martes, 25 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Tercera parte: La memoria del abeto (de 088 a 092)

Los esqueletos  (continuación)  

Tercera parte: La memoria del abeto (de 088 a 092)



088

Los personajes de mis cuentos y novelas siempre son trasuntos de los que he conocido en la vida real, y en su mayor parte soy yo mismo, disfrazado, o algunos aspectos de mí mismo trasladados. Inyecto mi propia sangre en los personajes para darles vida, o bien les doy mi sangre y espíritu para que yo siga vivo a través de ellos. Es un truco muy viejo. Hasta Cristo lo intentó, en la última cena:

—Comed y bebed todos de él, porque esta es mi carne y esta es mi sangre. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.

Y así lo repiten en cada misa los sacerdotes en la magia de la transustanciación durante la consagración.

Hasta ahí, vale. Lo compro. Madame Bovary c’est moi. De acuerdo. Pero un poco más allá, hoy, leyendo a Angela Ackerman, en su libro The Emotion Thesaurus: A Writer’s Guide to Character Expression me encuentro con que los personajes imitan a las personas reales, y también las personas imitan a los personajes.

Para la construcción del personaje literario, hay que indagar en su pasado, y ver quién y cómo les ha influido para que se comporten del modo que lo hacen, y qué experiencias han vivido para que su modo de actuar y de expresarse sea el que es. Yo busco un personaje, y me encuentro a mí mismo representado en él. Ackerman pone un ejemplo, para que los torpes, como yo, la entendamos: Si un padre ridiculiza y se ríe de su hijo pequeño cada vez que llora, ese personaje tenderá a ser evasivo, y a ocultar e incluso a mentir acerca de sus emociones en el futuro, porque tendrá miedo a que le juzguen y le ridiculicen.

Yo lo leo, para aprender y aplicarlo a mi tarea, que esto no se acaba nunca, y no lo interpreto como una manera adecuada de construir un personaje literario, sino como un espejo de lo que yo he vivido en mi infancia. Me han descubierto. La jodida Angela Ackerman se ha enterado, no sé cómo, alguien se ha tenido que chivar, de que en el cuarto de juegos de mi infancia, en la calle Goya 118, ante la ausencia de mi padre, seis padres sustitutos, mis hermanos mayores, me cantaban a corrillo cuando un balonazo se estrellaba en mi cara:

—Llorica manteles, tres cuartos me debes, si no me los pagas, llorica te quedes.

Y yo salía corriendo, buscando un refugio que no existía, mientras mis hermanos seguían gritando:

—Mamá, que me mira la mosca.

—Mosca, no mires a Enrique.

Al final me escondía en el cuarto de baño. A oscuras, porque el interruptor de la luz estaba fuera, y la apagaban en cuanto cerraba la puerta. La luz que se filtraba por debajo de la puerta era suficiente, y al cabo de unos minutos ya me había a costumbrado a percibir las formas y las sombras. Entonces me sentaba en la taza del váter, y cagaba. Y allí sentado, después de soltar al pasajero que se había instalado en mis intestinos, me quedaba pensando, no sé bien qué, con los codos apoyados en las rodillas. Yoga fecal. Pasaba tanto tiempo así, que cuando llamaban a la puerta, tal vez media hora más tarde, recordaba que aún no me había limpiado con el papel higiénico, y lo intentaba a toda prisa. Pero ya era tarde: estaba todo reseco alrededor del ojete, caca endurecida, imposible de arrancarlo de la piel, como un moco que se ha quedado pegado y duro.

—Pues ahí se queda. Ya se irá dentro de tres días, cuando me bañe —me decía a mí mismo subiéndome los pantalones y abriendo la puerta.

 

También cuenta Ackerman que si otro personaje ha vivido una experiencia diferente, por ejemplo ha visto cómo su hermano mayor expresaba sus emociones con libertad, y de ese modo conseguía influir en los demás, sacar provecho y seducir a más chicas, ese primer personaje tal vez se muestre dispuesto a mostrar sus sentimientos para conectar con otras personas. Mis hermanos no me lo enseñaron, ellos no lo saben hacer. Ni mi padre ausente. Pero sí los libros que acumulé en mis encierros, en mis huidas de la selva enmarañada donde mis hermanos mayores practicaban lucha libre de gladiadores suicidas.

