viernes, 28 de junio de 2024

Los esqueletos de Enrique Páez, 2024 (Texto completo: 134.027 palabras)

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Los esqueletos

de Enrique Páez, 2024


Parte 1: Fragmentos de una autopsia

 

001

TUS PADRES HAN muerto. Los dos. Primero tu madre, Aurora, taladrada por una escara de treinta centímetros que arrasó todos los órganos que encontró a su paso. Una herida nacida en la espalda, en algún pliegue de la piel acartonada después de noventa años, una guerra y diez partos. La grieta creció por dentro semana tras semana como una lenta puñalada invadiendo su cuerpo, hasta que asomó su bocaza infecta en mitad de la espalda, cerca de la columna. El doctor Sandino os dijo que ya no había nada que hacer, tan solo esperar su muerte por asfixia, o desangrada, o por infección masiva. Murió deshidratada un tres de noviembre, con la morfina derramándose por el embozo de las sábanas, tras cinco días desconectada de todas las sondas y al borde del coma. Una agonía innecesaria, dilatada con crueldad gracias a los avances de la medicina occidental, capaz de alargar la enfermedad terminal de los moribundos durante meses de agotamiento y dolor. Para ello no se necesita más que tener un cuadro de médicos beatos poseedores de una ética confusa que les impone prolongar el sufrimiento, y racanear con los analgésicos y los sedantes para que los pacientes no se acostumbren.

Durante su última semana, haciendo turnos para dormir junto a ella, te sentaste a la orilla de la cama y oíste a tu madre gritar de dolor en la cama del hospital de Valdecilla, y cada vez que la escuchabas te entraban unas ganas furiosas de asaltar la farmacia a punta de pistola y llevarte toda la morfina para calmar el sufrimiento inútil.

Es que si se duerme no lucha.

Es que a lo mejor le provocamos una adicción a las drogas.

Piensa que a lo mejor no le duele tanto como parece, porque la gente mayor es muy quejica.

Es que la dosis la dicta el médico, y él no pasa revisión hasta mañana al mediodía.

Es que es bueno que le duela un poco y esté despierta para que nos diga dónde le duele y así poder tratarla.

No eres violento, incluso te negaste a hacer la mili, y por fortuna no tienes ni quieres tener un arma de fuego. Menos mal, porque si no quizá la hubieras usado. Primero contra el médico y las enfermeras, por torturadores, después contra tu madre para terminar con su agonía, y por último contra ti, para evitar pudrirte una eternidad en la cárcel.

La agonía se ceba en los viejos y en los enfermos. Los nuevos verdugos tienen títulos universitarios y están a sueldo de la Seguridad Social. Los nuevos sótanos de tortura reciben el nombre de hospitales. Tu madre murió con dolor, y eso no lo puedes perdonar. Un dolor intermitente y largo, dilatado meses eternos, un navajazo incesante que le taladraba un milímetro cada día. Los calmantes se los administraban a posteriori, cuando los gritos de dolor despertaban al internista del sopor de la siesta.

Cuidado, no vaya a ser que la moribunda de la 703 se convierta en drogadicta.

El resultado es que sufrió. Su piel fue adelgazando hasta llegar a ser tan fina como un papel de arroz japonés, y guardaba en sus mejillas la huella de cada beso durante algunos segundos. Murió entre bofetadas de dolor, mitigada algunas veces por la calderilla de analgésicos del médico de guardia, temeroso siempre de excederse en la dosis.

 

Dos semanas después le siguió tu padre, Alfredo, perdido en el vértigo del Alzheimer, nublado por las cataratas y agarrotado en una silla de ruedas entre pañales húmedos de incontinencia. Cuando solo le faltaba un día para morir, las fuerzas le fallaron hasta el punto de que dejó de parpadear mientras miraba hacia ninguna parte. Tu hermano Jaime, que lo observaba de cerca, se acercaba hasta la silla en la que permanecía sentado, y le cerraba y abría los párpados varias veces para que los ojos no se le resecaran. Había adelgazado tanto que incluso se le caía el anillo de casado que llevaba en su dedo anular desde hacía setenta años. Nunca supo que tu madre se había muerto quince días antes. O sí lo supo, de algún modo secreto, y se dejó morir en un susurro. Dejó de respirar, sin un balbuceo, a las tres de la tarde, mientras Tito y Jaime le velaban su respiración minúscula. Sin siquiera fuerzas para el último parpadeo.

