sábado, 8 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Segunda parte: Kale borroka (de 019 a 022)

  Los esqueletos  (continuación)  

Segunda parte: Kale borroka (de 019 a 022)


019

¿Y ESTA MAÑANA, qué? Pues esta mañana tocaba caminar por la ladera del Teide, por donde los pinos, y recoger setas. Y eso hemos hecho, desde el campamento de Quimpi, Joaquín y Pilarín, dos catalanes exiliados y felices que tienen un campamento de estrellas y setas a la sombra del volcán. Diez tipos de setas diferentes, y una cena preparada para dentro de dos horas, con jamón y vino. El sol se pone, insistente, como cada día. Un recuerdo de que todos somos mortales, de que vamos a morir queramos o no, la muerte tras los cristales de la ventana cada día. Veo al sol suicidarse todos los días desde hace más de 25 años. Ahora lo veo desde mi mesa, en el Sauzal, Tenerife, desde hace 12 años, y antes lo hacía en el río Ambroz, durante 3 años, y lo hice en la Plaza del Dos de Mayo durante 10 años; y la suma me sale 25, dos más que los de la famosa retahíla que decía: “Los dedos de las manos, los dedos de los pies, la picha y los cojones, suman 23”. Las nubes se salpican de sangre, como la sangre de los búfalos sacrificados en Rantenpao, Sulawesi, con las ceremonias mortuorias. Y aunque los hay que dicen que el sol también nace, resucita cada día por el Este, y eso nos llena de felicidad y ganas de vivir, pues a mí no me toca, porque muy pocas veces me ha pillado el sol despierto en el momento del amanecer. No soy madrugador, ni en el momento de nacer, que no quise salir hasta las diez y cuarto de la mañana, y eso porque me empujaron, que allí donde estaba antes se estaba caliente y húmedo y bien alimentado por una sonda que me llegaba directamente a través del ombligo. Antes de nacer, el paraíso perdido, el auténtico, sin dudarlo ni un segundo. No necesitaba ni masticar, ni llorar, ni pelearme por hacerme un sitio en la mesa, ni tener que defender a puñetazos mi cuenco de arroz con leche, mi espacio en el asiento de atrás del coche, mi almohada, mi espacio. Es verdad que allí, en el vientre de mi madre, se estaba estrecho. Mucho espacio no es que hubiera. En cuanto estiraba un pie chocaba con la pared del útero, pero era una pared blandita, no de ladrillo y cemento, recubierto de escayola y papel pintado, como fue siempre el cuarto de mi infancia.

Y desde luego, allí dentro no estaba Nacho contándome cuentos de terror, como ese de la familia que se come los entresijos de un cadáver desenterrado del cementerio creyendo que era asaduras, y gime por la noche. Con voz de ultratumba: Ay, mamaíta, ita, ita, ¿quién será? Cállate, hijita, que ya se irá. ¡Que no me voy! Estoy acercándome por el pasillo hacia tu cama. Toc, toc, toc, ruido de pisadas. Terminaba el cuento saltando sobre mi cama. Luego se extrañaba mi madre de que me meara todas las noches. Lo raro es que no me meara en el tazón del desayuno, en la sopa jardinera del mediodía, qué asco, qué poco me gustaba, y en la tortilla francesa de la noche. Yo solo quería volver. Regresar al mundo feliz de antes de nacer, donde yo ni siquiera tenía nombre, ni era siquiera yo aún, porque era apenas un fragmento del cuerpo de mi madre, como un riñón, el bazo, una teta, el páncreas.

¿Tendrán los riñones trasplantados alguna añoranza del cuerpo antiguo en el que habitaban? Seguro que sí. Y más aún si a ese riñón, en lugar de trasplantarlo, le obligan a vivir por su cuenta, le obligan a respirar a base de azotes en el culo en el momento de nacer, le cortan el suministro de alimento, el cordón umbilical, nada más abandonar el acogedor lugar en el que había vivido hasta ese momento. ¿Y si ese pobre riñón, con el que en este momento me identifico, después de verse obligado a nacer, expulsado del edén contra su voluntad, incluso con bisturí y fórceps en caso de que se resista, tuviese que aprender a caminar, a hablar, a escribir, a estudiar, a pelearse con los hermanos, con los compañeros de colegio, con las novias o novios, con los profesores, con los policías, con los compañeros de oficina, con los jefes, y hasta con los hijos que al final le niegan la eutanasia piadosa? No me extraña que los riñones no quieran independizarse. No es un buen futuro el que les espera. Ellos prefieren quedarse donde están calladitos, aunque tengan que tragarse todos los meados y devolverlos limpios de contaminantes otra vez al cuerpo. A fin de cuentas no tienen ni olfato ni paladar, así que no les importa tanto, estoy seguro. ¿Que no piensan? ¿Que no son libres y no pueden decidir nada? Vaya ingenuidad si crees que tú sí, que de verdad tú sí que piensas y decides con entera libertad. Angelito, qué mono. Ven, que te voy a dar un besito, chiquitín. Mira que eres salao.

