lunes, 17 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Segunda parte: Kale borroka (de 054 a 056)

Los esqueletos  (continuación)  

Segunda parte: Kale borroka (de 054 a 056)


054

SIEMPRE ME LLAMÓ la atención la famosa foto en blanco y negro de Stefan Zweig y su esposa Lotte, abrazada a él, muertos en la cama, tras suicidarse con una sobredosis de Veronal. Sucedió en Petrópolis, Brasil, el 22 de febrero de 1942. Stefan Zweig tenía 60 años recién cumplidos. Lotte era su segunda mujer. Según la autopsia se suicidaron a las seis de la mañana, primero él, y luego ella. No descubrieron sus cuerpos hasta tirar la puerta debajo de su dormitorio a las cuatro de la tarde. Singapur acabada de rendirse a los japoneses, y tanto Zweig como su mujer estaban convencidos de que Hitler y el tercer Reich iban a conquistar el mundo entero. Ellos eran judíos, y no estaban interesados en vivir ese mundo que se les abría a sus pies. En la nota de despedida, Zweig decía que estaba cansado, que 60 años eran muchos años, y ya no quería seguir reconstruyendo su vida, huyendo siempre, ni quería ver en qué se convertía el mundo dirigido por Hitler. No es de extrañar. Si eres judío, tienes sesenta años, estás exiliado, y ves que los nazis se apoderan del planeta, lo mejor es hacer una pedorreta y tomarse una sobredosis de Veronal. Los libros que he leído de Stefan Zweig me han mostrado a un escritor con una capacidad de empatía y profundización increíbles. Sus personajes, muchas veces torturados mentalmente, inseguros, llenos de remordimientos, son espejos de los momentos más tensos o intensos de nuestras propias vidas. Le acusaron de no ser suficientemente explícito en su denuncia contra el nazismo. Los demás siempre deciden lo que cada cual tiene que pensar y decir. Zweig buceaba en la mente de sus personajes, y les daba una profundidad que ni la mitad de las personas reales tiene. Zweig era capaz de psicoanalizar la derrota, las pasiones, las frustraciones y el desamor. Carta a una desconocida. Solo los rusos, Toltoi, Chéjov, han sido capaces de profundizar tanto, y con tanta sinceridad, en los personajes, en las personas. Estoy convencido de que igual que Zweig son muchas las parejas que mueren juntas, que se suicidan en una misma ceremonia. No sale en los periódicos, no se cuenta, ni siquiera los familiares lo dicen, porque suicidarse siempre es un pecado, una mancha en la familia, en el recuerdo, en la religión. Un atentado contra Dios, que ha sido desposeído de una de sus mejores prerrogativas, la de quitarle la vida a todos y cada uno de sus vasallos cuando y como a Él le dé la gana. Los hay rebeldes, insumisos, insurgentes, que deciden quedarse con ese poder, arrebatárselo a Dios, un deicidio, y poner fin a sus vidas cuando ellos deciden, haciendo uso de su libertad, que para eso la tienen.


Yugos os quieren poner 

gentes de la hierba mala,

yugos que habéis de dejar

rotos sobre sus espaldas.

Crepúsculo de los bueyes

está despuntando el alba.

Bea ha comprado una botella de vino Glögg en Ikea. Se toma caliente. Después de macerarlo con almendras, higos turcos, ciruelas, jengibre, canela, pimienta, anís, clavo y azúcar. Un rato a calentar en la olla, y un trago por la garganta. Qué rico. Al tercer trago hemos empezado a cantar villancicos, y de pronto se han levantado en medio del salón cinco mercadillos navideños de Centroeuropa, todos a orillas del Rin. Con el resto haremos mermelada, y así podremos empezar a cantar desde por la mañana.

