miércoles, 6 de febrero de 2008

Elías en Nueva York

Elías está en Nueva York con mi cámara de fotos. Ha pedido una semana de vacaciones y se ha plantado en Times Square de la mano de Natalia. Los hijos crecen, y cruzan océanos cogidos de la mano de novias que nunca les hemos presentado. Es una sensación extraña, porque mi primer impulso fue ir a hablar con el comandante del Airbus A340 para exigirle que despegue y aterrice despacito, que le voy a estar mirando a ver cómo lo hace. Y que nada de beber, ni santiguarse, ni mirar el culo de la azafata, ni besar el escapulario de San Cristóbal antes de enfilar la pista. Los pilotos beatos, a descargar maletas, porque cada vez que un iluminado coge los mandos de un avión y dice “que sea lo que Dios quiera”, pasa lo que no tenía que pasar. Al final me he aguantado las ganas y no le he dicho nada para no avergonzar a Elías. Pero me apuntado su nombre y su número de licencia.

Estoy constipado, y dura. Tengo el estómago estrangulado, los ojos inflamados, los músculos desalentados. Un despojo. Solo percibo mi cuerpo cuando estoy lesionado, cuando no me quedan recambios ni cirugía que me reinvente. En estos momentos no me importa la belleza, sino la supervivencia, aunque se trate de una gripe pasajera, de la que podré burlarme el próximo miércoles. Dejo de afeitarme, de ducharme, de lavarme los dientes, de pasear, de leer, de hablar y de comer. Si la muerte viene a buscarme, por lo menos que me encuentre hecho una piltrafa. Que le dé reparo. Me siento tan indefenso que cualquier tirillas puede llegar y tumbarme con soplar un poco, y esa sensación de fragilidad me ahoga. Los consuelos no me alivian, por más que Bea me repita lo de “Sana, sana, culito de rana, si no se cura hoy se curará mañana”, porque el exorcismo no hace efecto, y acabo renegando de San Cosme y San Damián, y pidiendo que los decapiten otra vez con la espada de Essen.
No es un problema de dolor, porque doler no duele tanto, sino de límites. De pronto descubro que mi cuerpo es mortal, que está compuesto de órganos quebradizos, y me asomo un instante a la fosa que aún no está abierta en el cementerio. No se trata de tópicos declamados sobre la barra del bar (Todos moriremos, la vida es una grieta de luz entre dos eternidades de oscuridad), sino de percibir la fugacidad del cuerpo mientras me atiborro a Clamoxil y paracetamol en un malsano intento, nada budista, de desalojar a todos los virus y bacterias que se han apoderado de mi cuerpo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Ven al sofá, que te Voy a mimar.

Anónimo dijo...

Siento saber que estás malito, espero que los mimos de Bea te hayan hecho sentir mejor.

Qué frágiles nos reconocemos cuando fallan las fuerzas, aunque sólo sean mocos.

Pero me quedo mucho más tranquila sabiendo que no es que estés depre, sino que son la dualidad y sus misterios quienes sostienen tus tejidos existenciales... y quizá también los responsables de tu personalísimo estilo :-)

Me alegra saber de ti. Cuídate y ponte bueno.

Enrique Páez dijo...

Hola, Elisa:
Qué bueno sabe de ti. Estás en tu casa. Un beso con gripe desde el sofá,
Enrique