No sé quién, no me acuerdo, en Barcelona, allá por el año 1975, nos dio a Deme y a mí un porro de hachís. Puedo inventarme el nombre, David, o Guillermo, un gallego de pelo rizado y pelirrojo. Debió ser para celebrar la muerte de Franco. A tu salud, hijo de puta. Y ese porro, el primero de mi vida, me provocó un mareo insoportable, la calle era un túnel inestable que se movía hacia todos lados, no podía tenerme en pie sin sujetarme a la pared, tenía el vómito en la garganta, pero no acababa de salir, porque tenía también el estómago vacío. Como pude, tropezando con todo, llegué hasta una cama que no era la mía, y me tumbé allí, para morir, o lo que fuera. Tarde varias horas en recuperarme. Deme, mientras tanto, estaba feliz y contenta, sin efectos secundarios, con ataques de risa y, de cuando en cuando, con visitas a mi cama para ver si estaba bien, si seguía estando vivo. Fue la primera vez, o quizá la segunda, que creí que iba a morir. La primera fue un dolor de espalda, insoportable, en la región lumbar, sentado en el asiento de atrás del Dodge Dart de mi madre, a las puertas de Quinta Loló, en Caracas, en 1966. Me estaba cagando, y no es broma, y al apretar no sé qué músculo, se desató el dolor en la espalda, que de modo intermitente me ha perseguido toda la vida, aunque con mayor intensidad de los 11 a los 22 años. Pero regresando al primer porro, que casi me mata, o eso creí yo entonces, nunca volví a atreverme a fumar un porro entero. A lo más una calada de compromiso, y ya. No, gracias, no quiero más. Es que me marea. Años después, muchos años después, siendo ya diabético, descubrí que aquello fue una hipoglucemia, y de las grandes. Yo no era diabético todavía, faltaban 15 años todavía para que mi páncreas hiciera catapún, pero tal vez era pre-diabético. O estaba comprando papeletas. Luego, ya de oficio diabético a tiempo completo, eso de morirme lo tengo ya más ensayado. Una vez a la semana, como poco, toca morirse. Ya me lo sé, y no por saberlo dejo de tener esa sensación angustiosa de que me falta el aire, la fuerza, la coordinación motora. Que me muero, vaya. Que de pronto tengo la sensación, y es mucho más que una sensación, sospecho que es una realidad total, de que estoy en la más absoluta indefensión. Que un mosquito podría tumbarme de un puñetazo, y yo no podría ni defenderme. Cuando Bea me regaña, o discute conmigo y yo estoy en ese estado, y no es que ella discuta, sino que todo lo que llega a mí es percibido como una agresión, solo puedo respirar y pensar en que necesito azúcar, por favor, azúcar, un caramelo, leche, galletas, chocolate, cocacola, pan, lo que sea. Me muero, aunque ya sé, por la costumbre, ya he muerto más de mil veces en los últimos 30 años, que voy a resucitar, que los niveles de glucemia volverán a subir, pero que después de recuperarme estaré hecho polvo durante unas horas, como si me hubieran dado una paliza de muerte. Porque, y eso solo lo saben los diabéticos hipoglucémicos, morirse cansa mucho, pero mucho. Y morirse todas las semanas, nunca sabes cuándo ni dónde, es agotador. Un trabajo a tiempo completo. Es verdad que eso da algunas ventajas, si es que se le puede llamar así. Morirse tantas veces da un poco de perspectiva, algo de distancia con las pequeñas tragedias de lo cotidiano, baja la intensidad de las obsesiones por nimiedades. ¿Para qué te vas a preocupar por tonterías, si te acabas de morir y resucitar, y la semana que viene volverás a morir, te guste o no te guste?

