miércoles, 12 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Segunda parte: Kale borroka (de 034 a 037)

 Los esqueletos  (continuación)  

Segunda parte: Kale borroka (de 034 a 037)



034

NO PUEDO SABER cómo fue la infancia de mi abuelo. Imposible averiguarlo. No creo que siquiera mi padre pudiera saberlo. Mi padre nació en Málaga, y no porque hubiera nadie allí de la familia. La abuela y el abuelo, los adúlteros, vivían juntos en Melilla. Él era oficial del ejército, a cargo de la intendencia, y cuando ella se puso de parto, en 1917, puede que no hubiera ningún hospital fiable en Melilla, o porque tuvieran que ocultar la vergüenza, qué sé yo, el caso es que mi abuela dio a luz en Málaga, y no en Melilla, por pura casualidad. Mi padre tiene de andaluz lo que yo de campesino vietnamita. No puedo saber qué heredó mi abuelo, en cuanto a taras mentales, quiero decir. Del otro abuelo, el materno, digo lo mismo. NPI. Y casi, si me aprietas las tuercas, tendría que decir que no sé apenas de la infancia de mis hermanos, a pesar de estar a mi lado, junto a mí, durmiendo en la cama de al lado, durante toda la infancia, o buena parte de ella, las suyas y la mía. Y digo que no sé porque, a pesar de estar allí, a pesar de compartir juegos y bofetadas, veraneos, meriendas con mis tías, y construcción de vías de tren los domingos, no supe de verdad lo que pensaban o lo que sentían. Todos fuimos un poco autistas, como mi padre, los hombres no lloran, nena el último, y hasta la Nena, mi hermana, corría como todos los demás para no ser nena. ¿A qué iba a jugar si no la pobre? Tenía todas sus muñecas decapitadas, y del lugar de donde deberían arrancar los brazos, salían piernas incrustadas de otras muñecas, o piezas de mecano. Su cajón de muñecas era un muestrario de monstruos deformes, Frankenstein en todas sus vertientes, gracias a las visitas que le hacían mis hermanos, deformadores de muñecas por vocación, cirujanos del terror.

Pero no eran malos. De verdad que no. Eran simples supervivientes, como yo. Aprendimos los unos de los otros, a mordiscos, como los cachorros de lobos en una misma camada. Iba a escribir que a besos y mordiscos, pero no, solo a mordiscos. Los besos no existían. Ni los abrazos. Si te habías pillado los dedos con la puerta, llorabas, y aguantabas las burlas, llorica manteles, tres cuartos me debes, si no me los pagas llorica te quedes. Salud te daba un beso en la frente y un vaso de agua, y hala, vuelta al ruedo, a la selva, al cuarto de juegos. Mis hermanos no me maltrataron, o al menos no más que a ellos mismos. Es más, como yo era de los pequeños, con Jaime, en realidad ellos fueron mi padre putativo, en ausencia de mi padre. Todos nos convertimos en padre plural de todos, ellos fueron mi padre multiplicado, siete padres simultáneos que se movían en un calidoscopio, jugando a desaparecer y aparecer detrás de cada hexágono, o triángulo, o lo que sea que aparece en los calidoscopios. Podía seguir su modelo, o cualquiera de ellos. Para eso tenía varios, podía escoger. No tener padre, o tener un padre ausente, no es bueno. No puede ser bueno. Aunque depende, porque si te toca un hijo de puta por padre, más vale que esté ausente, que no esté, que se muera. Pero no tener padre, y que te pongan de sustituto a siete hermanos mayores, cada uno de ellos buscando su propia identidad, buscado diferenciarse de los demás, ser algo o alguien distinto del montón, de los amontonados, tiene algunas ventajas. Ya he dicho que podía escoger a cuál parecerme. O mejor aún, cambiar de padre según mis necesidades o mis fantasías. Un padre a la medida. Todos distintos, sí, pero con un rasgo distintivo común, un gen familiar, heredado de nuestro padre: el autismo funcional, la alexitimia.