 

Supongo que morirse antes de tiempo es una putada, pero nunca lo sabrás. ¿Si Gonzalo hubiese sobrevivido, si no se hubiese muerto a los cuarenta y uno, habría podido ser feliz en Madrid, o en Santo Domingo, con otra pareja nueva que aparece de pronto, después de los cuarenta y cinco años, como me pasó a mí, o a Coke? Él no lo sabe. Ni yo. Pudiera ser, como podría ser que su vida fuera un infierno perpetuo hasta el momento de su muerte, a los ochenta. ¿Y mi hermana Laura, y Diego Parra, y Luis Buzón, y el hermano pequeño de Chitín?

Si Diego se tiró desde la terraza del piso catorce en Bogotá, hace cinco años, sería porque estaba hasta los huevos, los espantos se habían instalado en su cabeza, y estar despierto resultaba insoportable. Si Antonio Guerrero se pegó un tiro en Caracas fue para no sufrir el deterioro imparable del cáncer. Si Gonzalo se dejó morir en Valdecilla fue porque lo que le esperaba para el resto de su vida ya no era disfrute, sino divorcios, dolor y vendettas. A veces sabes a dónde conduce el camino, y decides no ir. Que les den por culo, que tú te apeas. O, como dicen los americanos, coges el autobús. Bea y yo nos bajaremos en marcha, a la chita callando, cuando estemos cansados de vivir, mucho antes de que llegue la agonía.



089

LA CARA ES el espejo del alma. Una frase hecha, que no me creo. No del todo. He visto caras angelicales que encubrían torturadores. He visto caras brutales que encerraban almas cándidas. Dicen que en las líneas de la mano se puede leer el futuro. Y en los posos del café, o del té. Y en la posición de los planetas al nacer. Y en las cartas del tarot tiradas al azar. No sé. Tengo mis dudas. Yo me dediqué a la astrología durante algunos años, levantaba cartas, alineaba planetas, buscaba conjunciones y tránsitos, y con eso diseñaba una vida entera que acababa de nacer. Annie Pinto me encargó la carta de su hija Marta, y su hermana Bárbara de la su otra hija. Hice las cartas natales de mis sobrinos, y las cartas paralelas de los hermanos y amigos que se casaban. Escondí al cabeza bajo la almohada en los tránsitos de la Luna sobre Marte y Saturno, y me fui de fiesta cuando Venus se ponía a buenas con Júpiter, triangulando a 120 grados con el sol. Quise adivinar el futuro, y el futuro se escondía. No sé, no me acuerdo de las vidas que anunciaban los astros, y tampoco sé dónde están las vidas que viví, hace ya tanto tiempo, en otro cuerpo, con otra cara, con otras manos.

 

Imagínate que esto es una novela. Ah, que no lo parece. Bueno, es que ya van muy camufladas, o distorsionadas. No se puede uno fiar de las apariencias. Una novela es la ficción de una vida, o muchas lo intentan. Pero esas novelas organizadas, bien estructuradas, sin dejar cabos sueltos ni inconsistencias de los personajes, no reflejan la vida tal y como la conocemos. Nuestras vidas no están tan organizadas, no son tan coherentes. La mía, por lo menos, no lo ha sido. Y las de los que conozco, no demasiado. Hay vidas que sí, que están bien estructuradas. Suelen ser las más aburridas, las que menos se podrían novelar. Vidas quizá felices, es muy probable, pero como argumentos de novela son una mierda. Las buenas novelas narran vidas insólitas, peleonas, fuera de lo común, con salpimentados que hacen de su lectura un algo entretenido, donde soñar e imaginar lo que nunca hemos vivido, pero nos intriga.

Pero yo no hablo del argumento de la novela, ni de la vida, sino de la estructura, del orden y el caos, tanto en la vida como en la novela. Una vida real, que ahora son muy largas, vivimos demasiado, no como hace diez o quince siglos, encierra varias vidas, varias novelas en su interior. Y no está todo tan articulado como en las novelas. No todo es causa-efecto. No se cierran las historias secundarias en la vida real, porque dejamos a novias, amigos y hasta hermanos tirados por las cunetas. El protagonista real, el de carne y hueso, no es tan equilibrado como el de las novelas, y su arco dramático es mucho más amplio. Así que esto que estás leyendo, un poco laberinto, un poco tiros al aire, es una novela mucho más cercana a la realidad que las que están tan bien sistematizadas y orquestadas. La vida es mucho más caótica, y esta novela, porque esto es una novela, te lo digo yo, tiene la rara virtud de imitar a la vida en su desconcierto. Tendrá otros defectos, no digo yo que no, pero el caos no es uno de ellos. Aquí el caos es un acierto. 