Tu padre, ese guerrero indestructible, ese gigante de manos calientes y piernas largas, ese roble inmortal que te ayudó a cruzar todas las calles con la ayuda apenas de dos dedos de su mano, ese volcán que dejó preñada diez veces a tu madre con un solo orgasmo incontenible, murió sin hacer ruido ni presentar resistencia, con solo hacer un último esfuerzo para cerrar los labios y dejar de respirar.

Te dicen que es ley de vida, aunque sea ley de muerte, porque los dos habían cumplido noventa años.

Qué historia de amor tan bonita, un ejemplo para todos, setenta años compartiendo una vida plena, ¿verdad?

Eso te repiten con voz empalagosa los adoradores de los tópicos en el funeral.

Unidos en la vida y en la muerte, como dos tortolitos. Seguro que tu padre lo sabía, supo que Aurora había abandonado este mundo, aunque nadie se lo dijera, y se ha dejado morir para unirse a tu madre en reino de los justos.

Eso no lo sabes. No estás seguro, aunque tiene sentido que después de setenta años tuviera una conexión subterránea, una percepción extrasensorial que le advirtiera que el otro había dejado de respirar. En todo caso su historia común no te pertenece. Te han convertido en un huérfano tardío. Un huérfano con demasiados años. Ya te tocaba, lo sabes, no te quejes, pero te asusta que la cadena trófica haya dado un salto y te haya colocado en primera línea del frente. Tú serás el próximo. Acabas de ver en qué consiste morir, y te entran arcadas al tiempo que una cuchilla de afeitar te recorre las pupilas. Mírate al espejo: No eres más que un espantapájaros enterrando a tus padres delante de tu propio hijo, para que aprenda, para que sepa cómo te tiene que enterrar a ti en la próxima vuelta de campana.

Aún recuerdas ese día en que te asomaste a los ojos moribundos de tus padres, primero a los de uno y luego a los del otro, y presenciaste el miedo que sentían al borde del abismo. En sus ojos leíste que sabían que estaban a punto de caer. Y deberías saber que ese miedo no se va con ellos, no se lo llevan, no les acompaña al otro mundo: te lo dejan como herencia, y ahora es todo tuyo y para siempre, hasta que tus pulmones también dejen de bombear aire.

 


 

002

DESDE UNA ESQUINA del sofá observas a tus hermanos, espejos deformantes de ti mismo. Tienen rastros de tu voz, hasta el punto de que a veces os confunden por teléfono. Descubres muletillas y gestos que tú también repites, y no sabes si son ellos los que te imitan, si eres tú el que les copia a ellos, o si son tus padres los que se multiplican como un virus a través de sus variaciones. Les quieres, has aprendido a quererlos, pero te dan miedo. Están asilvestrados. Cuando se reúnen, cuando os reunís, se transforman en hordas de Atila, en una kale borroka descerebrada, y crees que serían capaces de abrirte y abrirse el pecho a través del esternón por una apuesta, en un exceso de testosterona. Sabes que tú también harías lo mismo, y que provocas en ellos el mismo miedo. La ley de la selva en las familias numerosas es pura supervivencia.

Ahora son hombres y mujeres crecidos y vencedores en mil combates, Tito, Javier, pero no es preciso hacer muchos esfuerzos para ver que están heridos, Coke, Nacho, se tapan el boquete que sangra con una mano, Jorge, la Nena, y hablan de viajes, Jaime, Peancha, tratando de no saber cuál es el alcance de la herida.

Pero es una herida mortal, y no se curará jamás. Tal vez, con el tiempo, dentro de algunos años, cicatrice, y deje bajo la piel enrojecida un termómetro sensible a las lluvias y a las tormentas.

 

Las cenizas de tu padre se quedaron durante un tiempo en una repisa del salón en casa de Coke, dentro de una pequeña urna de madera oscura del tamaño de una caja de zapatos, recubierta con una funda de plástico impermeable negro con cremallera. Es idéntica a la de tu madre, y solo se distinguen si lees las iniciales grabadas en una diminuta placa de metal clavada en el frontal. Es todo lo que quedaba de ellos: puras cenizas grises, que más que al polvo se asemejan a escamas de sal gruesa.

