domingo, 9 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Segunda parte: Kale borroka (de 023 a 026)

Los esqueletos  (continuación)  

Segunda parte: Kale borroka (de 023 a 026)


023

AYER EMPECÉ A balbucir argumentos de novela. Posibles argumentos. Once proyectos. También podrían ser once capítulos de un engendro, un Frankenstein, once coitus interruptus. Pero hay más, qué crees. Antes de noviembre, unos días antes, intenté que este grifo roto tuviera un plan, a plot. “A man a plan a canal - Panama!”, según dicen el primer palíndromo con la letra a, escrito por Leigh Merce. Puede ser. No tengo ni idea de quién era Leigh Merce, pero el palíndromo ya lo conocía, como ese otro de “Dábale arroz a la zorra el abad”. Ya me estoy yendo. ¿Ves qué fácil? Regresemos a los argumentos. Aquí tengo más, generados de modo aleatorio por un programa que inventa argumentos para escritores zánganos:

Anoche soñé que volvía a ser una hormiga.

Si pudiera cambiar una cosa, sería proponerle matrimonio a la mujer equivocada.

Tengo dos cosas en mente: carne y extraterrestres.

43.882 personas murieron ese otoño, pero solo una me importó.

80 años y nunca he comido zanahorias.

Si pudiera cambiar una cosa, sería contactar con los vampiros.

La gente me confía su felicidad; no deberían.

Susana solía ser más divertida.

68 años y nunca he aprendido a aceptar el mundo como es.

Anoche soñé que volvía a escabullirme.

Mi nombre es Margarita Cifuentes, al menos eso es lo que dice en mi certificado de nacimiento.

"¡Yo no lo hice!" susurró Lidia.

 

Y no me parecen mal, si quieres saberlo. Cualquiera de ellos creo que serviría para dar un pistoletazo de arranque. Otra manera curiosa de avanzar es esa: empezar quinientas, mil veces, y antes de seguir, volver a empezar de nuevo. Perderse en el bosque, sin mapa y sin brújula, buscando de modo premeditado otro camino distinto, otro, da igual, pero siempre otro.

Y muchos más en los cuadernos que almaceno sin numerar, siempre de distintos tamaños y texturas, para ver si la culpa de la no continuidad en la escritura fuera del cuaderno, y no de la mano que mece la cuna. Sería una contradicción que siempre estuviera rompiendo y fragmentando argumentos en cuadernos siempre idénticos, numerados con precisión obsesiva, ordenados con obsesión contable. Eso solo pasa en las películas, y cuando eso pasa, ya sabes que tienes un asesino en serie despiadado y desprovisto de emociones. Puestos a ser desordenados y dispersos, habrá que serlo en el fondo y en la forma, no solo en el fondo, en el contenido. El soporte, la estructura, el hardware también forma parte de la historia, no es algo que vaya por libre. Pero decía que tenía más argumentos en la libreta. Aquí va otro con cuatro capítulos a desarrollar:

1.                      Carles tiene un accidente de coche. Su mujer, Rebeca, muere en el asiento del copiloto. En el coche contra el que se estrellan viaja un matrimonio, que muere, y su hija adolescente, Ainhoa, que sobrevive.

2.                      Carles se obsesiona con proteger a Ainhoa. La sigue con un avatar en FB, Twitter e Instagram. La sigue por la calle. Mata a uno que iba a abusar de ella tras una noche de fiesta.

3.                      Ainhoa y Carles se empiezan a escribir en FB, en privado. Se hacen amigos online. Se enamoran. Catfish. Carles le dice a Ainhoa que vive en Valencia.

4.                      La tía de Ainhoa, Mariluz, le coge el teléfono a Ainhoa y persigue a Carles, sin conocerlo.

Y hasta ahí llegué. El cuarto capítulo, imaginado, no escrito, no hay nada escrito de todo ello, excepto lo que acabas de leer con literalidad, es un capítulo que de golpe me desanimó, porque no lo visualizaba, no sabía por dónde iba a salir, no estaba seguro de que, de pronto, Mariluz, que hasta ese momento no existía, al menos en el argumento, tomara las riendas de la historia, se quedara con ella, se convirtiera en protagonista. No. Dejó de interesarme, porque de Mariluz no sabía nada. Si al menos fuera una monja vengadora, o la amante anterior de Carles, o un enamorado de Ainhoa, o el inspector de ciberdelitos sexuales, podría ser.