 

 


 

020

AYER, SETAS EN Las Lagunetas. Hoy, castañas en el camino de La Vica. Las dos en las laderas de Teide. ¿Qué, si no? Quita el Teide y desaparece Tenerife. Esta isla es un volcán, todo volcán, una espinilla salida del mar Atlántico hace millones de años. Los que viven aquí, a la sombra del volcán, los guardianes de la lava, lo llaman papá Teide. El Teide nos protege, pero también puede enfadarse y cocinarnos a fuego urgente, extender su cálido manto de lava y arroparnos en un sueño eterno.

Esto podría ser un diario, pero solo lo es para arrancar las memorias, o los desvaríos, o el blablablá. Desde luego, de momento, no es una novela, porque el autor, yo, cada vez sale más en la foto, no hay quien lo saque del cuadro. Cada vez que el fotógrafo se coloca detrás del trípode y enciende su cámara, allí está Enrique enseñando los dientes, los rotos, los provisionales y los nuevos. Sonríe, digan patata, chips, una sonrisa, allá vamos. Voy a repetir, por si alguien ha salido con los ojos cerrados. ¿A quién le habla este fotógrafo, si delante estoy yo solo? Bueno, vale, no hay cámara de fotos, solo una pantalla de ordenador y un teclado, pero en cuanto se enciende la pantalla, allí está Enrique para dejar su huella, para echar su meadita y marcar el territorio. No tiene tanto secreto el asunto, porque el único que enciende el ordenador es Enrique. Bueno, es que es el ordenador de Enrique. Acabáramos. Haberlo dicho antes. Estás hablando de un montón de gente, y en realidad solo está Enrique. ¿Qué pasa, que se desdobla, que tiene personalidades múltiples? Pues claro, como todos los escritores. Es lo suyo. Mi nombre es Legión, yo soy la marabunta, soy el innombrable, el que fabrica los números, el que reparte las papeletas, el MC de esta fiesta. Ese soy yo. Así de chulo.

El sol se acaba de hundir en el mar, como cada tarde, y yo entro en el mar con él, y me sumerjo en el agua psicoanalítica, y convoco los sueños, la memoria y las asociaciones libres del pensamiento. Y busco el hilo de la historia, el hilo de Ariadna, consciente de que es muy posible que me lleve hasta el minotauro, pero me da lo mismo. Lo deseo, en realidad. El minotauro lo sabe todo, te lo cuenta, y luego, de una cornada, te deja seco, descerebrado, torero muerto y vuelta al ruedo. Pero hasta que llegue ese momento, yo pienso dar vueltas por este laberinto, una y otra vez.

Sé que hay veces que vuelvo al mismo punto en el que estaba dos días, o tres meses, o treinta años atrás, pero no me importa, vuelvo a pisar por encima de mis huellas, repito el conjuro, y vuelvo a intentar descubrir la entrada secreta, el pasadizo escondido, la llave de la puerta, una y otra vez, y otra, tal vez hasta el infinito, hasta la muerte por agotamiento, pero vivir y escribir es eso: intentar descubrir el secreto, matar a Dios, robar el tesoro, fugarse con la novia, cantar bingo, tener el orgasmo definitivo, y morirse ahí no más. ¿Para qué seguir? ¿Qué más? Ya no va a tener sentido. Por eso sé que el camino es infinito, que el laberinto no tiene salida, que Dios es un invento, que el Dorado de Perú nunca existió, que papá no lo sabe todo, y que a mamá se le secaron las tetas después de la menopausia.

