martes, 11 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Segunda parte: Kale borroka (de 031 a 033)

Los esqueletos  (continuación)  

Segunda parte: Kale borroka (de 031 a 033)


031

SER UN POCO gris, ni del todo bueno ni del todo malo, ni del todo listo ni del todo tonto, es lo normal. Es lo que nos toca, lo que deberíamos aceptar y disfrutar. Nunca del todo, claro, hay que seguir con las eternas medias tintas. El más listo solo puede ser uno, de entre los siete mil millones de habitantes del planeta. Y el más tonto, en el otro extremo, solo puede ser otro. Juraría que son hermanos gemelos. Los demás nos amontonamos por las medianías infinitas, navegamos por la inmensidad innumerable, felices de no tener esas certezas abrumadoras que tienen que soportar el más tonto y el más listo.

Alguna vez les he dicho a mis alumnos, mientras me lo decía a mí mismo, que nadie puede escribir la novela perfecta, definitiva, total. Afortunadamente. Porque eso sería un sinónimo de la muerte de la escritura, su aniquilación. Los escritores tendríamos que cambiar de oficio, o suicidarnos. ¿Para qué escribir otra novela más, si ya tenemos la perfecta? Todas las demás sobran. A la hoguera. Y lo que se aplica a la novela, se aplica a la vida. ¿Para qué buscar el camino personal, vivir la propia vida, si ya sabemos que hay una vida así y así que es la perfecta? El Listo, quién si no, ha descubierto la Vida Perfecta. Solo tenemos que seguir la ruta, sin desviarnos, y llegaremos al nirvana, a la perfección. Lo sé porque lo he leído en el Periódico. ¿Qué periódico? ¿Cómo que qué periódico? El Periódico, el único. ¿Para qué quieres varios, si ya hay uno que es perfecto? El director es el Listo, ¿quién si no?

La perfección es una mentira descomunal, un engañabobos para tenernos sometidos. Y gracias a su ausencia, recuerda que su presencia es sinónimo de extinción, nos podemos insultar y maltratar los unos a los otros por torpes, por mediocres, por defectuosos. No somos perfectos, así que somos prescindibles, torturables, asesinables. Mira, dos palabras que me acabo de inventar. Torturable: Persona o animal que adquiere la propiedad de poder ser objeto de tortura.

Y una vez que se abre la puerta a la mediocridad, a la pluralidad, ya no necesitaremos ser nuestro padre, ni nuestra madre, ni nuestro hermano mayor. Si ya no es necesario ser el Number One, si no es obligatorio escribir La Gran Novela, si podemos cocinar un pollo al curry sin que sea el mejor pollo al curry del mundo, si podemos vivir nuestra vida sin necesidad de vivir La Vida Perfecta, entonces estaremos salvados. La fiesta empieza aquí, nunca es tarde. Quiero bailar rock and roll toda la noche hasta que salga el sol. Bailando, me paso el día bailando, y los vecinos mientras tanto no paran de molestar. Dubi dubi du, dubi dubi da.

De pronto he sentido una liberación, qué tontería, ¿no? Como cuando un niño, asombrado por no poder creer la suerte que tiene, dice: ¿De verdad que puedo salir a jugar? Algo así. ¿De verdad que puedo escribir lo que me dé la gana, y no importa, no me van a suspender, no me van a regañar? Jo, qué suerte, pues empiezo: Caca, culo, pis. Recuerdo uno de los poemas que más me han hecho reír, no sé de quién es, pertenece al mundo de los chistes, de autores anónimos. Decía así:

Las rosas son rojas.

El mar es azul.

No sé rimar.

Tu madre es una puta.

Almendras.

Y después de “almendras”, la carcajada. No lo escribí yo, ya me hubiera gustado. Para gustos, los colores, y a mí este poema, o micro-meta-poema, me fascina. Sé que nunca saldrá en las antologías de la poesía, ni de la crítica, y de la deconstrucción, porque es un tiro en la frente a todas esas bellas artes, pero lo prefiero con mucho al “Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón sus nidos a colgar”. Que sí, que es otro siglo, lo sé, que no se pueden comparar en frío textos separados más de cien años entre sí, a no ser que sea para establecer analogías o cronologías, de acuerdo, pero ahí lo dejo. El que quiera coger peces, que moje el culo.