Y no sé si al final, en lugar de escoger a este o a aquel como modelo de padre, decidí quedarme con todos, echarlos al saco, y sacarlos de cuando en cuando a pasear, de uno en uno, o de dos en dos, o con los miembros y cabezas intercambiadas, como las muñecas deformes de la Nena. Eso es ser escritor, me parece en este momento: ser coleccionista de padres, cirujano de fantasmas, doctor Frankenstein.

Gonzalo se murió, mi hermano mayor, justo el que estaba por encima de mí, el espejo más cercano. Pero se murió hace mucho, hace 27 años. Estaba enfermo del corazón. Enfermo crónico. Yo de diabetes, también crónico. Pero él se murió, y yo no. Todavía. ¿Sabe alguien lo que duele enterrar a un hermano gemelo, a la imagen de futuro, al espejo idealizado? Pues mucho, claro. Muchísimo. Igual que enterrar a un hijo, a tu pareja, tu futuro. Mi padre se murió, el de verdad, Alfredo, y quince días antes, mi madre. Hace ya doce años. Enterrar a los dos padres en una misma ceremonia duele mucho. Casi insoportable, pero sobrevivimos todos nosotros, los hermanos, los huérfanos que inventaron un padre colectivo, una cofradía de padres autárquicos, cojeando porque siempre nos falta uno, Gonzalo, que se adelantó a todos. Heridos ya en este maratón de vivir hasta morir de viejos. Todas mis tías se murieron en los últimos diez años, una tras otra. Mis tíos se habían muerto antes, otros cagaprisas. Parece una cacería, y la señora muerte va disparando con calma, matando uno a uno. Sabemos que nadie va a sobrevivir, que todos moriremos. Así es el juego. Ahora Tito, el mayor de mis hermanos, está a las puertas de la muerte, devastado por el síndrome de Kleine-Levin, mucho más agresivo que el Alzheimer que mató a mi padre. Tito, el padre sustituto por derecho, el mayor, el hereu, machomán, el mejor narrador de la familia, el aviador, el que nos ponía a todos firmes en el pasillo a cinturonazos, el que heredó hasta el nombre y la profesión de mi padre, mi padrino de bautismo, a punto de morir. ¿Qué es un padrino? ¿No es el que hace de padre en ausencia del padre? Pues ya tiene cojones, la puta manía esta que tiene la muerte de cargarse a todos los padres que se ponen en mi camino. No quiero más padres, que ya no me caben en el cementerio. Me tenéis hasta los huevos.

 


 

035

Elías se casó con Raquel, una compañera del Instituto Lope de Vega un poco mandona. Como su madre. Como la madre de Elías, quiero decir, Deme. Buscar una novia que se parezca a tu madre tiene sentido, es frecuente, ya sabes de qué pie cojea, te ofrece abrigo y protección, como la propia madre, y se cumple el mandato de Edipo de casarse con su propia madre sin que los tribunales tengan nada que objetar. Y yo tampoco. ¿Cómo va un padre a protestar porque su hijo se case con un calco de su madre, si hasta el mismo padre se enamoró de la madre muchos años atrás? Vale, puede haber un problema de celos en el caso de que el padre se encapriche también de la segunda madre, más joven, la nuera, y no digamos si le echa polvos, como en la película Herida, de Luis Malle, con Jeremy Irons y Juliette Binoche follando como conejos a espaldas del hijo, pero este no es el caso. Cuando Elías se casó con Raquel yo ya no estaba con su madre, ni con la siguiente, sino con Bea, y que Elías tuviera una novia como Raquel no me dio ninguna envidia. Quita, quita.

