jueves, 20 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Tercera parte: La memoria del abeto (de 065 a 069)

Los esqueletos  (continuación)  

Tercera parte: La memoria del abeto (de 065 a 069)



065

ESTÁN LOS HIJOS que no nacieron. Vale, en rigor no están, nunca estuvieron, pero está su ausencia, el vacío de su no existencia. Y están también los que iban a nacer, que ya tenían billete y asiento en el autobús del útero, y se reventaron en el camino: los abortos. Entre Jaime y yo, que nos llevamos dos años y tres meses, cabe un niño muerto. O dos, si son gemelos. O mellizas. ¿Tuvo mi madre un aborto un año después de nacer yo? Si lo hubiera tenido nunca nos lo habría dicho, sería un secreto que se llevó a la tumba, ella y mi padre, al igual que los abortos ilegítimos de mis tías, si los hubo. ¿Cómo habría sido mi infancia si, además de la Nena y Peancha, hubiese tenido otra hermana más, Laura, casi gemela, un poco más pequeña que yo? Haber nacido entre dos hermanas mimosas que me hubiesen amariconado un poquito más. Me habrían hecho hueco para jugar con sus muñecas en lugar de tirachinas, y habrían suavizado con sus flujos vaginales el exceso de testosterona y lefa que corría y resbalaba por los pasillos de la casa. Yo siempre quise ser lesbiana, lo descubrí a los veinte años. Me gustaban las mujeres, y que a mí me acariciaran las mujeres como a otra mujer. Mujer contra mujer, la rebelión de las hormonas. Lástima que Marcelo nunca me gustó, ni Manolito, ni Antonio, ni Morera, ni Luis, ni Mario, ni Fabián. Habríamos hecho locuras en el cuarto oscuro del El Refugio y en la fiesta de la espuma, a calzón quitado.

En Barcelona, y luego en Madrid, desde la muerte de Franco hasta siete años después, Deme y yo compartimos escasez y paro. No llegamos a pasar hambre, eso nunca, pero sí monotonía de pan y patatas. Yo escribía artículos para la revista Exprés Español, que se editaba en Alemania y se distribuía clandestinamente en España. Pagaban poco y tarde, pero pagaban. También daba clases extraescolares dentro del colegio San Felip Neri, en el barrio gótico. No llegaba ni a medio sueldo. Pero Deme tenía más suerte. Pudo trabajar a jornada completa en Correos, durante las navidades, y el Galerías Preciados durante las rebajas de enero y julio. Y más tarde, ya en Madrid, de higienista dental y enfermera en la clínica dental de dos argentinos, Walter y Graciela, en el barrio de la Concepción. Yo conseguí apenas medios trabajos en la Librería Naos de la calle Quintana, poniendo cervezas y copas en el bar de Pipo los fines de semana, organizando encuentros literarios, y redactando y dibujando cartas astrales para mis amigos y sus hijos. Mi sueldo, sumando todo lo que hiciera, nunca llegaba ni para pagar la mitad del alquiler. El grueso de los ingresos venía del trabajo de Deme. Siempre fue así. A nosotros no nos importaba, porque éramos anarquistas, militábamos en Mujeres Libres y en la CNT, y más tarde en la CGT.

En un viaje a Cuenca, en el coche de Manolo Oliveira, el que después me pasó el trabajo de la librería Naos al heredar la editorial Gredos, recogimos a unos argentinos haciendo autostop, Viviana y Claudio. Nosotros íbamos a recoger una moto Lambretta plateada que nos regalaba Tomás, el hermano de Deme. Ellos eran turistas mochileros, y querían visitar el nacimiento del río Cuervo, las casas colgantes de Cuenca, y las piedras de la Ciudad Encantada. Nos hicimos amigos, por supuesto. Con el tiempo Viviana, psicóloga, fue mi primera psicoanalista. No me cobró nada hasta que consiguiera trabajo. Cuando me empezaron a pagar en la librería Naos, empecé a pagar mis sesiones. No fueron muchos meses. Pagaba tan poco por mi análisis que Viviana finalmente se buscó la excusa de que tenía que derivarme a otro psicólogo que no fuera amigo, y que además tuviera más experiencia. Yo no podía pagar, y hasta veinte años más tarde no retomé las sesiones de análisis con el doctor Blanco.