—¿Se les va a guardar en el nicho con la funda o sin la funda? —preguntó Jorge de camino al cementerio.

Y de pronto hay un silencio. ¿Qué será mejor? La funda es un poco fea para el viaje eterno, le da a la urna un aspecto frívolo de bolsa de maquillaje o caja de herramientas, pero también protegerá a la urna de la humedad y el frío en el columbario de Santander. Decidís dejar la funda puesta.

—Además —añadió Javier con mucho sentido—. ¿Qué hacemos después con la funda en casa? No la puedes tirar a la basura, porque ha sido el último transporte de los padres, y a ver quién tiene huevos de usarla como almacén de cedés, o para guardar un tupper con comida.

Os reís. El humor negro es un tatuaje para machos y valientes, y vosotros tenéis de sobra. El último, Nenaza. Tus padres habrían sonreído. Ellos no tenían mucho sentido del humor, pero celebraban el vuestro.

El día del entierro hacía frío, noviembre cántabro, y unas nubes gordas amenazaban lluvia. Vosotros también, curtidos piratas, amenazabais lágrimas. Esperasteis dos días para que Nacho llegara desde Brasil antes de enterrarlos juntos. El sendero de grava del cementerio os condujo a través de un mar de tumbas que parecían barcos a la deriva. Las lápidas más antiguas escoraban a babor y estribor, hundiendo unas veces la proa y otras la popa en vaivenes de olas de mar. Sepulcros a la deriva, sin timón, donde la tierra blanda había cedido, convirtiéndolos en veleros próximos al hundimiento. Te parece una metáfora extraña y hermosa al mismo tiempo: un cementerio junto al mar que imita los naufragios, poblado de barcos piratas con los huesos de las banderas almacenados en la bodega.

Seguís en comitiva al albañil del cementerio. Jaime no pudo evitar hacer un comentario profesional chistoso:

—Ahí va el albañil, prestigiando su oficio al encabezar un cortejo de veinte títulos universitarios.

Sois todos vosotros, los nuevos huérfanos de Alfredo y Aurora, a los que se suman cuñadas y nietos. La familia estricta, y ya sois muchos. El albañil rompe con una maceta y un cincel el sello de cemento del nicho donde están las cenizas de tu madre desde hace apenas dos semanas, recoge los fragmentos y se hace a un lado con respeto. Tito hunde los brazos en el interior del hueco, extrae la urna con las cenizas de tu madre y se la pasa a Nacho. Nacho sopesa y acuna la urna un rato, y te la pasa a ti. Pesa poco y duele mucho.

Hubo un tiempo necesario en que tus padres eran Dios. Un dios bicéfalo indestructible, capaz de protegerte más allá del sueño y de la noche. Cuando mueren tus padres muere Dios, muere el paraguas protector, muere la eternidad y la invulnerabilidad. Dios murió dos veces ese noviembre: se llamaba Aurora y Alfredo, y de ellos solo restan cenizas.

En el cementerio la Nena lee la carta que le escribiste a tu madre cuando cumplió ochenta años, y Peancha la que le escribiste a tu padre. Tú no puedes hablar, y te asombra que a ellas les alcance la voz hasta la garganta. Es el largo aprendizaje de la alexitimia, asignatura obligada para todas las familias numerosas. Colocáis de nuevo las dos urnas al fondo del nicho, una junto a la otra, protegidas por las fundas, y el albañil tapia el nicho y lo sella con una masa de yeso negro.

—¿Le grabo las iniciales en el cemento? —pregunta.

—No hace falta. Ya lo hacemos nosotros —dice Jaime.

Tu hermano Coke fabrica un punzón con una rama seca, y escribe con caligrafía hermosa los nombres de tus padres en la diminuta pared de cemento que sella su tumba, Aurora Mañá y Alfredo Páez, y después todos vosotros, de mayor a menor, apretáis la huella de vuestro pulgar en el cemento fresco. Patty estampa la suya en nombre de su padre Zalo, enterrado cincuenta metros más al sur desde hace diecisiete años. Diez huellas huérfanas en un espejo de arena que ya no os refleja. También vosotros, y vuestras huellas, estáis enterrados en Santander, muy cerca de la tumba de Zalo. Salís del cementerio con dos cadáveres a cuestas inyectados por debajo de la piel, en lo más profundo del hueso. Hace frío, y antes de llegar a los coches se desata un vendaval de lluvia y nieve que recorre toda la península, pero vosotros ya lo tenéis dentro, como una garrapata congelada, una costra de hielo por debajo del abrigo.