 


 

032

Salí de la universidad antes de lo previsto, antes de lo previsible. No es que me echaran, que no me echaron, sino que no podía pagarla, y no porque fuera cara, que en 1975 y con el carnet de Familia Numerosa de Honor, al ser diez hermanos, la matrícula en una facultad de Letras era poco menos que gratis. Las tasas, y creo que ni eso. Hasta tenía descuento en el autobús F, el que iba de Cuatro Caminos al Paraninfo, o de Moncloa a Filosofía B. Sin problemas ahí, pero lo que no podía pagar era el alquiler de una casa, de un piso. De golpe había sido expulsado del Paraíso familiar. “La última paga, la de principios de septiembre, fue la última”, me dijo mi padre en el saloncito de la calle Teruel, donde compartía piso con Jorge. Y yo ni siquiera protesté. Me pareció lógico. Yo ya tenía 20 años, y aunque fuera menor de edad en esa época, con Franco aún agonizando en El Pardo, y Carrero Blanco convertido en meteorito dos años antes, en la calle Claudio Coello, así que independizarme a golpe de decreto paternal no me parecía una barbaridad. Yo no colaboraba, y sostenía que mi relación con Deme no era negociable, no iba a dejar de estar con ella, ni tampoco iba a casarme. Ni tan siquiera iba a decir que me había casado, aunque no me casara, solo decirlo, para que los amigos de mis padres, los marcianos, si preguntaban, les pudiera decir que Enrique se casó, casi en secreto, sin invitados, ya sabes cómo son los chicos ahora, que hacen las cosas a su manera.

—¿Qué le digo yo a Paco Arredondo si me pregunta que qué es Deme de Enrique? ¿Le digo que es una amiga?

—Vale. Deme es mi amiga. Mi mejor amiga. Me parece bien.

—Ya, pero es que parece que es más que una amiga —me contestará Paco—. Si no están casados, entonces eso debe de ser un ayuntamiento, un concubinato.

A mí me dio la risa. Lo siento por mi padre, al que le tuve siempre mucho respeto, pero creo que en que en aquel momento lo debió pasar mal en esa conversación de hombre a hombre.

—Ayuntamientos democráticos —le dije. Era el grito que se oía cada día en la calle.

Se quedó callado. Me dio pena. Aún lo recuerdo. Recuerdo que me dio pena. Yo tenía 20 años, la sangre me bullía como a Serrat en “Ara que tinc vint anys, ara que encara tinc força, que no tinc l'ànima morta, i em sento bullir la sang”; y él tenía 55 años, muchos menos de los que tengo yo ahora mismo, cuando escribo. Es un absurdo. Recuerdo que en aquel momento seguí:

—Yo no tengo problemas para decirle a mis amigos que Deme es mi amiga, mi novia, mi mujer, mi amante, mi concubina y mi ayuntamiento, y que ni estamos casados ni nos casaremos nunca. A ellos no les importa, y a mí tampoco —le dije. Y era verdad.

Luego dije algo que durante mucho tiempo me arrepentí de haber dicho, y no porque mi paga semanal, el único ingreso que tenía para vivir, fuera a desaparecer, por raro que parezca ni se me pasó por la cabeza que eso fuera a ser un problema alguna vez, sino porque creo que fui cruel y soberbio en la siguiente parrafada que le solté:

—Pero si tú necesitas decirle a tus amigos, a Paco Arredondo, a los Laorden, a los Del Pozo, a los Sánchez Vega, que Deme y yo estamos casados, que no vivimos en pecado, y que escogimos una ceremonia íntima, privada, como hacen estos chicos modernos de hoy en día, puedes hacerlo. Te prometo que nunca lo voy a desmentir delante de ellos, entre otras cosas porque hace ya tantos años que no los veo a ninguno de ellos, desde que era niño, que no los reconocería ni aunque estuvieran sentados delante de mí en un restaurante.