Y aún así, como escritor, sería capaz de poner puntos de giro en el caos de la vida novelada. Por ejemplo, el protagonista, yo mismo sin ir más lejos, pierde la virginidad y entra en otra fase que ya no es infancia, sino juventud, o el desmadre. Luego, años después, en un nuevo punto de giro, se enamora, se casa, se asienta, amuebla la casa, trabaja, se reproduce, se harta, entra en crisis. Bueno, aquí, como en las tres pruebas del guardián del umbral, o los tres cerditos, o las negaciones de Judas, se puede repetir tres veces, así que me casé tres veces, pero hay que contarlo como una sola. Repetí curso, vaya. Tres veces. Se ve que con las relaciones de pareja soy torpe, no como vosotros, listillos, que os estoy viendo cómo os partís la caja. A la tercera va la vencida, ¿no? Pues eso, a la tercera fui feliz, y pude pasar al siguiente punto de giro, el que abre el desenlace, la traca final, la muerte. Toca morir, pero ahora ya sí he aprendido la lección, sé de qué va, ya soy el que soy, el hombre nuevo, el ser superior, redimido, liberado de sus cadenas. Y como ya no queda nada que hacer, porque ya lo he hecho todo, y estoy un poquito hasta los huevos de aguantar tanta tontería, me muero. Adiós. Ciao.

 

¿Cómo se cambia de vida? Fácil: cambia de casa. Ayer llamamos a la inmobiliaria Engel & Voelkers para poner en venta nuestra casa de Tenerife. Bea está asustada, porque no sabe dónde vamos a vivir después de vender la casa, y le aterroriza pensar que no le va a gustar el lugar, o la casa, o todo. Yo le digo que para ganar algo, libertad, vivir en otros lugares, hay que perder algo, tranquilidad, una casa preciosa. Es un riesgo pero no creo que sea suicida. No es todo o nada: es vivir más vidas, otras ciudades, otros países. Ya no queda tanto para coger el autobús, catch the bus, morir, y tenemos ganas de hacer más cosas, visitar Alaska y Japón, dar la vuelta al mundo, vivir unos meses en Estambul, Luang Prabang, Atenas, Berlín, Nueva York, Alicante, Palermo, Chester, Gijón, Puerto Viejo de Talamanca. No tenemos vidas para todo. De momento, como estamos en noviembre, toca terminar las novelas. Las dos: la suya y la mía. Los dos hemos cruzado el ecuador de las veinticinco mil palabras, así que solo nos falta el sprint final.

Amaneció sin lluvia, luego cayó un chaparrón a las once, y a las doce salió el sol, a todo trapo. El clima aquí es entretenido, eso es un plus. Yo tengo ganas de viajar, y de empaparme de otras ciudades, de otros acantilados. Bea también, ella es la que está más tiempo buscando cruceros transatlánticos, auroras boreales y ciudades que nos sorprendan. Yo busco cordilleras, playas, áticos que sobrevuelan las ciudades, bosques umbríos. Casas, casas. El cuerpo refleja nuestro interior, y nos hacemos un esguince cuando no queremos salir a caminar por el campo. A mí me pasa. Y la casa es el otro cuerpo, el exoesqueleto que nos refleja, que nos protege, que nos desnuda. Somos nuestra casa, y nuestros ojos han aprendido a confundirse con las ventanas, y nuestros pies con el suelo que pisamos. Nuestras venas cañerías, nuestros huesos pilares de hormigón, nuestros dientes los cajones de la cocina, nuestra lengua está hecha de fibra óptica y habla en wifi el lenguaje binario de ceros y unos. Tengo hambre, y ya he hecho la comida, pollo con pimientos, cebolla, jengibre y curry. Vamos allá.