Este podría ser un buen lugar para la venganza, para reparar deudas y ofensas. Pero no estoy muy seguro de que eso sirva para algo. Desde luego, si sirviera de algo, si de verdad creyera que la escritura es una nueva reencarnación, un viaje en el tiempo marcha atrás, o aunque solo fuera que me dé un poco de gustito, un escalofrío de placer diminuto, aquí iba a correr la sangre a raudales, con alegría, como el vino de la bodas de Caná, que de golpe se convirtió de un vino peleón en un Rioja del 64, Paternina banda azul, o un Vega Sicilia reserva. Pero creo que no. Nunca es así, eso solo sucede en las ensoñaciones, en las fantasías infantiles. Y ahora me doy cuenta de que cada vez que empiezo una frase, y esa frase empieza por pero, a modo de Pepito Grillo que desdice lo anterior, el ordenador, creo que por su cuenta, en lugar de escribir pero, escribe peor. Mientras escribo, así, a tontas y a locas, no me refiero a ti, no seas susceptible, a cada rato tengo que regresar tres líneas atrás, porque tras el último punto y seguido, en lugar de Pero, pone Peor. Y son demasiadas veces, tantas que me doy cuenta de que es una muletilla de las mías, una impronta personal, un vicio en la escritura. Y ahora, más de la mitad de las veces, en lugar de sustituir el Peor por Pero, simplemente lo borro, y me doy cuenta de que está mejor así, sin pero y sin peor. No hay peros que valgan. Mis propias vacilaciones, mis autocorrecciones, no son peros, no debo desdecirme. A lo más, contradecirme, y en ese caso no pasa nada, porque es más probable que en una contradicción las dos partes que se contradicen son verdad, cuando no hay contradicciones en absoluto, sino solo aseveraciones, que tienen todas las papeletas de ser mentiras flagrantes. Yo, para mentir, no tengo más que abrir la boca. Como tú. Como todos, no te creas que es algo personal.

Las castañas que me he comido hoy, recién recogidas del suelo en las laderas del Teide y en el terreno de Esther y Matthias, y en el de enfrente, por error, que no se entere el dueño, que creíamos que era lo de Esther y Matthias y no, era de otro, qué sé yo de quién, que tenía muchos más castaños y apenas una cadenita fácil de saltar junto a la carretera, esas castañas, al horno veinte minutos con un poco de sal, y con una cruz en el vientre de la castaña, para que se abran más fácilmente, esas castañas, que pesado, no lo va a decir nunca, sí, que sí, joder ¿Qué coño les pasa a esas castañas, merluzo? Suéltalo de una vez, que no estás hablando de un asesinato sin resolver, esas castañas no me han sabido igual que las de la infancia, las de la castañera de la calle Goya, la que tenía una pañoleta en la cabeza y un bidón metálico con fuego de carbón donde asaba las castañas, y nos las daba en un cucurucho de papel de periódico, el ABC, o el Ya, o Pueblo, o incluso El Alcázar, que mí me sabían igual todos ellos, no había tanta diferencia tampoco si los leías despacio, excepto si eran las esquelas del Ya, o las noticias locales de El Caso, con todo los asesinatos descritos con detalle para espanto de las castañas, que se quedaban frías de golpe, asustadas de tanta maldad a la vuelta de la esquina.

Tengo la sospecha, o el temor, o el deseo, de que esto que estoy escribiendo no lo va a leer nadie. Tal vez ni yo mismo. Y tiene sentido, porque el lector que está leyendo un texto, unas líneas de palabras incesantes, como estas, pero que no sabe a dónde va el autor, que se pierde, que no tiene nada claro adónde quiere llegar, porque parece que se pierde (un secreto a voces: No lo parece; se pierde; se le va la olla más allá de Camboya), cuando el lector se aburre de tanto desvarío insustancial, de tanta cháchara adolescente, ese lector desconecta y deja de leer. Abandona. Que le den al autor, que se las da de listo, de interesante, de experimentador. Que le den a ese autor que se cree que sus pajas mentales, sus comeduras de coco, sus encíclicas unipersonales, sus viajes orbitales alrededor del ombligo son interesantes y van a dejar al lector boquiabierto, y a las lectoras espatarradas de placer. Hay autores que de verdad se creen que lo que ellos opinan es la verdad universal y el secreto del universo. El ego no les cabe en la Vía Láctea, son como argentinos exagerados y descontrolados. Che, océano, te estoy tragando, gritarán mientras se ahogan en el mar. Patético. Así que pongamos que este escrito, ya ni me atrevo a llamarlo texto, que eso de texto es muy culto, muy cool, muy universitario: La lingüística del texto, Narratología textual, Texto y pretexto, se me llena la boca con la equis, como en exégesis, exordio, examen, exlibris, hexágono. Mejor este escrito, que digo que está, quizá condenado a no ser leído. Un texto, perdón, un escrito, sin lectores, sin público, sin adoradores. Letra muerta. Qué imagen tan bonita: Letra muerta. Letra cadáver. Letra moribunda, herida de muerte. Como si hubiera letras vivas. ¡Pues claro que hay letras vivas! ¡Eso es la Literatura, así, con mayúsculas! La Creación, la Novela, el Texto. Oh là là, mon dieu, rien ne va plus.

