viernes, 7 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Segunda parte: Kale borroka (de 016 a 018)

 Los esqueletos  (continuación)  

Segunda parte: Kale borroka (de 016 a 018)


016

NO SÉ BIEN cómo se gestiona el rencor. Muchos me diréis que solo hay que no tenerlo, que es innecesario, malo, que no sirve para nada, que no ayuda a nadie. Es verdad. Pero lo mismo se puede decir de los celos, y aún no se ha inventado la pastillita que los elimine. Ni la envidia. Ni el odio. Ni las preocupaciones. Aunque, claro, bien mirado puede que sean sistemas de defensa, de protección, mecanismos de supervivencia para que no nos coma el lobo, el tigre, el matón. Escudos protectores que al tiempo que nos protegen, nos dañan. Como los antiguos remedios contra los venenos, que consistían en venenos en pequeñas dosis para que el cuerpo los fuera tolerando poco a poco hasta inmunizarse. O las vacunas actuales. Pero claro, visto así, resulta que uno podría inmunizarse contra la piedad siendo cruel poco a poco, aprendiendo a ser cruel desde la infancia. Y puede, casi seguro que es así, que las academias militares y policiales enseñen a provocar y soportar el dolor con el objetivo de que luego, en el campo de batalla, sus soldaditos no se amilanen, no se amariconen. ¿Por eso estuvo EE.UU. investigando durante más de una década acerca de una posible bomba biológica que convirtiera a sus enemigos en homosexuales? Qué listos. Lanzas la bomba con los virus homosexualizadores, y de golpe los soldados enemigos sueltan las metralletas, se bajan los pantalones y empiezan a darse por el culo unos a otros, a la espera de que llegue el enemigo, los marines norteamericanos armados con máscaras antigás para no contaminarse ellos también, y ya que estamos aquí, los marines les darían por el culo a los enemigos homosexualizados de modo fulgurante gracias a las nuevas tecnologías. Pero sin mariconadas, eh, mucho cuidado. Te voy a dar por el culo, pero el maricón eres tú, no yo, a ver si nos entendemos. Bueno, a lo que iba, que a veces me pierdo, el rencor tal vez sea una forma de protección. Yo me enfadé con todos mis hermanos, uno a uno, a lo largo de los años. Son muchos años, y da para entretenerse con esas cosas, y más aún cuando los hermanos forman una especie de Kale Borroka, un pelotón de Gurkas, una manada de lobos descontrolados. Ya sé que ellos se protegían a ellos mismos de las agresiones de los otros, cada uno a su manera, y que muchas veces no hay mejor defensa que un ataque preventivo. Así que yo, como era de los pequeños, tenía que buscar las estrategias precisas para sobrevivir en la selva del cuarto de juegos de la infancia. Podía llorar, claro: Mamá, Nacho me ha pegado; Nacho no pegues a Enrique. Pero no siempre estaba ahí mamá para defender a todos de todos. No seas llorica. Mamá, que me mira la mosca. Mosca, no mires a Enrique. Llorica manteles, tres cuartos me debes, si no me las pagas, llorica te quedes. Ser el llorón no siempre funciona, y para el futuro es un lastre que no se puede soportar, porque los agresores, hermanos mayores, son al mismo tiempo los modelos a seguir, los héroes, los que hay que copiar, igualar, suplantar, vencer y matar en algún momento. El padre al que hay que matar, viva Edipo, multiplicado por diez, o por tantos como hermanos mayores tenga uno. Yo era el octavo, así que tenía un trabajo a tiempo completo. Para curar las heridas, en momentos de reposo, nada como el rencor. Tito me ha dado un latigazo con el cinturón, Javier se ha comido mi yogur, Coque ha tirado a la basura el crucigrama que estaba haciendo, Nacho ha destrozado mi flota de barcos de papel con las botas de agua, Jorge me ha llamado idiota, Zalo me ha echado un vaso de Fanta naranja por encima de la cabeza, la Nena, que es una chivata, le ha dicho a mi madre que me he meado en la cama, Jaime ha destripado mi calidoscopio, y ya no sirve para nada, Peancha dice que le he pegado, y es mentira. No es lo que jode, sino lo seguido, lo ininterrumpido. Odiarles a todos me tranquilizaba. Si les odiaba, con motivos de sobra, y el odio estaba bien documentado en mi diario de los trece años, entonces podía matarlos, prescindir de ellos, olvidarlos, vengarme, salir a flote, sobrevivir. Y eso trato de hacer aún, asesinarlos en el papel, y añorarlos, echarlos de menos. Dos caras de la misma moneda. Rencor y amor, bipolaridad durante toda esta infancia que ya dura más de 65 años. Están todos viejos, moribundos, a punto de estirar la pata, como yo, y sigo sin descubrir la clave de las relaciones entre hermanos, con los amigos, con los padres, con la pareja, con los hijos, con los nietos, con uno mismo. Sospecho que nunca lo descubriré, porque no existe, así de simple. La búsqueda del Santo Grial, capturar fantasmas, incluido el fantasma de uno mismo. Es más fácil encomendarse a Dios, o al Che, o a la cocina macrobiótica. Esos dan menos problemas, y se puede montar un club, una iglesia, un partido, o una asociación, tanto da, para sentirse arropado con otros y otras que comparten nuestra fe en San Cucufato, los cojones te ato, si no me lo devuelves no te los desato.

