miércoles, 26 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Tercera parte: La memoria del abeto (de 093 a 096)

Los esqueletos  (continuación)  

Tercera parte: La memoria del abeto (de 093 a 096)



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TENGO UNA DUDA. En algún lugar leí una vez que un teórico (o sea, uno de esos que le da vueltas a la pelota por oficio, como una manía, sin necesidad de ser argentino), decía que si un abeto nace, crece y cae fulminado por un rayo en la tundra siberiana sin que nadie jamás lo haya visto, tal vez ese abeto no exista. Más o menos lo que le pasó a Estados Unidos durante toda la Edad Media. Mi padre me enseñó a desconfiar de aquellos países que no hubiesen vivido el Medievo. No sé si tenía razón, porque él lo dijo en una época en la que lo políticamente correcto no se había inventado aún, así que podía también despreciar todos los deportes, con excepción del “viril deporte del ajedrez”.

Veo que se me va el hilo, y me pierdo.

Decía que tal vez ese abeto caído en Siberia sin ser visto, quizá no haya existido. La matemática del caos y el efecto mariposa dirán que sí que ha existido, pero que lo que sucede es que no sabemos interpretar las causalidades. Eso dicen también los astrólogos deterministas, los budistas y los obispos preconciliares, que amenazaban con infiernos, calvicies e impotencias a todos los que se masturbasen en el cuarto de baño pretendiendo ser invisibles como un abeto en la tundra siberiana. De eso nada: el ojo de dios todo lo ve, desde la muerte del abeto hasta la paja adolescente. Nada se oculta al Gran Hermano Fisgón.

Pero ya me estoy perdiendo otra vez por los cerros de Úbeda.

El caso es que del mismo modo, alguien podría escribir una gran novela, no dejársela leer a nadie, esconderla bajo siete llaves durante cuarenta años (¡Ha sido Salinger, el cabrón!), y luego quemarla sin rencor ni remordimientos. Después morirá sin desvelar el secreto a nadie. La novela no existe, aunque la lea Dios, el cotilla universal, y solo podrá ser editada con la pulpa de papel del abeto que murió en Siberia. Nihil obstat.

Este escrito, como todas las páginas escritas, solo existirá mientras alguien lo haya leído, y de uno u otro modo lo recuerde. Dejaría de existir si una vez borrado, todos los lectores lo olvidaran a corto o medio plazo, y no generara ninguna huella posterior, un palimpsesto mental. Así pues, el no-existir cada vez está más cerca, habida cuenta del Alzheimer que asola el planeta desde hace décadas.

Creo que de nuevo se me ha ido la olla a Camboya.

O no. Puede que el solo hecho de leer, aunque solo sea el prospecto de las aspirinas, sea un acto que, en sí mismo, por imposibilidad física de hacer dos actos complejos a un mismo tiempo, impida ejecutar otras maniobras más o menos impuras. Como bombardear Gaza, o hacerse pajas en el cuarto de baño a hurtadillas. En ese caso la lectura ha existido, y el texto que estaba detrás también, porque hay un niño palestino que aún no está huérfano, o un adolescente con dolor de huevos.

Tal vez el teórico cuántico que hablaba del abeto siberiano fue el gato de Schrödinger, aburrido ya de estar encerrado en una caja sin saber si está vivo o muerto. O quizá fue un argentino.

 

A veces me acuerdo de mi abuelo Antonio, que me llevaba al parque de San Telmo los domingos por la tarde, y me compraba una bola inmensa de algodón de azúcar de color azul. Los hilos de azúcar se me quedaban pegados en la punta de la nariz y en los carrillos, y tenía que quitármelos rápido antes de que mi abuelo se diera cuenta, porque si no él sacaba del bolsillo de su pantalón un pañuelo gris con sus iniciales bordadas, lo mojaba con saliva y me rascaba la cara hasta dejármela escocida. Otras veces me compraba un palulú, o regaliz negro, o un chicle bazooka de tres pisos. A mi abuelo le olía la mano a tabaco, tenía la punta de los dedos y los dientes de color amarillento, y usaba jerseys abiertos de pico con botones grandes. Por la noche me leía las aventuras de Simbad el marino, Riquete el del copete y La llamada de la selva. Ponía la voz muy grave cada vez que hacía hablar a los malos, y yo me escondía debajo de las sábanas para que no me descubrieran. Si la historia daba mucho miedo, esa noche me meaba en la cama, y mi madre le echaba las culpas al abuelo. Cuando cumplí seis años me regaló un barco de plástico insumergible con motor y pilas, y en mi primera comunión una bicicleta BH plegable. Lo quise mucho, mucho. Todavía lo echo de menos. Debería acordarme de su muerte, pero no puedo, porque sucedió tres meses antes de que yo naciera.