 


 

090

Dentro de una hora tengo que ir a rehabilitación, a que Jerónimo me masajee el hombro congelado, ultrasonidos, descargas eléctricas y ejercicios activos y pasivos. Hora y media. Me acabo de tomar un Nolotil, porque me dolía ya, de antemano, y no es por anticipación, sino que a veces me duele. No tanto como hace seis meses, que el dolor era constante, seis nolotiles al día, e incluso desenterré del altillo una de las dos cajas de Valium que me había comprado en Camboya, en Nom Phen, y poco a poco me la fui tomando. Nada que ver con el Valium que recuerdo que me tomé cuando me rompí el hombro esquiando en Andorra, hace ya algo más de treinta años, que me dejó dormido en profundidad durante todo el viaje en coche a Madrid con Marisa conduciendo y yo tumbado en el asiento de atrás. Los valiums de ahora, 10 miligramos camboyanos, o están caducados, o son de mentira, o no me entero mucho porque siempre me los he tomado por la noche, y me duermo. Tendría que probar uno de día, pero si funciona me deja desconectado todo el día, y ¿para saber qué, exactamente? ¿Que no tiene mucho efecto? Pues ya me da igual. Yo los compré para una posible sobredosis y morir en paz, pero con un efecto tan pequeño no me fío, a mí me da que no me dejará ni medio dormido, y para eso no hemos venido aquí, oiga, así que prefiero el nitrito de sodio o la Amitriptilina.

Vivir en otros sitios es vivir otras vidas. Todos mis hermanos, y yo, hemos vivido durante tres años una vida en Caracas, en los años sesenta. Bueno, tal vez Peancha no, porque era muy pequeña, de los cuatro a los siete años, casi seguro que no tiene más recuerdos que los de las fotos, anécdotas exageradas y películas familiares de super ocho. Poco más. Pero el resto claro que tenemos recuerdos. Existió un universo que ya no existe, desapareció, se lo tragó el mar, o un meteorito, en el que vivíamos en un país tropical, con un salón abierto al Valle de Caracas y al Monte Ávila, donde estábamos todos juntos y éramos felices. Esa es la frase que más em repetían en Caracas hace siete años, cuando regresé y les contaba a los que querían escucharme que yo ya había vivido allí en los años sesenta, en la época del adeco Raúl Leoni: Entonces éramos felices, y no lo sabíamos. Otros dirán, y tendrán también razón, que Leoni fue la prolongación de Rómulo Betancourt: la represión salvaje contra la izquierda, el comienzo de los desaparecidos, mucho antes que Videla los institucionalizara en Argentina. Yo era tan pequeño que solo estaba interesado en los raspados, la serie de Batman en Venevisión, las perinolas y los boy-scouts. 

Lisa Cron, en Story Genius, dice que en cualquier escena hay que marcar de qué va la escena, y la subtrama con la que se entremezcla. Además está la causa, qué ocurre en la escena, un resumen; y el efecto, es decir, las consecuencias de lo que ha pasado en la escena; además del tercer raíl, que trata de expresar porqué esa escena importa; y finalmente la realización, el resultado; y después, ¿qué?  Vaya chapuza de resumen. A mí me suspenden en esta evaluación, eso seguro.

Bea y yo calculamos:

—¿Por cuánto crees que se venderá la casa?

Ella quiere ponerla a un millón doscientos mil euros. Yo creo que es mucho, que con novecientos mil euros ya iríamos bien servidos, porque pagamos por ella 325.000 euros hace catorce años, y le añadimos cien mil de reformas hace dos años, y eso suma 425.000 euros. Duplicaríamos el valor de la casa, además de haber vivido en ella catorce años sin pagar, que sería como otros 200.000 euros de ahorro en alquiler. Al final, si es que se vende por 860.000 euros, habríamos ganado cuarenta mil euros al año sin hacer nada, más que vivir aquí. A eso se le llama especulación, creo, y a mí me da igual, no siento remordimientos, porque el que pague casi un millón por esta casa, es que lo tiene, y le sobra. Y con eso que le sobra, nosotros, Bea y yo, vamos a vivir y a morir de puta madre. Sin rencores. Sin culpabilidades. By the face.

El sol se pone otra vez, como cada día, y ahora sé que voy a echar de menos estas puestas de sol apocalípticas, pero que veré otras cosas: El río Mekong, los pueblos de Sierra Nevada, las calles de Santiago de Compostela, las playas de Malasia, los títeres de Hanoi, las auroras boreales, Canal Street en New York, los glaciares de Alaska, los templos de Kioto, los teatros West End de Londres. Tanto que ver, y tan poco tiempo.

 

Nos escribe Ana Sanfil, de Engels & Volkers, para decirnos que ha calculado el valor de nuestra casa, y que ronda los 600.000 euros en el precio de mercado. A nosotros nos parece poco, y se lo decimos.