Dentro de tres días acaba noviembre, y acaba el NaNoWriMo. Se supone que el reto de escribir un libro en un mes habrá sido cumplido. Las bases hablan de 50.000 palabras, pero a estas alturas yo ya llevo 63.000, así que me he pasado tres pueblos y cinco pedanías. Puede que llegue a las 66.666 pasado mañana, cuando termine noviembre, y eso es cien veces el número de la bestia. Lo que no sé es qué voy a seguir haciendo, escribiendo, a partir de ese momento, en diciembre. Ya he cogido la costumbre, velocidad, vicio, y me gustaría seguir avanzando hacia ese no lugar al que me lleva la escritura. A lo mejor encuentro algo. No lo creo, la verdad, pero sí que me creo que por el camino recogeré algunas setas, caracoles, castañas, moras y margaritas silvestres. No quiero más. No busco más. Sé que para encontrar algo, muchas veces hay que dejar de buscarlo, abrir los ojos, y dejarse sorprender. Ya sé que esto es demasiado abstracto, demasiado intangible. Creo que en algún momento me aburriré de dar vueltas y vagabundear entre las líneas de estas páginas virtuales, y en ese momento me sentaré a la sombra de una palabra esdrújula, junto a un punto y coma, bajaré la vista al suelo, y entre mis zapatos, casi confundida con la tierra, me encontraré una llave. La llave. Miraré a uno y otro lado, por si hubiera alguien cerca que pudiera haber perdido esa llave, que no piensen que si me la cojo del suelo es porque quiero quedarme con algo que no es mío. Sé que no habrá nadie, porque después de sesenta mil palabras ya le he dado el esquinazo a todos los policías ceñudos que habitan en la comisaría que se aloja en mi interior, entre el bazo y la cola del páncreas.

Esto es el sprint final, y aunque cayera fulminado por un rayo en este instante, hace días que mi objetivo ha sido cumplido. He escrito cada día durante un mes, y el total rebasa las cincuenta mil palabras. Punto. No existen más condiciones. Solo me queda cerrarlo, y que el cierre no sea lo peor del texto. Tampoco busco fuegos artificiales ni redoble de tambores, como en las sinfonías clásicas. Ya me conoces, yo soy más de Chéjov, aunque sin exagerar eso de los finales abiertos. Una cosa es que la vida continúe, que no se acabe el relato como los cuentos de Poe, con un golpe seco de la tapa del ataúd que se cierra, y otra cosa es que el lector, que no es ninguno, sino yo mismo, al menos de momento, piense que se le ha perdido una página del manuscrito, la que hace que se dispare la pistola que aparecía colgada de un clavo en la pared en el primer párrafo de esta historia. Ya sé que no había ninguna pistola, no la busques, es solo una pistola imaginaria, un consejo de escritura de Chéjov. Es raro porque el consejo parece más de Poe, cuando aconseja que la pistola que aparece en el primer párrafo debe dispararse y matar al protagonista en el último. El universo del relato es cerrado, incluso para los rusos. El lector tiene que decir FIN antes de llegar a leerlo. Y no por aburrimiento, sino por saciedad, porque comprende que la historia está completa, ha terminado, y ya puede regresar a su vida monótona, con la sonrisa triste del que vuelve a casa después de una infidelidad que nunca debería confesar.

Al empezar este proyecto, este escrito, tenía que darle un título provisional al manuscrito. Lo titulé Kale borroka, revuelta callejera en euskera, terrorismo de baja intensidad. Así es como el doctor Blanco llamaba a mis hermanos. Él no conoció a ninguno de ellos, excepto por referencias, las mías. Así que, con los datos que yo le daba, él decidió que los momentos en que nos juntábamos, en vacaciones o en navidades, más que una reunión de hermanos era una kale borroka. El doctor Blanco no era especialmente bromista, y en los siete años que duró el psicoanálisis siempre nos llamamos de usted, él a mí y yo a él. Nunca nos sentimos incómodos llamándonos de usted. Nos respetábamos el uno al otro lo suficiente como para no importarnos el tratamiento, y sí la autopsia de mis sueños, deseos y frustraciones. Yo le dije que necesitaba esnifar una raya de cocaína antes de cada reunión con mis hermanos, para poder soportar la intensidad, para anestesiarme. No era porque los odiara, ni mucho menos, sino porque las reuniones siempre fueron una competición de testosterona, a ver quién mea más lejos, a ver quién la tiene más grande, a ver quién es el último en llorar, en derrumbarse. No queríamos hacernos daño, al menos de manera consciente. Solo queríamos sobrevivir, mostrar a los demás que éramos guerreros curtidos, que nada ni nadie nos podría dañar. Ni siquiera los unos a los otros. Patéticos huérfanos, llorica manteles, aunque nuestros padres estuvieran delante, sentados en el sofá, o presidiendo la mesa del comedor.