Sientes la amputación de un cuerpo que no es el tuyo, y así será hasta que te acostumbres a estar un poco muerto, y a caminar con la espalda vencida por el peso de los cadáveres, el tiempo y los espejos.

 


 

003

TU MADRE ESPERÓ solo dos semanas para llamar a tu padre a capítulo. ¡Alfredo, ven aquí, no hagas que me enfade! Y tu padre fue, como un corderito. Las hermanas de tu madre siempre dijeron que era un poco calzonazos, para qué negarlo. Eso contaba Chitín, que le conoció en los bombardeos de la guerra civil, allá por 1937 a lo más tardar.

Hay una foto de Caracas que siempre te fascinó: tu madre con vestido largo, de fiesta, flanqueada por tus cuatro hermanos mayores, dos a cada lado, vestidos de esmoquin. Una mujer radiante, con cuarenta y siete años y aparentando diez menos, rodeada de una guardia pretoriana de jóvenes tiburones: sus hijos/novios. Que tu madre fuera la gran puta de Babilonia solo pertenece al imaginario edípico común, pero el empeño de no dejar nunca de ser objeto de deseo llegó al extremo de hacerse una liposucción con ochenta años cumplidos. A ti te tocó sufrir su intento de alargar la eterna juventud cuando a los doce años, al regreso de Caracas donde todos los niños llevaban pantalón largo, tu madre te obligó a ponerte un pantalón corto. ¿Qué hacías tú con pantalón corto después de tres años llevándolo largo? ¿Por qué ese empecinamiento de tu madre en que Jaime y tú os pusierais el pantalón corto antes de aterrizar en Madrid? Para ti era incomprensible. Ni siquiera tenías pantalones cortos en tu armario, y te veías ridículo y aniñado con doce años y los muslos y las rodillas al aire. Jaime y Peancha pagaban solo medio billete de avión, pero a ti te tuvieron que sacar el billete completo, como un adulto. Durante el mes anterior al viaje de regreso estuvisteis discutiendo tu madre y tú, sin que pudieras convencerla de que el ridículo te atormentaba. Ninguno de tus amigos de tu misma edad llevaba pantalón corto, así que ¿por qué tu madre te obligaba a ponértelo? La respuesta jamás te la dio tu madre, sino el psicoanálisis, treinta años más tarde: tu madre solo quería seguir siendo una mujer joven, una madre reciente con hijos que aún llevaban pantalón corto. Tú ibas a ser la demostración de que tu madre no envejecía, tus pantalones cortos tenían que demostrar que ella era una mujer de parto reciente, una mujer con cuatro hijos/novios, pero en edad de criar hijos pequeños, una mujer deseable, y no una menopaúsica con el vientre flácido. Así pues embarcaste en el avión de Maiquetía con pantalón largo, y descendiste en Barajas con pantalón corto. A mitad de vuelo tu madre te obligó a cambiarte de pantalón en el servicio del avión.

Tu padre tampoco quiso envejecer, y su manera de luchar contra lo evidente fue retrasar su jubilación hasta que por decreto tuvo que renunciar a sus clases. Fue el primer profesor emérito de la Universidad de Santander, un título obligado para poder seguir ejerciendo después de los setenta años. Cuando cumplió los ochenta, prácticamente ciego y con un comienzo de Alzheimer aún no detectado, el gobierno tuvo que sacar un nuevo decreto en el que limitaba a los ochenta años el tope de edad para que los profesores eméritos siguieran dando clase. Tu padre amenazaba ser el profesor eterno, la estatua de mármol del departamento, la cátedra milenaria de hormigón armado.

