lunes, porque la fiesta del domingo era obligatoria, y el único diario que tenía licencia para venderse en los kioscos era La Hoja del Lunes. Un día de principios de Julio de 1973 vimos que convocaban un concurso de poemas en La Hoja del Lunes de Bilbao en una columna firmada por Joaquín de Aralar, en página par, abajo, junto al crucigrama. Cada lunes publicaban un poema y varios fragmentos de otros. Los dos nos presentamos, y los dos fuimos seleccionados. Nos divertía presentarnos a los mismos concursos, y ganar unas veces uno, y otras veces el otro. En ocasiones, como esa, los dos. El concurso tuvo tanto éxito de participantes, que Joaquín de Aralar propuso hacer una reunión de poetas en un fin de semana, visitando el monte Aralar y el monasterio de San Miguel in Excelsis, en Navarra. Esa sí que fue una estampa insólita, porque el verano de 1973 logró llenar cuatro autobuses de poetas de Bilbao, todos con sus sonetos a cuestas, rumbo a la sierra de Aralar. Más de 240 poetas armados con endecasílabos y rimas asonantes en el lugar donde hoy se levanta el Guggenheim de Gehry. La mayoría eran poetas jubilados, así que los más jóvenes nos amotinamos al fondo de un autobús buscando versos libres. Éramos seis, y antes de volver a Bilbao ya teníamos el proyecto de una tertulia en marcha: el grupo Iruña. Eduardo Rodrigálvarez, Toty de Naverán, Karmele Larrabe, José Ramón Blázquez, José Luis Morales y yo nos reunimos los viernes por la tarde en el café Iruña. Pronto se nos juntó Rafael Martínez, y poco después Pablo González de Langarika, que era primo de Eduardo o de Ramón, ya no me acuerdo. Poco después del verano, un editor vasco, Valentín Graña, de la editorial Comunicación Literaria de Autores nos ofreció publicar un libro con nuestros poemas. Era una editorial pequeña, en la que había publicado anteriormente Gabriel Celaya, Ramón de Garciasol, Victoriano Crémer y Jorge G. Aranguren. Dijimos que sí, ¿cómo negarnos?, y el libro salió al año siguiente con el título “7 x 7 antología”, mientras Franco agonizaba en el Pardo. Pusimos un tenderete junto al puente del Arenal, a orillas del Nervión, y garabeteamos dedicatorias a todos los despistados que pasaban por allí. Era nuestro primer libro. La primera vez que nuestros nombres entraban en la Biblioteca Nacional. Éramos felices. Luego vinieron muchos más libros de Eduardo, de Rafael, de Toty, de Ramón, de José Luis y míos. Pero el primer libro es el primero, y aún conservo cuatro ejemplares con la cubierta de daguerrotipos quemados y hojas que van amarilleando con el tiempo.
La tertulia se mantuvo durante varios años, José Luis y yo regresamos a Madrid, y los demás organizaron un grupo de agitación poética, Poetas por su pueblo, y editaron una revista mural anónima que empapelaba cada sábado los muros de la Gran Vía de Bilbao, entre El Corte Inglés y el Banco de Vizcaya. Después publicarían varios números de la revista Yambo, y finalmente Zurgai, que aún se sigue publicando (Eduardo fue su primer director, y Rafael está en su consejo de redacción). Hace muchos años que no sé por dónde andan. Sé que Eduardo escribe en El País, y que Paco, el hermano de José Luis, se fue a vivir a una pequeña isla del mar Egeo. Y poco más. De cuando en cuando encuentro un nuevo libro de poemas publicado por alguno de ellos, y el corazón me da un salto de alegría.