 

Una carta de mimbre acumula desengaños desde que dejaste de soñar, pero tal vez un beso mortal te regrese a las cafeterías. Aquel árbol sindicalista devolvió el carnet en otoño, harto de hipotecas y de aguantar las meadas de los perros. No te cortes las venas todavía, huye en un barco mercante, seguro que bajo la arena de otra playa, y en el interior de una jeringuilla azul, volverás a encontrar adoquines, bragas sucias y poemas de Cernuda. La uña de tu cuaderno araña la pizarra en las tardes tristes, y los murciélagos te atraviesan el pecho a todas horas, sin que puedas abrazarlos. Hay un túnel de hojarasca bajo tu vientre, una espada sin sangre tiritando bajo tu almohada, una postal que nunca fue escrita, una lágrima enquistada que debiste derramar, y que ahora pregunta, desorientada, por su futuro negado, la frontera del amor, y el desasosiego.

 

El hambre de luz me taladra el páncreas con plomo intermitente. Una luciérnaga etíope parpadea junto a la biblioteca de Babel. Hay un niño que nunca nació que pregunta a todas horas por sus zapatos. La vertical del miedo, desde el patio del colegio hasta el olvido, te inmoviliza los brazos y las piernas cada vez que intentas enamorarte a través de otro espejo del callejón del gato. Los elefantes no solo son contagiosos: también caducan detrás de los semáforos. Un beso de agua te araña la memoria, y nunca sabrás de quién eran las espadas ni los labios. Bajo la escalera, junto al cesto de ropa sucia, se esconde la fotografía en tono sepia del deseo y lo negado. Ya no puedes acordarte de quién ibas a ser, ni de quién fuiste, tantas vidas sin vivir, cuando las palabras todavía no engañaban, no eran escudos de saliva frente al mar. Hubo una vez que fuiste humano, tal vez no fueras tú, pero entonces ¿quién movía los músculos por debajo de tu piel?

 

Las trampas de la memoria nos permiten tener un pasado largo, tórrido y tormentoso con aquella que nunca nos hizo caso, aquella a la que imaginábamos cuando llenamos de lefa nuestros calcetines adolescentes al meternos en la cama. Las trampas del olvido niegan que la piedra que le reventó el ojo a nuestro vecino saliera de nuestra mano, y que el pie con el que tropezó en lo alto de la escalera aquel amigo que nos insultó, fuera el nuestro.

Yo estoy seguro de que he matado a alguien, lo juro, pero no me acuerdo. No fue por placer, eso seguro. Tampoco fue premeditado, no soy de esos, ni siquiera al escribir. Trato de hacer memoria, esas cosas solo se olvidan si son traumáticas, y de algún modo lo sé porque conservo el trauma, sin saber a quién adjudicarlo, dónde colocarlo. Quizá el muerto se lo merecía, porque no guardo la culpa, y ni siquiera me arrepiento. Pero tampoco tanto, porque no guardo el rencor, que siempre sobrevive a los cadáveres, muchos años después de muerto. Lo tuve que matar en un arrebato, ya lo he dicho. A veces me caliento muy rápido, y pierdo el norte. Bea me lo dice muchas veces, pero nunca he intentado estrangularla. A lo mejor lo maté sin darme cuenta, una puñalada al aire, mientras miraba hacia otro lado. Es raro, ¿verdad? O tal vez fue con una palabra, con un desaire. Hay palabras que matan, y hay gente hipersensible. ¿Quién sería el culpable en ese caso? Le dije: Tú eres tonto, y me quitó la vida por mi culpa. A lo mejor por eso no siento la culpa, pero sí el trauma. Se mató para joderme, para devolverme el insulto, de malos modos. ¿No hay gente que se mata por estas tres palabras?: No te quiero. También sirve la variante Quiero a otro, que añade leña al fuego. O un poco más agresivo: Te odio. O con una sola palabra: Olvídame. Y hasta con ninguna palabra: el puro silencio, la ausencia, el abandono. ¿Será una mujer a la que yo he matado y no me acuerdo, no me quiero acordar, necesito olvidarlo? Eso tendría sentido, porque asesinamos a diario, de a poquito, sin darnos cuenta, a los que tenemos a nuestro lado, y a nosotros mismos, por ausencia, por molicie. Los alexitímicos, los autistas, somos asesinos en serie, pero no lo sabemos, porque somos supervivientes, y no les acompañamos en su viaje a la estratosfera.

