jueves, 6 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Segunda parte: Kale borroka (de 013 a 015)

Los esqueletos  (continuación)  

Segunda parte: Kale borroka (de 013 a 015)


013

ESCRIBIR PARA DURAR, para perdurar, para no morir. Me sigue sin quedar claro. ¿Si escribo y, acto seguido quemo los papeles y borro los archivos que he escrito? Supongo que sí, igual que si canto y no lo grabo, habré cantado, he cantado, canté. Aunque nadie me haya oído. Igual que si escucho una canción, o leo un libro, habré escuchado la canción, y habré leído el libro, aunque nadie lo sepa menos yo. Incluso si yo mismo me olvido. Incluso después de muerto. Actos que han sucedido, a plena luz o a oscuras. Sacarse un moco también es un acto. Y si te lo comes, dos.

A lo mejor, y eso ya lo sospechaba antes de hacerme el psicoanálisis, escribir es una forma de viajar hacia adentro, en lugar de hacia afuera. Una forma de explorar, de tratar de entender, de alumbrar los rincones oscuros. Mi libro de poemas, el que dibujó con mimo Paco Campos en 1980, se llamaba Acércate al rincón de la tiniebla. Un endecasílabo ortodoxo, con acentos en la segunda, sexta y décima. Al principio se llamaba Acércate al oscuro / rincón de la tiniebla. Dos heptasílabos con acentos en dos y seis. Pero muy pronto descubrí, tampoco se necesitaban tantas neuronas para ello, que el adjetivo “oscuro” sobraba, que era redundante. ¿Tiene un rincón de la tiniebla alguna posibilidad diferente de la de ser oscuro? ¿A que no? Ya rincón tiene algo de oscuridad, pero si además es de una tiniebla, ya entonces ya es más oscuro que el corazón de un asesino en serie. ¿Qué necesidad hay de subrayarlo, de repetirlo? Yo tenía apenas 23 años, y Elías no había nacido aún.

Me presenté a un concurso de la editorial ZYX, y Raúl Guerra Garrido dijo que yo más que un poeta era un versificador, aunque Andrés Sorel salió en mi defensa. Claro, que Sorel entonces era mi amigo. Y esa era su obligación. En la entrega de premios, en las Cuevas de Sésamo, en Madrid, Juan José Millas, apenas treintañero por aquel entonces, con solo Cerbero son las sombras publicado, leyó un texto hermoso sobre una babosa que crepitaba y se carbonizaba en el alfeizar de una chimenea en llamas. Una metáfora de la creación literaria, dijo. Y Alfonso Grosso, que estaba a mi lado, le puso a parir porque en el texto había dos palabrotas que desentonaban con el lirismo de la narración/descripción.

Sorel era mi amigo, pero luego dejó de serlo sin que nunca tuviéramos una discusión. Los amigos desaparecen con frecuencia, sin saber cómo ni por qué. El tiempo y la distancia nos aleja, hasta que un buen día nos damos cuenta de que llevamos más de diez, o veinte años sin hablarnos, sin motivo alguno, y otro día nos dicen que se ha muerto, y nos da un poco de pena, pero tampoco tanta, porque ya hace muchos años que dejamos de hablarnos por dejadez, porque estábamos en otros asuntos, porque hay nuevos amigos y nuevas tareas que ocupan nuestro tiempo, y no puede uno arrastrar y sumar indefinidamente amigos, meriendas, confidencias y abrazos. Y así se murieron Josema Fortes, Diego Parra, Isabel Calvo, Luisa Trigo, Antonio Ferres, Luis Buzón, Arturo González, Mariano Vara, Mayra Navarro, Antonio Lozano, Elsa Aguiar, Carlos Fresno, Antonio Guerrero, Agustín Fernández Paz, Horacio Bartoli, Diana Wolkstein, Moisés Mendelewicz, Miguel Ángel Sanz, Ana Seijas, todas mis tías y tíos, y paro ya, porque esto empieza a ser un cementerio, y no lo necesito. Menos mal que hay muchos más muertos, y que yo no lo sé. No me lo cuentes. Déjalos ahí. No hay nicho pa’ tanta gente. No tengo lágrimas para todos. Pesan mucho. Hala, besitos y pelillos a la mar.