Eso es porque yo escribo como hablo, y eso es vulgar, eso no puede ser arte. Si uno escribe sandeces con palabras insólitas, entonces sí, entonces puede que tenga una tribu de adoradores, de admiradores asombrados de tanta belleza, de tanta densidad, de tanto lustre y tanta sabiduría. Tanta, tanta, que a veces no se entiende, pero porque la verdad, la calidad y la intensidad no puede estar al alcance de todos, no puede ser que todos lo entiendan, hasta los torpes, hasta los que ni siquiera han pisado las aulas de la universidad para doctorarse en Pedantería Textual. Si se escribe así, con un texto (esta vez ya sí sería texto, no escrito) bien ornamentado, barroco, difuso y desconcertante, entonces puede uno optar, con dos o tres padrinos apropiados, al Premio Nacional de Literatura. A cualquiera de ellos, que hay muchos. Premio de la Crítica. Premio de Ensayo. Premio de la Asociación de Libreros del Valle de Urgel. Siempre que sea un texto brillante, críptico y desconcertante. Doscientas páginas así, por ejemplo: “El hambre de luz te taladra el páncreas con plomo intermitente. Una luciérnaga etíope parpadea junto a la biblioteca de Babel. Hay un niño que nunca nació que pregunta a todas horas por sus zapatos. La vertical del miedo, desde el patio del colegio hasta el olvido, te inmoviliza los brazos y las piernas cada vez que intentas enamorarte a través de otro espejo del callejón del gato. Hay secretos de familia que terminan por devorar a sus miembros, como gusanos enquistados en carnes putrefactas.” Y dale, y dale, doscientas páginas. Premio asegurado. ¿Cómo va a perder la oportunidad un crítico, un concejal de Cultura, un catedrático de Lengua, de dar un premio literario a una obra que ningún lector va a entender? ¿Qué lector va a discutir la justicia de ese premio? ¿Qué lector bellaco, analfabeto, la va a discutir al catedrático la calidad inusitada del texto premiado? Ay, innoble ignorante, pardillo sin estudios, ¿cómo osas discutir lo que no entiendes? No sabes ya que doctores tiene la Santa Madre Iglesia. Quita, quita, tonto del haba.

 

021

DICEN LOS PERIÓDICOS que Trump ha perdido las elecciones, que Joe Biden y Kamala Harris han ganado, pero que Trump no quiere irse de la Casa Blanca, que hay fraude, que él no puede perder frente a un viejito de 78 años que no tiene el más mínimo carisma. Biden cumplirá los 80 sentado en el despacho oval de la Casa Blanca. El anciano que derrotó al bocazas. Trump ganó porque cambió el lenguaje de su discurso. Ladraba, en lugar de hablar. Mentía, y todos lo sabían, y no les importaba. Creó una ficción, un personaje lenguaraz, un insolente con síndrome de Peter Pan. Hace años unos genetistas y psicólogos calcularon la edad media mental de los norteamericanos, y llegaron a la conclusión que rondaba los once años, no más allá. Las películas de Steven Spielberg son para ellos. Está bien, a mí me gustan, yo también soy un preadolescente que se resiste a crecer, que se resiste a perder la emoción, la frescura, la capacidad de asombro, que se resiste a envejecer, a madurar, a pudrirse por dentro y fuera, a someterse al mundo de los adultos. No me extraña que Trump ganara. Y volverá a ganar, con otros nombres, en el futuro. También ganó Hitler, con las mismas armas de seducción infantil. Y Hugo Chávez. Y Lutero. Y Cristo. Y Bob Dylan. Y todos los escritores, políticos, músicos, pintores y rebeldes que dan un golpe en el tablero, se burlan de las normas y gritan, a pleno pulmón: El rey está desnudo, esto es una farsa. Yo no estoy diciendo que me guste Trump, cuidadín, porque me parece el presidente más vomitivo que ha tenido Estados Unidos, sino que el esquema, la estrategia, el entramado y la voz que de golpe está fuera, la de un outsider, la de uno que pone en marcha el pensamiento lateral y divergente, es un adelanto, aunque sea en forma de revulsivo. El poder corrompe, y la inmovilización también.