En la emisora de radio canta Eric Clapton: Before you accuse me, take a look at yourself, del álbum Slowhand. Roberto Pepe tenía ese disco, lo grabé en un casete en su casa de Moratalaz, en la época en la que Norma aún vivía. Elías era un recién nacido, tan pequeño que no daba nada de guerra. Lo llevaba colgado de una mochila por delante, y se quedaba tranquilo en cualquier lugar. Siempre tenía brazos de amigos y amigas que lo querían acunar. En una ocasión me olvidé de su chupete, o se le cayó y se perdió, y tuve que sustituirlo por un peón de ajedrez que me prestó Ro. Estaba muy gracioso con el peón negro en la boca, mostrando el fieltro verde de la parte trasera del pie del peón. Yo creía que el apodo de Mano lenta de Eric Clapton, que se lo llevó al disco, era por cómo tocaba la guitarra, acariciándola, sin necesidad de hacer escalas vertiginosas a lo Jimi Hendrix, pero Ro decía que no, que era porque no devolvía nunca el dinero que le prestaban sus amigos, o lo hacía con mucho retraso. Yo me lo creí. Ahora me parece más difícil de creer, porque es muy difícil que él mismo pusiera el nombre Slowhand a un álbum propio, que es como tirarse piedras contra su propio tejado. Aunque tal vez sí, todo es cuestión de echarle morro y aceptar las imperfecciones. Aún así me extraña. Mira, voy a preguntarle a Google, a ver qué dice.

Pues ni para ti, ni para mí. Por lo visto, dice el chivato de Google, durante los conciertos en directo, Eric Clapton en lugar de cambiar de guitarra y dejar que un ayudante le cambiara alguna cuerda de la guitarra, él prefería hacerlo con sus propias manos, y el público esperaba con paciencia, aplaudiendo de manera lenta, rítmica, en un juego de palabras de clap, Clapton, palmada, y lentitud, slow. Slowhand. Nada que ver ni con la velocidad de los arpegios ni con los retrasos a la hora de pagar deudas. La invención de etimologías no es patrimonio de lingüistas amateurs, que aún recuerdo que Baltasar del Alcázar, en su epístola lírica a Francisco Sarmiento, a finales del siglo XVI, decía que “…[al vino] lo llaman vino, / porque nos vino del cielo”.

En un cuaderno antiguo, de tapas transparentes, y con fecha julio del 2004, me encuentro con este argumento: “Un hombre envidia/desea de modo compulsivo todo lo que ya no puede ser: deportista, violinista, astronauta, mártir, como en el mito de Dafne (Teseo?, Proteo?) que huye y se esconde y se transforma en árbol, piedra vaca o viento.”

A Dafne ya los brazos le crecían,
y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que'l oro escurecían.

(Garcilaso de la Vega)

Sólo cuando ya no puede ser casi nada, y sólo le queda ser él, descubre que solo era nada cuando quería ser todo, cuando quería ser el Capitán Trueno a los 10 años, ser cirujano a los 11 años, ser su hermano mayor a los 12, campeón de ajedrez a los 13, campeón de esgrima a los 14, universitario a los 15, novelista a los 16, viudo a los 17.

Y en otra página, la siguiente, escribí:

Un escritor (a poco que te descuides, soy yo) descubre que desde que acudió al psicoanalista siete años antes, ha sustituido la oralidad de la terapia, que pela la cebolla del inconsciente, por la escritura de lo desconocido, de la angustia, de la obsesión, de la duda. Escribe un libro sobre la escritura para no escribir, y lo titula Escribir, del mismo modo que su hermano mayor muere para no morir (no envejecer, no madurar, no agonizar), cuando no puede/quiere follar. El psicoanalista le plantea la necesidad del juego dentro de la escritura, en el sexo, en la comida, en el crecimiento, y la necesidad del placer como motor y energía.