Tus padres jamás envejecieron motu proprio, y muy pronto descubristeis que el síndrome de Peter Pan era hereditario. Tito no quería jubilarse, aunque ya le había llegado la edad; Javier se quitaba quince años en el currículum; Coke tuvo otro hijo con cincuenta y tantos años; Nacho resoplaba cuando sus dos nietas le llamaban abuelo; la Nena se apuntó al único club de moteros que admitía socias de más de sesenta años; Jaime frecuenta los mismos bares que sus hijos; Zalo prefirió morir antes que envejecer; y tú escribes literatura infantil y juvenil por pura identificación con los personajes. Qué quieres. Tal vez el virus que aletarga el crecimiento estaba en los dos únicos trajes de primera comunión que compartisteis todos vosotros, con sandalias de charol blanco y misalito Regina de nácar incluido. Cuando te llegó a ti, el traje sabía mucho más que tú de ceremonias religiosas y meriendas a orillas del río Jarama, y sus cuatro sietes en las perneras del pantalón lo confirmaban.

 

Algunas veces te miras en el espejo y te preguntas cómo lograste sobrevivir a tus hermanos. No fue fácil. Tú eras de los pequeños, pero no el más pequeño. El octavo. Estabas un poco escondido allí, detrás de la Nena y antes de Jaime. Aprendiste a ser invisible.

Pero con diez aprendices de verdugos no es fácil esconderse. Cuando Tito recibía una bofetada, había un eco por el pasillo, y todos recibíais la vuestra en una cascada de fichas de dominó. Peancha se quedaba siempre con el último guantazo, porque detrás de ella no había ni siquiera un perro al que darle una patada. Tú eras solo una pieza intermedia, un eslabón de la cadena de trasmisión de bofetadas.

¿Y cuando Tito recibía un beso de tu padre? Mentira. ¿De cuándo acá Tito recibió un beso de tu padre? Eso es cosa de maricones, y los ingenieros de caminos no tienen debilidades homosexuales. Hasta ahí podíamos llegar. Los ingenieros de caminos, como tu padre, tienen la polla de hormigón, diluyen su sangre con cemento Portland, y no mueven los labios si no es para dictar una conferencia sobre las cúpulas pretensadas de Brasilia. No están fabricados para dar besos, y eso viene de serie. Cuando naciste, los nombres de chicos ya se habían agotado en el estrecho imaginario de tu padre, así que el día que tu madre le preguntó por el nombre con el que quería bautizar a su octavo hijo, el séptimo de los varones, él siguió enfrascado en el proyecto marino que le habían encargado desde Lisboa, y que en esos momentos estaba acabando de rotular.

—Alfredo, que te he preguntado que qué nombre le vamos a poner al nuevo —insistió tu madre empezando a perder la paciencia.

—Don Enrique, el navegante —dijo tu padre subrayando el nombre del proyecto con el tiralíneas cargado de tinta china negra.

—¿Enrique? —tu madre dudó solo un instante—. Bueno, vale, no está mal —y cerró la puerta con un nuevo nombre para su vientre abultado.

Que tus padres no tenían sentido del humor lo sabe hasta el arzobispo de Toledo. Ser ingeniero y esposa de ingeniero no es algo que se pueda tomar a guasa. Y aún así recuerdas que una vez tu padre le gastó una broma a uno de tus hermanos. Una broma didáctica, qué remedio, pero broma a fin de cuentas. Al terminar el Preu, Coke le confesó en mitad de la comida del domingo que quería estudiar Arquitectura.

—¿Arquitectura? —se extrañó tu padre. Para tu padre todo aquel que no estudiara ingeniería de Caminos era un ser de difícil comprensión.

—Sí, Arquitectura —dijo Coke orgulloso—. ¿Qué te parece?

—Sabes la definición de arquitecto, ¿verdad? —dijo tu padre sin mostrar emoción.

—No —reconoció Coke.

Todos dejasteis la cuchara detenida en el aire, esperando las palabras de tu padre. Sin saberlo tú estabas aprendiendo a construir el suspense.

—Un arquitecto es alguien que no es lo bastante macho como para estudiar Caminos, ni lo bastante mariquita como para ser decorador.

Luego quizá le dio un abrazo, pero sin mariconadas.