Ayer me sorprendió Antonio Rodríguez Almodóvar en Facebook recordando que Agustín García Calvo había muerto ocho años atrás. Y citaba sus dos sonetos teológicos, los que empiezan diciendo “Enorgullécete de tu fracaso, / que sugiere lo limpio de la empresa”. Y de golpe me vino a la memoria las tardes en el primer piso del café Herranz, creo recordar que en Conde de Peñalver, con Savater, Sánchez Ferlosio, Jorge Alemán, Isabel Escudero, y unos cuantos más, cerca de treinta, discutiendo un año entero sobre el origen de los dieícticos en castellano, yo, tú, aquí. Luego nos trasladamos a La Aurora, en la calle Andrés Borrego, junto al Pez, para acabar finalmente en La Manuela, en San Vicente Ferrer, en Malasaña. Fui un lector fiel de Agustín, desde mucho antes de que fundara la editorial Lucina, que creo que gestionaba su hija, algo de eso me suena, más de 15 libros de poemas y desvaríos entre los que recuerdo bien Sermón del ser y del no ser, Cartas de negocios de José Requejo, Comunicado urgente contra el despilfarro, De los modos de integración del pronunciamiento estudiantil, Canciones y soliloquios, y yo qué sé cuántos más. Incluso, durante un año me apunté a sus cursos de métrica grecolatina en el edificio de Filosofía A, en la Complutense. Regresé a las aulas que había recorrido en los años 70, antes, durante y después de la muerte de Franco. Amancio Prada cantaba canciones con poemas de Agustín, las mejores, Libre te quiero, La cara del que sabe, Juraría que he sido feliz, con música de Chicho Sánchez Ferlosio. Y yo aprendía los ritmos sáficos, los yambos y los troqueos, y la diferencia entre la métrica cuantitativa, de pies griegos, y la cualitativa, de acentos, a partir del Renacimiento. Quis multa gracilis te puer in rosa perfusus liquidis urget odoribus grato, Pyrrha, sub antro? Aún lo recuerdo de memoria, con las paredes de la Facultad, junto a la cafetería, en el sótano que se abría al jardín por la parte de atrás, llenas de pintadas que recibían al Papa Juan Pablo II, a punto de aterrizar en Madrid: Totus Tontus, decían los mensajes, para contrarrestar el Totus Tuus del gobierno de Calvo Sotelo, en 1982. Elías apenas tenía dos años, y yo 27. Vivíamos en la calle Mezquita, en el barrio de San Fermín, al sur de Madrid, más allá de Legazpi. Allí fue donde vivió Elías sus primeros tres años de vida. Yo trabajaba en lo que podía, en el Express Español, en la revista La Calle, en la librería Rumor, en el bar de Pipo los fines de semana, junto a los colegios mayores de Cuatro Caminos, vaya paliza, salía a las dos o tres de la madrugada, y tenía que coger dos búhos, desde Reina Victoria a Cibeles, y de Cibeles al Hospital 1 de Octubre, más de una hora de viaje, para llegar a casa a las 4 de la mañana reventado, pero con 500 pesetas en el bolsillo. Para mear y no echar gota, que dicen por ahí. Agustín llevaba a veces tres camisas de colores sobrepuestas, una encima de otra, todas abiertas hasta el ombligo, como un cantante de boleros de los años 50, y un collar de cuero con tres grandes bolas de nácar insertadas en él. Mientras daba clase, movía las bolas, e intentaba reconvertir a sus estudiantes, casi todos exseminaristas que deseaban sacarse el título universitario para poder dar clases, o presentarse a las oposiciones huyendo de sus parroquias.