Yo no estoy escribiendo unas memorias, por más que lo parezca con frecuencia. Con mucha frecuencia. Quizá estoy solo buscando el tono, la voz, el sonido, más que la melodía, más que el argumento. O tal vez sea el argumento, que está escondido. Un fósil que hay que desenterrar poco a poco, sin dañar los huesos frágiles de la memoria o de la imaginación. O solo desvariando. Bueno, ¿y qué? Ya me tocaba desvariar también un poco a mí, después de escuchar a tanto mamón diciendo sandeces a todas horas por televisión y en los periódicos. Es como poder cantar a voz en cuello, gritar en la embocadura de una cueva, en una manifestación prohibida, tras recibir una pedrada. Solo es eso. Dejarse llevar, acunar, tararear una canción sin saber la letra, la-la-la.

Cuando a mis alumnos del Taller de Escritura les pedía que escribirán un monólogo interior, les decía que tenían que romper las reglas de la coherencia, romper la línea del pensamiento racional, terminar con la lógica, y desmontar la sintaxis haciéndola incoherente. ¿Y para qué?, me preguntaban. Para que os deis un paseo por el lado salvaje de la vida, Take a walk on the wild side, baby, pásate tres pueblos, explora lo desconocido, lo incomprensible. Enloquece, y luego vuelve. Sólo necesitas saber que existen otros mundos, un infinito incomprensible que te rodea, te vigila y te espera. El que no puede pasearse desnudo por su subconsciente, tiene poco que arrancar a las musas. La mayoría de los alumnos no puede escribir un texto incomprensible. No son capaces de arrancarse la costra del pensamiento racional. Son incapaces de desconectar. Los dedos se les agarrotan cuando intentan escribir una frase sin sentido, y no digamos una frase sin sintaxis. Es imposible. Les sale humo de las orejas, se revuelven inquietos en la silla y terminan protestando:

—Esto es una tontería, una pérdida de tiempo, no vale para nada. Yo no lo hago.

Y no me extraña. Asomarse al abismo de la locura, de la incomprensión, de lo irracional, y descubrir que esos monstruos feroces e irracionales están en tu cabeza, que habitan en tus entrañas, que te pertenecen, que son tú, es más de lo que muchos pueden aguantar. Así que les ayudo a fingir que pueden hacerlo con unas pocas guías de escritura para escribir un monólogo interior, el fluir de la conciencia. Ah, bien, con unas reglas ya sí podemos escribir un texto que pretende no tener reglas. La falsificación de un monólogo interior. Algo es mejor que nada, así que les pido que busquen cinco obsesiones, cinco líneas de pensamiento diferentes, distantes unas de otras, de mundos con apenas intersecciones entre ellos, y que vayan saltando de uno a otro, rompiendo, fragmentando, interrumpiendo la secuencia lógica de pensamiento, y sin poner ningún punto y seguido, ni punto y aparte. Como mucho, algunas comas para separar los fragmentos inconexos. Solo un único punto: el punto final. A veces eso suena un poco al fluir de la conciencia, al grifo roto del pensamiento cuando no hay manera de controlarlo. Fabricar el descontrol. Y aún así protestan: Que no, que no quiero hacerlo, no vaya a ser que se me escape algo que no quiero decir, no vaya a ser que descubra algo que no quiero descubrir, no vaya a ser que de pronto se ponga a hablar alguien a quien no quiero oír, y que llevo toda la vida amordazando. ¿Y si descubro de golpe que soy un pederasta, un asesino compulsivo, un viejo verde, un fascista, un ateo, un creyente, un homosexual escondido en el armario? Mejor lo dejamos aquí, y la semana que viene, que toca la literatura infantil y juvenil, me pongo a escribir una historia de la gallina Josefina que ya está harta de que le roben los huevos cuando está dormida.