La cocaína me anestesiaba la conciencia, me inmunizaba, me añadía una capa de piel gruesa a mi esqueleto desnudo. Los latigazos, los puñetazos, las cuchilladas no me llegaban hasta debajo de la piel, por fin. Yo no sangraba. Tras el psicoanálisis, con una piel nueva, construida con palabras y deconstrucción de sueños, pude dejar la cocaína. Fue hace 20 años. A mediados del 2000. No fue fácil, tuve que pasar casi una semana en la cama aguantando el mono, pero no fue tan terrible como las curas de desintoxicación que tenían que soportar los que de verdad estaban enganchados a la heroína. Yo jamás probé la heroína, ni el LSD. No lo echo de menos. Incluso, al dejar de consumir cocaína, me sobraron tres o cuatro gramos, yo compraba casi al por mayor, me abastecía para varios meses, y le devolví el resto a Ismael, mi camello. No quise que me devolviera el dinero, ni que lo consumiera él, sino que lo tirara, o lo vendiera a otro, eso me daba lo mismo. Yo no lo quería, y ahí terminaba mi necesidad.

 


 

055

EN EL RASTRO de Madrid, a mediados de los 90, me compré un pequeño depósito de metacrilato transparente, al que la gente del oficio, del oficio de esnifar coca, quiero decir, lo llamaba Arturito. Era una broma friqui, porque el aparatito se parecía en miniatura al robot R2D2, de la Guerra de las Galaxias. Ar-tu-di-tu, en inglés. De ahí la broma. Se le giraba una canilla de la parte superior, se le daba la vuelta a Arturito, y con ello se recargaba para un tiro de coca, menos que una raya, quizá una cuarta parte, y al girarlo de nuevo podías meterlo en la nariz, con disimulo, delante de 50 personas. Aspirabas, y nadie se daba cuenta. Solo te habías rascado la nariz con discreción. Hasta podías estar hablando delante de un micrófono y 300 personas, y solo los dueños de otros arturitos se darían cuenta de la operación. Yo nunca conocí a nadie que lo tuviera. Tampoco es que lo fuera enseñando, ni preguntando. Nunca fui un drogadicto social, de los que usan la coca o los porros para socializar, para las fiestas, para compartir la felicidad. Nunca. Yo era de los egoístas, de los que consumían en secreto, sin que nadie lo supiera, sin jamás ofrecer a nadie. A veces lo usaba para escribir, después de echarme una siesta, a media tarde, me despejaba con un tiro de coca. Otras veces para anestesiarme en reuniones familiares, ya lo he dicho. Y algunas también en las clases de la tarde, para no dormirme, para estar más espabilado. Y por último, en las noches de karaoke, cuando salía con los alumnos a cantar y beber en el karaoke del parking de la plaza de Los Mostenses, después de cenar en el Da Nicola. Yo ya sabía que mi máximo eran tres whiskies con hielo, o a veces con cocacola. Pero nunca más de tres. Sabía que el cuarto me podía tumbar en el suelo, cogorza total, cantos a la amistad y al buen rollito, así que nunca pasaba del tercero, y cortaba el comienzo de la borrachera con un tirito de coca. A veces dos. Y si la noche se alargaba, hasta tres. No seguidos, claro, sino espaciados, uno por hora. Como los cubatas. En una ocasión una alumna me lo detectó, no a Arturito, sino la coca. Ella consumía, y conocía bien los efectos.

—Tú tienes coca. Te lo noto. Podías invitar, ¿no?

—¿Coca yo? Tú alucinas. Ni de coña —mentí.