 


 

004

ALGUNAS VECES HAS tratado de imaginar cómo fue la infancia de Tito, Javier o Coke. Tú no estabas allí, no naciste hasta once años más tarde, y cuando llegaste ya había siete camas en casa, además de la de Salud, la de Blasa, y la de tus padres. Aquello era una residencia. O un orfanato, porque tu padre se atrincheraba en el despacho, y ya podían caer bombas que él de allí no salía. Tu madre montaba una barricada en el pasillo para que ninguno se acercara al Sancta Sanctorum. Algunas veces te escondías en el despacho bajo la mesa de caoba, buscando protección, y te quedabas dormido allí hasta que tu madre te sacaba a escobazos. Te tocó la décima parte de un padre ausente. ¿Por qué no decir que fuiste huérfano? Tu madre tampoco estuvo allí siempre contigo. Es imposible. Las cuentas no cuadran. Sus tetas estaban secas después de tanto mamón hambriento que te precedía. A la cama sin cenar. Por eso te preguntas cómo serían tus padres jóvenes cuando aún no habían cumplido los treinta años y tenían como mucho uno, o dos o tres hijos; Tito, Javier y Coke. Cuando se sumaron Nacho, Jorge, Zalo y la Nena, tú aprendiste a esconderte bajo la mesa.

Tu hermano Tito, el mayor, el hereu, se quedó viudo tres años antes de casarse, en el 64, con veinte años recién cumplidos, cuando le prometió a Emilia que le pediría la mano el día en que regresarais de Venezuela. El novio viudo. Tito siempre quiso ser piloto de aviones, y en Caracas se compró una avioneta de juguete con un micromotor de gasolina que giraba a su alrededor tensado por una cuerda. La avioneta se movía, hacía ruido, olía a combustible, daba vueltas sin parar, pero jamás podía alejarse más allá de los cuatro metros de cuerda que la conectaba con la mano de Tito. Una avioneta cautiva, un avión/cometa, la metáfora exacta de su vida. Emilia, aragonesa de Calamocha, compartía piso en Madrid con una numeraria del Opus Dei, y esperó tres años cantando la copla La niña de la estación, hasta que Tito regresó y ella le exigió el cumplimiento de la promesa. Tito pertenece a esa estirpe de varones sometidos a mujeres dominantes, copias edípicas de tu madre, y aún tuvo que esperar otros veintitrés años para regresar a su estado natural al enviudar de nuevo, cuando Emilia ya le estaba pidiendo el divorcio. Una vez cumplido el ciclo reproductivo, vendió la casa, se sacó el título de piloto, se compró dos aviones idénticos, y se arrinconó en la cama nido del despacho de tu padre durante años de penitencia. Dos aviones para jugar a escapar, para no moverse. Si buscas la parálisis, cómprate un avión. O dos, para estar bien seguro.

Para ti la infancia es un territorio enemigo, poblado de hermanos gigantes apostados en las esquinas, un cuartel de infantería en el que te tocó ser el penúltimo recluta. Qué suerte, diez hermanos. Aprendiste a sobrevivir en la selva escarbando por debajo del manglar de brazos que crecía en las orillas de la mesa para robar galletas María untadas de mantequilla y azúcar. Zalo era tu hermano mayor, el referente próximo, el tutor invisible, pero Zalo también era el enfermo del corazón, la promesa de la muerte. ¿Y qué hay después de la muerte? Tú estás después, Enrique, bobo de Coria, tú eres el zombi, el que sobrevive a los muertos,

 

Que sí, que tu mamá te quiere y te cuida desde el más allá, te guarda un sitio a su lado, muy cerca de las once mil vírgenes (¿o eran las once mil vergas?), e incluso está haciendo presión en los círculos de Dios para que te conceda un sillón eterno y acelere los trámites del purgatorio de forma que no pases allí más de cinco o seis millones de años. ¿Qué es eso comparado con la vida eterna? Peccata minuta. Incluso está dispuesta a venir a buscarte si tardas mucho. Se comprende que tú no tengas prisa, y que en todo caso le pidas a tus hermanos mayores, a Tito, a Javier, a Coke, que abran paso y te cuenten qué tal les va en su viaje a la muerte, y su reencuentro con tu madre y tu padre. Tu madre es como tu novia. Un Edipo como un piano. Aunque tu caso no es tan extremo como el de Coke, el ojito derecho de tu madre, que estaba llamado a ser el cura, el hijo sacerdote. ¿Cuántas veces recuerdas de niño rezar el rosario en el mes de mayo, mater amantisima, ora pro nobis, Kyrie Eleison, Christe Eleison, y finalizar con el ruego de tu madre, a quien corresponda, de obtener la gracia de un hijo sacerdote? Después, a empujones por el pasillo, vosotros tratabais de quitaros el muerto de encima.