—Queremos venderla por 850.000 euros mínimo —le cuento por email—. Si no, déjalo, que ya la intentaremos vender nosotros por nuestra cuenta.

El seis por ciento de comisión que se lleva la agencia es muy jugoso, cerca de cincuenta mil euros, así que nos llama de vuelta y nos dice:

—Lo he hablado con mis jefes, y podemos ponerla a la venta por 750.000, y ver si se puede vender en seis meses. Por más es muy difícil.

Aún no le hemos dicho nada. Lo estamos pensando. En todo caso es mucho más que lo que imaginábamos hace dos años. Con ese dinero podríamos comprarnos un ático en Alicante, con vistas al mar, y aún nos quedaría medio millón para gastar en diez años, a cincuenta mil euros al año, viajando cinco meses al año y viviendo en una casa preciosa, a nuestro ritmo, que tampoco es el de comprar caprichos, ir al casino, o ir a restaurantes caros cinco veces por semana. Más de diez años no vamos a vivir, eso está claro. Y si se nos acaba el dinero antes, pues nos morimos antes y ya está, que lo que hemos vivido ya es más que suficiente. Hace tiempo que estamos viviendo la prórroga del partido, y solo nos queda la tanta de penaltis.

 

Blake Snyder cuenta en Save the Cat que los personajes, en especial los protagonistas, deben tener varios defectos, resistencia al cambio entre ellos; un problema que de golpe se les presenta y les hace salir de su zona de confort; quieren conseguir o resolver algo concreto (Historia A); y necesitan resolver un conflicto no físico, sino mental, que puede que ni siquiera sean conscientes de él (Historia B). A partir de ahí el personaje podrá empezar a actuar, a moverse, a luchar contra los obstáculos, a tratar de solucionar el problema, a conseguir el objetivo con el que sueña, y a aprender algo por el camino al tiempo que resuelve sus conflictos y supera sus flaquezas. Pero primero, en las primeras escenas, debe salvar un gato, mostrarse generoso, ayudar a su abuela, o sea, demostrarle al lector que él es alguien del que uno se puede fiar, que es buena persona. Después de eso ya puede sacar el cuchillo y degollar a quien sea, porque en el fondo sabemos que es un personaje tierno que salva gatos.

Luego, dentro de unas cuantas páginas, te contaré la historia de cómo maté un gato con ayuda de mi amigo Barsén, y cómo algunos lectores me amenazaron de muerte por salvaje.

El caso es que si uno puede diseñar un personaje a partir de unas características que han sido observables en los seres humanos, también se le puede dar la vuelta, y analizar a las personas a partir del estudio de los personajes. La realidad imita a la ficción.

Tito tiene virtudes y defectos. Claro. El mejor contador de historias, generoso, divertido, elegante. También es cabezota, renuente al cambio, fanfarrón, alexitímico, clasista, torpe, indeciso, desnortado y no puede hablar. Tiene un problema: los cuerpos de Lewy que le devoran el cerebro. Lo que él quiere es valerse por sí mismo, controlar su propia vida, sus movimientos, su cabeza y su lengua. Tiene una necesidad: aceptar que no es ya el que fue, que está incapacitado, y que se está muriendo.

Javier es silencioso, amable, vividor, desprendido, comunista; pero también egoísta, fundamentalista, narcisista, autista, no respeta a los demás, psicópata, clasista y mentiroso. Su problema, además de un cáncer de próstata que lo ha dejado impotente, es que no quiere hacerse cargo ni de sí mismo. Lo que quiere es hacer teatro, triunfar en las tablas. Necesita ser empático, aceptar otras ideas, y ser menos autista.

Coke es muy generoso, familiar, cuidadoso, paciente, conciliador y amante de las artes; pero es otro autista, como todos, lento, cerrado a otras opciones, egocéntrico, clasista, centrado en sí mismo. Su problema es que confunde su casa con su esqueleto, calcula mal, y se deja manipular. Quiere ser un artista reconocido, de lo que sea, pintura, arquitectura, ópera o teatro. Necesita bajar a pie de obra y verse a él mismo y a sus hijos como son. 

Nacho es humanista, solidario, el rey de los autistas, llorón, afectuoso, necesitado de cariño, con su punto ratita y generoso.