 


 

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He enviado por correo postal mi novela corta Ucrania en llamas a SM, a Bruño y a Alfaguara. Ayer salió el fallo del Concurso Vila d’Ibi y no lo he ganado yo, sino una chica de 24 años, no sé cómo se llama, no me acuerdo. Se habían presentado 268 novelas. No sé cómo se hace la selección, quien descarta, no cómo, ni porqué. Yo estaba cerca de creerme que iba a ganar el concurso, porque el libro está bien, y el tema candente, pero está claro que el jurado ha pensado una cosa distinta. O igual el libro de esa chica está genial, ¿por qué no? Cuando yo gané el Lazarillo, hace ya treinta y dos años, no me conocía ni mi padre. Normal: fue mi primera novela, así que solo los adivinos, tarotistas y astrólogos lo sabían. Yo mismo lo desconocía, y ya ves, aquí estoy, con trescientos mil ejemplares vendidos de esa primera novela que escribí antes de saber escribir, y con cincuenta ejemplares de la última, tras muchos años de experiencia y quince libros publicados. El mundo al revés, o yo cada día más tonto, no lo sé.

Bea me dice: ¿acaso preferirías vender ahora mucho y vivir en Madrid tú solo? Y le digo que no, que me quedo como estoy, escribiendo lo que me da la gana, aunque no se publique ni se lea, y al mismo tiempo feliz como una perdiz, viajando, con Bea, y viendo puestas de sol a diario desde mi sillón junto al mar. Yo ya fui famoso, vendí varios cientos de miles de libros, me tradujeron a diez lenguas, y ahora me toca ser anónimo y feliz, viajar con poco equipaje, y ver cómo se mueren, uno a uno, todos mis amigos y mis hermanos.

Y es por eso, porque me da pena que se mueran, y todavía más si lo hacen despacio, con dolor, por lo que procuro matarlos aquí, en estas páginas, con dinamita de palabras, para así sufrir menos cuando suceda de verdad, porque para entonces tendré un escudo invisible, habré hecho el luto por adelantado, como sucedió cuando murieron mis padres, y meses antes escribí Cuatro muertes para Lidia. Usando sus propios nombres maté a Gonzalo de fiebres tifoideas a los siete años, y dejé que a mi padre lo devoraran los lobos y la gangrena. Enterré a mi padre bajo las piedras en un campo desolado, un desierto apocalíptico, como el dolor ante la muerte.

Leo en una entrada de su blog a César Mallorquí hablando de la muerte de su padre, que se suicidó de un tiro cuando él tenía 19 años. La edad de mi padre cuando murió su padre, mi abuelo, justo al inicio de la Guerra Civil. Dice César que él estuvo años enfadado con su padre por haberse suicidado, y que le costó perdonarlo y perdonarse.

No puedo imaginar cómo afectará mi muerte, y la de Bea, a mi hijo Elías, a mis nietos, a mis hermanos, a los padres de Bea, a sus hermanos, a los sobrinos, a los amigos. La muerte siempre es algo extraño, ajeno, inoportuno, y de algún modo vergonzoso. Morirse, para los que quedan vivos, es un abandono, una traición, una muerte compartida. Y si la muerte es por suicidio, el que más y el que menos sentirá cierto sentimiento de culpabilidad. No es que ellos hayan ejecutado al amigo o al hermano muerto, pero como poco no lo habrán evitado, les cogerá por sorpresa, no estará previsto, por más que fuera una muerte anunciada. ¿Cómo no pensar que el que se mata lo hace deprimido, harto, solo, abandonado? ¿Le habría podido ayudar? ¿Si le hubiese llamado por teléfono, si hubiese ido a verle, si le hubiera hecho más caso, tal vez no se habría suicidado? Porque si es así, ya empezamos a sentirnos cómplices de la muerte, disparadores del gatillo por delito de omisión del socorro.