No sé si la convencí o no, pero lo que sí sabía es que no estaba interesado en entrar en el circuito de los consumidores sociales, en los que pasaban la noche buscando su dosis, invitaciones, fiestas, yo conozco a uno que… Me aburría ese mundo antes de conocerlo. Historias del Kronen, de José Ángel Mañas. Pasando. No lo critico, allá cada cual, pero no tengo por qué ser un consumidor como los que otros dicen que debes ser. Como si bebes solo o en pandilla. Allá penas. Cada uno que beba, fume o esnife como le dé la gana. Yo sabía bien lo que quería, y lo que no quería. Así que mi paso por el mundo de las drogas ha sido más bien efímero y utilitarista. Los porros de hachís me mareaban, los de marihuana no me hacían efecto, el LSD ni lo probé. Las pastillas para dormir jamás, las anfetaminas sí, para estudiar, la mitad de las asignaturas de la carrera de Filosofía se las debo a la Centramina, que se compraba en farmacias sin receta. Era muy barata. Baratísima. La Dexedrina no me gustaba, me parecía demasiado suave, me quedaba dormido igual aunque me la tomara. No me hacía efecto. Después del examen, y de la noche en vela estudiando, tenía que acostarme con una especie de bajón, de resaca sin alcohol. Y por la tarde, como nuevo. Eran los años 70. Las anfetaminas se compraban sin receta, pero las píldoras anticonceptivas no. Para eso necesitabas un médico, y de los privados, porque los de la Seguridad Social ni de coña iban a recetar anticonceptivos. ¿Tú estás loco?

Supongo que debería matar a todos mis hermanos, como prometí. La pistola de Chéjov, recuerda. Matarlos en papel, que de verdad ya se ocuparán ellos mismos, o los médicos, aquí no se salva nadie. Ellos sé que no lo harán, nunca han tenido ni el más mínimo interés en el suicidio. Javier, como mucho, dice que si tuviera un botón rojo para desconectarse, junto a la cama, un botón que con solo pulsarlo, de modo automático, sin dolor ni agonía, se quedara muerto al instante, igual que se apaga una bombilla, que entonces sí, que entonces lo apretaría más de una vez. ¿Pero cómo lo vas a apretar más de una vez? ¿Es que acaso uno se puede morir varias veces? No, ¿verdad? Eso solo nos pasa a los diabéticos, con las hipoglucemias. Al resto no. El resto tiene un muerte y punto. Se acabó la fiesta.

Recuerdo que ya los maté a todos un par de veces. En Pacto de sangre, desde luego. Si es un antojo, pues vale, se acercan las navidades con Coronavirus, así que es un buen momento para las orgías de sangre.

A Tito le podía haber estrellado en su avioneta, un día de bruma, dándole golpecitos con el dedo al altímetro que de pronto no funciona, y así, de golpe, saliendo de la nada, aparece la tapia del abrevadero del tío Honorio. Catapún. A Tito le hubiera gustado, y poder contarlo, exagerando. Pero no se puede estar en misa y repicando. No puedes morirte de risa y contar el chiste tú mismo. Bueno, eso sí, pero lo de la tapia no. Pero ahora Tito ya no vuela. No creo que se acuerde siquiera de dónde tiene aparcada la avioneta, ninguna de las dos. Pero lo podemos tirar por un acantilado con su BMW. O pedirle prestada la tapia al tío Honorio otra vez. Pero no. Tito murió cayendo por las escaleras del Auditorio de Santander, como el cochecito del niño de El acorazado Potenkin, después de escuchar la mejor interpretación de la Novena Sinfonía, qué barbaridad, con la Orquesta Filarmónica de Berlín dirigida por Herbert von Karajan, aunque esté muerto hace más de 30 años. Un esfuerzo, qué más te da, Herbert, sacude la batuta, acuérdate de que Tito es mi padrino, es el que me tiene que defender y proteger cuando mis padres se mueran, y ya se han muerto, mecachis. Si no puede ser, pues nada, que se atragante con el hueso de una aceituna. Qué cosa más tonta, morirse así. Uf. No quiero ni pensarlo. Si es que no somos nada, no somos nadie.

A Javier, en escena. Ja, eso quisiera él. O atropellado por un autobús al caerse de la bicicleta. O con el cáncer de próstata inundándole todo el cuerpo. Qué pena, así no. Eso no mola nada. Mejor como Macuquilla, que se quede dormido y no se despierte. Así de fácil.