No avanzar es enquistarse, es pudrirse, es empezar a corromperse, como un estanque que empieza a descomponerse, como un cadáver. Hay que seguir, aunque sea con pasos indecisos, con pasos falsos, con pasos hacia atrás. Dos hacia adelante y uno hacia atrás, decían los marxistas, escenificando la dialéctica, el avance en círculos que pasan de dos dimensiones a tres dimensiones. Todos concéntricos, pero solo si se los mira como si fueran dos dimensiones, en un mismo plano, mientras que si giras un poco el plano, y le das una tercera dimensión, resulta que no eran vueltas y vueltas en círculos viciosos, sino espirales. ¿Y cómo saber si se avanza, entonces, si siempre dibujamos los mapas en dos dimensiones? Pues tal vez no se sepa, quizá no sea necesario saberlo, sino hacerlo. No es lo que dices, es lo que haces.

Uno no puede poner la vida en pausa. La vida sigue, el reloj no se detiene. A veces parece que va muy deprisa, otras que va despacio. Y hasta a veces parece que el tiempo se detiene. Eso dicen. En las montañas de Wuhan se detuvo el tiempo hace tres siglos, y los monjes del monasterio taoísta saludan al sol cada amanecer haciendo taichí acompañados por sus alumnos y discípulos, venidos de todas partes del mundo a meditar y detener el paso del tiempo, previo registro y pago por internet en Paypal. Han conseguido detener el tiempo, pero no son gilipollas, mucho cuidado.

Me voy a tomar un café, a ver si me centro.

Me he debido tomar mi café y el del vecino, porque aquí no se me ha visto el pelo en hora y media. Las dudas me siguen asaltando. Como siempre. Vivo con ellas. En realidad no sé si una historia cualquiera, que va de principio a fin sin distracciones, es en realidad una historia bruta, con miles de adornos y digresiones, como todas estas, solo que luego se depuran, o mejor aún se les prohíbe el paso en el momento ya de escribir. Me lo pregunto, como si yo no hubiera escrito ya ocho novelas, y no supiera cuál es el proceso. O cuál es, al menos, uno de los procesos. Es más habitual, por lo que sé, por lo que dicen, por lo que leo. Y es normal. ¿Quién quiere leer un libro titulado “Digresiones y palabrería de cuando no quería o no sabía sujetarme a un guion, tal vez porque no lo tenía”? Vamos, que no se me ocurre que vayan todos corriendo a las librerías, no vaya a ser que se agoten los ejemplares. Pues este es mi caso. Puedo excusarme diciendo, como seguro que ya he dicho, que se trata de encontrar la voz perdida, la que nunca estuvo. La voz perdida, debajo del sillón del psicoanalista, con el mechero zipper que tenía grabada un águila imperial y el logo de Harley Davidson, ya te vale. Pues no.

Soy consciente de que todas estas rectificaciones al monólogo, que en realidad están dentro del monólogo, no son sino formas de censura, de bloqueo, de intentar parar la escritura desde el subconsciente. Como todas las armas se pueden disparar hacia un lado o hacia el otro, también puedo incorporar las protestas nacidas del oscuro territorio de la censura, de la necesidad de hacerme callar la boca, o los dedos, de una puta vez, cansino, oye, y meterlas dentro del monólogo, del grifo roto de las palabras sin fin, a lo cual tendría que responder con una censura de la censura, lo que tiene tan poco sentido como el famoso prohibido prohibir. Un dolor de cabeza para mí, y otro para el lector inexistente. ¿Te imaginas que algún día, dentro de muchos años, cuando yo ya no esté, por azar o por castigo o curiosidad malsana, mis nietos, Maika y Kiros, se pusieran a leer este vértigo? ¡Hay que joderse con el abuelo, mira que se le iba la pelota! ¿De verdad que era así de… de… yo qué sé? Nunca lo hubiera imaginado. Pobre papá, qué dura debió de ser su infancia, en aquellos tiempos de diplodocus descontrolados.

Y ya no estoy seguro de si estoy buscando un argumento, un arranque de la novela que aún no sabemos, ni tú ni yo, inexistente lector, de qué va, o si esto es la novela ya en sí, este pastiche, este Frankenstein que crece como los hongos en otoño, ni si en verdad estoy, de modo premeditado, o haciéndolo mientras lo hago, huyendo de ese hilo, del argumento, y disfrutando del hecho de abrir caminos y cerrarlos, o abandonarlos, como un asesino que dispara a ciegas la metralleta sin intención de matar a nadie, y de matarlo a todos. No lo sé, de verdad, tal vez sea solo una manera de acercar la oralidad a la escritura. O la escritura a la oralidad, que parece lo mismo, pero no lo es, quita, quita, ni de coña.