Incluso cuando Mila leyó mis Fragmentos de una autopsia, me dijo que se había sentido culpable de no haberse dado cuenta de que yo consumía cocaína en la época en la que éramos compañeros de noches de farra en Malasaña. Me pedía disculpas, treinta años después, por lo que no hizo, por lo que no sabía.

—Tenía que haberme dado cuenta, debería haberlo notado, y ayudarte, pero ni siquiera lo imaginé.

Y yo la escuché, como si estuviera hablando de alguien que estaba enfermo, que necesitó ayuda urgente de los amigos y la familia para salir de un bache, de un callejón sin salida, de un calabozo de terror, y al que nadie supo entender ni consolar. Y no fue así. Yo entonces estaba bien, no tanto como ahora, pero bien. Solo necesitaba un poco de anestesia, un analgésico potente para no sentir tanto, para que los roces no me levantaran ampollas. No tenía la más mínima intención de morirme, aunque tampoco me espantaba la idea de la muerte. Creo que mi muerte nunca me dio demasiado miedo. La de los demás sí, qué curioso. Cuando muera, Mila volverá a pensar que no supo ayudarme, que en parte tiene la culpa por no darse cuenta de que necesitaba su apoyo, o el de alguien, para así desistir del suicidio.

Pero Mila se equivoca. Creo que se equivoca. Entonces, en la época de consumidor de coca, no necesitaba ayuda para desintoxicarme, sino para adquirir algunos gramos con los que anestesiarme. Los amigos me ayudaron. No necesitaba desengancharme. Y cuando dejé de necesitarlo, dejé de consumir. Unos tres o cuatro días de bajón, de mono, que los pasé casi en la cama, y ya está. Hasta me sobraron unos gramos que no necesité, y que devolví a Ismael, que tampoco consumía. No necesitaba ayuda para no consumir: en aquellos momentos lo que necesitaba era esnifar, sin más. Y yo era lo bastante asustadizo como para no engancharme, para no caer en las garras de la dependencia.

Con la muerte pasará lo mismo. Lo digo por adelantado, sin saberlo seguro, porque una cosa es hablar del pasado y otra muy distinta del futuro. Y una cosa es unos gramos de coca que te anestesian, y otra distinta unos gramos de nitrito de sodio que te matan. Pero yo entiendo la muerte como una escapada del dolor. La muerte está asegurada, nadie es eterno, así que se trata de programarla para que sea lo más dulce posible, no un desgarro insoportable. Yo prefiero que mis hermanos, familia y amigos mueran sin dolor, a sabiendas, a su manera, antes de la agonía, que no en manos de otros, despacio, sufriendo una muerte insoportable. Programar la muerte para darle esquinazo al dolor.

¿Quién puede querer que otro sufra la puñalada de la muerte de forma lenta y prolongada, en lugar de rápida y certera? Mila no me querrá ver morir en un deterioro progresivo y asfixiante. Mila me quiere bien, aunque no sepa cómo querer mi muerte inevitable. Y Elías también. Y todos los que nos quieren. No moriremos por hastío, desconsuelo, desesperación ni depresión, sino todo lo contrario: por gozar de la vida hasta el último minuto, y ahorrarnos la pesadilla final, los interminables títulos de crédito de la película que ya ha terminado, que no da más de sí. Todos los viajes tienen final, y es mejor bajarse del barco a tiempo, por tu propio pie, que no hundirse con él, que te tiran por la borda, y morir ahogados mientras te devoran los tiburones a dentelladas. Los médicos te pondrán morfina en las heridas, para que no te duela tanto, pero no hay forma de evitar que los tiburones te sigan mordiendo, y que el agua siga anegando tus pulmones. Vas a morir, hagas lo que hagas. Tú sabrás cómo.

A mí no me deseéis una muerte lenta, por favor. Queredme un poco más. Dejadme que muera sin dolor. Lo haríais por vuestro perro si estuviera condenado a una muerte agónica, una inyección de pentotal sódico y se acabó el sufrimiento. Yo me pido la piedad que tenéis con los perros, la bondad que demostráis ante una yegua moribunda, o un gato con cáncer. Tened piedad de mí: tratadme como a un animal para poder morir en paz. No malgastéis cuidados paliativos, ni camas en unidades del dolor.