Coke también hace teatro ahora. Herencia de nuestra madre, que era muy teatrera, ella, de lágrima fácil y manipulación emocional bien aprendida. Sus dos hijas aprendieron bien. Los hijos menos, los hijos aprendimos a no mostrar nada, a callar, a anestesiarnos. Coke se caerá de un árbol, o un árbol se caerá encima de Coke. Las dos valen. También puede recibir un golpe de azadón de un paisano pasiego cabreado porque nunca le dio permiso para construir una choza en el monte.

Nacho morirá por mordedura de una serpiente a las afueras de la Pousada do Taxo, cerca de la playa de Siriú. O de un sartenazo en la cabeza que le dará Vania, por tener la boca cerrada durante tres semanas seguidas. O, lo más probable, que yo he viajado como copiloto en su coche, estrellado contra otro, un kamikaze gemelo a él, pero que venía en dirección contraria, entre Florianópolis y Garopaba, o entre Buenos Aires y Bariloche, aunque él no esquía, pero sus hijos y nietas sí.

Jorge de un infarto. Se lo está ganando. No necesita más que ver una buena pelea de boxeo en televisión, o que su hija le diga que se ha quedado embarazada y no sabe de quién, o que Ana le confiese que tiene un amante que trabaja como auditor de empresas farmacéuticas, o policía de proximidad. También puede ahogarse en el Nilo, pero eso ya lo ha hecho, y desde entonces tiene pesadillas una vez a la semana.

A Gonzalo lo resucito. Y que se case, en terceras nupcias, con una trigueña venezolana de metro ochenta. Zalo era bajito, así que con eso se compensa. ¿Qué otra cosa puedo hacer, si ya está muerto? En la cama del hospital de Valdecilla, el día anterior a que le operaran de corazón abierto, la víspera de su muerte sobre la mesa del quirófano, me pidió que le llevara al hospital una papelina de cocaína. Para entonarse antes de la operación, o para después. No sé. Años antes, cuando vivía en la plaza de la República Dominicana, de vez en cuando él me traía unos gramos de cocaína, él no consumía, ni yo tampoco, pero algunos pacientes o clientes le pagaban con papelinas. Manda huevos. Y yo se las vendía a Hilario Camacho. Se las llevaba a su casa de Chamberí. Hilario decía que era buena. No sé, yo no la probé. Hilario murió en el 2006, Zalo en 1993.

La Nena morirá de cáncer, aunque sé que no quiere. Prefiere otra muerte. Lo sé. Querría morirse como Macuquilla, dormida en su cama, con el desayuno preparado para el día siguiente y la casa recogida. Pero creo que no. Me da que nos va a enterrar a todos, que será la última. Ya sé que tampoco lo quiere. Tal vez se caiga de la moto y se rompa la crisma contra el asfalto. O quizá se tome el cianuro que le preparó su amigo químico catalán, harta ya de las migrañas y de sus hijos garrapatas.

Enrique, ese soy yo, lo tiene más claro que el agua: 25 gramos de Nitrito de sodio, con un poco de metoclopramida y diazepam un poco antes. Si no, Fentanil, Valium, Amitriptilina, aunque por encima de todos ellos en pentobarbital, ya lo he dicho. Y si no, como último recurso, helio, nitrógeno, tubos de escape, y night night. No tengo vidas suficientes para probarlos todos. Ninguno me parece genial, pero bueno, morirse nunca es fácil. El que diga que quiere la píldora mágica, que sepa que no existe. Se necesita mucho investigación y recursos mentales, económicos y hasta físicos para llegar a una buena muerte. Hay que trabajársela. ¿Por qué crees que soy miembro de Derecho a Morir Dignamente y del foro de Sanctioned Suicide desde hace años?

A Jaime, angelito, medio metro, tan necesitado siempre de compañía, tan a disgusto consigo mismo, el otro miembro de la sociedad en comandita que fundamos en Caracas, cuando compartíamos cuarto, morirá de viejo, aunque no tan viejo. Pongamos que con 83 años. ¿Ochenta y tres años, y no tan viejo? Bueno, ya se sabe, los viejos nunca dicen que son viejos. De muerte natural, parada cardiorespiratoria. Pues estaba hecho un claval, dirán de él. Yo no lo diré, vive Dios, porque yo ya habré muerto diez años antes. De viejo, con perdón. Mi tía Pilar, con noventa años, cuando la llamaban “señora”, ella, muy ofendida, respondía siempre.