En las primeras páginas, que recomiendan que se quiten después, una vez acabado el manuscrito, por redundantes con lo que sigue después, porque en realidad son una especie de calentamiento, digo, en las primeras páginas, en algún momento, pensé en colocar a todos mis hermanos sentados en un sofá, es un decir, o en una cabina de teléfono, que ya lo intentamos dos veces antes de morir Zalo, una especie de regresión multitudinaria al útero materno, sentados en el sofá, pues, coño, que te pierdes, y ponerles una bomba debajo. Una bomba en sentido laxo, no literal. Un suceso imprevisto, Jorge dice que es homosexual, Peancha dice que está embarazada de uno de sus hermanos, a Nacho le da un infarto fulminante, mi madre dice que se divorcia y se va a vivir con el párroco, Tito se electrocuta delante de todos y se queda tetrapléjico, no sé, algo impactante, una bofetada, como la muerte de Zalo, y de ahí empiezo a tirar del hilo, y les pregunto, y les hago hablar, y les meto un poquito de veneno por aquí, y otro poquito por allá, y pasan cosas, como en la vida misma, y esa es la novela. No me debe de convencer del todo la idea, porque ya llevo más de 20.000 palabras y aún no he comenzado. Veinte mil palabras son muchas palabras. De hecho, y lo comprobé ayer, así que no miento, es más que cualquiera de mis tres primeras novelas, Devuélveme el anillo, Abdel o El Club del Camaleón. Y eso que aún no he empezado. ¿O sí, y este raro páramo, o selva, es ya el asunto, el meollo, la sustancia? Mira, no lo sé, que no lo sé, que me dejes en paz.

Tengo la esperanza, y no sé por qué la tengo, porque nunca me había pasado antes, de que en realidad estoy buscando y encontrando algo de mí. Algo que está oculto, desde luego. Lo que está escondido, lo no visible, lo que no se puede nombrar ni mirar de frente, porque es como la Gorgona griega, que te paraliza y te mata como la mires de frente. ¿Que no era la Gorgona? Bueno, pues la que sea. La de los pelos como serpientes, la de la mala leche, la madre andaluza cuando se cabrea.

 

 


 

022

Vuelvo a ver el sol ponerse en el horizonte, y empiezo a pensar que estoy encerrado en la película de El día de la marmota, The Groundhog Day, que soy un secundario de la película, el escritor al que nunca se le ve, porque ese día no salió de casa, estaba escribiendo, y está condenado a seguir ahí, sin salir a la calle, sin que los espectadores lo vean nunca, pero que está en la mente de los guionistas. Un secundario que sale barato. Ni siquiera hace gasto en el catering. Un chollo, vamos. No lo vemos, pero está. Todos sabemos que está, detrás de aquella ventana. Bueno, no lo saben todos, pero lo sé yo, porque soy yo, y estoy harto de que todos los días se repitan igual hasta que por fin Bill Murray decida hacerlo como Dios manda, como quiere el guionista y el más allá quieren que se haga, y por fin enamore a Andy MacDowell y podamos también todos los demás hacer nuestras vidas, que la leche ya se me estaba acabando, y no me dejaban salir hasta que acabe la película.

La vida es lineal, como estas palabras, una tras otra, minuto a minuto, tic tac, pero en cambio los recuerdos, las memorias son peores que un conejo saltarín. El tiempo deja de existir, todo sucede a brincos de recuerdos, sin cesar, y sin embargo esa sucesión es a su vez una línea continua, como estas palabras, como estas páginas. No puedo amontonar un mismo recuerdo, de modo simultáneo, con otro distante. No se mezclan. Puede que se sucedan muy rápido de uno a otro, pero no se solapan. Excepto en los sueños. Ahí sí. Ahí las leyes del tiempo y espacio y la lógica se rompen, que alguien puede tener la cara de Gonzalo, pero al mismo tiempo yo sé que es mi madre, y el profesor de Latín que tenía en Quinto. Y no me extraña, en el sueño. Al despertar me asombro, por unas décimas de segundo, hasta que lo olvido y lo entierro, y no vuelvo a resucitarlo hasta la noche, cuando los ojos se me cierran y pierdo el control de la consciencia, aún más, ahora del todo.