Todo esto tiene que ver, esta larga introducción, donde el factor esencial es el económico, con la dificultad que tuve entonces para conciliar el hecho de ser varón, la masculinidad, con la menor ganancia de dinero. Yo no lo sabía, ni siquiera lo podría haber admitido, pero pasados los años creo que hubo una huella invisible, una herida en la autoestima, al mismo tiempo que una rebelión contra las funciones y estereotipos masculino y femenino impuestos desde generaciones anteriores. Si en el modelo anterior de pareja, él trabajaba y ganaba dinero para mantener el núcleo familiar, mientras ella organizaba la casa, como nuestros padres; en el nuestro las cosas tenían que cambiar, eran distintas, fueron distintas, y nos alegrábamos por ello. Aute cantaba por aquel entonces la división del trabajo que nos habíamos otorgado a nosotros mismos:

 

Nos ocupamos del mar,
y tenemos dividida la tarea:
ella cuida de las olas
yo vigilo la marea.

Es cansado, por eso al llegar la noche
ella descansa a mi lado
y mi voz en su costado.

Todas las cosas tratamos
cada uno según es nuestro talante:
yo lo que tiene importancia,
ella todo lo importante.


La propiedad privada tenía que abolirse. Nadie podía ser rico sin haber robado. Yo dibujaba y vendía carteles de una litografía de la Guerra Civil con un mensaje que decía: El pan no se mendiga: se arranca.




 

066

Éramos insobornables. Éramos indestructibles. Pero también éramos vulnerables, y no lo sabíamos. La propiedad privada no se podía ejercer sobre la propia pareja, sobre la compañera, eso ya sería el colmo. Agustín García Calvo escribía, y Amancio Prada cantaba, aquello de:

 

Libre te quiero,
como arroyo que brinca
de peña en peña.
Pero no mía.
Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera.

 

Y lo llevábamos a su cumplimiento con disciplina de soldados vietnamitas. Hasta que Deme no fue solo mía, ni de ella misma siquiera, sino del azar y las circunstancias. Un amante esporádico en las Ramblas de Barcelona, de los que vendían en una mesita plegable pulseras y abalorios de artesanía indígena, fabricados por él mismo, exiliado porteño. Luego un director de cine chileno, no sé si Patricio Guzmán, algo me suena. Y más tarde un italiano, Paolo, que se hacía pasar por homosexual en un viaje a Tailandia. También un pintor con su hijo, de viaje a Italia con Rosa. Y un adolescente llorón, con bicicleta y casco, escondido bajo la cama. Y un bohemio con chiringuito de playa, en Alicante.

Los primeros fueron los más dolorosos, por la aparición de un dolor incomprensible. ¿Cómo era posible que doliera tanto, que escociera tanto una infidelidad consentida? ¿Acaso no imaginamos incluso intercambios de parejas con Viví y José Antonio, o con Montse y Salva? ¿Acaso no nos habría gustado hacer tríos con Carmen Morente, o Sandra? ¿Por qué dolía tanto aquello que nunca podría llamarse infidelidad, ni engaño? ¿No era verdad entonces eso de que la propiedad privada sobre el cuerpo del otro estaba abolida? ¿Seguía existiendo, y doliendo, por más que quisiéramos negarlo?

Yo no puedo decir que no tratara de curarme las heridas del modo más tradicional: sexo a mansalva, casi siempre insatisfactorio. La jodienda no tiene enmienda. Por más que yo follara con todo lo que se moviera, el dolor no desaparecía. Yo no podía entender, y casi que sigo sin entenderlo, por qué razón Deme me lo tenía que contar, con detalles. Por qué tenía que dejar tantos rastros evidentes de sus amores furtivos.