Y no sigo, que me canso. No llego ni a mí mismo, el octavo, tan lejos, y no es por cobardía, ni arrogancia, ni pudor. He perdido por el camino mis virtudes y defectos, mis armaduras y bufandas, mis medallas y pecados. Aspiro a no ser nada, a no ser nadie, Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris, dust in the wind.

 

 

 

091

BUSCAMOS CASA MIENTRAS vendemos la nuestra. Cambiamos de caparazón. Jaime dice que nos vayamos a vivir cerca de la familia, a Madrid, o a Santander, que no podemos ser tan raros, tan extraterrestres como para no buscar el calor de la familia y los amigos, que no se lo cree. Él está pensando comprar un piso en el puto centro de Santander, con vistas a la plaza del ayuntamiento, subido a la coronilla del alcalde, para poder tener todo cerca: hijos, amigos, amantes, cervecerías y tiendas de bisutería. Necesita estar acompañado, la presencia de los otros. Le espanta la soledad. No se soporta solo, no sabe cómo se hace, y no puede entender que nosotros la busquemos, incluso en los viajes.

—No puede ser. Tú eres un alienígena, un geranio —me dice.

—Que no. Que lo que pasa es que estoy con Bea, y con eso ya estoy cubierto —respondo. 

Y resopla. Sabe que es verdad, que hemos construido un universo paralelo, los mundos de Yupi, y que somos autosuficientes en cuanto a relaciones con los otros. O casi, porque de tanto en tanto Bea echa de menos a sus padres y hermanos, y yo a los míos, pero sin agobiar, que no hace falta amontonarse ni vivir muy cerca unos de otros.

Las casas que buscamos son muy diversas, pero cada vez vamos acotando más la búsqueda. Puede ser una casita del campo, independiente, con un pequeño jardín y piscina, casi como la de Caperucita Roja; o puede ser un ático en una ciudad no demasiado grande, ni fea, ni fría. Mejor si tiene mar.

La casita es difícil que esté en un centro urbano. No puedes vivir en el en centro de una ciudad en una casa independiente y con jardín. No es compatible. Si estás en el centro de Alicante, Londres, Gijón o Santander, no tienes jardín ni casa aislada, sin vecinos. Y si tienes jardín, bosque e independencia, entonces no podrás ir andando a la panadería ni al restaurante, porque necesitarás un coche. Hay que renunciar a algo. Las dos cosas juntas no caben.

Pero tal vez podamos vivir unos años, tres pongamos por caso, en un ático cerca de una playa y de centros comerciales, y tres años en una casita a las afueras de un pueblo, con jardín y piscina. Tal vez así sí.

 

Las casas somos nosotros. Mi amigo José Luis Morales, con el que a los veinte años en el Colegio Mayor Chaminade competía en escribir versos, él era mejor poeta que yo, lo cuenta así (es imposible no pensar en La Casona de Coke):

 


EVOCACIÓN DE UN HOMBRE SINGULAR, FRENTE A

LA FACHADA EN RUINAS DE SU CASA (Padre)

 

Me duele este desastre permitido,

esta ruina anunciada tantas veces

y negada otras tantas.  No se cae,

será un tirante suelto.  No hay ceguera

mejor que no mirar.  Te tengo dicho

que esta casa es eterna.  Mas la esquina

del dormitorio principal  Parece

una grieta sin más.  está vencida

hacia fuera y caerá. Eso se tapa

con un poco de yeso y ni se nota.

Pero la casa entera está cediendo,

hundiéndose en sí misma como un pozo

seco que busca el agua.  Con dos manos

de pintura se arregla.  Las goteras

fueron más ese invierno, y tú pusiste

unos cubos debajo...  En primavera

repasaré el tejado. Son los pájaros.

Pero los dos sabíamos que aquello

no era cuestión de pájaros. La casa

se abría por los cuatro  Cuando vengas

me ayudarás. A veces, ¡ay!,  costados.

me duele respirar. Serán los bronquios.

Paso mal los inviernos.  Y tampoco

era el invierno, padre, sino el frío

de un corazón a punto  Si pudiera

yo solo no esperaba.  de abatirse

lo mismo que el tejado.  Hace unos años

ya estaría arreglado.  Hace unos años,

hace sólo unos años, te creías

casi inmortal.  Tu madre no me deja

subirme ya al tejado.  Porque madre

sabe que estás mayor,  Si la entretienes,

y no quiere perderte.  en un instante

repongo yo las tejas  Te asfixiabas

al hablar.  que estén rotas.  Y es que, padre,

tu corazón de toro  Cuando vuelva

del hospital, los dos  estaba herido

de muerte.  en una tarde lo arreglamos.

