domingo, 2 de junio de 2024

Los esqueletos - Primera parte: Fragmentos de una autopsia (001 a 003)

 

Los esqueletos

Enrique Páez


 

Primera parte: Fragmentos de una autopsia (001 a 003)


001

TUS PADRES HAN muerto. Los dos. Primero tu madre, Aurora, taladrada por una escara de treinta centímetros que arrasó todos los órganos que encontró a su paso. Una herida nacida en la espalda, en algún pliegue de la piel acartonada después de noventa años, una guerra y diez partos. La grieta creció por dentro semana tras semana como una lenta puñalada invadiendo su cuerpo, hasta que asomó su bocaza infecta en mitad de la espalda, cerca de la columna. El doctor Sandino os dijo que ya no había nada que hacer, tan solo esperar su muerte por asfixia, o desangrada, o por infección masiva. Murió deshidratada un tres de noviembre, con la morfina derramándose por el embozo de las sábanas, tras cinco días desconectada de todas las sondas y al borde del coma. Una agonía innecesaria, dilatada con crueldad gracias a los avances de la medicina occidental, capaz de alargar la enfermedad terminal de los moribundos durante meses de agotamiento y dolor. Para ello no se necesita más que tener un cuadro de médicos beatos poseedores de una ética confusa que les impone prolongar el sufrimiento, y racanear con los analgésicos y los sedantes para que los pacientes no se acostumbren.

Durante su última semana, haciendo turnos para dormir junto a ella, te sentaste a la orilla de la cama y oíste a tu madre gritar de dolor en la cama del hospital de Valdecilla, y cada vez que la escuchabas te entraban unas ganas furiosas de asaltar la farmacia a punta de pistola y llevarte toda la morfina para calmar el sufrimiento inútil.

Es que si se duerme no lucha.

Es que a lo mejor le provocamos una adicción a las drogas.

Piensa que a lo mejor no le duele tanto como parece, porque la gente mayor es muy quejica.

Es que la dosis la dicta el médico, y él no pasa revisión hasta mañana al mediodía.

Es que es bueno que le duela un poco y esté despierta para que nos diga dónde le duele y así poder tratarla.

No eres violento, incluso te negaste a hacer la mili, y por fortuna no tienes ni quieres tener un arma de fuego. Menos mal, porque si no quizá la hubieras usado. Primero contra el médico y las enfermeras, por torturadores, después contra tu madre para terminar con su agonía, y por último contra ti, para evitar pudrirte una eternidad en la cárcel.

La agonía se ceba en los viejos y en los enfermos. Los nuevos verdugos tienen títulos universitarios y están a sueldo de la Seguridad Social. Los nuevos sótanos de tortura reciben el nombre de hospitales. Tu madre murió con dolor, y eso no lo puedes perdonar. Un dolor intermitente y largo, dilatado meses eternos, un navajazo incesante que le taladraba un milímetro cada día. Los calmantes se los administraban a posteriori, cuando los gritos de dolor despertaban al internista del sopor de la siesta.

Cuidado, no vaya a ser que la moribunda de la 703 se convierta en drogadicta.

El resultado es que sufrió. Su piel fue adelgazando hasta llegar a ser tan fina como un papel de arroz japonés, y guardaba en sus mejillas la huella de cada beso durante algunos segundos. Murió entre bofetadas de dolor, mitigada algunas veces por la calderilla de analgésicos del médico de guardia, temeroso siempre de excederse en la dosis.

 

Dos semanas después le siguió tu padre, Alfredo, perdido en el vértigo del Alzheimer, nublado por las cataratas y agarrotado en una silla de ruedas entre pañales húmedos de incontinencia. Cuando solo le faltaba un día para morir, las fuerzas le fallaron hasta el punto de que dejó de parpadear mientras miraba hacia ninguna parte. Tu hermano Jaime, que lo observaba de cerca, se acercaba hasta la silla en la que permanecía sentado, y le cerraba y abría los párpados varias veces para que los ojos no se le resecaran. Había adelgazado tanto que incluso se le caía el anillo de casado que llevaba en su dedo anular desde hacía setenta años. Nunca supo que tu madre se había muerto quince días antes. O sí lo supo, de algún modo secreto, y se dejó morir en un susurro. Dejó de respirar, sin un balbuceo, a las tres de la tarde, mientras Tito y Jaime le velaban su respiración minúscula. Sin siquiera fuerzas para el último parpadeo.