Solo muchos años después lo supe: en realidad me buscaba a mí, me llamaba, me reclamaba, de esa manera tan rara y torcida que era la de acostarse con otros para luego contármelo. Para que la viera. Para que la descubriera. Para que la echara de menos. El amor y las relaciones son tan retorcidas, tan envenenadas, que es raro que la humanidad no se haya extinguido ya entre sacudidas de pollas y coños.

Al final llegamos a un trato: tuve que prohibirle follar con otros, a no ser que lo hiciera con tal exquisita invisibilidad, que yo nunca me enterara jamás. Ni podía dejar rastros, ni llamarme en un acto fallido con el nombre de otro, como ya había pasado, ni contárselo a quien ella sabía que después me lo contaría a mí, que también había sucedido. Si su objetivo era follar con otros para que yo lo supiera, la fiesta se había acabado. Y además, yo sí que me cepillaría a las que quisiera, y ella no se enteraría. Ojos que no ven, corazón que no siente. Si no era capaz de eso, a tomar por culo, rompíamos la relación y nos separábamos.

Nos separamos varias veces, cinco o seis. Unas veces me fui a vivir a casa de Jorge, en Avenida de América, otras a casa de Asunción Rebés, al otro lado de la M-30. Cuando llegó la definitiva, ya nadie se lo creía, pensaban que era una más. Yo también. ¿Qué habría pasado si se hubiese quedado embarazada una vez más, después de separados? Habríamos decido, sin duda, que el aborto era la única salida, y esa habría sido la firma definitiva de la separación. Un aborto en la clínica Quirón, en Sor Ángela de la Cruz, cerca de doctor Fleming. Yo me quedaría con Elías mientras ella iría a la clínica a hacerse el legrado. Me diría que el feto era una niña. La hija que no tuve, la hermana de Elías, Malena, que ahora tendría treinta y dos años, y quizá dos hijos, y uno más en camino, los otros nietos que no existieron. Después de eso, de la navaja recorriendo mi cuerpo al tiempo que le hacían el raspado a ella. Después me fui a Nueva York con billete solo de ida, sin vuelta, a cambiar de vida, a otro universo, a tomar por culo.

No sé cómo se sobrevive a un aborto, tanto el padre como la madre. Quizá la madre más, no lo puedo saber a ciencia cierta. Hay una parte propia que muere con el feto, la amputación de una vida que no es solo la que no nace, sino la que no comparte y convive años y años con sus padres, con sus hermanos, porque nunca existió. Una vida que, al no existir, deja un cráter imposible de llenar, un agujero infinito, y la sensación eterna de tener unas hojillas de afeitar arañando la piel, desangrándola poco a poco, borrando a cada instante las memorias de lo que no ha existido, de lo que no has vivido, de los miles de instantes devorados por la ausencia, pero que estaba allí, de camino, empujando en el bajo vientre de una madre embarazada.

Sigo pensando que tiene que haber un universo paralelo, o unos cuantos en realidad, donde se desarrollan las vidas que nunca existieron. Y no me refiero solo a las nonatas, sino también a las nuestras que pudimos haber vivido si hubiéramos seleccionado otras opciones, si hubiéramos viajado a otros lugares, si no hubiéramos renunciado a ciertos sueños, si hubiéramos abierto esa puerta, y cerrado aquella.

 


 

067

Bea y yo vamos a poner la casa en venta. Queremos vivir en otros lugares, otras vidas. Vivir tres meses, o un año, en Atenas. Otros tres meses, o seis, en Berlín, Bangkok, Nueva York, Penang, Alicante, Sydney, Gijón, Oporto, Copenague, Bolonia, Kuala Lumpur, Helsinki, Marrakech, Pangkor, Budapest, Cádiz, Estambul, Tokio, Dublín, Hanoi, Toronto, Salvador de Bahía, Puerto Limón, Luang Prabang, Ciudad del Cabo, Córdoba, San Diego, Donosti. No tenemos años suficientes para vivir en todos esos lugares, y unos cuantos más.