Pero ya no hubo tiempo: lo primero

en ceder fue una viga,  Mientras tanto

cuida tú de la casa  luego el muro

del dormitorio sur  ¡es tan hermosa

y se agrietó el dintel  y hemos luchado

tanto por ella!  y se venció la esquina

del dormitorio principal.  Recuerda

que has de cortar la luz cuando te vayas.

Pero ya no hizo falta, padre, tú

perdiste la batalla por tu vida.

Y mientras madre y yo te sepultábamos,

se derrumbó la casa.

 

 

Después de leer el poema, me he vuelto a acordar de la muerte de mis padres, en el 2008. He visto las entradas que puse en mi blog de entonces, y me asombra la intensidad del dolor en aquellos momentos en los que, como ahora, estaba cambiando de casa. Aún no nos estamos cambiando, pero el proceso ya ha comenzado, y es imparable. Bea, después de unos días de angustia por la pérdida futura, me dice ahora que empieza a estar ilusionada por el cambio de casa y vida. Yo tengo el hombro despellejado por unos esparadrapos que me puso el fisioterapeuta el viernes, que me han hecho reacción y me han levantado la piel, dejándola un poco desconchada, como las rodillas de los niños que se caen de bruces y se arrastran por el suelo levantándoles la piel por la inercia. Y como ellos, también quiero llorar. Me da miedo, claro que sí, porque no sé si mis padres se van a morir otra vez, catorce años después.

Le decimos a Ana Sanfil, de Engels & Volkers, que no vamos a bajar el precio de ochocientos mil, y que sin exclusiva. Ella nos dice que al menos le dejemos tres meses de exclusividad. Le decimos que sí, hasta el 20 de febrero del 2023 será. A ver qué pasa. Hay muchas casas que nos gustan a orillas del Mediterráneo, por unos trescientos mil, y con el resto nos quedaría más que suficiente para seguir viviendo y viajando diez años. Y si se nos acaba el dinero, vendemos la nueva casa, y nos la comemos.

 


 092

Trato de tirar cosas que no voy a necesitar, y me voy con una bolsa de basura muy convencido al cuarto de los juguetes, pero después de abrir y cerrar varias cajas y cajones, y revolverlo todo por dentro buscando cosas que tirar, no consigo meter nada en la bolsa de la basura. Así nunca podré hacer una mudanza. Esta casa está tan llena de libros, objetos, chismes, trastos y adornos de toda una vida de coleccionismo desordenado, que me parece imposible hacer ese trabajo. Me voy al garaje, que es nuestro almacén de cosas que no usamos, y solo logro tirar una cortina antigua y rota, un jamonero de madera vertical, tres focos de fotografía sin estrenar, una lagartija muerta al fondo de una caja, medio kilo de cemento y un cojín despelujado. Me desespero. Bea me dice:

 —Tú no te preocupes. Las cosas tuyas las tiro yo, y las mías las tiras tú, pero sin preguntar.

—Vale, de acuerdo —le digo, un poco más tranquilo.

Pero sé que empaquetar una casa es un trabajo demoledor. Tirar recuerdos es como arrancarse la piel a tiras. No sé cómo harán las empresas de mudanzas para guardar en cajas las posesiones de los dueños de una casa si los dueños están delante. Acaban a bofetadas, seguro. Entiendo ahora la costumbre gitana de hacer una hoguera en el patio y quemar en ella las cosas que pertenecían a los recién muertos. Separarse de los objetos, o mejor dicho, meterlos en una bolsa de basura y tirarlos al contenedor es peor que arrancarse las uñas. Antes dije la piel. Dentro de un rato diré los ojos.

Pero al mismo tiempo resulta que si nos vamos de viaje, no nos importa dejar todo atrás. Y si el viaje se complica, y se alarga, y la felicidad hace que nos quedemos allí, en un lugar en el que no esperábamos quedarnos, pero que de repente sucede que sí, que queremos quedarnos por encima de todo, entonces nos olvidamos de lo que está atrás, de nuestra vida anterior, y desde luego de los fetiches de esa vida que nos aguardan acumulando polvo año tras año en una estantería, o en las cajas numeradas de un guardamuebles. Y si alguna vez regresamos, y abrimos las cajas, nos extrañaremos, no sabremos porqué guardamos esto y aquello, ni para qué, qué importa.