Tu padre, ese guerrero indestructible, ese gigante de manos calientes y piernas largas, ese roble inmortal que te ayudó a cruzar todas las calles con la ayuda apenas de dos dedos de su mano, ese volcán que dejó preñada diez veces a tu madre con un solo orgasmo incontenible, murió sin hacer ruido ni presentar resistencia, con solo hacer un último esfuerzo para cerrar los labios y dejar de respirar.

Te dicen que es ley de vida, aunque sea ley de muerte, porque los dos habían cumplido noventa años.

Qué historia de amor tan bonita, un ejemplo para todos, setenta años compartiendo una vida plena, ¿verdad?

Eso te repiten con voz empalagosa los adoradores de los tópicos en el funeral.

Unidos en la vida y en la muerte, como dos tortolitos. Seguro que tu padre lo sabía, supo que Aurora había abandonado este mundo, aunque nadie se lo dijera, y se ha dejado morir para unirse a tu madre en reino de los justos.

Eso no lo sabes. No estás seguro, aunque tiene sentido que después de setenta años tuviera una conexión subterránea, una percepción extrasensorial que le advirtiera que el otro había dejado de respirar. En todo caso su historia común no te pertenece. Te han convertido en un huérfano tardío. Un huérfano con demasiados años. Ya te tocaba, lo sabes, no te quejes, pero te asusta que la cadena trófica haya dado un salto y te haya colocado en primera línea del frente. Tú serás el próximo. Acabas de ver en qué consiste morir, y te entran arcadas al tiempo que una cuchilla de afeitar te recorre las pupilas. Mírate al espejo: No eres más que un espantapájaros enterrando a tus padres delante de tu propio hijo, para que aprenda, para que sepa cómo te tiene que enterrar a ti en la próxima vuelta de campana.

Aún recuerdas ese día en que te asomaste a los ojos moribundos de tus padres, primero a los de uno y luego a los del otro, y presenciaste el miedo que sentían al borde del abismo. En sus ojos leíste que sabían que estaban a punto de caer. Y deberías saber que ese miedo no se va con ellos, no se lo llevan, no les acompaña al otro mundo: te lo dejan como herencia, y ahora es todo tuyo y para siempre, hasta que tus pulmones también dejen de bombear aire.

 


 

002

DESDE UNA ESQUINA del sofá observas a tus hermanos, espejos deformantes de ti mismo. Tienen rastros de tu voz, hasta el punto de que a veces os confunden por teléfono. Descubres muletillas y gestos que tú también repites, y no sabes si son ellos los que te imitan, si eres tú el que les copia a ellos, o si son tus padres los que se multiplican como un virus a través de sus variaciones. Les quieres, has aprendido a quererlos, pero te dan miedo. Están asilvestrados. Cuando se reúnen, cuando os reunís, se transforman en hordas de Atila, en una kale borroka descerebrada, y crees que serían capaces de abrirte y abrirse el pecho a través del esternón por una apuesta, en un exceso de testosterona. Sabes que tú también harías lo mismo, y que provocas en ellos el mismo miedo. La ley de la selva en las familias numerosas es pura supervivencia.

Ahora son hombres y mujeres crecidos y vencedores en mil combates, Tito, Javier, pero no es preciso hacer muchos esfuerzos para ver que están heridos, Coke, Nacho, se tapan el boquete que sangra con una mano, Jorge, la Nena, y hablan de viajes, Jaime, Peancha, tratando de no saber cuál es el alcance de la herida.

Pero es una herida mortal, y no se curará jamás. Tal vez, con el tiempo, dentro de algunos años, cicatrice, y deje bajo la piel enrojecida un termómetro sensible a las lluvias y a las tormentas.

 

Las cenizas de tu padre se quedaron durante un tiempo en una repisa del salón en casa de Coke, dentro de una pequeña urna de madera oscura del tamaño de una caja de zapatos, recubierta con una funda de plástico impermeable negro con cremallera. Es idéntica a la de tu madre, y solo se distinguen si lees las iniciales grabadas en una diminuta placa de metal clavada en el frontal. Es todo lo que quedaba de ellos: puras cenizas grises, que más que al polvo se asemejan a escamas de sal gruesa.