Supongo que fue una humillación para mi padre, que su hijo de apenas 20 años tuviera la frente tan alta, con el orgullo y la soberbia tan insobornables, tan insoportables.

—Bueno, pues ya está. Ya lo he dicho —dijo, con voz nerviosa, devorado por las dudas.

Se levantó, nos dimos un beso de despedida y salió del pequeño apartamento de Cuatro Caminos de regreso a casa.

Él cumplió su promesa, y juro que yo jamás se lo reproché. De verdad que ni siquiera lo pensé. En algunas ocasiones me pareció que, de modo comparativo, conmigo habían sido más severos que con Jorge, o Zalo, o cualquiera de mis hermanos mayores. Ninguno había sido desheredado en vida a los 20 años, a ninguno se le negó la manutención, aunque llegaran a los 30 años comiendo la sopa boba. Y lo curioso es que yo no sentía envidia de ellos, de sus privilegios, de su paraguas. Al contrario, me parecía que no habían sabido independizarse de nuestros padres, no sabían vivir su vida sin ir cogidos de la mano, sin la teta nutricia de mamá cerca de sus labios. No era exactamente un sentido de superioridad lo que yo sentía con respecto a ellos, sino una especie de compasión, de lástima por lo que pensé que se estaban perdiendo al seguir aferrados al cordón umbilical de nuestros padres: la libertad total, la autonomía, la independencia personal. Lo sigo pensando, aunque no con la ferocidad y la nitidez de entonces. Ahora creo que perdieron algo, y que ganaron otras cosas. Y sé también que yo gané mucho, y también que perdí mucho, y no digo la parte económica, que me sigue pareciendo que es la de menor importancia, sino con respecto a los afectos, a la distancia, a la confrontación con ellos, tan distintos a mí, y por ello tan necesaria para no convertirme en un talibán, en un burro con orejeras, en un autoconvencido de mis propias verdades y mentiras. Hubiera necesitado seguir profundizando en los miedos de mis padres, y enfrentarlos a los míos. Desnudar sus mentiras, y descubrir que no eran tan distintas a las mías.

En aquellos momentos, 1975, yo no sabía lo que mi padre callaba su gran secreto. Ni siquiera lo imaginaba. Lo supe muchos años después, cuando se le escapó de la boca, a los 80 años, mientras merendábamos en la casa de Santander, en la calle Luis Martínez. Hablábamos de sus padres, nuestros abuelos, antes de la guerra. Del primer marido de su madre, el padre de su hermanastro Luis Calero. Tratábamos de encajar fechas, sin mala intención, soñando e imaginando a los abuelos que no habíamos conocido ninguno, cuando de pronto Nacho preguntó:

—Pero, entonces, ¿en qué año murió el primer marido de Belamen, tu madre?

—No lo sé. No me acuerdo. Yo era muy pequeño —dijo mi padre.

Y nos quedamos todos con la taza de café suspendida en el aire, callados de modo fulminante. Mi madre tosió y se revolvió en la silla. Ella también se había dado cuenta. Las cuentas no cuadraban. No habían cuadrado nunca. Ella lo sabía, lo supo siempre. Mi padre nació en 1917, y puede que fuera muy niño a principios de los años 20, no ya en la década de 1930, con la República. Así que cuando nació mi padre, sea como sea, se cuente como se cuente, su madre estaba casada con otro. Fue un hijo ilegítimo. Hijo del amor, se decía antes. Su madre se fugó a Melilla con su padre, y dejó a su marido en la península. Y vivió con su amante hasta que su marido legal murió, y entonces ya pudo casarse con nuestro abuelo, el padre de mi padre.

Una infancia de niño ilegal, nacido del adulterio, en la década de los años 20 del siglo pasado, y una adolescencia en la década de los 30, con la República durante apenas tres años, y luego Franco, inflexible, que llegó a quitarle el apellido de su padre y obligarle a llevar el del primer marido de su madre, porque cuando él nació, Belamen aún estaba casada con Calero. La partida de nacimiento que mostraba la bastardía de mi padre estuvo escondida bajo llave en el cajón de su mesilla durante más de siete décadas. Soy el hijo de un bastardo, y hago bien en estar orgulloso de mi origen, de mi abuela adúltera y de mi abuelo insumiso y anticlerical.