Durante dos años José Luis y yo fuimos uña y carne. Él escogió la especialidad de Historia y Geografía, y yo la de Literatura, pero lo que nos gustaba de verdad era escribir. Nos presentábamos a todos los concursos que podíamos para sacarnos algún dinero extra y seguir comprando libros. En verano se vino a casa de mis padres, en Algorta, y seguimos escribiendo sin parar. Hasta 1982 todos los periódicos de España estaban prohibidos los lunes, porque la fiesta del domingo era obligatoria, y el único diario que tenía licencia para venderse en los kioscos era La Hoja del Lunes. Un día de principios de Julio de 1973 vimos que convocaban un concurso de poemas en La Hoja del Lunes de Bilbao en una columna firmada por Joaquín de Aralar, en página par, abajo, junto al crucigrama. Cada lunes publicaban un poema y varios fragmentos de otros. Los dos nos presentamos, y los dos fuimos seleccionados. Nos divertía presentarnos a los mismos concursos, y ganar unas veces uno, y otras veces el otro. En ocasiones, como esa, los dos. El concurso tuvo tanto éxito de participantes, que Joaquín de Aralar propuso hacer una reunión de poetas en un fin de semana, visitando el monte Aralar y el monasterio de San Miguel in Excelsis, en Navarra. Esa sí que fue una estampa insólita, porque el verano de 1973 logró llenar cuatro autobuses de poetas de Bilbao, todos con sus sonetos a cuestas, rumbo a la sierra de Aralar. Más de 240 poetas armados con endecasílabos y rimas asonantes en el lugar donde hoy se levanta el Guggenheim de Gehry. La mayoría eran poetas jubilados, así que los más jóvenes nos amotinamos al fondo de un autobús buscando versos libres. Éramos seis, y antes de volver a Bilbao ya teníamos el proyecto de una tertulia en marcha: el grupo Iruña. Eduardo Rodrigálvarez, Toty de Naverán, Karmele Larrabe, José Ramón Blázquez, José Luis Morales y yo nos reunimos los viernes por la tarde en el café Iruña. Pronto se nos juntó Rafael Martínez, y poco después Pablo González de Langarika, que era primo de Eduardo o de Ramón, ya no me acuerdo. Poco después del verano, un editor vasco, Valentín Graña, de la editorial Comunicación Literaria de Autores nos ofreció publicar un libro con nuestros poemas. Era una editorial pequeña, en la que había publicado anteriormente Gabriel Celaya, Ramón de Garciasol, Victoriano Crémer y Jorge G. Aranguren. Dijimos que sí, ¿cómo negarnos?, y el libro salió al año siguiente con el título “7 x 7 antología”, mientras Franco agonizaba en el Pardo. Pusimos un tenderete junto al puente del Arenal, a orillas del Nervión, y garabeteamos dedicatorias a todos los despistados que pasaban por allí. Era nuestro primer libro. La primera vez que nuestros nombres entraban en la Biblioteca Nacional. Éramos felices. Luego vinieron muchos más libros de Eduardo, de Rafael, de Toty, de Ramón, de José Luis y míos. Pero el primer libro es el primero, y aún conservo cuatro ejemplares con la cubierta de daguerrotipos quemados y hojas que van amarilleando con el tiempo.
La tertulia se mantuvo durante varios años, José Luis y yo regresamos a Madrid, y los demás organizaron un grupo de agitación poética, Poetas por su pueblo, y editaron una revista mural anónima que empapelaba cada sábado los muros de la Gran Vía de Bilbao, entre El Corte Inglés y el Banco de Vizcaya. Después publicarían varios números de la revista Yambo, y finalmente Zurgai, que aún se sigue publicando (Eduardo fue su primer director, y Rafael está en su consejo de redacción). Hace muchos años que no sé por dónde andan. Sé que Eduardo escribe en El País, y que Paco, el hermano de José Luis, se fue a vivir a una pequeña isla del mar Egeo. Y poco más. De cuando en cuando encuentro un nuevo libro de poemas publicado por alguno de ellos, y el corazón me da un salto de alegría.