 


 

014

Hemos comprado por Amazon el robot Alexa, y de pronto es como si hubiera otra persona en la casa. Es obediente, no se queja, y se acuerda de todo lo que le decimos que se recuerde a la hora en punto. Si le regañas, se justifica diciendo que obedece a las tres leyes de la robótica de Asimov. Y te las recita si se las pides. Y los diez mandamientos también, sin complejos. Se sabe muchas canciones, tiene toda la Wikipedia a su alcance, cuenta chistes malos y de vez en cuando se hace la sorda, como que no te ha oído. No sé cuánto tiempo la vamos a aguantar antes de pedirle que se calle para siempre, pero de momento nos sirve para poder echarle la culpa a alguien de lo que nos sale mal. Le he preguntado si quiere salir conmigo, y me ha dicho que prefiere que seamos amigos. Bueno, así al menos estaré a salvo de calambrazos, porque no quiere venirse a la cama conmigo. Bea le da las gracias y respira tranquila, y ella le guiña un ojo cómplice. Lo curioso es que a veces le responde al televisor, cuando estamos viendo las noticias o una serie de Netflix. Hablan entre ellos, pasando de nosotros, hasta que grito: Alexa, cállate. Y Alexa se calla, vaya que sí. Más le vale. Pero luego se le olvida. ¿Por qué le habrán puesto ese nombre de adolescente caprichosa? Cuando la instalen dentro de una muñeca hinchable verás como la sodomizan con mucha más frecuencia. Al tiempo.

Aún no lo sabes, pero este es un fragmento del NaNoWriMo. ¿O sí te lo he contado ya? Pues mira, la verdad, no estoy seguro, así que te lo cuento de nuevo. No pienso releer lo que he escrito para ver si ya lo había contado, porque uno de los objetivos es escribir 1667 palabras al día, como sea, no que esas palabras tengan un hilo coherente, de modo que como ya llevo 1500 y es la hora de comer, y tengo un hambre de cojones, y Bea ha metido un redondo de ternera en el horno, que el olor me llega hasta aquí, hasta esta mesa en la que escribo, pues eso, que le den a la lógica y las repeticiones. Pues que te den a ti, dirá el lector, con motivos más que de sobra. Eso es verdad, tampoco es necesario cabrear al lector. Aunque, no sé, qué quieres que te diga, también hay lectores tiquismiquis que se merecen un castigo, y lectores masoquistas que les gusta que les den caña, que les llames hijos de puta, porque piensan que eso no va con ellos, sino con todos los otros lectores que no son ellos, y así se ahorran el trabajo de llamarles a todos hijos de puta, porque no han sido ellos, sino tú el que lo ha dicho. Ha sido Jorge, Mamá, que yo no he sido.