¿Debería pedir perdón por adelantado, en una nota de suicidio? Pues yo creo que no, porque pedir perdón solo tiene sentido si lo que uno está haciendo, ha hecho, o va a hacer, cree que está mal, y se arrepiente, incluso por adelantado. Pero es que no es así. Si yo me miro a mí mismo, ya muerto, ya suicidado, con la sangre color marrón y los labios de color azul por la cianosis, no veo el error ni el despropósito. Estaré feo, pero no mucho más de como estoy ahora. A lo mejor parezco un pitufo muerto, tan azulito. Nadie podrá ver la broma, ojo con reírse, que morirse es muy serio, por más que el que muera sea un autor de humor negro. ¿Cómo pedir perdón por una decisión sensata, de las más sensatas?

Ah, ya sé por qué: por hacer daño a los que se quedan vivos y les duela mi muerte: a mi hijo, familia, amigos… Hay que joderse, entonces tendría que ser eterno, porque tarde o temprano la muerte llama a la puerta. Espera un momento, ¿dices que si me muero despacio y con dolor, en una agonía insoportable, entonces mi muerte no será tan dolorosa para ti? ¿Crees que es mejor así, que debería dejar que la muerte me ejecute a cuchilladas lentas, berreando en la agonía, para que tú estés más tranquilo viendo que mi muerte ha sido natural, cuando Dios, la madre naturaleza y los médicos de guardia han decidido?

A ver si se me entiende. Si la cosa va a ser así, si eso es lo que esperas de mí, que aguante la muerte lenta, entonces el problema no es que yo te haga daño con mi suicidio, sino que tú eres un hijo de puta que no tiene piedad, y me deseas la peor de las muertes posibles. Tú eres un torturador en potencia, un cabronazo desde la frente a los tobillos.

 

 


 

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BEA Y YO estamos ya planeando los viajes de los próximos años. De momento sabemos que queremos ir a Japón, Alaska, Canadá, el norte de Noruega con auroras boreales, Estambul, Budapest, el Danubio, Europa central y de este, y África del sur. Lo de África ya está listo, porque tenemos los billetes para ir a las reservas de Five Big en Botswana, las cataratas Victoria, Sudáfrica, y un largo crucero de mes y pico desde Ciudad del Cabo hasta Venecia. Serán dos meses de viaje, y empezaremos en febrero, a mediados. No creo que la casa se haya vendido antes, pero los de la inmobiliaria Engels & Volkers solo tienen la exclusiva de tres meses, así que supongo que intentarán venderlo en ese plazo, que al fin de cuentas se llevarán cincuenta mil euros al bolsillo, un buen sueldo.

A veces me leo, sobre todo algunos textos escritos hace diez o veinte años, y en especial los párrafos sueltos, crípticos y surrealistas, que no entiendo en absoluto, que en otros autores me parecen escritos desde una soberbia y altivez insoportables, y los míos me gustan, aunque no los entiendo. Son gajos sacados del subconsciente, escritura hermética con premeditación, con el objetivo primero y palmario de no ser comprensibles. Y esa incomprensión, esa pared de incomunicación, me tranquiliza cuando lo leo. Me digo:

—Toma ya, qué bueno, ¿qué cojones significa?

Y me da lo mismo, porque sé que es un secreto que yo mismo no puedo conocer, y que solo lo puedo expresar en una lengua que desconozco, o en el uso de una lengua que conozco, pero distorsionada en su significado para que quede oculto, cerrado bajo llave. Puede que se parezca de algún modo a la pintura abstracta, que no pretende ser figurativa, sino solo expresiva, conductora de emociones. Con la música también pasa, y a nadie se le ocurre decir ni pensar siquiera que al compositor se le fue la olla. Y es que muchas veces se le fue la olla, diga lo que diga. Hay cosas que solo se pueden decir a condición de no saber que las estás diciendo, y mucho menos conocer su significado. Así que me leo, y digo:

—Ahí está. Lo he dicho, aunque no tenga ni puta idea de lo que he dicho.