Digo que Raquel es muy mandona, y eso no me gusta, pero como no es a mí al que le tiene que gustar, pues no me importa. Es más, me alegro por Elías, porque a él sí le gusta. Eso espero. Lo que no llevo tan bien es que Raquel trate de mandarme a mí. Ya ves tú. Si ni Franco ni mi padre pudieron conmigo, imagínate lo que puede hacer Raquel. Yo ni le discuto. Me encojo de hombros. Está muy bien que busque su lugar en el mundo, que marque su territorio, que afirme su poder y no dé su brazo a torcer. Pero de ahí a que yo tenga que darle la razón o que me tenga que parecer bien sus quimeras de educadora contemporánea que apoya el colecho, el nutricionismo vegetariano, el no dejar que el niño llore bajo ninguna circunstancia, el convertirse en una madre helicóptero, pues no va a poder ser. No le daré la razón. Pero como estamos hablando de su hijo, Kiros, y de Elías, su pareja, pues no necesito discutir. Que haga lo que quiera. Está lo bastante segura como para no necesitar mi aprobación, menos mal. No es que me dé igual, sino que su vida tiene que obedecer a sus órdenes, no a las mías. Mis opiniones, incluso, están de más. No las necesita. No tiene sentido pelear una batalla que está perdida antes de empezar.

No me queda claro de si Elías es feliz. Creo que sí. En realidad si tengo alguna duda, es porque sé que yo, en su lugar, no sería feliz. Yo no podría vivir su vida, sería un desdichado. Y la tentación, tal vez a la que mi padre cedió, es la de pensar que si yo no podría ser feliz con su vida, él tampoco lo puede ser. Y no es verdad. Él puede ser feliz con su vida, e infeliz con la mía; y viceversa. ¿Cómo sugerirle a Elías que siga mi ejemplo, que piense como yo, si con eso solo conseguiría hacerle infeliz? En caso de que pudiera convencerle, claro. Y en caso de intentarlo y no convencerle, se abriría un abismo entre los dos, un desencuentro, una fractura, parecida a la que tuve yo con mi padre.

Yo no he sabido ser hijo de mi padre, y no por error, sino por cabezonería y desconocimiento. Mi padre tampoco supo ser mi padre, y por los mismos motivos. Ahora también sé que no he sabido ser padre de mi hijo, de Elías. Soy un nuevo padre ausente, calco del mío. Elías intenta resolverlo, acercarse, pero no tiene demasiadas habilidades afectivas. Nadie se las ha enseñado. La herencia familiar, el gen del autismo, es transgeneracional. Yo lo sé. Soy autista, de acuerdo, pero no soy gilipollas. Me doy cuenta de ello. Por eso hace tres años, en uno de mis viajes a Madrid, quedé con Elías a solas. Necesitaba decírselo. No sé si él necesitaba que yo se lo dijera, pero yo sí necesitaba decírselo.

—Mi padre —le dije—, fue un padre ausente, frío, incapaz de mostrar afectos ni emociones. Me dejó hambriento de besos y abrazos. No le culpo, no tuvo la culpa, no supo hacerlo.

—Tu padre. O sea, mi abuelo —confirmó Elías.

—Sí, mi padre. Y yo me temo que tampoco aprendí a hacerlo. Creo que he sido un padre ausente incluso cuando vivíamos juntos. Un padre autista. Esas cosas se heredan. Y te lo digo porque existe el peligro de que ese virus se lo pases a tus hijos. Un consejo: No lo hagas. Yo no te he enseñado cómo hacerlo, y lo lamento, pero procura no repetir ese modelo, repetir el error. Afortunadamente tu madre es un poco más llorona y besucona, y espero que Raquel también lo sea. Aprende de ellas, no de mí, al menos en ese aspecto.

No sé qué pasará en el futuro. Yo no tengo demasiada confianza en el poder de las palabras, no creo que obren milagros. Una cosa es lo que uno dice, y otra lo que hace. Creo más en los actos, en los hechos. Puedo decir “Voy a ser bueno” y ser más malo que la quina. Puedo decir que te quiero, y no quererte. Puedo decir que te perdono, y no perdonarte. Las palabras mienten, los hechos no. Yo necesitaba decirlo, decírselo. Que eso obre el milagro de la trasmutación de las palabras a los actos, lo dudo. Ojalá, pero no creo en los milagros. No me voy a poner una medalla que no he ganado. Mi necesidad era decirlo, y lo hice. Hacer en mi caso, en ese momento, era decir. ¿Qué otra cosa podría hacer?