Nos queda la duda de si comprar una casa refugio, para los momentos en los que no estemos de viaje, o si alquilarla. Bea dice comprarla, yo digo alquilarla. No nos damos más de diez años de vida, a contar desde ahora, y se trata de vivirlo lo mejor posible, de gastarnos el dinero del banco y de la casa. Dilapidarlo, pero a ritmo lento. Los primeros años, los cinco primeros años, los próximos, deberían que ser los que más viajes acumularan, porque aún tenemos fuerzas, somos menos viejos, con mejor movilidad física. Cruceros, vuelta al mundo, barcos fluviales, ciudades, campos, playas y montañas. Necesitamos sesenta mil euros al año, y por la casa nos podrían dar quizá ochocientos mil. Nos da de sobra, con un colchón de hasta cuatro años si fuera necesario. Yo no voy a vivir más allá de los ochenta. Ni loco. No quiero, directamente. Veo a mis hermanos, a mis amigos, a mis vecinos, y sé que soñar con maravillas después de los ochenta es un espejismo que ni con siete pastillas de LSD se alcanza. Seamos realistas: disfrutemos lo posible, y luego muramos en paz, sin dolor, con plenitud, y sin dar el coñazo a la familia, que no tiene la culpa. Tampoco dejaremos herencia, a no ser que sea la herencia inmaterial del modo de vivir y morir, y la calderilla de los derechos de autor. No la necesitan, por fortuna.

Ya estamos viendo casas posibles. Después de veinte años viviendo en chalets independientes, con jardín y sin vecinos, y con vistas generosas al mar y a horizontes distantes, no podemos vivir en pisos de interior, ni en calles estrechas, ni con vecinos en el techo. Como poco, un ático de un edificio alto. O una casa independiente, un chalet, con un jardín pequeño y vistas a lo que sea, montaña, mar o desierto. Sin vecinos ruidosos. Sin perros ladradores. Sin malvados maleantes en los alrededores. Puede ser una casita en el bosque, a las afueras de una ciudad, o un ático en el casco viejo. De alquiler podríamos pagar hasta mil seiscientos euros al mes, que es mucho en España, muchísimo en Asia, y demasiado justo en Nueva York. Y viajar. Y disfrutar. Y cambiar. Y descubrir.

Tal vez escribir. O leer. O escuchar música con los ojos cerrados. O recortar las ramas del bonsái. O tumbarse en una hamaca colgada bajo una acacia.

Germán Solís, de la Escuela de Escritores, me dice que es el primer caso que conoce de alguien que calcula cómo gastarse el dinero antes de morir, que planifica el final restando, gastando, el lugar de ahorrar para poder tener una vejez desahogada, sin apreturas económicas. Yo tampoco he conocido a nadie así, pero estoy más que seguro que los hay y los ha habido. Tal vez no sea el mayor porcentaje dentro de la población, porque el miedo manda mucho.

En Japón el bosque Aokigahara es conocido como el bosque de los suicidios. Está situado en la base del monte Fuji, y se conoce también por el sobrenombre de Jukai, o “mar de árboles”. Desde hace décadas los que quieren suicidarse prefieren hacerlo dentro de ese bosque silencioso, con pastillas o con una soga. Los esquimales, cuando ya eran demasiado viejos para ser útiles, se marchaban por su propio pie para recibir en los hielos el abrazo del frío mortal.

En Japón, había pueblos que conducían a sus ancianos de setenta años a la cima de una montaña, donde se creía que habitaban las divinidades, y los abandonaban a su suerte, en manos de los dioses y del frío.