—¿Se les va a guardar en el nicho con la funda o sin la funda? —preguntó Jorge de camino al cementerio.

Y de pronto hay un silencio. ¿Qué será mejor? La funda es un poco fea para el viaje eterno, le da a la urna un aspecto frívolo de bolsa de maquillaje o caja de herramientas, pero también protegerá a la urna de la humedad y el frío en el columbario de Santander. Decidís dejar la funda puesta.

—Además —añadió Javier con mucho sentido—. ¿Qué hacemos después con la funda en casa? No la puedes tirar a la basura, porque ha sido el último transporte de los padres, y a ver quién tiene huevos de usarla como almacén de cedés, o para guardar un tupper con comida.

Os reís. El humor negro es un tatuaje para machos y valientes, y vosotros tenéis de sobra. El último, Nenaza. Tus padres habrían sonreído. Ellos no tenían mucho sentido del humor, pero celebraban el vuestro.

El día del entierro hacía frío, noviembre cántabro, y unas nubes gordas amenazaban lluvia. Vosotros también, curtidos piratas, amenazabais lágrimas. Esperasteis dos días para que Nacho llegara desde Brasil antes de enterrarlos juntos. El sendero de grava del cementerio os condujo a través de un mar de tumbas que parecían barcos a la deriva. Las lápidas más antiguas escoraban a babor y estribor, hundiendo unas veces la proa y otras la popa en vaivenes de olas de mar. Sepulcros a la deriva, sin timón, donde la tierra blanda había cedido, convirtiéndolos en veleros próximos al hundimiento. Te parece una metáfora extraña y hermosa al mismo tiempo: un cementerio junto al mar que imita los naufragios, poblado de barcos piratas con los huesos de las banderas almacenados en la bodega.

Seguís en comitiva al albañil del cementerio. Jaime no pudo evitar hacer un comentario profesional chistoso:

—Ahí va el albañil, prestigiando su oficio al encabezar un cortejo de veinte títulos universitarios.

Sois todos vosotros, los nuevos huérfanos de Alfredo y Aurora, a los que se suman cuñadas y nietos. La familia estricta, y ya sois muchos. El albañil rompe con una maceta y un cincel el sello de cemento del nicho donde están las cenizas de tu madre desde hace apenas dos semanas, recoge los fragmentos y se hace a un lado con respeto. Tito hunde los brazos en el interior del hueco, extrae la urna con las cenizas de tu madre y se la pasa a Nacho. Nacho sopesa y acuna la urna un rato, y te la pasa a ti. Pesa poco y duele mucho.

Hubo un tiempo necesario en que tus padres eran Dios. Un dios bicéfalo indestructible, capaz de protegerte más allá del sueño y de la noche. Cuando mueren tus padres muere Dios, muere el paraguas protector, muere la eternidad y la invulnerabilidad. Dios murió dos veces ese noviembre: se llamaba Aurora y Alfredo, y de ellos solo restan cenizas.

En el cementerio la Nena lee la carta que le escribiste a tu madre cuando cumplió ochenta años, y Peancha la que le escribiste a tu padre. Tú no puedes hablar, y te asombra que a ellas les alcance la voz hasta la garganta. Es el largo aprendizaje de la alexitimia, asignatura obligada para todas las familias numerosas. Colocáis de nuevo las dos urnas al fondo del nicho, una junto a la otra, protegidas por las fundas, y el albañil tapia el nicho y lo sella con una masa de yeso negro.

—¿Le grabo las iniciales en el cemento? —pregunta.

—No hace falta. Ya lo hacemos nosotros —dice Jaime.