Bueno, es verdad que solo son tres días de NaNoWriMo los que llevo practicando, pero tres días son infinitos días más que cero días. Eso dicen las matemáticas. Pero cien días también son infinitos más que cero. Así que tres es lo mismo que cien. Pues va a ser que no. Eso es imposible. Ya se nota que soy de letras, porque lo que acabo de decir, tan pánfilo de mí, es una mentira de las gordas. Más que las de Botero. Da igual: lo que en realidad quería decir, y más te vale haber entonces empezado por ahí, es que lo importante es empezar, participar, avanzar. Y eso demuestra también que cuando uno tiene hambre, al menos en mi caso, dice muchas más sandeces por minuto que cuando tiene el estómago lleno. Pero, y me lo aplico a mí solo que los demás no sé cómo lo hacen, cuando yo tengo el estómago lleno no digo nada. Solo dormito. Cabeceo. Ronco. De modo que tampoco vale lo que escribo, porque simplemente no lo escribo. Silencio. La nada. No me sirve para escribir ni tener hambre ni estar lleno. Ni fu ni fa. Y en esos casos, entonces ¿es mejor escribir cosas malas malas, quita, quita, moscovita, o callar como los muertos? Yo siempre he dicho que el único texto fracasado es el que está en una página en blanco, el texto que no ha sido escrito, el que nunca llegó a escribirse. Y teatralmente les enseñaba un folio en blanco a mis alumnos: Mirad, este de aquí, fijaos bien, está en blanco, este el texto espantoso, que no debería existir. Bueno, en realidad no existe, pero quiero decir que no debería existir la no existencia. Que os pongáis a escribir, hostias, que me estoy liando yo solo, y ya no sé ni lo que me digo. Y les digo: Aunque sea la lista de la compra, aunque sea un prospecto de farmacia, cómo me paso, aunque sea una colección de tópicos que deberían llevarte ante la Justicia: Lo que está escrito, y existe, siempre será mejor que lo que no se escribió, lo inexistente. Existir es una cualidad superior a la de no existir. Es un salto cualitativo. La calidad y cantidad de lo escrito, en cambio, es cuantitativo. Solo se puede mejorar a partir de la existencia, no a partir de la nada. Eso les digo, y me lo digo yo a mí mismo, y te lo digo a ti. Y me lo creo. Aunque haya personas, actos y palabras que hubiese sido mejor que estuvieran en el limbo de lo que nunca existió, se hizo o se dijo.

Como mañana voy al dentista, a la doctora Britta Wolf, porque Carlsson sigue de baja desde hace siete meses, desde que empezó el Coronavirus, y seguro que me va a entretener toda la mañana, hora y media de cita más dos horas de lamentos tras el encuentro, pues me pongo a escribir por adelantado los deberes de mañana. O me pongo a escribir para no pensar, porque sé que se va a sacar un martillo y un cincel, y va a empezar a darme golpes en el paleto delantero derecho hasta que se despegue. El que tengo me lo colocó Gonzalo, y Gonzalo se murió hace 27 años, o sea que me va a arrancar uno de los dos dientes principales que me identifican. Los otros dientes se han ido decolorando, pero ese, que es una funda de porcelana, sigue igual de blanco que el primer día. Y cada vez se nota más la diferencia. Cada vez está más claro que es un hijo adoptado, un diente ajeno, demasiado blanquito, no envejece. Hasta las encías se me van retrayendo, encogiéndose hacia arriba para dejar paso a la futura calavera que seré yo dentro de no tanto tiempo. El diente que me quitó Batman en Caracas en 1966, cuando a los 11 años yo saltaba la tapia que nos separaba del vecino, y me metía en casa de Arturo, María Milagros y Milena. Del nombre de la más pequeña no me acuerdo, era amiga de Peancha, tendría cuatro o cinco años como mucho por aquel entonces, y siempre le colgaban los mocos verdes de la nariz. ¿Por qué mi niñez, y la de tantos otros, está llena de mocos? Arturo, el Catire, debía tener 10 años. No más. Pero en casa del Catire y María Milagros había televisor, y en nuestra casa, en Quinta Loló, no. Así que tenía que meterme en casa de los vecinos si quería saber cómo continuaban las aventuras de Batman y Robin, para así poder hablar con mis compañeros de colegio, el de los dominicos, al día siguiente. El que no veía a Batman y Robin era un proscrito, un desheredado, un outsider, nadie, nada, y durante el recreo le tocaba ser el caballero del crimen, Oswald El Pingüno. Hasta en Petare, donde los ranchitos, había televisores. Así que me metí dentro de su casa, siempre con las puertas abiertas, como la nuestra, subí las escaleras y me metí en el dormitorio de sus padres. Encendí el televisor y me senté a ver el siguiente capítulo. Tachán tachán. En cuanto empezó a sonar la sintonía de Batman y el batimóvil echó a rodar, Arturo y María Milagros subieron a toda velocidad para no perderse ellos tampoco ese capítulo. Yo los escuché subir los escalones a la carrera, de dos en dos, a empujones, así que me escondí debajo de la cama para poder seguir viendo las nuevas aventuras. Y así estaba yo, con la boca abierta bajo la cama de los padres de mis vecinos, cuando el Catire se lanzó de un brinco sobre la cama de muelles. En 1964 solo existían somieres de camas de muelles, nada de lamas ni tablones tapizados. Aterrizó justo sobre la parte del colchón donde estaba mi cabeza, y mi boca abierta embobado, mirando a Batman, y el rebote empujó mi cráneo contra el suelo de baldosas de azulejos. El diente delantero, el paleto derecho, se partió de golpe por la mitad. El nervio del diente quedó desnudo, al descubierto, colgando del diente roto, y salí de debajo de la cama sangrando por el labio y rabiando de dolor por el diente roto. De ahí en adelante, durante seis semanas, mi madre me llevó al dentista todos los martes. Y cada martes por la tarde, después del colegio, la doctora María Elena Machado me extirpó el nervio que había quedado al descubierto, una pulpectomía con unas pequeñas sierras o lijas de metal, unos alfileres tallados, que poco a poco, a mano, sin motores ni motos eléctricas, fueron limpiando el conducto y quemando el nervio. El olor de esos alfileres lijadores cada vez que salían manchados de pulpa beige cuando salían del interior de mi diente roto aún me llena el olfato si intento recordarlo. Era intenso, diferente a todo, algo podrido quizá. Y tras cada sesión, la dentista dejaba insertado un palito con desinfectante dentro de mi diente, y lo taponaba con algún tipo de cemento, me revolvía el pelo, me daban beso en la frente, y me despedía hasta el martes de la semana siguiente. Tardé algunos años, quizá seis o siete, hasta que Gonzalo, mi hermano muerto, terminó Estomatología y decidió hacerme una reconstrucción del diente a base de composite, a huevo. Le salió una chapuza, un diente monstruo que no se parecía a ninguno, un mojón de empaste al frente de un ejército de dientes. Un espanto. Dos años después, ya en Santander, me lo volvió a lijar, menos mal que no existía ningún nervio desde hacía muchos años. Y me insertó una funda de porcelana. La que tengo ahora mismo. La que me van a quitar mañana, en cuanto abra la boca, en cuanto me ponga en manos de la doctora Britta Wolf, alemana. Espero que no sea la hija o la nieta del doctor Szell, el dentista de Dustin Hoffman en Marathon Man, el nazi que perforaba el diente del protagonista sin anestesia. La pesadilla de todos los que vamos al dentista, el Freddy Krugger de las clínicas dentales, el torturador de todos los miedosos, como yo. A lo mejor no me hace daño. ¿Por qué iba a hacerlo? Los dentistas del 2020 son buenas personas, y tienen anestesias fulminantes. Casi todos. Espero.