En agosto, pero aún en el 2004, desde la isla de La Palma, en Breña Baja, escribo:

Quiero escribir una novela sobre un adolescente que se desilusiona al crecer, pero que luego descubre que hay vida después de la muerte. Cágate. Una polla.

Quiero escribir una novela sobre un astrofísico / albañil / periodista / senderista / camarero filósofo. Un huevo, vaya rollo.

Quiero escribir una novela que trate de un padre de familia que tuvo una relación homosexual en su juventud, que participó en la violación de una menor inglesa en un campamento de verano, y que se entera de que su hijo quiere ser homosexual por moda, aunque dice que no lo es.

Quiero escribir una novela acerca de un hombre solo, que a los 45 años se da cuenta de que le han engañado, que lo de la liberación sexual era mentira, lo de que las drogas liberan, lo de que la cultura nos hace libres y lo de que el hombre es igual a la mujer, o menos, y que tiene una deuda histórica que pagar por todos los antiguos atropellos como los de los conquistadores españoles. Joder, qué frío.

Quiero escribir la historia de un sacerdote que no sabe si es homosexual, o si es el demonio que le tienta.

No quiero escribir un coñazo, es decir, una reflexión sobre el paso del tiempo, la juventud y la vejez.

No quiero una novela autobiográfica, aunque siempre lo sea.

No quiero escribir sobre mi puta madre, ni para mi puta madre (esto lo escribí antes de que se muriera, 4 años antes, cuando se empeñaba en decir cada vez que le llevaba un libro infantil-juvenil: Ay, hijo, a ver si escribes una novela para adultos, para que yo la lea).

No quiero escribir algo que ya me aburra antes de escribirlo.

No quiero escribir una novela light, ni una novela densa. Y puestos a escoger, claro está, me quedo con la más ligera.

No quiero escribir. ¿Será eso?

No quiero escribir “No quiero escribir”.

No quiero escribir “No quiero escribir «No quiero escribir»”.

No quiero dar en el blanco al escribir de puta chorra, pero no quiero escribir la joya de la literatura minimalista.

No quiero escribir una novela de culto.

No quiero escribir una novela de género, porque no tengo ni puta idea de las novelas de género. Aunque, bien pensado, si recuerdo lo que me pasó con Pelo cepillo, ahora podría escribir una novela policiaca, o de ciencia-ficción, o de reinos míticos, y hasta histórica, sin tener idea, o por no tener idea, y que funcione.

Otra mosca muerta con el matamoscas verde. Que se joda.

No quiero escribir una novela que ya esté escrita, aunque no me queda más remedio que escribir, si es que escribo, una novela que ya esté escrita.

No quiero escribir una novela llena de paradojas lingüísticas, que quedan de puta madre al escribirlas, pero que son un coñazo al leerlas, excepto para aquellos que lo tomen como liturgia, en cuyo caso alucinan un rato en vez de fumarse un canuto, que es lo que tenían que hacer.

 


 

024

Me gustan los coches Dinky-toys, y los Corgi-toys, a escala diminuta, como los que coleccionaba Coke. El cabrón tenía hasta un garaje con ascensor que le había construido el padrino, Juan Rafael, nuestro tío dominico que se casó con Mercedes, una feligresa, y le puso de nombre a su primer hijo Juan Pablo, antes de que existiera el primer papa Juan Pablo, en agradecimiento a Juan XXIII y a Pablo VI que le dejaron casarse. Vaya pelotas. Juan Rafael, que era cojo, pero jugaba al fútbol, me dio la primera comunión. Ahora está muerto, como sus dos papas.