¿Será ese otro árbol caído en la tundra siberiana que nadie supo jamás que existió, como la novela que mi madre no escribió, la hija que no tuve, o los besos que no se dieron? Claro que siempre se puede decir que la novela de mi madre son diez hijos que dan más guerra, con más historias dentro, y más sentido que diez novelas juntas. Y que la hija que no tuve está en mis diez libros, mira que curioso, al revés que mi madre, seguimos jugando a los espejos. Y que los besos que no dimos se nos enquistaron dentro, se necrosaron, y con el tiempo los expulsamos en forma de úlceras, soledades, verrugas, estreñimientos y reproches innecesarios. La energía no se crea ni se destruye, solo se transforma. A Einstein la física le sirvió para psicoanalizarse, y no lo supo.

Cenemos, que son las nueve menos cuarto.

 

Podemos morir en casa, más cómodo, y pegarle un susto a Rosi cuando venga a limpiar. Pobre. También podemos morir en una suite del hotel Palace, de cualquier hotel Palace del mundo: Madrid, Hong Kong, Bratislava, París. Si es en Auckland les hacemos una putada a la familia, a los que tengan que ir allí a recoger los cuerpos y firmar los papeles de lo que sea, porque al morir seguro que hay que rellenar formularios, y no serán los muertos los que los rellenen. También es una motivación para viajar al otro extremo del mundo: tengo que recoger el cadáver de mi hermano, de mi hija. Pero un viaje así es un poco triste, seguro que no apetece. A una boda sí, o a un bautizo, o para recibir un premio gordo, pero para enterrar un muerto cabrón que mira que ha ido lejos a morirse, que qué más le hubiera dado hacerlo aquí cerquita, en el hotel de la esquina, y van los jodidos de ellos y se suicidan en Tokio, o en Honolulú, con las ganas que tenía yo de conocer Japón, y Hawaii, pero así no, joder, ¿cómo me voy a  apuntar a una excursión para conocer las playas y los templos con un puto cadáver a la espalda? Vamos, no me jodas. Pero que nos pidan que nos muramos cerca para dar menos guerra, porque tenéis muchas cosas que hacer, la casa sin barrer, es un poco egoísta también, piénsalo, nuestra última voluntad. Porque si se trata de no molestar, los mejores suicidas son los que se lanzan de cabeza al interior del camión de la basura en marcha, y así ya no hace falta hacer nada. O los que se ahogan mar adentro, o desnudos sobre una camilla de autopsias.

 

No sé, no estoy seguro, ellos me dirán que no, pero desde hace meses que noto como si mis hermanos me hablaran de otro modo, no sé si con miedo, con respeto, con intriga, o con extrañamiento. Puede que sea por azar, o por motivos que desconozco, o puras aprensiones mías, o porque han leído el primer Kale borroka, los Fragmentos de una autopsia, y se han asustado, les ha extrañado, no se esperaban que yo escribiera eso. ¿Esto lo ha escrito Enrique? ¿Y por qué? ¿Y para qué? ¿Es así como le da vueltas a la pelota? ¿Así piensa? ¿Se le ocurren estas cosas desde siempre, desde pequeño?

No sé si me ven, o si al que ven a través de las líneas de mis escritos es alguien demasiado ajeno, o demasiado cercano, bruto, obsesivo, violento, desvergonzado, cínico, perplejo, viciado, vengativo. A mis alumnos les he dicho durante décadas que no pongan demasiados adjetivos, que tres ya es infinito, y de golpe suelto yo nueve de golpe y porrazo, y no digo más porque por más que añada, ya no suma más. Hemos llegado al borde del vaso, y aunque el grifo esté roto, no cabe más agua dentro del vaso.

A lo mejor esto es igual. Siempre hay un límite: para el amor, para el dolor, para la memoria, para el aguante, para la escucha. Recuerdo un día en La Habana, hace veinte años, un día de verano con calor asfixiante, que encendí la televisión de mi cuarto del Hotel Sevilla, Tele Rebelde, en el momento en el que Fidel Castro empezaba a dar un discurso en la Plaza de la Revolución.