 

017

Javier vivía en la calle Barquillo, con Carmen de España, no recuerdo su apellido, la hermana de Choni. Y nosotros, Deme, Elías y yo, compartíamos piso con Rosa y Marisa, dos enfermeras. A veces Ro Pepe y Norma venían a vernos, con su hijo Lucas de la edad de Elías. ¿Lucas? ¿No era Lucas el hijo de Graciela y Horacio? Ya los confundo. Norma murió de cáncer poco después, pero la agonía de la muerte le duró más de tres años. Fue a despedirse de su padre, en Argentina, y su padre la echó de casa. ¿A qué vienes ahora? ¿A pedirme dinero? Tú y yo no nos hablamos desde hace muchos años, desde que te fuiste de Argentina, y deberíamos seguir así. No me necesitaste entonces, y ahora no te necesito. Vete. Y Norma volvió, mucho más triste, claro. Cerró el Taller de Escritura que tenía en Madrid, cerca de Ópera, el primero de todos, antes que Clara Obligado y que los de la Escuela de Letras y Fuentetaja, y se encerró con Ro y su hijo, tal vez Lucas, en Moratalaz. Pasaron muchos meses antes de que muriera, y Ro, en el hospital de Cuatro Caminos donde murió Norma, me dijo: Ya tenía ganas de que se muriera. La quería mucho, muchísimo, más que a nada, pero no podía soportar la agonía eterna. No puedo ni reformar el piso, ni pintarlo. ¿Cómo va uno a ponerse a pintar el piso con la esposa moribunda en la habitación de al lado? ¿Cómo hacer una mínima ensoñación del futuro? ¿Cómo hacer otra cosa distinta que esperar, y verla morir poco a poco, verla morir pasito a pasito, muy despacio, durante meses y meses, con el universo al completo detenido, y un hijo de seis años creciendo y buscando amigos, risas, a su madre?

Nacha Pop, Mamá, Los Secretos y Tequila tocaban en los festivales de los barrios, y Tierno Galván, el viejo profesor convertido en alcalde, desde el Ayuntamiento, le encargaba a Agustín que escribiera el Himno de Madrid y presidía las fiestas en la Plaza del Dos de Mayo. Y ahora, colocaos y al loro, dijo una vez, y la derecha empezó a echar espuma por la boca. ¿Te acuerdas de Carmen, la de BUP, amiga de Javier? ¿Y de Montse y Salva? ¿Y Jaime y Eugenia, los dentistas chilenos? ¿Y de Raflex, y Poteles, y Los inkilinos del quinto, y la moto Lambretta, de color plata, que me traje desde Cuenca en un viaje mítico, en el que conocí a la psicoanalista no-me-acuerdo-de-su-nombre?

Un sábado, Javier y Mariam se quedaron a dormir en casa, y por la mañana del día siguiente Javier me pidió prestada la moto. Querían comprar hachís y un calidoscopio en el Rastro. Se la presté, y allá se fueron. Cuando regresaron, con cara de felicidad, Javier me contó entre risas que por la carretera de Andalucía, en el tramo que va de Legazpi al Hospital 1 de octubre, la moto empezó a vibrar de modo exagerado al salir de la glorieta de Usera y enfilar la autopista. La Lambretta apenas tenía 125 cc, así que si cogía mucha velocidad, lo cual era poco menos que imposible, empezaba a crujir y a vibrar. Mariam iba de paquete. Me dijo que iban en Segunda, y cambió a Tercera. Mariam le gritó desde atrás:

—¡Baja la marcha. Ponlo en Primera!

— ¿En Primera, por la autopista? —preguntó Javier.

—Sí, vamos, ponlo en Primera ahora mismo —le ordenó.