Algunas culturas adoptan la decisión de no esperar a la muerte, sino de salirle al paso. Morir de forma natural en la vejez les parece una profanación, un acto de cobardía, una vergüenza capaz de despertar las iras divinas, y de hacer caer en desgracia a una familia. En La balada de Narayama, una mujer, Orín, la abuela de la casa del árbol, de la familia Tatsue, a punto de cumplir setenta años, fecha límite de la vida, espera contenta que llegue el momento de su muerte. Como tiene una salud excelente, se arranca los dientes poco a poco para poder ser considerada inútil, y justificar así su traslado a la cima del monte Narayama. Allí morirá de frío, y dejará hueco en la mesa para el nuevo hijo de Tatsue, que vendrá a sustituirla. Dejar espacio, cuencos de arroz y tareas a los que tienen que llegar. Setenta años es el límite, según la tradición japonesa. Mis siete hermanos mayores ya han cumplido los setenta. Solo quedamos los tres pequeños, haciendo las maletas a regañadientes.


 

068

SIEMPRE ME ENTRA la duda del desorden de la memoria. La vida es sucesiva, consecutiva, diacrónica, obediente a las agujas el reloj; pero la memoria es sincrónica, llena de agujeros negros, pozos profundos que se tragan los recuerdos, y agujeros de gusano, puentes de Einstein-Rosen que nos transportan a distintas épocas, y conectan hechos distantes, sinapsis temporales, anagnórisis a destiempo, más vale tarde que nunca.

Mi mesa de trabajo está desordenada, atiborrada. Los cajones de mi mesa también. Sé que es lo que hay en cada hueco, y más o menos dónde está cada cosa. A veces tardo un poco en encontrar la insulina, o una goma, la tarjeta de la Seguridad Social, el estudio de personajes que hice para la última novela, el boli rojo, pero al final lo encuentro. Casi siempre. Yo soy mi mesa. Mi memoria es una lagartija, un saltamontes que conecta décadas, resucita muertos y le quita de un zarpazo la máscara al guerrero del antifaz.

Tengo recuerdos fragmentados, y muchos, muchísimos, que ya se han perdido. Debería echarlos de menos, pero es que no los recuerdo. ¿Y si de verdad han dejado de existir, si son irrecuperables, no nos queda tan siquiera la huella en los sueños, en los actos fallidos, en las respuestas automáticas ordenadas desde el hipotálamo, como el reflejo de lucha, o huida? Sé que he vivido vidas que no recuerdo, y sé que Freud advertía que olvidamos recuerdos como mecanismo de defensa, para evitar el sufrimiento. No sé si es amnesia, Alzheimer, o simple mecanismo de protección del inconsciente. Otra vez viene Borges, en Límites, a recordarnos el olvido con endecasílabos:

 

Si para todo hay término y hay tasa

y última vez y nunca más y olvido

¿quién nos dirá de quién, en esta casa,

sin saberlo, nos hemos despedido?

[...]

Para siempre cerraste alguna puerta

y hay un espejo que te aguarda en vano;

[...]

Hay, entre todas tus memorias, una

que se ha perdido irreparablemente;

[...]

Creo en el alba oír un atareado

rumor de multitudes que se alejan;

son lo que me ha querido y olvidado;

espacio y tiempo y Borges ya me dejan.

 

Así que no sé si estoy tratando de justificar el desorden de estos párrafos, echándole la culpa a que reflejan en su estructura laberinto el caos mismo de la memoria, o si mi escritura ahora mismo es un ejemplo de inconsistencia, timón roto, palos de ciego, pero en todo caso el resultado es este que estás leyendo, una amalgama de recuerdos, desvaríos, hipótesis, sinapsis y desencuentros. Si no refleja la vida en su orden cronológico y sensato, puede que muestre el sótano, el inconsciente al final del camino. Trato de decir lo que no puede ser dicho, porque siempre será reprimido y censurado, a no ser que sea de este modo tramposo, confuso, por la espalda, a traición, borracho de palabras.