—Seré breve —dijo—. El 24 de febrero de 1895, por órdenes de José Martí, se levantaron treinta y cinco aldeas en el Oriente de Cuba en el heroico Grito de Baire…

Eran casi las diez de la mañana. Apagué el televisor y salí hacia el Gran Teatro de La Habana, donde tenía que asistir una larga serie de representaciones de cuentacuentos latinoamericanos. Paramos para comer a la una, allí mismo, en el Teatro, y seguimos por la tarde. A las siete de la tarde regresé al hotel, abrí la puerta de mi habitación, encendí el televisor, y vi que Fidel seguía hablando, nueve horas después, a los militares y miembros del Partido Comunista reunidos en una piña frente a la tarima de autoridades.

—¿Seré breve? Menudo cabrón. Vaya par de huevos —dije, y apagué el televisor.

Tal vez a mí me pasa lo mismo, y lo único que hago es tratar de llenar un vaso que hace tiempo que desborda, rezando un rosario infinito, Sancta Maria, ora pro nobis, Sancta Mater Dei, ora pro nobis, Sancta Virgo virginum, ora pro nobis, Mater Christi, ora pro nobis, que no sirve ni para dormir al niño.

Marshall MacLuhan decía que el exceso de información produce desinformación. El exceso de escritura, el monólogo ininterrumpido, delirante, viene a ser lo mismo. Pero quiero creer que el exceso del exceso puede llegar a un lugar secreto que no conozco, que está prohibido, y al que solo se puede llegar engañando a las palabras, por agotamiento, por puro cansancio. También es verdad que el secreto que desvela ese exceso, este exceso, para ser concretos, está protegido por el cansancio del lector, el tuyo, que difícilmente va a llegar a leer esta página, porque ya está, estás, hasta los huevos de tantos desvaríos, palos de ciego.



096

Ayer pensaba en los puzles, y en cómo se parecen a la memoria de la vida, al menos de la mía, y sobre todo en cómo se parecen a estas páginas que estás leyendo, o nunca leerás, no lo sé. Falta poco para que deje de importarme, tres o cuatro vueltas de tuerca, como las del garrote vil. Cuando llegue al final, al descubrimiento de no sé qué, se hará la luz al final del túnel, y será el momento de morir. Tal vez. Es posible que mi cuerpo siga simulando que vive durante algún tiempo, y que haga cosas, como los catalanes, que decía el filósofo Mariano Rajoy. Tito también merienda, cada tarde, con Sonia, sin saber que hace meses, hace años, que está muerto. Sonia también lo sabe, pero nadie le ha enseñado a enterrar a los muertos, y solo se le ocurre pensar que es eterno, que es un círculo infinito, una trampa en el tiempo, donde las meriendas se repiten y siempre son la misma, como esos relojes que tienen el segundero estropeado y no deja de dar golpes hacia adelante y hacia atrás, o el disco rayado, que regresa una y otra vez a la misma pista. La vida como banda de Moebius, un laberinto tramposo, peces en el acuario. 

Ahora bien, si estos párrafos desordenados son un puzle que describe y refleja con cierto rigor y exactitud la dispersión de mi memoria, y que el testamento que dejo es este desorden, esta almoneda de recuerdos cazados al vuelo, regurgitados y sin procesar, pues más bien tendríais el derecho de diagnosticarme como enfermo de síndrome de Diógenes mental. Esto es un basurero, las ruinas de una ciudad moribunda, derrotada en una larga guerra y un asedio interminable. Eso es esto, lo que estás leyendo, y eso soy yo, los restos del naufragio, un galeón hundido y devorado por los peces.

 Debería, porque ese es un trabajo que le toca al novelista, ordenar estos fragmentos, estos párrafos, y coserlos con mimo, encaje de bolillos, para que tengan un sentido, para que cuenten una historia, mi historia, de principio a fin, por orden cronológico, con escenas encadenadas de causa efecto, con anáforas y catáforas. El escritor desordenado, que arroja las fichas de recuerdos dispersos, sin fechar, para que el lector ordene un caos que derrama párrafo a párrafo, debería ser ejecutado. Bueno, no hace falta: él mismo se cava su propia tumba. Yo mismo me doy la extremaunción y me acuesto dentro de féretro, ya me sé el camino. Morir para un escritor es no ser leído, porque los escritos solo existen si, además de haber sido escritos, un lector los resucita. Si no, vuelve a ser el árbol siberiano que nunca existió, el haiku escondido dentro de una botella lanzada al mar, y devorado por un calamar tras romperse la botella contra las rocas.