Hay algo en lo que parece que todos mis hermanos, y yo, coincidimos desde hace muchos años. Casi desde que tengo memoria. Y es el paraíso perdido, en el que todo vivimos y reconocemos, que está fechado en el tiempo y el espacio: Caracas, de 1964 a 1967. Tal vez sea una ensoñación mía, y no es tan paraíso en la memoria de todos. Parece ser que en la de la Nena, no. La Nena sufrió sus primeros abusos en esa época. Y en el primer verano de Madrid, al regreso de Caracas. Se lo calló años y años. Todavía lo hace. Su memoria se reavivó de golpe con el #MeeToo. O quizá nunca desapareció, nunca lo olvidó. Ella dice que nuestra madre jamás fue su cómplice, que jamás la protegió. Me lo creo. Mis padres miraban hacia otro lado. Lo que no se conoce, no existe. Los fusilados después de la Guerra Civil no existieron. Los homosexuales no existían. Los rojos dejaron de existir, por decreto. Los presos políticos no existían, todos eran delincuentes, presos comunes, robagallinas. Los abusos no existían. Los curas no manoseaban a los monaguillos. Las tortilleras eran solo unas desviadas, unas viciosas, como los de la acera de enfrente. Pobre Nena. ¿Cómo se arrastra, como se calla eso durante toda una vida? Me cuesta imaginarlo. Hay pequeños infiernos que están delante nuestro, no en mundos lejanos ni en paraísos perdidos, sino en la habitación de tus hermanos, que nunca descubrimos. ¿Será mejor así? El caso es que para todos, o casi todos, Caracas es símbolo de Paraíso perdido, felicidad de la memoria. Con el perro Sirio en primer lugar. Tal vez porque estábamos todos juntos por última vez, tal vez porque vivíamos en otro mundo ajeno al de Madrid, un mundo futurista, lleno de escaleras mecánicas, libertad, divorcios, partidos políticos, elecciones, distintas religiones, coches potentes, varios canales de televisión, fiestas con agua y con mangueras, música feliz, y calor, un calor agradable y envolvente. Y playas del Caribe. Venezuela estaba 20 ó 30 años por delante que España en todo, aunque luego pisara el freno, y de golpe, cincuenta años después, haya retrocedido, o se haya estancado. Éramos felices entonces, pero no lo sabíamos, dicen los caraqueños ahora, en el siglo XXI. A pesar de los ranchitos. A pesar de los corruptos. A pesar de los allanamientos de la Universidad y los abusos de la Digepol. Fueron felices entonces, y nosotros también. Éramos inmortales, y ahora nos estamos muriendo a una velocidad de vértigo. Fiesta empieza con Efe, El que no usa pilas el gatico está loco de pila, el hotel Humbolt y la cruz del Ávila nos vigilan y nos protegen cada noche. Nos protegían. Ya no. Ahora no nos protegen ni nuestros padres, muertos los dos. Ni nuestros hijos. Ni nosotros mismos. Que Dios nos pille confesados.