La escritura va mucho más despacio que el pensamiento, que el fluir de la conciencia. Va tan despacio que de hecho la escritura lo que hace es organizar y hacer coherente ese pensamiento enloquecido y deslavazado. Bueno, enloquecido del todo no, eso solo pasa en el sueño, pero un poco caótico y disperso sí. ¿O no? Pues sí, no lo discutas. Sí a las dos cosas: que el pensamiento es más rápido, fragmentado y caótico que la escritura, y que la escritura es más lineal, más estructurada y estructurante. Ya hemos llegado de nuevo al Hábitat de Bourdieu. Volvemos a estar haciendo círculos, a encontrarnos de nuevo en lugares en los que ya habíamos estado, como confirmación de que no nos hemos perdido, pero que tampoco sabemos cuál es la salida del laberinto. Ahora uso el nos de manera mayestática. Nos, la cátedra, la monarquía, la Ley.

Tengo un recuerdo, lo anoto, lo clasifico y lo guardo. Y ya está. ¿Y para qué? ¿De qué me sirve recordar y anotar? ¿A dónde me lleva, si es que hay que ir a algún lugar, cosa que no me queda nada clara, excepto el ir a dormir por la noche porque lo pide el cuerpo, y el ir a morir y al féretro algo más tarde? Pero por el mismo motivo: Porque te lo pide el cuerpo, y quieres descansar, pero ahora ya del todo, sin interrupciones. Porque podría tener el recuerdo y, como la mayoría de la gente, saborearlo un rato, sonreír o llorar, depende del recuerdo, y pasar a otra cosa, a otro recuerdo, al menos hasta que se acaben los anuncios de la tele, porque en cuanto vuelvan regresaremos a la película, al programa de First Dates, o al telediario, tanto da, pero recuerda que no se pueden tener dos recuerdos simultáneos, y no puedes leer En busca del tiempo perdido, y al mismo tiempo acordarte de los primeros besos de tu adolescencia, a no ser que hayas desconectado del libro, y te estés montando tú por tu cuenta la novela en tu cabeza.

En otra página, en otro archivo que ahora no pienso buscar, ponía algunos disparadores. Una situación inicial que, tirando poco a poco del hilo, pudiera llevar a otro lugar. Qué poco claro ha quedado eso. Vamos a poner unos ejemplos. Vamos, Enrique y yo, ya sabes.

1.                      Julia se despierta el día que cumple 40 años, y se da cuenta de que no quiere a su marido ni a sus tres hijos. Que no los soporta. Que le aburren. Que prefiere huir, decírselo, o suicidarse.

2.                      Alberto coge el móvil de su amigo Carlos, y descubre diez fotos de su novia, Rebeca, desnuda y con Carlos.

3.                      Teresa descubre / se encuentra en el restaurante de Ikea con Marcos, un hermano gemelo de su marido, Alfredo. Ni Alfredo ni Marcos saben de la existencia el uno del otro. Teresa y Marcos se enamoran.

4.                      Lauro regresa un día antes de un viaje de negocios, y se encuentra a Leticia, su mujer, en la cama con Alba, una amiga lesbiana.

5.                      Santi, tras una noche de borrachera celebrando el Premio Hiperión de poesía que le acaban de conceder, atropella y mata a un sin techo, y se da a la fuga.

6.                      Alfonso presencia un asesinato, y sale corriendo. Sabe que el asesino le puede reconocer, y duda de si huir o ir a la policía.

7.                      Salva rompe con su novia, Arantxa, y al día siguiente descubre el cadáver de Arantxa dentro de su armario, ahorcada con una de sus bufandas.

8.                      Jaime, jugando a hacer equilibrios en un acantilado, empuja sin querer a Rocío, y ella cae, se despeña y muere.

9.                      Una mañana Javier se despierta en otra cama, en otra casa, y nadie se extraña, excepto él, que sale corriendo hasta su antigua casa, donde un extraño está viviendo su vida. Andrés le abre la puerta a un tal Javier, que dice que él vive ahí, con su mujer, Martina, y sus dos hijos Bruno y David.

10.                  Iker descubre que su hija, Cristina, guarda heroína, éxtasis y cocaína en su armario.

11.                  Después de muchos años sin saber de ella, Pablo se encuentra con su hija Marta en un prostíbulo de Barcelona.

 

 

 (Continuará)


 

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