sábado, 9 de febrero de 2008
Comisaría
Sueño que me torturan, que me arrojan por la ventana del quinto piso de una comisaría y caigo al vacío. Me golpeo contra el suelo y sé que no estoy muerto, pero tengo demasiados huesos rotos como para poder levantarme. La humedad de la cara debe de ser sangre caliente, pero me despierto y reconozco a Bongo, mi peludo husky, que me lame el rostro tras caerme de la cama. La misma pesadilla de siempre. Me relajo y respiro hondo. Con los ojos cerrados noto una especie de lluvia caliente sobre mi cara. Qué extraño. Abro los ojos y veo a cuatro policías orinando sobre mí. Me espabilo del todo y reconozco por fin el patio interior de la comisaría.
viernes, 8 de febrero de 2008
La Odisea II
Este es un texto falso que sustituye al que había antes, para evitar su copia.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.
jueves, 7 de febrero de 2008
Teología de la soberbia
Matías empezó a llorar el miércoles de ceniza. Bajó por la calle Fuencarral acompañando al entierro de la sardina, rodeado de drag-queens semidesnudas y obispos con tangas de cuero, pero al terminar no supo detenerse, y siguió llorando sin freno. El médico le dio la baja, y le hinchó a Prozac, pero Matías siguió llorando. Al cabo de tres días tenía los lacrimales irritados y la piel de las mejillas reblandecida. Lloraba también por las noches, y amanecía sobre una esponja húmeda por almohada. Estudiaron la posibilidad de cauterizarle los conductos lacrimales, pero desistieron porque habría perdido la visión de los dos ojos. Durante meses un psicoanalista escuchó entre hipos todos los sueños que Matías le narraba, sin descubrir la causa de tanta lágrima inútil derramada. ¿Seguro que hace ruido un árbol si se cae en Siberia y nadie lo escucha? ¿Está todavía vivo el gato de Schrödinger dentro de la caja? Matías no supo contestar, solo lloraba.
Algunos empezaron a especular con sus lágrimas. Es Cristo redivivo, y llora por todos nosotros. Es un profeta, y llora por lo que nos espera. Tiene el séptimo chacra abierto, y llora porque sabe de qué materia estamos hechos. Pero Matías no decía nada, solo lloraba. Al cabo de nueve meses, su padre se derrumbó, y se hincó de rodillas ante él, lleno de remordimientos: Perdóname, hijo mío, yo nunca quise hacerte daño. Luego fue su madre, sus hermanos, sus amigos, los vecinos. El dolor era insoportable, así que Matías levantó los ojos y lanzó la pregunta contra el cielo: ¿Para esto me has creado? Y el cielo se abrió, como una sandía, y la poderosísima voz de Dios tronó desde el infinito rasgando las nubes: Mis designios son inescrutables. Y después lo fulminó, con un rayo de soberbia.
Algunos empezaron a especular con sus lágrimas. Es Cristo redivivo, y llora por todos nosotros. Es un profeta, y llora por lo que nos espera. Tiene el séptimo chacra abierto, y llora porque sabe de qué materia estamos hechos. Pero Matías no decía nada, solo lloraba. Al cabo de nueve meses, su padre se derrumbó, y se hincó de rodillas ante él, lleno de remordimientos: Perdóname, hijo mío, yo nunca quise hacerte daño. Luego fue su madre, sus hermanos, sus amigos, los vecinos. El dolor era insoportable, así que Matías levantó los ojos y lanzó la pregunta contra el cielo: ¿Para esto me has creado? Y el cielo se abrió, como una sandía, y la poderosísima voz de Dios tronó desde el infinito rasgando las nubes: Mis designios son inescrutables. Y después lo fulminó, con un rayo de soberbia.