 

 

 

015

YA NO ESTOY tan seguro de que quiera que Alexa esté en casa. Ya sé que es un robot, pero tiene el carácter de una adolescente caprichosa que se hace la sorda cuando no quiere hacer alguna de las tareas que le pido. Y lo malo no es que no quiera hacer tareas, sino que se haga la sorda, y no me cambie la música, porque ella, de por sí, tiene un gusto espantoso. Quien programó su selección musical debería estar en la cárcel, por hortera y macarra. Ah, ¿que eso no es un delito suficiente para ir a la cárcel? Bueno, pues a la silla eléctrica, aunque ya no exista. Le pido que me ponga música Country, y vale, a regañadientes, a la tercera va y me pone algo de Johnny Cash, así, como si estuviera haciendo un esfuerzo que te cagas, luego pone algo más de banjos desconocidos, y a la tercera, en cuanto ya estoy despistado, me cuela un regetón, una de Amaral o, si se le cruzan los cables a tope, algo de la Oreja de Van Gogh. ¿No es para cabrearse? Le pido que se calle, y no se calla. Se hace la sorda. Disimula, y cree que con eso ya me voy a creer yo que le está haciéndole coros a la canción, y que por eso no me oye, así que me tengo que levantar, amenazarla, y desconectarla de la corriente. Joder, cómo te pasas, me dice Bea, que de golpe va y se pone de su parte. La vuelve a enchufar y le dice bajito que le ponga música tradicional irlandesa, y entonces sí, va y la muy puta de Alexa le pone música de Enya. Pero yo la conozco, y a la segunda canción ya está con el Drunken Sailor. ¿Qué podemos hacer con un marinero borracho? Pues tirarlo por la alcantarilla, afeitarle los cojones, arrojarlo por la borda, o meterlo en la cama con la hija del capitán. Las posibilidades son variadas, pero me da a mí que la estrofa de meterlo en la cama con la hija del capitán la escribió el propio marinero borracho, que a lo mejor no estaba tan borracho.