Me dice Bea (esto es del 2008, o sea, que me lo dijo hace 12 años, cuando vivíamos en la dacha de Hervás) que su hermano está preocupado porque en el blog hablo mucho de la muerte (entonces tenía blog). ¿No estará deprimido?, pregunta. Ella le dice que no, que debe de ser el constipado, o la muerte de otros, que soy muy impresionable. Pero luego me lo pregunta a mí, por si acaso: ¿No estarás deprimido? Le digo que no, que solo es el constipado, y que es verdad que hablo mucho de la muerte, pero que en realidad no es la muerte como tal, sino la dualidad, el sí y el no, vida y muerte, amor y desamor, ser y no ser, femenino y masculino, vacío y todo, el Ying y el Yang, escribir y no escribir. Ella me mira, un poco asombrada. Joder, es verdad, no lo había pensado, dice, y se queda un rato en silencio.

La vida es una verbena, llena de chuches y muñecas chochonas que lloran cuando les estrujas una teta. Si tienes mala suerte, viene un chorizo y te quita la cartera. Si la tienes buena, la reina del baile te dice que sí, y te deja que te arrimes. Y por lo demás, polvo, coches de choque, luces de colores, empujones, el tren de la bruja, y niños corriendo de un lado para otro. Entras por una puerta y sales por la otra, y parece que la feria es la misma cada año, cada vida. ¿Reencarnarse y empezar de nuevo? Qué fatiga. Otra vez al cole, a los deberes, a las collejas en el patio, a los mocos en invierno, a los granos, al miedo, a los dientes que se caen, a las novias que te engañan, a los padres que se mueren, a los cabrones que te timan, a las enfermedades, a los golpes, al hambre, a las heridas. No me jodas. Yo no estoy deprimido, pero con una vida basta. ¿Y todo lo bueno? ¿No hay nada? Pues claro que sí, son infinitas. Imperdonables. Irresistibles. Como decía Cernuda: “Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido”. Y con todo y eso, digo lo mismo: con una vida basta.

Un hombre se ahoga en la bahía. Agita los brazos desesperado, incapaz de mantenerse a flote. Yo lo veo aparecer y desaparecer bajo las aguas, una y otra vez, entre manotazos convulsos. Estoy cerca, sobre una roca, y apenas nos separan quince metros. Le oigo pedir auxilio, y me mira con asombro en mitad de la agonía, sin comprender qué me impide lanzarme al agua y salvarle la vida. La visión de su muerte segura me hipnotiza. No puedo apartar los ojos de su agonía. Solo estamos él y yo, y ninguno de los dos sabemos nadar.

Y además, y no es el último, tengo este otro esquema que nunca desarrollé:

Una niña, Sara, está convencida de que es bruja, porque a veces sus deseos se cumplen, y empieza a intentar no desear nada, para que no ocurran más desgracias.

Un niño, Yago, hijo de un trapecista y la administradora de un circo, tiene sueños tan intensos y extensos que duda acerca de cuál es la realidad, si la del sueño o la del exterior del sueño.

Un hombre, Marconio, que ha perdido una pierna a causa de un accidente de moto se dedica a construir aviones de madera de balsa y papiroflexia.

12 capítulos de 15 páginas cada uno (5.000 palabras x 12 = 60.000 palabras) = 180 pág.

1. El mundo ordinario: Yago lucha con todo tipo de seres y dificultades en el mundo onírico en el que vive. El suelo es una trampa de arenas movedizas. Sueña con Sara, la niña bruja. Los murciélagos gigantes despiertan al anochecer. Hay una pared de agua que no se sabe dónde va, a otro mundo en el que se oyen gritos.

2. La llamada de la aventura: Una descarga eléctrica le sugiere que debería salir. Hay que atravesar un túnel, un pasadizo y lanzarse por un acantilado con nubes.

3. El rechazo de la llamada: Yago se niega. Le da miedo. Su hermano Andrés insiste, pero él no quiere lanzarse al vacío.

4. El encuentro con el mentor: Se encuentra con una estatua parlante. La estatua le dice que tiene que seguir el camino de su hermano, pero con más energía.

5. La travesía del primer umbral: El hermano agoniza y muere. Él tiene que buscar el conjuro que lo salve.

6. Las pruebas, los aliados, los enemigos: Aterriza de golpe en su habitación, y se ve a él mismo durmiendo. No puede tocar nada, es transparente y atraviesa paredes, pero no puede hablar ni ser visto.