Cuando tiré las cosas del cuarto de mi madre, el de la residencia, donde vivió los últimos años de su vida, dos días después de enterrarla, ninguno de mis hermanos quería hacerlo, para mí eran objetos incomprensibles, pero eran los pocos que mi madre había atesorado en los pequeños armaritos de la residencia. Una toquilla andaluza bordada a mano, probablemente por mi abuela, o mi bisabuela, un secador de pelo de los años sesenta, las cartas que le escribió mi padre durante la guerra, setenta y tantos años atrás en el tiempo, diez sobres con los primeros dientes de leche de cada uno de sus hijos, y diez rizos de pelo de cada uno de nosotros al cumplir los dos años, el velón de cera de mi madrina, Mari Balaca, con los doce apóstoles tallados en la cera amarillenta, unas cintas casete de Los Sabandeños, pero sin reproductor. Fotos de sus hijos y sus nietos. Diez pulseras de hojalata bañadas en oro, los pendientes de nácar y de perlas cultivadas Majórica, un rosario de latón con baño de plata, los recordatorios de nuestras primeras comuniones, de sus diez hijos, y algunos de bodas y bautizos, un cenicero de estaño, tallado por mi madre cuando empezaba a tener artrosis.

Abrí una de las cartas de mi padre, que dormía en el cuarto de al lado para morir dos semanas más tarde: Querida Coquina, te escribo desde el frente de Teruel. Los días pasan lentos, y me acuerdo de ti a todas horas, y de nuestros paseos por El Retiro, antes de que me llamaran a filas…

—No las leas. Te harán daño—me dijo Bea—. Están escritas veinte años antes de que tú nacieras, y ellos ahora están muertos o muriendo. Es un conjuro peligroso.

 

La vida es una verbena llena de chuches y muñecas chochonas que lloran cuando les estrujas una teta. Si tienes mala suerte, viene un manilargo y te quita la cartera. Si la tienes buena, la reina del baile te dice que sí, y tú te arrimas. Y por lo demás, coches de choque, polvo, luces de colores, empujones, el tren de la bruja y niños corriendo de un lado para otro. Entras por una puerta y sales por otra, y parece que la feria es la misma todos los años. ¿Reencarnarse y vivir de nuevo? Qué fatiga. Otra vez al cole, a los deberes, a las collejas en el patio, a los mocos, a los granos, al miedo, a las novias que te engañan, a los padres que se mueren, a los cabrones que te timan, a las enfermedades, a los golpes, al hambre, a las heridas. No me jodas. Yo no estoy deprimido, pero con una vida basta.

 

Vladimir Nabokov dijo “Nuestra existencia no es más que un cortocircuito de luz entre dos eternidades de oscuridad”. Puede que eso sea así en tiempos astrofísicos, pero desde el punto personal y egoísta esa eterna oscuridad anterior y posterior no son nada más que memoria de lo que no se ha vivido y ciencia ficción, así que todo lo que nos queda es el puto cortocircuito en el que nacemos, crecemos, comemos hamburguesas, nos enamoramos, viajamos, trabajamos, nos cabreamos y morimos. Apenas un parpadeo, un calambrazo, pero de una intensidad acojonante. U ochenta años de calambrazos. En ese tiempo, de término medio, según National Geographic, cada persona se come 4 vacas, 21 ovejas, 15 cerdos y 1200 pollos. Es solo un promedio, sospecho que yo como más. En una vida humana hay 415 millones de parpadeos, y se derraman 61,5 litros de lágrimas antes de morir. Los polvos están contados: 4.239 veces en toda la vida, aunque los que no usen los curas y las monjas nos los podemos repartir los demás para subir la cuota. Leeremos 533 libros y 2.455 periódicos (yo ya me he pasado, pero me temo que ese cálculo es demasiado optimista). Pronunciamos 4.300 palabras por día, es decir, aproximadamente, más de 123 millones en toda la vida. Los políticos más, pero con menos sustancia.

Nos espera un año jodido. Nos espera un año estupendo. Abriremos y cerramos los ojos en más de cinco millones de ocasiones, así que tenemos cinco millones de oportunidades para el asombro. No las desperdicies.

 

 (Continuará)


 


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