Cambió la marcha: Primera. La moto empezó a vibrar aún más, como si se fuera a desencolar, a desmembrar. Javier dice que se puso en el carril lento, claro, porque en Primera la velocidad era mínima, y la moto echaba humo de puro forzada que iba. El ruido y la vibración que hacía la moto era casi insoportable, pero nada parecido al grito largo y feliz que le llegó desde la parte de atrás cuando Mariam llegó al orgasmo que estaba presintiendo y persiguiendo desde que la moto empezó a vibrar, al salir de Legazpi. Cuando acabó, doscientos metros y 120 decibelios más allá, mientras los coches pasaban junto a la Lambretta soltando maldiciones por retener el tráfico yendo en Primera por la autopista, Mariam le dio permiso para poner Segunda, Tercera y Cuarta. Llegaron a casa con hambre, agotados, desconcertados. Nunca hubiera pensado que la moto servía para eso. Desde entonces miré con desconfianza a mi Lambretta, como si fuera un rival.

¿Y las primeras presentaciones de libros que organizaste en la Librería Rumor, aunque fuera una librería de Arquitectura, con la revista Jugar con Fuego, y tu amigo Trinidad? ¿Y las clases de astrología en Malasaña, y la revista del Colegio de Aparejadores, y Andrés Sorel, y Germán Sánchez Espeso, y Carlos Álvarez, el poeta, recitando poemas del libro Como la espuma lucha con la roca, que le acababa de publicar Andrés Sorel en su editorial Zero? Batallitas. Batallitas.

En las primeras sesiones con el psicoanalista, el doctor Blanco, y manda huevos que después de 500 sesiones nunca llegué a saber cuál era su nombre de pila, yo me tumbaba en el diván, en una especie de sofá alargado, y hablaba y hablaba sin verle, porque él se colocaba a mi espalda, sentado en un sillón. No sé si tomaba notas en un cuaderno, creo que sí. Me tuvo tumbado tres años, a razón de tres sesiones semanales: lunes, miércoles y viernes, de 9 a 10 de la mañana. Yo cerraba los ojos muchas veces, y le contaba los sueños que había tenido, y asociaba los sueños, los pequeños actos que se sucedían en los sueños, con las cosas que me pasaban en el día a día, y en mis memorias infantiles. 50 minutos por sesión, 50 euros por sesión. Un euro por minuto. Le pagaba mensualmente, entre 550 y 600 euros cada mes. Pagaba también las sesiones a las que no iba, aunque le avisara con semanas de antelación. Los cuatro primeros meses, al acabar la sesión, me levantaba mareado del sofá, como arrancado de un sueño profundo y lejano. Y así era. Tumbado en el diván, retrocediendo en el tiempo, llegué a recordar mis movimientos inconexos en la cuna, unos brazos agitándose ante mí, sin saber aún que esos brazos diminutos que aparecían y desaparecían ante mis ojos eran los míos, que aún no sabía manejarlos ni reconocerlos. Durante meses soñaba que vivía en un sótano, bajo un panteón del cementerio de La Almudena, y veía cruzar las sombras de los caminantes que pasaban cerca, como en la cueva de Platón. Yo no podía ver nada más que sombras en el techo, sombras de piernas, sombras de cuerpos. Y no sé cómo, sesión tras sesión, a lo largo de tres años, la casa, el cuarto donde vivía fue subiendo de altura, poco a poco, lentamente, como un ascensor desesperante, que tardaba un año entero en subir cinco metros. A los tres años, después de 400 sesiones ya había pasado por un semisótano, la planta baja, primer piso, segundo, tercero y finalmente el cuarto, que era donde de verdad vivía en la Plaza del Dos de Mayo de Madrid. El mundo se iba abriendo antes mis ojos, cada vez el horizonte era más grande, y mis ojos podían alcanzar finalmente hasta ver cómo el sol se ponía más allá de la Torre de Madrid y el Edificio de España, más allá de los jardines de Sabatini, al Oeste, por donde las putas de la Casa de Campo seguían buscando clientes.

Al doctor Blanco llegué gracias a mi amigo Ángel Zapata, que me lo recomendó. Es un psiquiatra, pero ejerce de psicoanalista freudiano ortodoxo, de la Internacional Psicoanalista, me dijo. Nada de chuminadas conductistas, ni Gestalt, ni siquiera de tendencia Althusser, estructuralistas, que mira que esos molan mucho. No: este es de la línea dura, como un boxeador que no se anda con mariconadas.