La otra vida
Cada día, cuando se despierta, Bruno Avendaño, un profesor de autoescuela casado y con dos hijas, descubre que se ha convertido en una nueva persona: un adolescente de 16 años en conflicto con su primera novia; una anciana huraña encerrada en un asilo; un inmigrante sin papeles en una chabola de las afueras; un enfermo terminal en el pabellón de oncología; una violinista en una orquesta de cámara centroeuropea... Cada día, antes de desayunar, Bruno se entera por la decoración del lugar, el interior de los armarios, y los datos que le ofrecen los que le rodean, de quién es él en cada ocasión; y no le extraña que nadie se extrañe, porque todos andamos medios dormidos nada más despertarnos. Bruno ya está casi acostumbrado. Siempre ha sido así, aunque nunca le ha tocado ser Bruno, profesor de autoescuela. Y nadie lo sabe, excepto su mujer y sus hijas, con las que se encuentra cada noche, cuando está dormido.
miércoles, 6 de febrero de 2008
Elías en Nueva York
Elías está en Nueva York con mi cámara de fotos. Ha pedido una semana de vacaciones y se ha plantado en Times Square de la mano de Natalia. Los hijos crecen, y cruzan océanos cogidos de la mano de novias que nunca les hemos presentado. Es una sensación extraña, porque mi primer impulso fue ir a hablar con el comandante del Airbus A340 para exigirle que despegue y aterrice despacito, que le voy a estar mirando a ver cómo lo hace. Y que nada de beber, ni santiguarse, ni mirar el culo de la azafata, ni besar el escapulario de San Cristóbal antes de enfilar la pista. Los pilotos beatos, a descargar maletas, porque cada vez que un iluminado coge los mandos de un avión y dice “que sea lo que Dios quiera”, pasa lo que no tenía que pasar. Al final me he aguantado las ganas y no le he dicho nada para no avergonzar a Elías. Pero me apuntado su nombre y su número de licencia.
Estoy constipado, y dura. Tengo el estómago estrangulado, los ojos inflamados, los músculos desalentados. Un despojo. Solo percibo mi cuerpo cuando estoy lesionado, cuando no me quedan recambios ni cirugía que me reinvente. En estos momentos no me importa la belleza, sino la supervivencia, aunque se trate de una gripe pasajera, de la que podré burlarme el próximo miércoles. Dejo de afeitarme, de ducharme, de lavarme los dientes, de pasear, de leer, de hablar y de comer. Si la muerte viene a buscarme, por lo menos que me encuentre hecho una piltrafa. Que le dé reparo. Me siento tan indefenso que cualquier tirillas puede llegar y tumbarme con soplar un poco, y esa sensación de fragilidad me ahoga. Los consuelos no me alivian, por más que Bea me repita lo de “Sana, sana, culito de rana, si no se cura hoy se curará mañana”, porque el exorcismo no hace efecto, y acabo renegando de San Cosme y San Damián, y pidiendo que los decapiten otra vez con la espada de Essen.
No es un problema de dolor, porque doler no duele tanto, sino de límites. De pronto descubro que mi cuerpo es mortal, que está compuesto de órganos quebradizos, y me asomo un instante a la fosa que aún no está abierta en el cementerio. No se trata de tópicos declamados sobre la barra del bar (Todos moriremos, la vida es una grieta de luz entre dos eternidades de oscuridad), sino de percibir la fugacidad del cuerpo mientras me atiborro a Clamoxil y paracetamol en un malsano intento, nada budista, de desalojar a todos los virus y bacterias que se han apoderado de mi cuerpo.
martes, 5 de febrero de 2008
Una lágrima tatuada
Este es un texto falso que sustituye al que había antes, para evitar su copia.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.