Mi padre fue un hijo ilegítimo a principios el siglo XX. Imposible de ocultar, imposible de disimular. ¿Cuántos insultos y humillaciones tuvo que soportar a lo largo de su infancia? ¿Y en el Instituto de la calle San Bernardo? ¿Era por eso por lo que su padre, jubilado con mucha anterioridad a la fecha que le correspondía, iba a buscarlo cada tarde, para acompañarlo a casa, cerca de la plaza de Ópera? ¿Me estaba tratando de proteger a mí, cincuenta años después, para que no viviera el infierno que él había vivido? ¿Por eso quería que me casara, que no viviera en pecado? ¿Estaba intentando proteger a mi hijo Elías, que ni siquiera había nacido, y que todavía tardaría cinco años en nacer? ¿Aún tenía las cicatrices de los insultos y los escupitajos de los compañeros abusones en la cara? ¿Cómo no prevenirme de un posible infierno?

Pero cuando Elías cumplió 15 años, veinte años después de la escena anterior, mis padres un día vinieron a verme a casa, la de la Plaza del Dos de Mayo de Madrid. Les puse un café y galletas. Les regalé mis primeros libros publicados. Los llené de besos y abrazos, y los abrigué bien con las bufandas antes de que salieran de nuevo a la calle. Estaban viejitos ya, y de verdad que no había nada de resquemor contra ellos. Yo había conseguido levantar mi vida a partir de los 20, sin su ayuda pero bajo su mirada atenta, constante, y la ayuda de todos mis hermanos, sin excepción. No tenía deudas pendientes. Pero mi padre creyó que sí. Él sí tenía una deuda consigo mismo, y me hizo llorar, por primera vez en muchos años. Ya en el portal, remoloneando, encontró las fuerzas para decirme:

—¿Te acuerdas de que dejamos de ayudarte, de pagarte los estudios, de mantenerte hace ya muchos años, cuando empezaste a salir con Deme? Mucho antes de que naciera Elías, claro.

—Sí, claro. Me acuerdo —dije.

—Pues me equivoqué. Nos equivocamos. No debimos hacerlo. Me arrepiento de eso, y quiero que lo sepas. Necesito que me perdones —me dijo mi padre, indefenso.

—Eso está olvidado. No tienes que pedirme perdón. Hiciste lo que pensaste que era mejor para mí. Sé que no fue para hacerme daño. No necesito perdonarte, porque no hiciste nada que necesite perdón. Cada uno hace lo que puede, con lo que tiene y con lo que sabe. Tú tampoco sabías cómo me iba a ir a mí. Me desperté, crecí y fui feliz. Dame un abrazo.

 

 


033

NO SÉ CUÁNTA violencia interna sufrió mi padre al decirme, a mis 20 años, que no contara con su apoyo. Él se había quedado huérfano a los 18 años, a punto de cumplir los 19, el 17 de julio de 1936. El día anterior al comienzo de la Guerra Civil, por eso lo recuerdo, lo contó mil veces. Su padre fue a Correos a poner un telegrama de pésame a su prima hermana Olimpia, de Garachico, Tenerife, donde yo vivo ahora, casi cien años más tarde. En la cola de la oficina de correos, con el telegrama en la mano, le dio un infarto al corazón y se murió al instante. Franco, en ese momento, volaba de Tenerife a Madrid para iniciar una guerra de tres años que dejaría un millón de muertos, la décima parte de la población española, una juventud arrasada, descuartizada, enterrada en las cunetas de todas las carreteras. Mi abuelo murió cuando mi padre tenía casi 19 años, le faltaban 15 días para su cumpleaños, y a mí me exiliaba de su paraguas cuando yo tenía 20 años. ¿No tuvo un calambre en el estómago? ¿No se vio a sí mismo reflejado en mí, no vio a un huérfano duplicado? ¿No se acordó del abandono de su propio padre, de cómo ya nunca más podría volver a contar con él? Creo que no. Pudo haberlo pensado, y tal vez por allá abajo, en el inconsciente, se vio a sí mismo huérfano, a las puertas de una guerra que Franco empezaba en aquellos momentos. Yo, por mi parte, sin saberlo tampoco, estaba punto de enterrar a Franco, el mismo Franco que nacía a la guerra mientras mi abuelo moría, que sustituyó a mi abuelo, al padre de mi padre, que hizo de padre inflexible de todos los españoles durante cuarenta años. Franco, el padre cabrón, el padre abusador, el padre nacional que torturó y anuló la libertad de todos los españoles, estaba muriendo en esos momentos, en 1975, le quedaban apenas dos meses de vida, cuando mi padre me rechazó, me echó de casa, me quitó el pan de la boca. ¿Mi padre se identificó con Franco entonces? ¿Imitó sus gestos, su comportamiento? ¿Decidió lanzar a su propio hijo a una nueva guerra, la guerra por la supervivencia, mientras me quitaba el pan y las armas necesarias para enfrentarme a ella? Visto así parecería una crueldad, una maldad terrible, un filicidio. ¿Quién puede matar a su propio hijo? Mi padre no. Nunca. Antes habría entregado su vida.