Y allí fui. Nunca se lo he agradecido lo bastante. Debo decir que el doctor Blanco me salvó la vida, tal cual. No solo la vida mental, que ya de por sí la tenemos todos bastante torcida, retorcida, disfuncional y desconocida, sino incluso la pervivencia literal del cuerpo físico, del conjunto de células que agrupadas hacen que el cuerpo sea un cuerpo vivo, que come y bebe y duerme y folla y caga y aún no se muere, porque su corazón hace bum bum y pone la sangre a circular.

Yo quizá sea, según para qué, demasiado sensible, demasiado frágil, así que del primer divorcio, del de Deme, salí con el páncreas reventado, Diabetes tipo I, y 15 kilos menos de peso. Sobreviví gracias a que Marisa estaba ya conmigo, estábamos buscando piso en alquiler para irnos a vivir juntos, y lo hicimos: nos fuimos a Moratalaz; y también porque ya llevaba tres años viviendo por mi cuenta, casas separadas, el último de esos años me había ido lo más lejos que pude, a Algeciras, dándole la espalda a Madrid y de cara al Peñón de Gibraltar. Y aún así, a esto estuve de palmarla, de no sobrevivir al divorcio.

Cuando empecé las sesiones con el doctor Blanco, diez años después de mi divorcio con Deme, yo ya veía que se avecinaba algo gordo con Marisa. Podía detectar las señales de que algo olía a podrido en Dinamarca, que la relación con Marisa empezaba a naufragar. Y sabía, sin saberlo, que eso iba a significar la muerte, el fin. Yo no iba a sobrevivir a un segundo divorcio. El primero me dejó de herencia una diabetes I, y la obligación de inyectarme insulina cuatro veces al día, como poco, para el resto de mi vida, y sufrir conatos de muerte, simulacros, avanzadillas, ensayos de la muerte misma una vez a la semana, al menos, por medio de las hipoglucemias imposibles de evitar. Ah, y en el mejor de los casos, diez años menos de vida, como demuestran todas las estadísticas. ¿Qué podía esperar de un segundo divorcio? La muerte era la única respuesta.

Lo consulté con Ángel, y él me lo advirtió:

—Nadie sobrevive a una relación de pareja en el trascurso de un psicoanálisis. Las trampas quedarán al descubierto, y no podrás mantener las mentiras de la pareja nunca más. Puedes no psicoanalizarte, separarte y morir; o psicoanalizarte, separarte y tal vez no morir. Inténtalo, al menos.

Y eso hice. Aún estoy vivo. O eso creo. Eso dicen. Aprendí a no dejarme manipular, ni por Javier, mago manipulador por excelencia, ni por mi madre, el carnet se les otorga a todas en el parto, ni por mis amigos o enemigos, ni por mí mismo. Y aprendí a no cargar con obsesiones que no eran las mías, ni a pasarle las mías a los demás, lo cual también es de agradecer. Bueno, ninguno me lo ha agradecido jamás, pero eso realmente no importa, lo juro. Y aprendí a no morirme. A divorciarme y no morirme. ¡Milagro! ¡Se puede!

Aún no me lo creo del todo, y eso que han pasado 20 años desde entonces, y vivo más feliz que un niño en una juguetería. O en una pastelería. Pregúntaselo a Bea. Pregúntaselo a mis hermanos, a mis amigos, a los vecinos, a quien quieras: se les caen los dientes de la envidia. Y no me extraña. Hasta yo tengo envidia de mí mismo, y aún no sé cómo coño he llegado aquí. El doctor Blanco tiene la culpa. Bueno, no toda la culpa, pero buena parte sí. Y no necesito siquiera darle las gracias, porque yo pagué sin protestar todas mis sesiones: ese es el pacto. Sí, me salvó la vida, o me salvé yo a mí mismo a través suyo. Y ahora me voy a leer, que ya estoy cansado de escribir. Mañana más.