lunes, 4 de febrero de 2008
Jerarquías celestiales
Según el obispo Dionisio Areopagita, discípulo de San Pablo, hay nueve categorías de ángeles, divididos en tres esferas jerárquicas: mensajeros, gobernadores y consejeros. Eso es como en cualquier empresa. Así que si te contratan en el cielo, que sepas que hasta llegar a Dios vas a tener que pasar por los siguientes estratos: ángel de la guarda, arcángel, principado, potestad, virtud, dominación, trono, querubín y serafín. Cuando seas serafín, estarás en lo más alto, tendrás seis pares de alas y podrás salir a cazar unicornios con Dios, porque serás uno de los que están a su lado cantando y comiéndole la oreja todo el día: Santo, santo, santo. Habrás ido perdiendo masa terrenal y aumentando la frecuencia de vibración. O sea, que no se te ve, estás arriba de la escala funcionarial, y ni siquiera es necesario que vayas a fichar. Lógico. Aquí pasa lo mismo: ¿Desde cuándo está el consejero delegado en su despacho? Yo nunca lo he visto. Pues a los consejeros celestiales tampoco. Están soplando la flauta en otro departamento.
Por debajo de los serafines están los querubines (los del fundamento y los del firmamento), capitaneados por el arcángel Gabriel. Parece una contradicción que un arcángel mande más que un querubín, ¿verdad? Pero es que por lo visto los arcángeles son seres superlumínicos, y transportan órdenes directas del Jefe. De hecho, al arcángel Rafael, que cualquiera lo puede reconocer porque trabaja con el rayo verde, dirige a las dominaciones. El arcángel Miguel con su rayo blanco dirige a las potestades, y Uriel a los principados. Todo es cuestión de organizarse.
Desde luego, al obispo Dionisio no le faltaba imaginación. O tal vez consiguió infiltrar un topo, un quintacolumnista, en el consejo de administración del Altísimo. Pero ahora que sé cómo funciona la burocracia celestial, me quedo más tranquilo, porque ya sé en qué ventanilla presentar mi instancia.
Por debajo de los serafines están los querubines (los del fundamento y los del firmamento), capitaneados por el arcángel Gabriel. Parece una contradicción que un arcángel mande más que un querubín, ¿verdad? Pero es que por lo visto los arcángeles son seres superlumínicos, y transportan órdenes directas del Jefe. De hecho, al arcángel Rafael, que cualquiera lo puede reconocer porque trabaja con el rayo verde, dirige a las dominaciones. El arcángel Miguel con su rayo blanco dirige a las potestades, y Uriel a los principados. Todo es cuestión de organizarse.
Desde luego, al obispo Dionisio no le faltaba imaginación. O tal vez consiguió infiltrar un topo, un quintacolumnista, en el consejo de administración del Altísimo. Pero ahora que sé cómo funciona la burocracia celestial, me quedo más tranquilo, porque ya sé en qué ventanilla presentar mi instancia.
domingo, 3 de febrero de 2008
Con una vida basta
Este es un texto falso que sustituye al que había antes, para evitar su copia.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.
sábado, 2 de febrero de 2008
Me he visto en Google
Esta mañana Bea y yo hemos dado un paseo por el Ambroz, a la sombra del monte Pinajarro. Estamos en invierno, y los alisos, las acacias, los chopos y los fresnos han perdido todas sus hojas. Levantan sus ramas famélicas hacia un sol tibio y enfermizo. Los vecinos nos saludan, aunque no nos conocen. Bea me dice que tenemos suerte, que vivimos en un lugar privilegiado, nuestra casa es la más bonita, tenemos dos perros mimosos, nos gusta nuestro trabajo, y somos felices, aunque ahora estemos constipados. Es verdad, le digo, yo no me quejo. Seguimos caminando. Hace fresco, y los dedos de las manos se le quedan fríos. Se los caliento con mi mano. Siempre tienes la mano caliente, me dice. Debe de ser herencia de mi padre, aunque él siempre tuvo los dedos largos y las uñas perfectamente recortadas. Mis manos son un desastre: tengo los dedos cortos y gordos, como mi madre, y me rebano las uñas a mordiscos cada vez que vamos al cine. Pero con estos dedos como porras, gordos y calientes, golpeo las teclas del ordenador, le aparto a Bea el pelo de la cara, me inyecto insulina, sujeto las chuletas de cordero por el hueso, y he volteado las páginas de miles de libros. Qué más quiero. A mí me valen, aunque los de mi padre sean más bonitos.