No quiso hacerme daño, no quiso dañarme. Al contrario: quiso protegerme. Eso quería. Los fantasmas de su infancia de hijo ilegítimo, acosado por las leyes y las normas, apedreado por los dueños de la moral reinante, no tuvo más remedio que amenazarme con la expulsión del Paraíso, pero no para dañarme, no para castigarme, sino para forzarme a regresar al camino correcto, para torcer mi voluntad y regresarme al redil, a la seguridad, al pesebre de casa, al paraguas de la familia. Pensó que no podría sobrevivir en ese mundo agreste y ajeno, ese mundo violento que amenazaba una nueva guerra en el momento de morir Franco, una guerra que yo no podía ganar, que yo no podría resistir. Pensó que volvería, que pediría perdón y agachando la cabeza volvería a la mesa familiar, al rebaño familiar. No recordaba que él mismo me había traído de Francia, como regalo por mi 19 cumpleaños, por favor, por favor, eso es lo único que quiero como regalo, de verdad, es lo que más quiero, lo que más necesito, jamás me podrás hacer un regalo mejor que ese, el Romancero de la Guerra Civil española, editado por Ruedo Ibérico en Francia. Allí encontré los versos de Miguel Hernández que fueron un mantra, una guía para mi futuro:

Nunca medraron los bueyes

en los páramos de España.

¿Quién ha puesto al huracán

jamás ni yugos ni trabas,

ni quién al rayo detuvo

prisionero en una jaula?

Los bueyes doblan la frente,

imponentemente mansa,

delante de los castigos:

los leones la levantan.

Pude con ello. Me ayudaron mis hermanos, y mis amigos. With a little help from my friends. Pero sobre todo fue mi cabezonería. Mi padre me quitó la paga. Pero ni él ni yo sabíamos que lo que estábamos quitando de verdad era otra cosa, era mucho más, era más doloroso: los afectos, el contacto, los abrazos. La comida la encontré por muchos sitios, fue divertido, incluso. El juego de la supervivencia, el juego de no necesitar tu ayuda. Una vez Deme y yo compramos tres kilos de hígado de cerdo en una carnicería porque estaba baratísimo. Una ganga. Comimos hígado encebollado durante dos semanas. No nos importó. ¿Cómo viajar sin dinero de Barcelona a Madrid, ida y vuelta, para seguir examinándonos de las asignaturas que nos faltaban para terminar la carrera de Literatura? Pues haciendo autostop. Decenas de viajes en autostop, a la salida de las gasolineras, en las largas rectas a la salida de los pueblos, con una cartulina rotulada: A Zaragoza. A Madrid. A Zaragoza. A Barcelona. El autostop no existe ya, hace décadas que desapareció, pero de 1975 a 1980 Deme y yo hicimos miles de kilómetros en autostop, en camiones, en coches, en furgonetas, y hasta en moto. Casi siempre juntos, pero algunas veces por separado, qué remedio. Deme siempre llegaba antes, a ella la cogían con más facilidad que a mí, ella era guapa, y yo barbudo. Ella corría más peligro sola, también lo sabíamos los dos, pero en ocasiones tuvimos que arriesgarnos. Es un mundo que desapareció, que ya no existe, y aunque era un mundo violento, al mismo tiempo era solidario, infantil, generoso. Debería darme a mí mismo tres collejas por cada vez que ponga tres adjetivos seguidos, por Dios, mira que te lo tengo dicho: no abuses de los adjetivos. Con uno basta, y la mayor parte de las veces, ni uno. El sustantivo debe ir mondo y lirondo, desnudo, afilado y mortal. Ya lo has vuelto a hacer, tonto del haba. No sé qué hacer contigo, la verdad.