 

036

Bea me dice que no escriba mis memorias, que los que escriben sus memorias acaban deprimidos, y se divorcian, como Isa Cañelles. Puede ser. A mí me da que Isa se habría divorciado de Germán pasara lo que pasara. Aunque Germán fuera el santo Job, que lo era. Isa se divorciaría de sí misma si pudiera. Como Lara. Como Tito. Como Nacho. Como casi todos, que la vida es demasiado larga, todos cambiamos, nuestras parejas también, y un día nos damos cuenta de que esa persona que está a nuestro lado no es la que era antes, y que nosotros tampoco, y que no nos soportamos más. Adiós muy buenas. Y yo le digo a Bea que no, que cómo se le ocurre, que ni de coña voy a escribir mis memorias. ¿Para qué? ¿Para deprimirme y divorciarme? Pues no quiero, a mí no me pillan en otro divorcio. Me niego a vivirlo. No es negociable. Mi objetivo en esta vida, el punto final, es morir por mi propia mano, y será el día, la hora, el lugar y el modo que yo elija, no el que elija el destino, ni Dios, ni los médicos. Y si hay amenaza, o aviso de divorcio, lo adelanto. Eso ya lo viví. No quiero otro. Te lo dejo a ti que lees estas líneas, hala, que te aproveche. Yo ya estoy servido.

Pero lo cierto es que en este hilo de palabras deslavazadas, hay recuerdos, hay memorias. Vaya que sí. Lo que no sé es por qué aparecen unas, y no otras. No sé quién hace la selección. Yo no. Y si soy yo, porque no veo a nadie más rondando por aquí, así que debo de ser yo, entonces no sé qué método estoy usando. ¿Por qué me acuerdo de mi nuera Raquel, y no de mi prima Esther? ¿Por qué Isa Cañelles, y no Barsén Valdecantos? ¿Por qué los muertos, y no los que van a morir? ¿Por qué las pequeñas agonías, y no los orgasmos?

Cuando hablamos de argumentos, a mis alumnos les digo que una historia en la que el protagonista tiene una infancia feliz, le va bien en el colegio, encuentra una novia que le quiere, tiene trabajo e hijos estupendos, y envejece feliz con todos sus sueños cumplidos, como proyecto de vida es una maravilla, pero como proyecto de novela es una mierda. Eso no hay quien se lo trague. Sería tan soporífera como una sesión de diapositivas de una luna de miel de los hijos del vecino, comentadas al detalle por dos novios sosos. Ni con cinco rayas de cocaína, te lo digo yo. ¿Por qué me acuerdo de lo que me acuerdo, entonces? ¿A dónde quiero llegar? ¿Qué me quiero decir? ¿Qué estoy escondiendo? ¿Qué estoy callando con tanto hablar, con tanto pavoneo de arriba abajo, como una Drag Queen que se hace la ofendida?

Empiezo a sospechar de mí mismo. Esto no puede ser trigo limpio. Seguro que debajo de esa capa de pintura está el óxido. En el fondo de la caja, más allá de las fotos de la Primera Comunión y las postales de aquel viaje por Marruecos, están escondidos los cadáveres, las pulseras de las niñas degolladas, las acuarelas de los niños enterrados vivos, todas las vidas crueles que hemos vivido y olvidado, que nos negamos a recordar, que nunca reconoceremos como propias, aunque nos enseñen las fotos, las evidencias.

Buscando en otros cuadernos antiguos, me encuentro con cuatro argumentos más, que nunca desarrollé:

· Siguiendo los consejos de un fantasma, Gato, hermano pequeño de Bárbara, tira su bicicleta por un acantilado.

· El sargento Mendoza, padre de Bárbara, deja a un lado su fusil y camina directo y sin intención de esquivar las balas hacia las trincheras enemigas.

· Andrea, hermana mayor de Bárbara, está quemando, bajo un ciprés, una baraja de cartas de tarot.

· Bárbara acepta volver a salir con Juan Carlos, pero media hora antes de la cita se rapa la cabeza al cero.