—Señorita, oiga. Que aún estoy soltera.

Y Peancha, la última, no sé bien. Quizá de dolor. De tristeza por sentirse abandonada. Quizá viva mucho, y ojalá que sea feliz. A los nietos los verá poco, y Basilio estará siempre a su lado, aún después de muerto. Puede que Peancha se muera atragantada con una espina de pescado, pobre, con lo cuidadosa que es ella siempre con las cosas de la comida. O un cáncer de cerebro. No son migrañas, pero tantos años enganchada a la codeína le provocaron daños irreversibles.

Para todos ellos, y como resumen, parada cardiorrespiratoria. Nos ha jodido. A ver quién sigue vivo después de que se le pare el corazón y deje de respirar. Los médicos son estupendos, buscan palabrotas cojonudas para decir simplezas y obviedades. Todas las simplezas son obvias, y las obviedades simples. Lo anoto para ahorrarte la crítica del texto, al menos en estas dos líneas.

Bueno, todos muertos no, que a Zalo lo resucito para que pueda escribir la historia. La pena es que no sabía escribir, ya lo he dicho antes, pero era el más alegre, el único que sabía cocinar, y el que le sacaba más placer a la vida. Era nuestro condenado a muerte, y él lo sabía, así que tuvo que darse prisa en vivir, en dar la vuelta al mundo, en desobedecer. Y en morirse pronto, qué remedio, lo tenía escrito en la frente desde el momento de nacer, con ese corazón desvencijado.

Y ahora me voy a cenar, que me lo he ganado.



056

Y COMO ES el último día de noviembre, el último día del NaNoWriMo, se supone que debería hacer una fiesta, un guateque. Ya he matado a todos mis hermanos, y a mí mismo. Tendría que matar a mi hijo Elías y a mis nietos, para dejar así todo bien recogido, pero es que me da un poco de pereza. Les queda mucho tiempo por delante, y espero que lo hagan mejor que yo. Bueno, si no lo hacen mejor, que eso siempre es subjetivo, que lo hagan distinto y que sean felices. Y que me perdonen si no les hice mucho caso cuando me tocaba. Soy de una generación antigua, de dinosaurios, que daba un empujón a los hijos para que se independizaran en el momento que les empezaba a salir pelo en los huevos. He creído, y seguro que hay tantos que piensan como yo como gente que piensa lo contrario, que a los hijos se les educa con el ejemplo, más que con las palabras. Y no solo a los hijos. Cuando daba clase a los niños de EGB, y había momentos en que se quedaban milagrosamente todos en silencio, dibujando, o haciendo alguna tarea que les hubiera mandado, con movimientos lentos, para no sobresaltarlos ni despistarlos, sacaba de debajo de la mesa un libro, el que estuviera leyendo en esos momentos, y me ponía a leer, sin disimulo. A veces, si el libro tenía toques de humor, se me escapaba una risita ahogada. Y no pasaban nunca más de cinco minutos antes de que alguno de mis alumnos o alumnas reptara hasta mi mesa, y que se quedara mirando con ojos grandes, asombrados. Yo hacía como que no lo veía. Al final me preguntaba:

—¿Qué estás leyendo?

—Ah, nada. Un libro. Una novela.

—¿Es divertido?

—Sí. A veces es divertido. ¿Ya has terminado la tarea?

—¿Luego me lo prestas?

—Vale. Ahora vuelve a tu sitio, anda.

El libro desaparecía de mi mesa poco después. Yo ya lo sabía. Lo suponía. Pasaba siempre. Después lo encontraba encima de algún pupitre de mis alumnos. No querían llevárselo a casa, solo querían curiosear, así que yo aprovechaba para leer libros que a ellos les podían interesar, igual que a mí. Ese era uno de mis métodos preferidos de animación a la lectura. Y cada vez que he dado un curso a profesores o maestros sobre métodos de animación a la lectura, mi primer consejo es lee. El profesor que no lee, el padre que no lee, muy difícilmente va a convencer o conseguir que sus hijos o alumnos lean. El placer de la lectura se trasmite por contagio, no por imposiciones. Como casi todo. El placer de cocinar, de dibujar, de escribir, de cantar, de viajar, de vivir. No es que no se pueda hacer sin tener modelos previos en la escuela, en la familia, o al menos en el barrio, pero es más difícil.