Deme incluso tenía una beca de estudios para la universidad. Eran también familia numerosa, y su padre trabajado de oficial de tercera en Marconi. Nunca vimos el dinero. Se lo ingresaban en la cuenta de su padre, y nunca se nos ocurrió pedirle nada. Era impensable. Ellos también lo necesitaban, Deme tenía muchos hermanos pequeños, no íbamos a tocar ni un céntimo. Antes nos hubiéramos cortado la mano.

Los bueyes mueren vestidos

de humildad y olor de cuadra:

las águilas, los leones

y los toros de arrogancia.

No sentíamos arrogancia entonces, lo juro. No nos creímos mejores que nadie. No lo éramos. Pero ahora, al mirar hacia atrás, tengo que reconocer que me siento orgulloso de aquella lucha, de aquel amanecer.

No sé qué habría hecho yo en el lugar de mi padre, si las tornas estuvieran cambiadas. ¿Habría hecho lo mismo? Imposible saberlo. No soy mejor que él, de eso estoy seguro. Es posible que sea tan parecido a él, que solo de pensarlo me da miedo. Todos decíamos que el preferido de mi madre era Coke. El que estaba destinado a ser cura. El santo. El que nos iba a enchufar en el cielo, una vez muertos todos. Aún estamos a tiempo, no hay que perder las esperanzas. Pero cuando le preguntábamos a mi madre, o nos preguntábamos entre nosotros, que cuál era el preferido de nuestro padre, nos quedábamos con la duda. No estaba claro. No nos prefería a ninguno. Nos ignoraba a todos por igual. Éramos todos unos desconocimos, ruido de fondo. Pero, luego, por lo bajini, alguno, o mi madre, decía:

—Enrique. Él es el preferido.

Y yo miraba perplejo.

—No me jodas. ¿En serio?

Y Nacho decía:

—Sí. Tú te colabas a gatas en el despacho desde los dos años, en Goya 118. Te metías debajo de su mesa, y te quedabas dormido allí, a sus pies, y él no te echaba.

—Sería porque no se había dado cuenta de que estaba allí —protestaba yo.

—¿Que no se daba cuenta? Tú eres tonto. Anda, vete por ahí —y me daban una colleja. Qué menos.

¿Algo que te sucede en la infancia, en la juventud, condiciona lo que eres y lo que haces cuando ya tienes 55 años? Todos los psicólogos dicen que sí. Ninguno lo duda. No es que estemos predestinados, que tengamos que ser asesinos o borrachos porque nos quitaron la teta demasiado pronto, pero hay una influencia, una tendencia, un imán que nos lleva hacia allí. No es la única influencia, claro está. También está nuestra voluntad, nuestra soberbia, nuestros genes, nuestros amigos, nuestras lecturas, nuestras novias, nuestros accidentes, nuestros triunfos y fracasos. Yo soy yo y mis circunstancias, que decía Ortega y Gasset. Cómo le gustaba Ortega a mi padre. Lo adoraba. Todos sus libros de tapas amarillas editados por El Arquero. Ortega y Spinoza. Los únicos libros que no eran de hormigón armado o pretensado dentro de su biblioteca, en el despacho. Y un ejemplar de Platero y yo también. Pero lo de Ortega era tan persistente que llegué a memorizar alguna de sus frases más recurrentes en las discusiones con mi padre. Cuando se sentía acorralado, y yo le mostraba analogías que desmentían sus afirmaciones, él decía: Todo pensamiento desviado de la ruta mental que a él conduce, isleño y abrupto, es una abstracción en el peor sentido de la palabra, y como tal, ininteligible. Que yo haya memorizado esa frase, que aún la recuerde, no es anecdótico. No pertenece al azar de la memoria. Ese era el espejo que mi padre colocaba delante de mí, para que me mirara en él. Ahora, por las mañanas, cuando me miro en el espejo, lo veo. Está ahí. Se afeita conmigo. Se cepilla los dientes frente a mí. Se toca la papada, preocupado, y se echa un poco de linimento Sloan, o Floïd, para después del afeitado, pero con otro nombre.