Kenzaburo Oé, el Premio Nobel japonés, tiene un cuaderno con las ideas y argumentos que se le fueron ocurriendo a lo largo de los años. Sobre todo cuando era joven. Dice que desde hace ya varias décadas no tiene nuevas ideas, pero desarrolla las que tenía guardadas en esa cajita de memorias. Si yo hiciera lo mismo tendría que vivir unas cuantas vidas más, porque me faltaría tiempo. Tengo unos pocos libros publicados, apenas seis novelas cortas, y dos sin publicar, pero terminadas. Pero hijos no natos, abortos, hijos que jamás nacieron pero que ya incluso tenían un nombre asignado. Ah, de esos hay unas cuantas decenas. A veces veo los renacuajos chapotear en el agua sucia de la memoria, y me acuerdo de ese poema que me gusta tanto, Mi monstruo favorito, de Luis Alberto de Cuenca:


Qué va a pasar cuando mi novia sepa

que no puedo vivir sin tus pseudópodos,

sin tu horrible humedad en mi bolsillo.

Qué va a pasar cuando descubra un día

las huellas de tu baba entre mis dedos,

y empiece a hacer preguntas, y la rabia

y los celos se agolpen en sus ojos,

y yo confiese al fin que la he engañado

contigo, y que no puede comparársete,

y le enseñe orgulloso el agua sucia

donde se reproducen nuestros hijos.

Qué va a pasar cuando no entienda nada

y nos denuncie a Sanidad.


 037

DICEN QUE LA escritura enloquece. Que no hay más que ver la cantidad de escritores que se han vuelto locos, que ha enloquecido con el tiempo. Mentira. Me acabo de inventar eso de “Dicen”, porque no lo he oído jamás, y sin embargo me apuesto todo y más a que más de uno lo ha dicho. Con la cantidad de gente que somos, lo raro es que haya algo que no haya sido dicho por alguien. Pero, en fin, la conexión entre locura y escritura existe, es cuestión de mirar proporciones, estadísticas. El porcentaje de escritores locos es mucho mayor que el de fontaneros locos. Y no creo que sea porque la escritura lleve a la locura y la fontanería a la cordura, sino que es la locura, ya instalada o creciente, la que lleva a algunos a la escritura, para tratar de entenderla, o frenarla; mientras que es poco frecuente, no tengo aquí los datos, me arriesgo a inventármelos, que la locura conduzca a la pasión por arreglar tuberías y desagües. Es una pena, porque como metáfora de situación era mucho mejor la del fontanero loco que la del escritor. Sin duda.