Lo que no sé, y de algún modo me sorprende, es por qué los fragmentos de memoria o de fantasía en mundos paralelos, surgen en forma de escenas nítidas, autónomas, casi desconectadas de su pasado y su futuro, a pesar de ser símbolos más que visibles de la vida que relatan. 

 

He buscado en Facebook a Viví Sanjurjo, mi gran amiga desde la adolescencia, para mandarle un ejemplar dedicado de En otra piel. Le encontré, aunque hace bastante que no usa el Facebook, como le pasa a Elías o a Jorge. Bueno, le dejé un mensaje, que no sabía si leería. Pensé en enviarle de todos modos el libro a Víctor Andrés Belaunde, 22, 28016-Madrid, donde vivía desde que nació, y donde seguía la última vez que la vi, en su cincuenta cumpleaños, recién casada con Claudio. Pero pensé, a lo mejor se había mudado a un sitio más cálido, como yo. Así que la busqué en Google, y me encontré que colaboraba con un equipo de terapeutas de Gestalt en Granada.

Vale, pues ahí se lo mando. Antes llamé por teléfono, para confirmar que trabajaba allí. Qué guay, se ha ido a vivir a Granada, una ciudad preciosa. Pero no me cogieron el teléfono. Seguí buscando, y vi que colaboraba, con foto y todo, con un gabinete de terapeutas de Murcia. Coño, se fue a Murcia. A no ser que vaya dando cursos por ahí, como yo, o como mi sobrino Alex. Tampoco me cogieron el teléfono allí. La hora de la comida. Qué desastre. Pero al fin encontré un tercer dato, en la Asociación de Gestalt de Madrid. Una nota escueta que decía:

 

“8 de febrero de 2018. Ha fallecido Mª Victoria Sanjurjo. Queridos colegas, Hoy Viví, Victoria Sanjurjo, nos ha dejado, se ha ido, por fin ha descansado, tras varios meses de dura lucha con la enfermedad. ¿Quién no conoce a Viví en la asociación? Quizás los nuevos. Viví para los de toda la vida era eso, Viví, revoltosa, ruidosa, divertida, rebelde, rigurosa, estudiosa y un sinfín de cosas más, por las que se hacía querer y por las que la queríamos. Luchadora infatigable y contadora de historias, siempre tenía algo con lo que sorprenderte. ¡Te queremos Viví, allá donde estés ahora! El velatorio está situado en el Tanatorio de La Paz, km 20 de la carretera de Colmenar Viejo (M-607) Madrid, y mañana se celebrará una misa en la capilla del tanatorio a las 12h.”

 

Y ahora no sé qué hacer con el libro dedicado, ni con mi luto. No se murió ayer, sino hace cuatro años y medio. ¿Cómo se maneja el luto o la pérdida de alguien que murió hace cuatro años y medio? No, Viví no era alguien desconocido. Viví fue mi amiga más amiga desde los trece hasta los diecisiete, toda la adolescencia, cuando me convertí en lo que soy ahora.

El primer beso. La primera amiga. Los guateques, las excursiones, los viajes, los amigos, la pandilla, su casa, sus padres, sus dos hermanos Lolo y Joaquín, sus amigas Mª Ángeles, Leticia Spinoza, Marisa Buzón. Viví en Guisando, en el río, con José Antonio y Deme. Viví en el salón de su casa. Los guateques. Los amigos comunes, Josema Fortes y Rafa, Marisa Buzón, Barsén Valdecantos, José Antonio Ruiz de novio, Mariano de los Ríos, Juan Antonio Durán, el tío Danilo Hernández, Enrique Mondi, Luis Buzón, Ana y su hermana Rosa García Camarillo, Pablo el del kiosco, Javier Ponce, el ecuatoriano guapo, Míchel Melcón a la batería, la falda de cuero negro de Viví, los cigarrillos compartidos, el grupo de los Mad-ones y los Egg-men. El piso donde vivía, 5ºA, y luego el 5ºB. Juanito, el portero de su casa. El laboratorio de fotografía. Las fiestas, las sesiones con yumbina, las de astrología, los astrólogos amigos, Irina, José Luis de Pablos en su piso de Ópera, Mª Dolores de Pablos. Entresijos, las primeras revistas en papel sobre astrología. El nacimiento de Elías en el Clínico, jugando con sus cartas de tarot. Su divorcio con José Antonio. Un verano en su casa tirado en una colchoneta en su salón. Andrés Sorel en su casa. El pueblo de Huesca, Ayerbe, en verano. El año que no hablé con ella porque no quiso bailar conmigo una canción y me sentí rechazado. Viví en Pintor Ribera, con Jaime, con Zalo, con Nacho. Viví estudiando Geografía. Viví dando clases de tarot a Flor Carrillo. Claudio Naranjo y la Gestalt. Viví casada con el taxista. Viví muerta. Tu puta madre.