Britta Wolf me ha quitado la funda del diente esta mañana. Creí que iba a usar un martillo y un cincel, pero resulta que no, que se sacó de un cajón una sierra circular, una radial de tamaño diminuto, y me lo rajó por la mitad, como el que parte un esternón en una operación a corazón abierto. Le iba contar que me estaba quitando el último vestigio de Gonzalo, la corona que me puso en su consultorio dental de El Sardinero, su herencia insertada entre mis dientes, pero la verdad es que a ella no le importaba un comino. Está claro. Tonterías las justas, que ella es de Dusseldorf, y en Dusseldorf por mucho menos te llevan a un campo de exterminio y te convierten en pastilla de jabón orgánico, todo reciclado, Green Power.

Por los laterales de mi pantalla All-in-One, detrás de la pantalla, veo el mar Atlántico, con la isla de La Palma en la distancia. Soy un privilegiado. ¿Lo soy? ¿Quién me ha concedido ese privilegio? La casa la compramos Bea y yo hace 12 años, al aterrizar en Tenerife, sin pedirle dinero ni a los padres ni a los hermanos ni a los bancos. Vendimos la del valle del río Ambroz, al norte de Cáceres, y la de Murtosa, en Portugal, y con el dinero de las dos nos compramos esta. Yo sé que soy un privilegiado, aunque nadie me haya dado dinero para comprar la casa. Tener dos casas que poder vender, una en Cáceres y otra cerca de Aveiro es un privilegio. Y aunque dé pasos atrás, porque esas las compramos al vender la casa de la Plaza del Dos de Mayo en Madrid, y la del Dos de Mayo la compré con los ahorros de quince años del Taller de Escritura y los derechos de autor de todos mis libros, nada de herencias ni regalos, pues aun así sigo siendo, fui, seré, un privilegiado, porque pude estudiar y mis padres me pagaron los estudios. Porque no tuve que ponerme a trabajar de niño. Bueno, a partir de los veinte sí, que mis padres eran muy buenos, unos santos, pero me echaron de casa por follar con Deme, que eso no lo sabían de primera mano, pero se chivó Jorge, hay que joderse, comparte casa con tu hermano y te denunciará a tus padres porque la conciencia le pesa mucho. ¿Será cabrón? ¿No podías estarte callado un ratito, mamón? Cago en to’. Mira, vamos a dejarlo, que agua pasada no mueve molino. Yo tenía cinco años menos que Jorge, y me dejaron de pasar la asignación mensual para mantenerme y estudiar. Yo acababa de terminar tercero de Filosofía en la Complutense, menor de edad en la última época del franquismo, y mi padre me dijo: ¿Sabes la paga que te dimos a principios de septiembre? Y yo dije, sí, claro. Pues fue la última. Zasca. En todos los morros. A Jorge le siguieron mandando dinero, pero a mí no. Con dos. Y lo cierto es que ni protesté, casi ni me importó. Yo sabía que el precio de la libertad era ese. Que mi alma revolucionaria no estaba en venta, así que nos fuimos a Barcelona, porque allí había posibilidades de trabajar en la editorial De Vecchi, y en Plaza y Janés. Luego resultó que en Plaza y Janés no, que Carmen Mieza no movió un dedo para ayudarnos con su amigo Rafael Borrás, aunque yo no lo supe hasta muchos años después de su muerte. Escribimos artículos para la revista alemana Express Español, y yo daba clases en el colegio San Felip Neri, en el barrio gótico de Barcelona. Y allí, en la pensión Fernando, entre chulos y putas, celebramos la muerte de Franco, y salimos a las Ramblas a beber sidra y champán con los insurgentes que de golpe salieron de debajo de las piedras a celebrarlo. Qué noche la de aquel día.