Jaime y la Nena están en Río de Janeiro, en los carnavales. Es posible que Nacho y Vania estén con ellos. Querían que nos apuntáramos al viaje, pero nos dio pereza. Muchas horas de avión,
mucho dinero, y poco tiempo. Dijimos que no. Además, no tengo el cuerpo de jota, ni de samba. Hace años amanecía cerrando bares en Madrid, y entrando en privados a través de contraseñas, pero ahora tendrían que secuestrarme. Quita, quita. No dudo que en Río existan emociones: puedes despertar en un basurero con una cicatriz de más y un riñón de menos, puedes participar en un ceremonial de vudú, los jíbaros te pueden convertir en un madelman, puedes donar tus corneas involuntariamente a un antiguo torturador brasileño, y perder la virginidad anal antes de que llegue el miércoles de ceniza. Pues mira, casi que me quedo en casa. (No es verdad, a pesar de todo me gustaría estar allí, la vida nunca se debe vivir con miedo).
Dicen que hay muchas personas que teclean su nombre en Google para ver si existen en Internet. Yo lo hago de vez en cuando. Lo malo es que, a veces, me llevo alguna sorpresa desagradable. Hoy me acabo de enterar de que estoy muerto desde hace casi seis años. Me asesinó un vecino harto de escuchar los ruidos que hacía al colocar una ventana. La crónica del diario lo describe así: “Buenos Aires, 15 mayo 2002 (DyN) - Un hombre mató a su vecino de dos balazos porque hacía ruido mientras realizaba refacciones en su vivienda del barrio Villa Barceló, en el partido de Lanús, y luego se presentó a la policía donde quedó detenido, informaron hoy fuentes policiales y judiciales. El hecho se produjo alrededor de las 21 de ayer martes, cuando la víctima, identificada oficialmente como Enrique Páez, de 37 años, colocaba una ventana en su vivienda de la avenida Centenario Uruguayo al 2000, esquina Alvear, en esa localidad del sur del Gran Buenos Aires.”
Estoy seguro de que era yo. Los periódicos no mienten. Llevo muerto cinco años y medio, pudriéndome bajo tierra. No sé si decírselo a mi hijo, y a Bea, pero casi seguro que se van a llevar un disgusto. Y mis hermanos también. No lo sabe nadie. Pero tendré que confesarlo, una cosa así la tienen que saber. Me dirán que cómo es posible, que por qué no lo he dicho antes, que soy un desastre, que cómo es que no me he dado cuenta hasta ahora. Menuda la que me espera. Y no solo eso, sino que después vendrán las preguntas, ¿Quién eres tú?, ¿De dónde has salido?, y las sospechas malintencionadas, ¿No habrás sido tú?, ¿Dónde estabas ese día? Y la verdad es que no voy a saber responder, ni sé a dónde voy a ir después, con ese desconcierto a cuestas, incluso con la duda de si yo habré tenido algo que ver con la muerte de ese pobre hombre.
Jaime y la Nena están en Río de Janeiro, en los carnavales. Es posible que Nacho y Vania estén con ellos. Querían que nos apuntáramos al viaje, pero nos dio pereza. Muchas horas de avión,
mucho dinero, y poco tiempo. Dijimos que no. Además, no tengo el cuerpo de jota, ni de samba. Hace años amanecía cerrando bares en Madrid, y entrando en privados a través de contraseñas, pero ahora tendrían que secuestrarme. Quita, quita. No dudo que en Río existan emociones: puedes despertar en un basurero con una cicatriz de más y un riñón de menos, puedes participar en un ceremonial de vudú, los jíbaros te pueden convertir en un madelman, puedes donar tus corneas involuntariamente a un antiguo torturador brasileño, y perder la virginidad anal antes de que llegue el miércoles de ceniza. Pues mira, casi que me quedo en casa. (No es verdad, a pesar de todo me gustaría estar allí, la vida nunca se debe vivir con miedo).