7. La aproximación a la caverna más profunda: Tendrá que atravesar el fuego, contactar mentalmente con los enfermos terminales, huir de los murciélagos que también están ahí, de hombres lobo y de otros fantasmas.

8. La odisea (el calvario): Se quema, muere y resucita, presencia la muerte de otros, vive en la piel de otros, muere otra vez, resucita, se asfixia.

9. La recompensa: Recupera su cuerpo, herido, pero tangible. No es el cuerpo que quisiera, es más feo y más viejo, pero es suyo, y existe.

10. El camino de regreso: Intenta contactar con otros a los que ha conocido, pero la mayoría han muerto. Otros no le conocen. Otros no le perdonan, otros son imposibles de encontrar.

11. La resurrección: El mundo es horrible y hermoso a la vez. Nadie es mejor que nadie, solo existe, o ni siquiera eso. La vida es eso: vivir y morir, sin diferencias.

12. El retorno con el elixir: Escribe este libro, no sabe para quién, ni para qué. Es la fórmula secreta que nadie podrá entender, pero tiene que hacerlo. Tal vez no le sirva a nadie, o tal vez sí, o solo en parte, o a uno, o a ninguno, o a sí mismo.

 

Pero ya ves, no me convence ninguno. Es posible que todos esos argumentos sean buenos. Todo depende del desarrollo. Bueno, no es verdad que todo dependa del desarrollo. Hay argumentos que son una caca, y la novela que sale de ellos tiene un 99,9 % de posibilidades de ser una caca. Y hay libros estupendos, aunque a mí probablemente no me gusten, que no tienen argumento.

 

 


 

025

Aún recuerdo cuando Santi, hace 40 años, me dijo que tenía un amigo, seguramente argentino o inventado, que había escrito una novela de 500 páginas contando que un hombre acerca su mano derecha al pomo de una puerta, lo hace girar muy despacio, y está a punto de abrir la puerta, y tal vez entrar. Punto. 500 páginas. A mí me cae eso encima y me pego un tiro. No me jodas. Y me da igual que como lector, antes de empezar, con ese panorama, leyendo esa sinopsis en la solapa o en la cuarta de cubierta, te hagas preguntas del tipo ¿Qué habrá detrás de esa puerta? ¿De dónde viene ese hombre? ¿A qué le tiene miedo? ¿Habrá quedado con alguien? ¿Estamos en el planeta Tierra? ¿Es un hombre, o un extraterrestre disfrazado de humano? ¿Se educó en un colegio público o en uno privado? Da igual, 500 páginas son demasiadas páginas para estar con la mano agarrada al pomo de una puerta, por más que el pensamiento sea veloz, y en cuestión de segundos le pase por la memoria toda su vida, a cámara ultrarrápida. ¿Ciento cincuenta mil palabras agarrado al pomo de una puerta? Ojalá se electrocute y lo dejemos todo en un microcuento. Al menos, si lo vas a tener ahí de pie, parado, ponlo ante un pelotón de fusilamiento, como al coronel Aureliano Buendía. ¿Qué te cuesta? ¿Acaso cobran mucho los secundarios y los extras en tus novelas? ¿Los del sindicato de escenógrafos, luz y sonido te hacen huelga? No, ¿verdad? Pues hala, a currar, que se hace tarde.