 

 


 

018

A TRAVÉS DEL ventanal, flotando a 200 metros sobre el mar, veo a un cernícalo suspendido en el aire. Mira hacia abajo, buscando la presa, a punto de lanzarse en picado sobre un ratón, una cría de conejo, o una lagartija regordeta. Y me fascina su equilibrio en el aire, su concentración, y de pronto me doy cuenta de que lo miro como si fuera un espejo, como si el cernícalo y yo fuéramos de una misma especie, depredadores en tensión a punto de lanzarse sobre su presa, sea un ratón o un monólogo. Sé que mientras escribo estoy buscando el tono y el ritmo, la cadencia, la respiración del texto, a tientas, probando, probando, toc, toc, ¿se me oye?, un, dos, tres, un, dos, tres, dale un poco más a los graves, el pitch, y un poco más de cuerpo a la voz, más redonda, con algo de reverberación. Hola, hola, ahí está mejor. Sube un poco los medios para mi voz, que suene más natural. Bien, muy bien, así. Ya estamos listos. Y las frases van saliendo como de un grifo abierto, claras y frescas. Ojalá. No sé seguro si son ejercicios de calentamiento, como los de los deportistas antes de saltar a la cancha, o sin son bastonazos de ciego en la tiniebla, una forma de buscar, de tratar de desenterrar algo, a uno mismo, la propia voz, lo que nunca se dijo, lo que jamás me atreví a contar, que ni siquiera conocía, que estaba también sepultado debajo de diez capas de censura, modales, miedo, vergüenza e inopia.

La voz se busca, como la historia que hay que contar, van juntas, van cosidas, y si encuentras la voz ella te contará la historia, y si encuentras la historia ella te dirá con qué voz hay que contarla. No son dos asuntos separados, el fondo y la forma, ni de coña. Son el mismo. Lo que digo y cómo lo digo. No puede haber contradicciones, no pueden desmentirse una a la otra. Es como darle a un niño una voz catedralicia, teológica, solemne. Ni como recurso de humor, creo yo. ¿Y la voz propia existe? ¿Qué pasa si no existe, si no tengo voz propia? Eso es una bobería. Todos tenemos una voz. Y ni siquiera se puede decir que una es mejor que otra. A mí, sin contar con nadie más, puede que me guste más una, u otra. Y que con el paso del tiempo cambie de gustos, y la voz que me gustaba en la infancia ahora me resulte empalagosa, o dictatorial, o demasiado aguda. Como con la comida, o la música, o los juguetes. Se puede cambiar en algunas cosas, en algunos gustos, placeres, tendencias, y se puede uno quedar clavado en otros, inamovible. ¿Qué es mejor? Vaya pregunta. ¿Es mejor el mar, o las nubes? ¿Es mejor un cedro, o un soneto? ¿Es mejor Van Gogh, o las mandarinas? No todo se mide por mejor o peor. Lo mismo me da Juana que su hermana, porque las dos terminan en ana, como sultana, marciana, murciana, marrana.

Lo de la escritura continuada, el fluir de la conciencia, el monólogo interior, que no es esto, o no del todo, y si lo es pues que lo sea, es una de las formas de buscar la voz, esa voz que se quedó muda tras la adolescencia, cuando el Porky, a los trece años, en clase de Lengua te atizaba con la regla de madera de la pizarra en las yemas de los dedos de la mano derecha agrupadas hacia arriba. La clase de Lengua servía para cortar lenguas, degollar tráqueas, silenciar gargantas. Siempre podemos encontrar un Porky en nuestra infancia, en nuestra educación. A veces es un familiar, nuestra madre o padre, el abuelo, el tutor, el policía. Todos son policías, no te confundas. Todos te amputarán el clítoris, la picha y las cuerdas vocales. A eso se le llama educar, amaestrar, domar. Y tú se lo harás en el futuro a tus hijos y a tus hijas, y a los hijos de tus vecinos, a tus nietos y a tus sobrinos. Los capados se reconvierten en capadores sin darse cuenta. A eso Pierre Bourdieu lo llama hábitat: Una estructura estructurada que genera una estructura estructurante. Hay que leer varias veces la definición para saber que no es una tomadura de pelo de Bourdieu, pero habría sido un detalle que un descubrimiento de esa magnitud no nos lo contara como frase críptica, casi invisible e indescifrable en una primera instancia. Ya sé que lo maligno no debe ser nombrado con facilidad, porque si lo convocas al buen tuntún se te volverá en tu contra y te devorará, como Candyman, Boogee, Lucifer, Madremonte, Freddy Krugger, el lobo feroz, el hombre del saco, tu tío Samuel.