 


 

069

Tal vez tendría que empezar a pensar en la autobiografía desmadrada, deconstruida, exagerada a veces, confusa en otras, mezclada entre distintos personajes. Mi vida paralela, la vida fantaseada, la vida temida, la vida no vivida, la vida recordada de modo distinto por mí y por los otros.

Apenas tengo recuerdos anteriores a los siete años, pero los podría reconstruir, como hace el autor de Las cenizas de Ángela, que no me creo que tenga esa memoria de cuando era así de pequeño. Yo me lo invento, lo imagino, lo reconstruyo, y tú te lo crees. Como Javier Marías, muerto con setenta años, apenas tres más que yo ahora.

Es un buen proyecto, porque eso limpiará la cabeza de fantasmas. Necesito conjurar fantasmas. Asesinar mucho, antes de que se mueran todos por su cuenta, porque es mucho más difícil matar a un muerto que a un vivo. Matar a los muertos parece un acto de venganza a destiempo, aprovechando que no se puede defender. Pero tendré que hacerlo, porque la mitad de los que conocí ya están o muertos o de camino, apuntando su nombre en la lista de los difuntos. Yo estoy entre ellos.

Empiezo a ver la serie francesa Las mariposas negras, desconfiando, porque a veces, demasiadas veces, los franceses se ponen en plan plasta, lento, con humor antiguo, de los de Louis de Funes, o de diálogos costumbristas imposibles, y me cargan. Pero no, mira tú, aunque es un típico escrito dentro del escrito, cuaderno encontrado, encargo de escritura a un novelista bloqueado, la historia de dentro empieza bien, fuerte, intensa. Mola. Luego juega a una historia secundaria que ni fu ni fa, que en algún momento se engarzará con la principal, y hasta con la del narrador (que hace de marco), pero bueno, eso será en los siguientes capítulos. De momento los dos personajes outsiders que se enamoran y se apoyan, y son violados y asesinan, van bien. A hostias, así hay que empezar las historias. Si no, ¿para qué?

Me presento a un premio absurdo, de autobiografías, en México. Por tocar las pelotas, na más, porque el premio es de cincuenta euros. ¿Tú estás tonto, o qué te pasa? Y yo qué sé. Me la pela. No es por los cincuenta euros, desde luego (el banco se los queda, sin más, como gane y pretendan pagarme), sino por gastar circuitos de Internet, y horas de lectura de alguien en algún lugar. Repito: que no lo sé. Yo escribo, me presento, y sigo. Eso es lo mío. Escribo, y lo lanzo. Me lo quito de en medio, lo escupo al espacio, o en una botella al mar. Lo rechazo, lo extraño, lo destierro, lo aborto, le doy pasaporte, lo echo de casa. Que te vayas, joder, pesao.