Dicen que hay muchas personas que teclean su nombre en Google para ver si existen en Internet. Yo lo hago de vez en cuando. Lo malo es que, a veces, me llevo alguna sorpresa desagradable. Hoy me acabo de enterar de que estoy muerto desde hace casi seis años. Me asesinó un vecino harto de escuchar los ruidos que hacía al colocar una ventana. La crónica del diario lo describe así: “Buenos Aires, 15 mayo 2002 (DyN) - Un hombre mató a su vecino de dos balazos porque hacía ruido mientras realizaba refacciones en su vivienda del barrio Villa Barceló, en el partido de Lanús, y luego se presentó a la policía donde quedó detenido, informaron hoy fuentes policiales y judiciales. El hecho se produjo alrededor de las 21 de ayer martes, cuando la víctima, identificada oficialmente como Enrique Páez, de 37 años, colocaba una ventana en su vivienda de la avenida Centenario Uruguayo al 2000, esquina Alvear, en esa localidad del sur del Gran Buenos Aires.”
Estoy seguro de que era yo. Los periódicos no mienten. Llevo muerto cinco años y medio, pudriéndome bajo tierra. No sé si decírselo a mi hijo, y a Bea, pero casi seguro que se van a llevar un disgusto. Y mis hermanos también. No lo sabe nadie. Pero tendré que confesarlo, una cosa así la tienen que saber. Me dirán que cómo es posible, que por qué no lo he dicho antes, que soy un desastre, que cómo es que no me he dado cuenta hasta ahora. Menuda la que me espera. Y no solo eso, sino que después vendrán las preguntas, ¿Quién eres tú?, ¿De dónde has salido?, y las sospechas malintencionadas, ¿No habrás sido tú?, ¿Dónde estabas ese día? Y la verdad es que no voy a saber responder, ni sé a dónde voy a ir después, con ese desconcierto a cuestas, incluso con la duda de si yo habré tenido algo que ver con la muerte de ese pobre hombre.
viernes, 1 de febrero de 2008
A veces me acuerdo
Angelines nos ha dicho que acaba de morirse su cuñado en Hervás, se llamaba Juanjo. Roberto Bermejo, el fontanero, se compró una moto BMW el verano pasado, y se estrelló contra una furgoneta en menos de dos días. Dejó dos niñas huérfanas. Antonio Guerrero tenía cáncer, y se disparó en el paladar bajo un magnolio en el jardín de la Facultad de Física. Rafael Fortes tenía cirrosis hepática, pero sus hijos no sabían que bebía. Luis Buzón y los dos hermanos Cuevas murieron de sobredosis antes de cumplir los 23 años. La madre de Rosa se ahogó en la piscina. El marido de Graciela Barbieri, ¿cómo se llamaba?, se perdió en el mar hace 30 años, dejando a Lucas huérfano. Carmen Mieza se clavó una espada de cristal al resbalar junto al balcón de su casa. A Gonzalo le falló el corazón antes de que llegara un donante, en el hospital de Valdecilla. Norma murió de pena cuando su padre no quiso hablar con ella. Carlos dejó de fumar, pero ya era tarde. La madre de Chris Debelius se lanzó al vacío desde un piso 14 en Arturo Soria. Ana Seijas murió de sida en Málaga, cuando ya estaba desintoxicándose. Eduardo Haro, el hijo, también murió de sida. Luisa Trigo no sé de qué murió, su madre nunca me lo dijo. Emilia y Pilón tenían cáncer. Samuel y Quico infartos. Qué quieres que haga, ya sé que no estamos en noviembre, pero a veces me acuerdo de los muertos.
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