Ya he alcanzado las primeras 40.000 palabras. Uy, madre mía, cuánto has crecido, menudo estirón has dado, seguro que te duele el pecho de bien hecho, diría Salud. Hay cosas que recuerdo, y no sé dónde las aprendí, pero quedaron registradas en mi cabeza como verdades irrefutables, y que durante años he repetido en las clases de escritura creativa. Una de ellas es la de que en las agencias de publicidad, a veces, para encontrar el mejor anuncio para un producto que quieren lanzar, pongamos un nuevo jabón para lavavajillas, contratan a un grupo de personas que representan los posibles compradores, con distintas edades, estudios, profesiones, sexo y creencias. El universo de sus posibles compradores, pero en diminuto. Colocan el producto a la vista de todos, en medio de una mesa alrededor de la cual todos están sentados, y entonces empieza el brainstorming, la lluvia de ideas. Cada uno tiene que decir una cualidad, un adjetivo, una peculiaridad, un deseo que quieren que el lavavajillas cumpla. Lo que se les ocurra. Sin censuras. Sin correcciones. Sin vuelta atrás. Sin matices. Y empiezan a decir cualidades deseables reales o imaginarias. Es bonito, huele bien, lo deja todo brillante, no se apelmaza, limpia a fondo, lo deja como nuevo, es muy suave, a mi hija le encanta, me recuerda a mi abuela, parece nieve, me lo comería a cucharadas. Todo lo que se les ocurra. Un apuntador, o un aparato grabador, registra todo, todo, todo, sin preocuparse de si son sandeces o no. En las primeras vueltas los participantes sueltan todos los tópicos, los lugares comunes, las obviedades. Pero hay que seguir, tienen que seguir diciendo más cosas a cada vuelta, y empiezan a decir bobadas, bromas, barbaridades. Y siguen, tienen que seguir, para eso les pagan, y llegan a los sinsentidos, las aberraciones, las groserías, las locuras, las exageraciones. Y todo eso se anota, se registra, sin comentarios. Termina la sesión, se les paga su dinero y se les da las gracias. Hasta luego, Lucas. Ese es el grupo creativo, el de las ideas, el explorador. Luego, al día siguiente, o cuando sea, otro grupo distinto, el de los críticos, buscará entre toda la morralla del brainstorming las ideas más brillantes para lanzar el producto. Normalmente no las encontrarán en las primeras vueltas, la de los tópicos y las obviedades, sino más adelante, entre la basura del sinsentido, de las bromas y los desvaríos. Un buen eslogan publicitario vale millones, y si lo encuentran habrá valido la pena el gasto y el trabajo. Eso les cuento, les contaba, a mis alumnos de relato y de novela. Y después les decía que ellos tenían que ser todos los miembros del grupo de la tormenta de ideas, tendrían que desdoblarse, pensar como pensarían distintos participantes, multiplicar su esquizofrenia. A fin de cuenta los escritores se supone que se meten bajo la piel de los distintos personajes cuando escriben, Madame Bovary c’est moi, así que ya pueden empezar a practicar. Y con la tormenta de ideas, que puede aparecer bajo la estructura de un monólogo interior, o de escritura automática, un poco como lo que hago yo ahora, desde hace quince días, puede que aparezcan unas pepitas de oro escondidas entre las líneas del escrito, unas ideas para desarrollar, el germen de una novela, una idea brillante para un relato. Eso no se encuentra tan fácilmente, no está en la superficie, hay que escarbar, desenterrar el fósil, desnudar la mentira. Vale la pena el viaje, el esfuerzo de pegar tiros al aire, de caminar a ciegas, para justamente llegar más allá del espejismo que no podíamos cruzar, que no nos dejaba avanzar. Dar una vuelta por el lado salvaje, de nuevo Lou Reed, y capturar al enemigo que se escondía detrás del matorral. Palos de ciego, estelas en la mar, el camino que no llevaba a ninguna parte. Gracias, Rodari.

Cuando leo algo que he escrito hace tiempo, pongamos diez años, lo bastante lejos en el tiempo como para no acordarme, me asombro, me reconozco, y al mismo tiempo veo el conflicto interno del texto, el por qué ese proyecto no continuó, no se convirtió en novela, o en lo que sea, pero no en libro terminado, cerrado. Lo veo, lo intuyo. Lo que me asombra no es eso, sino la fuerza de la escritura, la intensidad. Parecen gritos en la oscuridad, brazadas de uno que se está ahogando. Y pienso en eso, en la intensidad de la escritura, en el ritmo, en la frondosidad. A mí me revientan los escritores que se pavonean ante el lector, que sacan la artillería del vocabulario insólito, de las metáforas desconcertantes y del oscurantismo o cripticismo del texto. ¿Para qué? ¿Para que te digamos que qué listo eres, que qué léxico tan florido, qué barroquismo sintáctico, qué profundidad insoslayable? ¿Para insultar a los lectores, para llamarlos torpes analfabetos que no te entienden, que no te llegan ni a la suela del zapato, a ver si se esfuerzan un poco más, zánganos, incultos? No se merecen tu sabiduría, oh, insigne maestro, preclaro príncipe de las letras. Deja de escribir. Que sufran. Castígalos sin el maná que brota de tu boca. Venga, cállate de una vez, y hazte una autofelación, que estos mortales no se merecen tus babas.