Contaba antes, todo siempre ha sido antes, el futuro no existe, ni va a existir nunca, porque cuando lleguemos a él ya será presente, y pasado, ¿ves cómo me lío?, contaba antes que se puede fingir un monólogo interior salpimentando con cinco o seis obsesiones recurrentes una cadena de palabras ininterrumpidas, una logorrea descontrolada. Así se finge un monólogo, como se finge un orgasmo. Lo que importa no es lo que es, sino lo que parece. La mujer del César no solo debe ser honrada, sino también parecerlo, dijo Julio César. Y si se puede fingir un monólogo, se podrá también fingir que un argumento tiene vida, que es real como la vida misma, que me acuerdo muy bien de lo que no ha sucedido nunca, añadiendo detalles, sal y pimienta, ambientaciones y decoraciones con los cinco sentidos, en la acción y en el decorado por donde se mueven los personajes. Escribir es mentir despacio, le dije al periodista Ildefonso Cabezas cuando me entrevistó para el periódico Chamberí después de ganar el Premio Lazarillo. Y me quedé bien a gusto. Todavía lo repito en mis clases de Escritura Creativa, y en los talleres y encuentros con lectores de institutos de secundaria: Escribir es mentir despacio. Me gusta. Me lo quedo. Se puede, y se debe, incluso, poner detalles insólitos, porque eso es lo que recuerdan más vivamente los lectores. Poner cocodrilos encima de las camas, decía mi amigo Ángel Zapata. Viajar en un avión de transporte lleno de bañeras. Recuerdo que David Torres me decía que en su novela, El gran silencio, finalista del Premio Nadal, se había empeñado en poner a unas bailarinas sobre hielo en la pantalla del televisor del bar donde el boxeador iba a beber, porque era un buen contrapunto: Boxeo y danza sobre el hielo.

Esos detalles, jarrones, adornos, vestuario, attrezzo, escenografía de la obra pueden ser:

-  Música, que se oye de fondo, la banda musical, que va cambiando, claro.

-  Olores, corporales y ambientales, incluyendo temperatura sobre la piel. O de dentro afuera.

-  Noticias del momento, inventadas o reales.

-  Recuerdos, asociaciones libres, sueños, pero de eso, poco y menos, que ralentiza la acción.

-  Detalles absurdos de ropa, nombres, objetos, gestos, cicatrices.

-  Referencias literarias, metaliteratura, a otros libros.

-  Metaescritura. No, eso casi que no. La metaescritura, la deconstrucción, es divertida para el que la ejercita, pero no me queda claro que le guste al que lo lee. Es verdad que conocer pequeños gajes de un oficio, panadero, fontanero, enfermero, da vida al relato, y escribir es un oficio, ¿no? Pero aún así, y a pesar de que esto que estoy escribiendo es pura y dura metaescritura, no sé si recomendarlo en una novela. Ni siquiera en El resplandor, o en Misery, con protagonistas novelistas.

-  Viajes, desplazamientos.

-  Obsesiones, rencores, esperanzas, sospechas.

-  Sexo. Amor.

-  Enfermedad, accidentes, dolor.

-  Remordimientos. Violencia, casi gratuita.

-  Humor. Venganzas.

-  Distintos escenarios: Baño, autobús, desierto, aula, furgón policial, piscina, invernadero, Hamman, Zulo secuestro, féretro, estadio de fútbol, útero, cuarto de contadores, gimnasio, frutería, ala delta, psicoanalista, circo, imprenta, iglesia, MacDonalds.

 


 

026

“IMAGÍNATE: ME AHOGO.” Así empezaba uno de los poemas que más me gustaban de J. Ramón Blázquez, que yo creo que salió en aquel librito de poemas 7 x 7 Antología que publicamos en Bilbao por allá por 1974, antes de morir Franco, con Karmele Larrabe (Cascabel), José Luis Morales, Eduardo Rodrigálvarez (qué pena, se murió hace un par de años), Toty de Naverán, Rafael Martínez y yo, en Comunicación Literaria de Autores, CLA, compartiendo catálogo con Blas de Otero no, con el otro poeta vasco, me voy a acordar ya mismo, un poco calvo, creo que ingeniero, qué raro, ¡Celaya! Gabriel Celaya. Te dije que me acordaría de él. Bueno, pues imagínate, que es a lo que iba, que desarrollo sin saber cuál es, la tercera de las propuestas, que es como hacer un ejercicio de escritura en un Taller, con un tema propuesto de antemano por otro. No, no una novela entera, no soy tan suicida, sino el comienzo, el prólogo, la apertura. En plan redicho, Chema diría: En el frontispicio de mi disertación…

Y la tercera propuesta decía (espero que no sea un espanto): “Teresa descubre / se encuentra en el restaurante de Ikea con Marcos, un hermano gemelo de su marido, Alfredo. Ni Alfredo ni Marcos saben de la existencia el uno del otro. Teresa y Marcos se enamoran.”