Tu hermano Coke fabrica un punzón con una rama seca, y escribe con caligrafía hermosa los nombres de tus padres en la diminuta pared de cemento que sella su tumba, Aurora Mañá y Alfredo Páez, y después todos vosotros, de mayor a menor, apretáis la huella de vuestro pulgar en el cemento fresco. Patty estampa la suya en nombre de su padre Zalo, enterrado cincuenta metros más al sur desde hace diecisiete años. Diez huellas huérfanas en un espejo de arena que ya no os refleja. También vosotros, y vuestras huellas, estáis enterrados en Santander, muy cerca de la tumba de Zalo. Salís del cementerio con dos cadáveres a cuestas inyectados por debajo de la piel, en lo más profundo del hueso. Hace frío, y antes de llegar a los coches se desata un vendaval de lluvia y nieve que recorre toda la península, pero vosotros ya lo tenéis dentro, como una garrapata congelada, una costra de hielo por debajo del abrigo.

Sientes la amputación de un cuerpo que no es el tuyo, y así será hasta que te acostumbres a estar un poco muerto, y a caminar con la espalda vencida por el peso de los cadáveres, el tiempo y los espejos.

 


 

003

TU MADRE ESPERÓ solo dos semanas para llamar a tu padre a capítulo. ¡Alfredo, ven aquí, no hagas que me enfade! Y tu padre fue, como un corderito. Las hermanas de tu madre siempre dijeron que era un poco calzonazos, para qué negarlo. Eso contaba Chitín, que le conoció en los bombardeos de la guerra civil, allá por 1937 a lo más tardar.

Hay una foto de Caracas que siempre te fascinó: tu madre con vestido largo, de fiesta, flanqueada por tus cuatro hermanos mayores, dos a cada lado, vestidos de esmoquin. Una mujer radiante, con cuarenta y siete años y aparentando diez menos, rodeada de una guardia pretoriana de jóvenes tiburones: sus hijos/novios. Que tu madre fuera la gran puta de Babilonia solo pertenece al imaginario edípico común, pero el empeño de no dejar nunca de ser objeto de deseo llegó al extremo de hacerse una liposucción con ochenta años cumplidos. A ti te tocó sufrir su intento de alargar la eterna juventud cuando a los doce años, al regreso de Caracas donde todos los niños llevaban pantalón largo, tu madre te obligó a ponerte un pantalón corto. ¿Qué hacías tú con pantalón corto después de tres años llevándolo largo? ¿Por qué ese empecinamiento de tu madre en que Jaime y tú os pusierais el pantalón corto antes de aterrizar en Madrid? Para ti era incomprensible. Ni siquiera tenías pantalones cortos en tu armario, y te veías ridículo y aniñado con doce años y los muslos y las rodillas al aire. Jaime y Peancha pagaban solo medio billete de avión, pero a ti te tuvieron que sacar el billete completo, como un adulto. Durante el mes anterior al viaje de regreso estuvisteis discutiendo tu madre y tú, sin que pudieras convencerla de que el ridículo te atormentaba. Ninguno de tus amigos de tu misma edad llevaba pantalón corto, así que ¿por qué tu madre te obligaba a ponértelo? La respuesta jamás te la dio tu madre, sino el psicoanálisis, treinta años más tarde: tu madre solo quería seguir siendo una mujer joven, una madre reciente con hijos que aún llevaban pantalón corto. Tú ibas a ser la demostración de que tu madre no envejecía, tus pantalones cortos tenían que demostrar que ella era una mujer de parto reciente, una mujer con cuatro hijos/novios, pero en edad de criar hijos pequeños, una mujer deseable, y no una menopaúsica con el vientre flácido. Así pues embarcaste en el avión de Maiquetía con pantalón largo, y descendiste en Barajas con pantalón corto. A mitad de vuelo tu madre te obligó a cambiarte de pantalón en el servicio del avión.

Tu padre tampoco quiso envejecer, y su manera de luchar contra lo evidente fue retrasar su jubilación hasta que por decreto tuvo que renunciar a sus clases. Fue el primer profesor emérito de la Universidad de Santander, un título obligado para poder seguir ejerciendo después de los setenta años. Cuando cumplió los ochenta, prácticamente ciego y con un comienzo de Alzheimer aún no detectado, el gobierno tuvo que sacar un nuevo decreto en el que limitaba a los ochenta años el tope de edad para que los profesores eméritos siguieran dando clase. Tu padre amenazaba ser el profesor eterno, la estatua de mármol del departamento, la cátedra milenaria de hormigón armado.