Mi padre está muerto. Lo incineramos hace doce años, y lo metimos en un nicho junto a mi madre en el cementerio de Santander. Se equivocó una vez, creo que se equivocó, pero yo lo echo de menos. No puedo acusarlo, no puedo regañarle, no tuvo la culpa. Me pidió perdón, y ahora está muerto. No buscaba el perdón por los abrazos que nunca me dio, él no sabía darlos, también era huérfano, nunca aprendió, nadie se lo enseñó, porque su padre se murió demasiado pronto, demasiado pronto, siempre es demasiado pronto, y lo dejó sin el escudo de los abrazos necesarios, alexitímico, como todos nosotros, como todos sus hijos, mis hermanos y hermanas, que nunca aprendimos a manejar ni manifestar nuestras emociones. Desheredados de los besos de nuestro padre ausente, de nuestro padre de labios de hormigón, de cemento armado. Huérfanos de padre mucho antes de que él muriera, huérfanos de padre desde antes de nacer cualquiera de nosotros. Huérfanos todos nosotros, mucho antes de ser concebidos, desde 1936, desde que nuestro padre se quedó huérfano a los 19 años, antes de la Guerra Civil y de los bombardeos en los que conoció a nuestra madre.

Por cierto, se me olvidó contar que terminé de leer la novela Gambito de Dama, y que mis temores se hicieron realidad: la protagonista, Beth Harmon, deja las drogas y el alcohol, gana todos los torneos, vence al ruso Borgov sabelotodo en Moscú, recupera a todos sus amigos, se reencuentra con su novio y con su amiga de la infancia, y todo le sale a pedir de boca. Bingo. La vida no es así, por supuesto que no, pero después de terminar una historia así uno ya se puede ir a cenar con la conciencia tranquila, sin preocupaciones, porque la chica huérfana ha triunfado y va a ser feliz a partir de ahora. Todo ha salido bien. Estamos contentos. Cenemos, y con el estómago lleno, la felicidad será completa.

No es mi padre lo que importa. Podría estar hablando de la ruptura con mi primera novia, Maytechu mía. O de la vez en que me enfadé tanto con Elías que empecé a insultarle sin control. O de cuando me sentí traicionado por Marisa, y las piernas no me sostenían. O de cuando protesté tanto ante la encargada de un hotel en Bangkok, que se le saltaron las lágrimas. Yo no me siento orgulloso de todas las cosas que he hecho en mi vida. Y creo que no voy a intentar recordarlas todas ahora, qué agotamiento. Agua pasada no mueve molino, y no sé de qué me va a servir hacer un examen de conciencia y dolor de corazón a estas alturas. El catolicismo y los remordimientos son cancerígenos. No, no he sido un exterminador de los Balcanes. Nunca maté a nadie, excepto en el papel. Nunca humillé a nadie, al menos de modo consciente. Nunca le pegué a nadie. Siempre fui un blandengue, un cobarde sin puños, sin los dos cojones que hay que tener para darse de hostias con otro, para eso vinimos al mundo, para sacudirnos. No, no he sido malo. Ni bueno tampoco. Ni generoso, ni egoísta. Un tipo gris, de los del montón. Un amontonado. Eso le digo a Bea, y ella dice que no, que para nada, que yo soy muy especial, que soy la leche. Y además, guapo. Pero sospecho que Bea es un público cautivo, está comprada, juego en casa, con ventaja. Habrá que preguntarle a Basilio, y verás como la cosa cambia.


(Continuará)

 

 


 


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