Así que, regresando a lo que estaba diciendo (vaya dos gerundios seguidos horrorosos), intenté inculcar la libertad siendo libre, la independencia independizándome, la lectura leyendo, y el valor combatiendo (no con armas de metal, claro, sino con las de papel). Es lo que he querido hacer, es lo que he hecho, para bien y para mal. Pero hay tantas cosas que no he sabido hacer, que alucino. Elías aprendió de muchas fuentes, menos mal, y mis nietos beberán de muchas otras, eso espero.

Yo que me quedo aquí, con Bea, planeando los próximos viajes para finales del 2021, porque ahora no nos dejan salir. Encerrados por el coronavirus, como todos, aunque yo me escapo entre las líneas de la escritura, y viajo en el tiempo y el espacio. El viajero inmóvil, decía Neruda. Nos iremos en barco a Martinica. Y luego a Venecia, Atenas, Chipre, Dubai. Siempre hay lugares por conocer, playas donde bañarse, comidas que saborear. Y siempre tendré de qué escribir, unas veces mirando hacia afuera, al mundo que me rodea, y otras veces mirando hacia adentro, garganta abajo, hasta llegar a las entrañas, el corazón y la inmundicia.

No sé cómo empezar el mes de diciembre. Podría continuar escribiendo como lo vengo haciendo desde hace 30 días, sin plan ni brújula, guiándome por el olfato, las ganas, el azar. Pretender que mañana es 31 de noviembre, y 32 el día siguiente, y 33, y así hasta el día 427 de noviembre, o el 3728. Esa sería una solución, y no creo que sea la peor. Qué más da que los días tengan uno u otro nombre. ¿Por qué no morir el 3728 de noviembre del año 2020? Javier lleva más de 25 años quitándose años. Se paró en los 49, dijo que ya no cumplía más, y ahí sigue, aunque el calendario diga que ya tiene 75. Yo podría continuar el NaNoWriMo diez años más, hasta llegar a seis millones de palabras. Más de 100 libros. Eso ya no es un grifo roto, sino más bien uno de esos cuadros de los restaurantes chinos con luz detrás y una cascada de agua infinita. Yo sería el gato dorado de la suerte, con el brazo moviéndose arriba y abajo sin descanso, hasta que la pila se agote, hasta que la muerte me detenga.

También podría estrenar nuevos proyectos. Una novela cada mes, al menos durante un año. Aunque sean malas, eso no importa. Haz ejercicio, entrénate, camina, aunque sea a la pata coja. Cuantas menos expectativas tenga, mejor. Cuanta menos ambición, cuanta menos pretensión, más posibilidades de que el proyecto se realice. Es como cuando Bea y yo empezamos a salir, pero sin pretenderlo.

—Oye, tú no te vayas a enamorar de mí, ¿vale? A ver si la vamos a joder.

—No, no. Ni de coña. Yo contigo no quiero nada. Ni somos novios, ni pareja, ni nada de nada.

—Vale. Así, sí. Estamos de acuerdo. ¿Seguro?

—Segurísimo. Yo no me meto en una nueva relación ni a punta de pistola. Que no quiero nada contigo, vaya. No te lo tomes a mal, ¿eh? Mira que me caes muy bien.

—Qué peso me quitas de encima. Ahora por lo menos ya tenemos las cosas claras.

—Clarísimas.

—¿Quedamos mañana?

—Vale. Por mí, bien.

—Genial, entonces. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

—Oye, espera, estoy pensando…

—¿Qué?

—Bueno, es un poco tarde, ¿no?

—Uf, sí. ¿Por qué?

—Pues… ¿Por qué no te quedas a dormir?

—No sé. ¿Tú crees?

—Pues claro. Sin compromiso, claro.

—Bueno, vale. Pues me quedo.

—Perfecto. Vamos a la cama.

—Vamos.

Y así pasaron 20 años.

Y los que faltan.


 


(Continuará)

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