Tus padres jamás envejecieron motu proprio, y muy pronto descubristeis que el síndrome de Peter Pan era hereditario. Tito no quería jubilarse, aunque ya le había llegado la edad; Javier se quitaba quince años en el currículum; Coke tuvo otro hijo con cincuenta y tantos años; Nacho resoplaba cuando sus dos nietas le llamaban abuelo; la Nena se apuntó al único club de moteros que admitía socias de más de sesenta años; Jaime frecuenta los mismos bares que sus hijos; Zalo prefirió morir antes que envejecer; y tú escribes literatura infantil y juvenil por pura identificación con los personajes. Qué quieres. Tal vez el virus que aletarga el crecimiento estaba en los dos únicos trajes de primera comunión que compartisteis todos vosotros, con sandalias de charol blanco y misalito Regina de nácar incluido. Cuando te llegó a ti, el traje sabía mucho más que tú de ceremonias religiosas y meriendas a orillas del río Jarama, y sus cuatro sietes en las perneras del pantalón lo confirmaban.

 

Algunas veces te miras en el espejo y te preguntas cómo lograste sobrevivir a tus hermanos. No fue fácil. Tú eras de los pequeños, pero no el más pequeño. El octavo. Estabas un poco escondido allí, detrás de la Nena y antes de Jaime. Aprendiste a ser invisible.

Pero con diez aprendices de verdugos no es fácil esconderse. Cuando Tito recibía una bofetada, había un eco por el pasillo, y todos recibíais la vuestra en una cascada de fichas de dominó. Peancha se quedaba siempre con el último guantazo, porque detrás de ella no había ni siquiera un perro al que darle una patada. Tú eras solo una pieza intermedia, un eslabón de la cadena de trasmisión de bofetadas.

¿Y cuando Tito recibía un beso de tu padre? Mentira. ¿De cuándo acá Tito recibió un beso de tu padre? Eso es cosa de maricones, y los ingenieros de caminos no tienen debilidades homosexuales. Hasta ahí podíamos llegar. Los ingenieros de caminos, como tu padre, tienen la polla de hormigón, diluyen su sangre con cemento Portland, y no mueven los labios si no es para dictar una conferencia sobre las cúpulas pretensadas de Brasilia. No están fabricados para dar besos, y eso viene de serie. Cuando naciste, los nombres de chicos ya se habían agotado en el estrecho imaginario de tu padre, así que el día que tu madre le preguntó por el nombre con el que quería bautizar a su octavo hijo, el séptimo de los varones, él siguió enfrascado en el proyecto marino que le habían encargado desde Lisboa, y que en esos momentos estaba acabando de rotular.

—Alfredo, que te he preguntado que qué nombre le vamos a poner al nuevo —insistió tu madre empezando a perder la paciencia.

—Don Enrique, el navegante —dijo tu padre subrayando el nombre del proyecto con el tiralíneas cargado de tinta china negra.

—¿Enrique? —tu madre dudó solo un instante—. Bueno, vale, no está mal —y cerró la puerta con un nuevo nombre para su vientre abultado.

Que tus padres no tenían sentido del humor lo sabe hasta el arzobispo de Toledo. Ser ingeniero y esposa de ingeniero no es algo que se pueda tomar a guasa. Y aún así recuerdas que una vez tu padre le gastó una broma a uno de tus hermanos. Una broma didáctica, qué remedio, pero broma a fin de cuentas. Al terminar el Preu, Coke le confesó en mitad de la comida del domingo que quería estudiar Arquitectura.

—¿Arquitectura? —se extrañó tu padre. Para tu padre todo aquel que no estudiara ingeniería de Caminos era un ser de difícil comprensión.

—Sí, Arquitectura —dijo Coke orgulloso—. ¿Qué te parece?

—Sabes la definición de arquitecto, ¿verdad? —dijo tu padre sin mostrar emoción.

—No —reconoció Coke.

Todos dejasteis la cuchara detenida en el aire, esperando las palabras de tu padre. Sin saberlo tú estabas aprendiendo a construir el suspense.

—Un arquitecto es alguien que no es lo bastante macho como para estudiar Caminos, ni lo bastante mariquita como para ser decorador.

Luego quizá le dio un abrazo, pero sin mariconadas.

 

(Continuará)

 

 

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