Así que buscar la voz es como tratar de entrar en la historia por la puerta de atrás, para pillarla en bragas y darle una sorpresa, en lugar de entrar por la puerta delantera, con una orden de registro y allanamiento en forma de escaleta de novela, la planificación.

Puede que esa escritura continuada, obsesiva, memoriosa solo por la necesidad de seguir escribiendo, de alimentar las frases con más madera, más comida, más gusanos, al final llegue a algunos descubrimientos de uno mismo, de la escritura en sí, o de la voz perdida en no se sabe dónde, o la voz nunca descubierta, nunca desenterrada. ¿Se encuentra el perro con su cola después de darle cuatro vueltas en redondo a su propio cuerpo y tumbarse en la alfombra? ¿Encontraba Kant sus iluminaciones después de darle vueltas en círculos concéntricos a una misma idea, hasta llegar al meollo, al centro, a la chicha? Eso decía mi profe, Antonio García Berrio, en las clases de doctorado. Yo a Kant lo soportaba mal, no te lo voy a negar, tan estirado, tan cronometrado en sus paseos, tan religioso, tan apegado a las sotanas de los curas. Decía que el vino de Canarias era excepcional, no sé si especificaba el de Lanzarote, incluso, y eso solo tiene sentido si se cogió una cogorza de las buenas, porque el vino canario, y que me perdonen los guanches, es arenoso, raspón y cabezón. De rico, nada. Ni en el siglo XVIII. Pero dejando a Kant y a García Berrio a un lado, darle vueltas y vueltas a una idea puede llegar a convertirse en una obsesión insana, un círculo vicioso de repeticiones sin fin, como la de Jack en El resplandor, o puede ser una espiral que avanza un poquito más en cada vuelta, la dialéctica. En lugar de atacar de frente, que nos sacuden con un escudo impenetrable, le damos vueltas y vueltas, cerrando el círculo, como los indios sioux y los apaches hacían con las caravanas de colonos y vaqueros en Norteamérica, por allá por los tiempos de Búfalo Bill y la construcción del ferrocarril de este a oeste. Yo no estuve, pero lo aprendí, qué remedio, a lo largo de toda una infancia con cines de sesión continua en programa doble, una de vaqueros obligada, esa era imperdonable, y la otra variable, a veces de Tarzán, o romanos, o piratas, o tigres de Malasia, y hasta el El Cid o los Reyes Católicos. Y lo que se aprende en la infancia, en un cine de barrio, no se olvida jamás. Incluidos los primeros besos al llegar la adolescencia. ¿Cómo olvidarlos? ¿Qué fue de Berta? ¿Y Carolina? Tempus fugit. Las manadas de lobos, y las plagas de langostas, y los tiburones también cazan así. ¿Serán también adictos a la escritura? ¿Habrán aprendido a cazar en un Taller de Escritura, o somos nosotros los que deberíamos aprender a escribir estudiando sus técnicas de caza? No es necesario responder, ¿verdad? Esa sí que era una pregunta retórica con quesito de premio.

En las memorias de Roald Dalh, no sé si en Relatos de lo inesperado o en Historias extraordinarias, cuenta que su profesor de escritura, en el colegio, era también su profesor de boxeo. Dos asignaturas que con el tiempo vio que estaban realmente emparentadas. Los consejos que le daban para una, le servían con la misma eficacia para la otra. Escribir y boxear viene a ser la misma cosa. Estoy de acuerdo.

Hay novelas de las que apenas guardo memoria de lo sucedido en su interior, como es el caso de La lluvia amarilla de Julio Llamazares, Trópico de Cáncer de Henry Miller, Casa de Campo de José Donoso, Jarrapellejos de Felipe Trigo, y sin embargo aún mantengo en el paladar la sensación de la prosa, el regusto, la cadencia de las frases, aunque los haya leído hace más de 25 ó 30 años.