La autobiografía a puñetazos me apetece. ¿Tendría que sacar mis comecocos? ¿Tendría que vaciarme? Ya sé que no es para nadie, ni siquiera para los que retrato, o mato, o insulto dentro de sus páginas hipotéticas. Sería para mí, entonces. Para saber más de mí, a través del desnudamiento y del desbordamiento y la deconstrucción. ¿Y para qué? ¿Y para qué? ¿Y para qué? (Tengo que decirlo tres veces, sí, para que la repetición intensifique la indignación de la pregunta). Yo que sé. Porque sí. Porque es lo que sé hacer. Porque eso es lo que soy, cada vez más dolor y menos futuro. Cada vez más amnesia, y más cadáveres a mi alrededor. Tal vez yo soy el muerto, el psicólogo de El sexto sentido.

 

Yo no me di cuenta, o no supe, que mi padre fue durante toda su vida algo asustadizo, de color gris, inseguro y descafeinado hasta que lo vi reflejado en mí mismo, y supe que lo había heredado, que estaba en mis genes, cosido a la espiral de mi ADN. Qué decepción. Pero saber que mi padre había triunfado en la vida, al menos todo lo que un ser mediocre puede triunfar, también me dio ánimos para seguir su ejemplo. Si mi padre, con tan poca aptitud para el triunfo, había conseguido ser vicerrector de la Universidad de Santander, decano de una Escuela de Ingenieros de Caminos, publicar dos libros gordos sobre hormigón armado y pretensado, casarse con el zorrón de mi madre, y tener diez hijos y 25 nietos, sin perder la dignidad, yo también podía hacerlo. Yo también lo hice.

Bueno, lo de los diez hijos no, que con uno, Elías, ya me pareció que tenía más que suficiente. Y hasta me pareció que uno eran muchos. Lo de los libros, en cambio, lo compensé con creces, porque aunque a mí me salen 31, según los cálculos de Cedro son 79. Se pasan mucho los de Cedro, te lo digo yo.

Viajar también he viajado un poco más. Digamos que seis veces más, porque he pisado sesenta países en los cinco continentes, y él apenas estuvo en diez.

Él hacía puentes. Bueno, el diseño de los puentes, no lo puentes en sí, físicamente. El software. Con ello conseguía unir y acercar dos puntos que hasta ese momento estaban más distantes. Acortaba distancias. Facilitaba encuentros e intercambios.

Yo también. Mis libros son puentes entre lectores y personajes, entre el mundo de los lectores y el mundo, muy distinto, de los personajes de mis novelas. Tiendo puentes hacia otros mundos, otros modos de pensar y de resolver conflictos.

Mi padre escribió dos libros para enseñar a futuros ingenieros cómo diseñar los puentes que se construirán en el futuro. Un manual de técnicas de construcción.

Yo escribí un Manual de técnicas narrativas para futuros escritores, para que aprendan a escribir novelas, cuentos, y hasta haikus que funcionen como puentes sintácticos de las ideas.

Mi padre me enseñó a escribir, pero él nunca lo supo. Ni yo lo supe tampoco. Hasta ahora.

¿Es esto una competición entre hijo y padre, a ver quién la tiene más larga? Pues claro que sí, vaya descubrimiento.

De niño adoraba a mi padre, era el más listo, el más guapo, y el que mejor olía de entre todos los padres del mundo. Luego lo odié. Sentí que me había traicionado. Bueno, tampoco es tan raro que pensara eso si me había echado de casa a los veinte años, cuando en esa época, 1975, aún era menor de edad y apenas había salido de la adolescencia. Ahora, muerto el perro se acabó la rabia, y me doy cuenta de que mi padre no era ni bueno ni malo, sino solo miedoso; y que no era ni blanco ni negro, sino gris. Como yo: miedoso y gris. Eso me reconcilia con él, estamos hechos de la misma pasta, dos caras idénticas de la misma moneda, porque de los mansos será el reino de los cielos, la gloria, la cornucopia. Él, con sus limitaciones, que fueron muchas y variadas, llegó mucho más allá de lo que cualquiera hubiera esperado de él. Yo, con las mismas dudas y torpezas, repetí el modelo, y triunfé en lo que es más difícil de conseguir: he sido feliz. Que me quiten lo bailado.


 

(Continuará)

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