Recuerdo a Aureliano Babilonia descifrando los pergaminos de Melquiades al final de Cien años de soledad, y que el mismo hecho de revelar la historia familiar provoca que un huracán destruya a Macondo y todo su universo. Algo así tengo la sensación de estar haciendo. Ojalá. Aunque no sé muy bien para qué descubrir el sentido de la existencia en el último aliento. Qué desperdicio. Qué absurdo. Dios da mocos a quien no tiene pañuelo. Eso es mala leche, jugar con nosotros, reírse de los cojos y los enanos.

Y no es que yo quiera que el universo desaparezca detrás de mí, aunque desde luego para mí sí que desaparecerá el universo entero en el mismo momento en el que caiga muerto, porque no creo mucho en la reencarnación, ni en la vida eterna, ni en la memoria a largo plazo, ni en la huella de palabras dejada sobre la tierra. A la vuelta de veinte años apenas quedarán memorias de quien fui, y a los cien años nada de nada. Ni siquiera una triste entrada en la Wikipedia, porque tampoco existirá, como no existen ya los treinta y dos volúmenes de la Enciclopedia Británica. Todos mis libros hechos pulpa de papel, reconvertidos en papel higiénico para una segunda vida mucho menos glamurosa que la primera. Debería quemar mi biblioteca antes de que la herede Scottex, y pase de alojarme en las bibliotecas a los cuartos de baño. Yo no soy de los que reciclan. No lo he conseguido ni conmigo mismo. Creo que soy un dinosaurio disfrazado, quejica y resentido, pero me importa un huevo.

 Puede que me de pereza ordenar este caos, pero es que ni siquiera sé si tiene sentido ordenarlo, porque ese orden sí que sería artificial. La memoria no está ordenada, y tampoco es un juego de azar. Los fragmentos vienen encadenados, y siempre hay una causalidad que los conecta. No es el azar. Que yo no sepa el cómo ni por qué un fragmento aparece después de otro no quiere decir que no haya conexión entre los dos. Yo no conozco esa conexión, y si la supiera tampoco sé qué iba a hacer con ese descubrimiento:

—Anda, pues mira tú qué curioso, nunca lo hubiera imaginado.

Y ya está. Después seguiría comiendo alcachofas, haciendo unos estiramientos para desentumecer el hombro congelado, y le daría un beso a Bea, porque tampoco hay que ponerse pesado con eso de haber descubierto el mecanismo del chupete.

Tengo que reconocer que como escritor sí que me gustaría crear esa ficción falsa en la cual todas las piezas encajan, están en su sitio, el puzle ha sido completado, y el lector sonríe satisfecho al acabar la lectura y cerrar las tapas del libro, porque en ese universo textual que acaba de explorar y recorrer, la historia es coherente, le ha enseñado una lección de vida, y hasta puede que tenga moraleja. La vida es bella, es coherente, y la entendemos. Al menos la vida que sucedía dentro de la novela que nos ha tenido secuestrados durante el tiempo que duró su lectura. La propia vida puede que sea una mierda, un aburrimiento, un despropósito, pero los escritores nos regalan vidas a medida para que nos escapemos a otros mundos, viajeros inmóviles, secuestrados voluntarios, adictos al síndrome de Estocolmo, drogadictos de las letras, vampiros de vidas ajenas. Los escritores somos los únicos camellos que estamos bien vistos por los poderes públicos, aunque si las vidas que inventamos escuecen y cuentan más de lo que deberían contar, y desnudamos al rey y nos reímos del Papa, acabamos en la cárcel, perseguidos por una fatua, o simplemente censurados: la lengua cortada, garganta degollada. Puedes hablar, pero solo si cuentas lo que quiero que cuentes, no te pases de listo, que yo soy el que tiene la sartén por el mango, la pistola en el cinto, y el látigo en la mano. Obedece, cabrón, no te creas eso de que eres libre.

Yo aún conservo, como un trofeo, cuatro poemas que tuve que presentar en la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, antes de morir Franco, para que pasaran la censura previa antes de poder recitarlos en público y colgarlos en las paredes del Colegio Mayor Chaminade, en la Universidad Complutense de Madrid. Están con la advertencia en rojo de PROHIBIDO, tachados, y sellados por la Gobernación. Yo tenía 19 años. Nunca he leído en público unos poemas con más orgullo.

 

 (Continuará)


 


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