Es difícil de explicar, porque es como hablar de la producción musical en un disco de Lou Reed, Alman Brothers, o Pretenders: el sonido de la banda. Es algo distintivo, reconocible, diferente de la melodía, del timbre de la voz y de la partitura. Es un sonido personal. Como las pinceladas de los cuadros de Mikel Barceló, la sonrisa de Julia Roberts, los canelones de atún y aceitunas que hacía Salud, o los cuentos contados por Beatriz Montero, mi chica, mi churri. Es algo que no se puede imitar, aunque muchos lo intenten, porque no es solo una manera especial de hacerlo, sino algo más, difícil de especificar, difícil de nombrar, de catalogar. Algunos hablan de magia, de un don, de haber sido tocados por los dioses, pero decir eso es una forma de escaparse, de rendirse a la incapacidad de nombrarlo. Con las voces de esos novelistas que nombraba al principio, y algunos más, desde luego. No todos los que publican, tal vez solo el uno por ciento, siendo generosos. Tal vez tú, si es que escribes, que no lo sé, no te conozco, pero de lo que sí estoy seguro es que no es mi caso. Todavía.

Yo sigo siendo un aprendiz, un proyecto, un caminante sin camino, haciendo camino al andar. Y no me importa. Hace mucho que estoy más interesado en el camino que en la meta. No es publicar una novela, con lo maravilloso que eso encierra, la explosión de adrenalina y sensación de plenitud que se experimenta, sino escribirla, recorrerla, descubrirla, dejarme sorprender con ella, asombrarme a medida que la voy desenredando, a medida que crece, a medida que sale regurgitada del interior de mi estómago. Sí, soy un escritor modelo vaca: Como todo lo que veo, lo que respiro, lo que sufro y disfruto, y lo paso después por cuatro estómagos diferentes. Y al final lo vomito en forma de palabras encadenadas, algunas veces sobre el papel, con pluma Montblanc a ser posible, si la tengo a mano, o en la pantalla de mi ordenador, un Asus All-in-one en estos momentos. Ya he perdido la cuenta de qué número hace dentro de los ordenadores que he tenido, desde el primer Spectrum al Comodore, Amstrad, Acer, IBM, Sony Vaio, Medion, Compaq, HP, Huawei. Compañeros de viaje que fueron muriendo, se agotaron, y acabaron en algún cementerio de electrodomésticos con las teclas desgastadas y los circuitos recalentados y pervertidos. ¿Cuadernos de apuntes? ¿Hojas sueltas? ¿Servilletas de papel? No sé, son tantos. Mi memoria tiene límites, y si soy capaz de olvidar a mis amigos de la infancia, a mis compañeros de colegio, también puedo olvidar los cuadernos y las hojas sueltas. A fin de cuentas los cuadernos de apuntes son billetes a otros mundos, billetes de tren o de avión que me llevaron a vivir en otros lugares, a descubrir monstruos y ángeles dentro de mi cabeza, a vivir otras vidas gracias a esa posibilidad de tejer una palabra tras otra, y grabarlas como mapas en los cuadernos. Después, lo escrito se ha vivido, y eso era lo importante. Si además de eso resucita, porque lo vuelvo a leer meses o años después, estupendo. Y si algún editor decide que eso puede ser de interés de otros, pues que se publique. Yo, feliz. Los escritores somos exhibicionistas, incluidos Kafka y Salinger. Quizá todos los somos, y el éxito de Facebook, Twitter e Instagram radica en ofrecer a todos la posibilidad de desnudarse en público sin necesidad de que un editor lo autorice, una editorial lo costee, un distribuidor lo lleve a las librerías, y el librero lo ponga en el escaparate. Ya todos somos autores, editores, distribuidores y libreros, ya todos podemos ser Narciso, unos bocazas, objetos de deseo, modelos desnudos y estrellas de pasarela. A mí no me importa. Puedo compartir la pasarela. Todos somos hijos de Dios. Todos somos judíos alemanes. Todos somos huérfanos, todos estamos pedidos, y no hacemos más que dar gritos, llamar a mamá, colgar fotos en las redes y en los postes de la luz, selfies desamparados, para ver si alguien nos reconoce, y nos encuentra, y nos dice de una puta vez quiénes somos, dónde está nuestra casa, cómo regresar al nido, al paraíso perdido, al útero materno.

 

(Continuará)

 


 


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