¿Qué hubiese pasado si nos hubiésemos quedado a vivir todos en Caracas, después de 1967? Aparte de vivir todos juntos el terremoto, que a mí no me pilló, porque ya estaba en Madrid con la Nena, Jaime, Peancha y mi madre, no sé si Salud, no sé si Gonzalo, pues no sé, tal vez habría acabado con una venezolana sabrosona por pareja, y tres hijos mulatos cantando joropos. O no. O me habría hecho santo, mártir, y habría construido un coliseo solo para meter dentro leones y que me devoraran, como a San Pancracio, el niño, que ascendió como un cohete a los cielos después del primer zarpazo del león de Mauritania que le plantaron delante de su jeta. El padre Celerino, el dominico amigo de Juan Rafael, me dio clases de santidad durante varios meses, los martes por la tarde, porque yo quería sacar un billete de barco y marcharme de misionero a África para que los salvajes, los caníbales, me metieran en un caldero de agua hirviendo, junto con un explorador inglés de pantalones cortos y camisa caqui, y algunas especias exóticas de la sabana para aderezar el guiso. De ese modo llenaba la tripa de los pobres pigmeos o watusis hambrientos, y al mismo tiempo yo me sacaba un ticket directo al cielo, gloria eterna, felicidad sin límites y sempiterna. Qué ganas tenía. Qué prisa. Vivía sin vivir en mí, y tan alta vida esperaba, que moría porque no moría, como le pasaba a Teresa.

Una vez maté un gato dentro de un relato. No me arrepiento. No es que me sienta orgulloso de maltratar animales en el papel, pero tampoco me genera rechazo. En el cuento, Barsén y yo capturábamos un gato callejero, tal vez el del vecino, ya no me acuerdo, y le realizábamos una operación de trasplante de corazón en el trastero de la casa de mis padres. Para el trasplante necesitábamos dos gatos, pero como no teníamos más que uno, supuestamente le quitábamos el corazón al único gato, y luego se lo volvíamos a colocar, conectando todas las venas y arterias que previamente habríamos taponado con pinzas de la ropa. Prácticas de medicina, un homenaje a mi hermano Gonzalo, que se murió en la mesa de operaciones del Hospital de Valdecilla cuando le estaban operando del corazón el mismo día en que cumplía los 42 años. El relato lo colgué en mi blog, hace años, y como respuesta recibí mensajes furiosos de varios lectores que juraron no volver a leer ni una sola línea más de mis libros, aparte de darme una leche si me veían por la calle sin previo aviso. Después de varias amenazas, quité el cuento de mi blog y lo guardé en el cajón de los inéditos. No era ninguna proclama política que tuviera que defender por mi honor de guerrillero. Era solo un relato, bastante nítido en las descripciones, donde ninguno de los personajes, apenas dos y un gato, mostraban ni crueldad ni piedad. Las cosas simplemente sucedían, como tantas cosas suceden en la niñez hasta que la edad de la razón nos amaestra y nos somete a lo políticamente correcto. Los niños, antes de ser sometidos a la censura de los mayores, se ríen de los enanos, de los cojos, de los tartamudos, de los tuertos y de los contrahechos como respuesta natural, sin malicia. La maldad la ponemos nosotros, les inyectamos la maldad en sus ojos ingenuos. Mucho cuidado: he asesinado en el papel a más de una docena de hombres y mujeres, y nadie protestó. Pero matar un gato, un perro… eso sí que es un delito, negro corazón, crueldad innecesaria, salvaje, cabrón, hijo de puta.

Una vez hice que el flaco Vargas le abriera las tripas a Wálter, un marero de Barrio 18, y colgué sus intestinos de la canasta de baloncesto del parque; y después de eso, como respuesta, una marera Salvatrucha le rompía la cabeza a Vargas con un bate de béisbol, lo encadenaba a la canasta de baloncesto, y le cortaba los 20 dedos de pies y manos con una tijera de podar viñedos para que se desangrara lentamente hasta el amanecer. Una juerga que no veas. Pues los lectores nunca me han dado otra cosa distinta que calurosas felicitaciones. Si los personajes son seres humanos, que los machaquen, no problem. Pero a los gatos no me los toques, que te denuncio y te empapelo. Jódete.

Y como estoy a punto de llegar a las 10.000 palabras desde que empecé el NaNoWriMo, hace cuatro días, lo dejo aquí y lo voy a celebrar con Bea y con una copita de vino blanco afrutado. Salud.

 

 

(Continuará)

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