 

ALFREDO Y MARCOS: DOS POR UNO

No sé por qué me dio ese empeño en comprar un árbol de Navidad, ni porqué decidí que Ikea era el mejor sitio para encontrarlo. De verdad que no lo sé.

—A mí no me preguntes, Teresa. Tú verás —me dijo Alfredo con el ceño fruncido cuando se lo conté, mientras recogíamos los platos de la cena—. ¿Un árbol de Navidad? ¿En Ikea?

Ya sé que Ikea es una tienda de muebles, toallas, cuchillos, tiestos, bombillas, galletas de jengibre y peluches de niño. Pero es que además tiene un restaurante, autoservicio en realidad, y el filete de salmón con brócoli y salsa holandesa que hacen allí me vuelve loca, qué le vamos a hacer. A Gina también le gusta mucho, y le propuse que me acompañara. Nos vemos una o dos veces por semana, no es tan raro. Ella siempre está dispuesta, y desde que se murió Sebas, está un poco necesitada de amigas. Normal. Sebas era un encanto.

Así que la culpa de que yo me tropezara con Marcos, que conociera a Marcos, fue del árbol de Navidad y del salmón, a partes iguales. Y de Gina, que si me hubiera dicho que no le apetecía, o que tenía una migraña de esas que le dan a veces, a lo mejor no hubiera salido yo tampoco, por pereza, no sé. Me gusta el salmón de allí, ya lo he dicho, pero comer sola en Ikea no me apetece mucho, aunque allí cada cual va a sus cosas, a sus compras, sin molestar a nadie, eso es verdad. Pero Gina dijo que sí, que me acompañaba. Quedamos a las 12, justo al mediodía, para comer a la una y media o a las dos. Comprar un árbol de Navidad no tiene tanto misterio, ya lo sé, pero también sé que una vez allí empiezas a ver los adornos, una estrellita para la punta, unas luces que parpadean, paquetes de regalo en miniatura, renos, flor de pascua, lazos, copos de nieve, bolas de colores, bueno, ya se sabe: el paquete entero.

Alfredo y yo no estábamos pasando por una buena temporada, para decirlo con suavidad. Él ya no parecía tener mucho interés en mí. O quizá era yo. Tampoco sirve de nada tratar de echarle la culpa a nadie, pero el resultado era que cada noche, cuando nos metíamos en la cama, estábamos tan cansados los dos que ninguno hacía el menor esfuerzo para acercarse al otro con intenciones perversas, ya me entiendes. Seis años de casados aburren a cualquiera. No sé si le pasará esto a todo el mundo, pero a nosotros sí. Apatía, desinterés, aburrimiento, creo que todo dice lo mismo. En ocasiones envidiaba a Gina, pobre, ella ni lo sospecha, nunca se lo he dicho, porque pensaba que al menos ella se había quedado viuda hacía ocho meses, cuando Sebas aún era para ella su objeto de deseo, y viceversa. Eso dice ella, pero también es posible que se engañe, que ahora que no está, idealice a Sebas, la memoria de lo que fue. Era un buen tipo, desde luego. A todos nos caía bien. Pero tampoco era perfecto, diga lo que diga ahora Gina. Yo no tengo arrestos para llevarle la contraria, ni mucho menos. ¿Para qué, si ya está muerto? A mí me caía bien, ya lo he dicho, pero, en fin, a veces se le iba la olla. Y la mano. Una vez quiso enrollarse conmigo. Fue poco antes de las navidades del año pasado. Nunca se lo he dicho a Gina. Ni se me ocurriría, no fastidies. Sebas había bebido bastante esa noche. Y yo también. Cualquiera tiene un momento de debilidad, ¿no? Pero no pasó nada. No nos enrollamos. Podíamos haberlo hecho, ni Alfredo ni Gina estaban allí, y no se habrían enterado nunca. Aún así, aunque Sebas tenía ganas, yo se lo notaba, esas cosas se notan, pues al final todo quedó con un calentón. Yo también tenía ganas, no me preguntes porqué, Sebas y yo éramos amigos, y sobre todo estaba Gina, mi amiga de siempre, mi amiga eterna, y yo no soy una traidora. Nos besamos. Eso es todo. Es verdad que nos besamos, y yo casi me corro del gusto. En esa época Alfredo y yo andábamos distanciados, como ahora, y ni nos mirábamos casi, aunque no estábamos peleados ni nada por el estilo. No sé por qué pasó lo que pasó, pero ahora Sebas está muerto, y Gina es mi amiga, sigue siendo mi amiga, y jamás sabrá lo que hubo, lo que no hubo en realidad, entre Sebas y yo. Cuando me acuerdo me siento como en deuda, como si al final sí que la hubiera traicionado. Bueno, un poco sí, de acuerdo, pero tampoco tanto. Solo un beso, y estando borrachos los dos. No debió haber pasado, lo sé, pero pasó, qué le vamos a hacer. Ya está olvidado. Nunca pasó, ya está. Olvidado.