No, no me gustan los pretenciosos. Yo fui uno de ellos, ojo, que todos empezamos por ahí en la escritura, buscando la eternidad etérea. Pero luego tuve que retroceder un poco, dejar de levitar, dejar de llamar faz a la cara, perlas a los dientes, y dispepsia al dolor de estómago. Aguanto peor la pedantería que la grosería. Los pedantes me parecen unos acomplejados. El clásico complejo de inferioridad que se manifiesta como complejo de superioridad. Para calmar sus temores, sus lagunas, sus inseguridades, necesitan machacar a otro, humillar al que se deje. En la aristocracia y en la alta burguesía hay mucho fantoche de esos. Lo sé de primera mano. He convivido años con ellos. Son mis vecinos, mis antepasados, mis antiguos profesores. No todos ellos, desde luego, pero sí unos cuantos muy fáciles de reconocer. Mis amigos no, porque ya me ocupo yo de no dejarles pasar del umbral de la puerta. Reservado el derecho de admisión. Me encanta, de cuando en cuando, si la ocasión lo permite, mostrar hacia los pedantes una altanería displicente. Ojo por ojo. Sé que eso no les va a curar su enfermedad soberbia, es más, puede que se la agrave, heridos y desconcertados, colocándose una armadura extra que les proteja, una malla de acero, y un poquito de espuma de rabia en la boca. Aun así el juego me parece tan poco interesante, tan bobo, que ni siquiera me quedo a ver su reacción, a ver qué pasa. Segunda bofetada a su autoestima. Justicia emocional.

En la escritura pasa lo mismo. La escritura y la vida son dos caras de la misma moneda, lo he dicho tantas veces que me aburro a mí mismo. Ya sé que es trampa. Que lo mismo puedo decir, y lo he dicho, que la escritura es como el boxeo, como el sexo, como las plantas, como la música, como un viaje, como respirar, como el psicoanálisis, como la esquizofrenia. Pues sí, es como todo eso, qué le vamos a hacer. Igual que una vida puede estar hinchada de pedantería, por miedo, por autoprotección mal entendida, la escritura también. Quitémonos las máscaras. La vida puede ser aburrida, y hay quien busca la monotonía por miedo a lo desconocido, por miedo a encontrarse consigo mismo, y en la escritura también ese miedo funciona como censura. No digas eso, no escribas eso, por Dios, qué van a pensar de ti. Escribe y describe un mundo amable, sin perversidades, y que todos piensen que tú eres ese, que ese es tu autorretrato, el de un hombre decente. O una mujer, de acuerdo, también una mujer, no te rayes, que ahora la discusión no va de sexo. Por mí como si quien escribe es un mutante de sexo fluido e innumerable. Yo de lo que quiero hablar es de mi escritura. Yo he venido aquí a hablar de mi libro, de mi libro, y llevamos ya no sé cuantas páginas, y de mi libro nada. El mejor Umbral es el que se cabrea, como Fernando Fernán Gómez, como Labordeta. Un cabreo de cojones pone a todo el mundo en su sitio. A mamarla, a Parla.

Así que la escritura, mi escritura, tiene más fuerza cuanto más cabreado esté. Tiene sentido. Lo malo es que se pierden matices, que los gritos solo valen para blanco o negro, no para las tonalidades del gris. Lo mismo pasa cuando se canta, o cuando se toca el piano, o cuando se empieza a enamorar a alguien. No es fácil enamorar a gritos, no digo que sea imposible, seguro que el primer polvo llega rápido, y que es explosivo, pero existen otros mundos, y están aquí, a mano, debajo de los gritos, o acurrucados en una esquina. Lo que pasa es que el aburrimiento los tiene amenazados. No es tan fácil susurrar a gritos, destacar con texturas de lo sutil, sin pedantería, sin gritos y sin aburrimiento. No sé si se puede, la verdad. Es escribir con ritmo alegre, pero no atropellado; con profundidad, pero sin pedantería; con fuerza, pero sin gritos; con belleza sin cursilería; con naturalidad sin aburrimiento. Eso es tan difícil como llevarse bien con la pareja durante veinte años. No es raro que haya tantos divorcios. Es más fácil encontrar la vacuna contra el cáncer. De todos modos yo voy a seguir escribiendo. Es cabezonería, ya lo sé, pero ¿qué se pierde? Mientras no me vuelva un ser insoportable y Bea me diga que basta ya, que lo deje de una vez, que le hago daño, no pienso parar. Tengo curiosidad de ver qué hay al otro lado, en la tercera vuelta del brainstorming.


(Continuará)

 


 


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