Yo llegué a Ikea antes que Gina. Ella siempre llega tarde, así que quedamos directamente donde los árboles de Navidad, para que la que llegara primero no tuviera que estar esperando en la puerta como una boba. La que llegara primero ya sabíamos las dos que iba a ser yo. No me importó, porque a fin de cuentas era para comprar mi árbol de Navidad, no el suyo. Ella no quería ningún arbolito. Ahora no. Antes, con Sebas, siempre lo ponían, en el centro del salón, y lo adornaban entre los dos, y por eso, justo por eso, ahora decía que ni loca iba a poner un árbol que le recordase a cada segundo que Sebas ya no estaba, y que iba a pasar la Navidad sola.

No fue difícil encontrar los árboles. De camino, en el coche, pensé, ¿y si no tienen árboles de Navidad? Vaya chasco. Y entonces, ¿qué? Pero las comeduras de cabeza solo duraron el tiempo que tardé en llegar, porque sí que tenían árboles de Navidad, y los tenían en la puerta misma. No hacía falta ni entrar. Abetos y pinos, grandes y pequeños, naturales, artificiales, con lucecitas, de plástico blanco, de diseño futurista, y hasta de cartón reciclable. Me gustó mucho uno blanco, todo blanco, como si estuviera hecho de nieve, con luces cambiantes, que no parpadeaban, sino que hacían lentas transiciones de un color a otro. Me pareció que en el salón, junto al televisor, podía dar un toque cálido, un poco como de pub irlandés, o discoteca pequeña, de esas a las que íbamos antes, a los veinte años, para jugar a ponernos calientes. A lo mejor, y eso lo pensé desde antes de decidir comprar el árbol, para eso en realidad era el árbol, con eso se le despiertan a Alfredo las ganas de tú ya sabes qué. Ahí, tumbado en el sofá, con las lucecitas suaves de colores, una copa de vino, o dos, algo de música relajante, o reguetón, que también vale, y hale hop, encuentros en la tercera fase. ¿Por qué no? Todo era cuestión de intentarlo. Valía la pena hacer el esfuerzo. No me imaginaba la tortura que podría llegar a ser las otras posibilidades, siempre presentes, siempre amenazantes: un divorcio dentro de tres años, vuelta a casa de los padres, o vivir sola, y volver a poner la noria de bares y lugares de encuentro de nuevo. Ahora con buscadores de Internet, de acuerdo, pero vuelta a contar tu vida a los demás, a sonreír como una boba con los chistes malos de los nuevos pretendientes, a ponerse en el mercado antes de que se pase el arroz. Vaya pereza. Hay personas a las que les gusta buscar, experimentar, descubrir y conquistar. A mí no. A mí me parece una tortura, una pérdida de tiempo, un aburrimiento. Más vale malo conocido, que bueno por conocer. Esa soy yo. Que me dejen con Alfredo, pero con un poquito más de chispa, que no es tan difícil. ¿O sí que lo es?

 

 (Continuará)


 

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