—A mí déjame en paz, que yo no quiero la gracia de ser cura. Que lo sea Coke, que es el bueno.

Coke a lo más que llegó en su camino a la santidad eclesiástica fue a recorrer el camino de Santiago dos veces, una a pie y otra en bicicleta, para redimirse a los ojos de tu madre. Eso, y mantener una amistad indestructible con Aúpo, el dominico compañero de pupitre en la Escuela de Arquitectura. Así que, a pesar de las rabietas de tu madre, Coke se casó dos veces. Sólo al morir tus padres Coke recuperó los dos anillos nupciales de los dedos de tus padres, y ahora por fin él lleva puesta la alianza de tu padre, con el nombre de tu madre grabado en su interior, mientras Lucía lleva el anillo de tu madre, por fin casada con su hijo Coke.

Javier también dejó una novia en Torrelodones. La primera novia del último verano antes de vuestro traslado a Caracas. Se llamaba Esperanza, y era la hija de los guardeses de la casa. Una descarada. La vergüenza de la familia. Según tu madre, esa golfa quería enredar a Javier para infiltrarse dentro de una estirpe con posibles. Sería por eso, porque el dinero no abundaba en tu casa. Ni en la tuya ni en la de casi nadie, a decir verdad. Había que moverse rápido antes de que Esperanza se abriera de piernas y anunciara estar embarazada. Según tus hermanos mayores esa fue una de las razones que motivaron el traslado de Madrid a Caracas: un coño hambriento, un coño castrador, como se pudo ver en la continuación de la historia sexual de tu hermano.

Javier no solo se quedó sin follar ese verano de sus dieciocho años, sino que fue virgen hasta los treinta y cinco. Es complicado de entender, porque se casó a los veinticinco, pero no perdió la virginidad hasta después de haberse divorciado. Su ex mujer, Betty, la hija menor de unos amigos de tus padres, Carlos y Rosa, del Movimiento Familiar Cristiano de Caracas, está cerca de cumplir los setenta, y es la primera divorciada virgen de la que jamás hayas tenido noticia. Se casaron con prisas, porque Javier tenía unas ganas locas de arrancarle las bragas. Betty, la ninfa, era menor que Javier. Mucho menor. Tan menor que tuvieron incluso que esperar a que a Betty tuviera la primera regla para que sus padres aceptaran el noviazgo. El padre de Betty, el dentista Carlos, no veía con buenos ojos que su hija tuviera un novio antes de abandonar la infancia biológica. Sus prevenciones tenían sentido, porque Javier no pudo jamás consumar el matrimonio. Impotencia psicológica. Una agonía en la que gastó años de psiquiatras, blasfemias y plegarias. A partir de entonces se hizo comunista. Tu padre se lo llevó de putas, a ver si las barraganas lo curaban con sus caricias sabias y sus coños amaestrados, pero no hubo manera. Betty y Javier intentaron follar en tres continentes, y al final Javier devolvió intacta a su mujer a casa de sus padres. Ya no habría nietos en casa de los Chirinos. Desde entonces Betty vivió con su madre a la sombra del Pico Bolívar, en San Pablo de los Andes, preguntándose con rabia cómo ha sido posible que saltara de la primera regla a la menopausia, con matrimonio y divorcio incluido, y todavía sea virgen.

Después de cinco años de matrimonio blanco, pactaron el divorcio y Javier regresó a Madrid. Abandonó su puesto de profesor en la Universidad Simón Bolívar, cerró dando un portazo su apartamento de Las Mercedes, en Caracas, sacó un billete de avión, y sin despedirse de nadie se instaló casi un año en el hotel Riverside de Nueva York. Allí tuvo que ir a buscarlo y rescatarlo Coke, cuando su economía ya no le permitía pagarse ni un billete de autobús, y se lo llevó a rastras hasta Madrid.

Una vez instalado en una corrala de la calle Mesón de Paredes, Javier volvió a hacer lo único que le aliviaba el dolor: ser otro a través del teatro. Durante los cuatro años siguientes hizo monólogos, cabaret, teatro ambulante y agitación callejera, hasta que se acopló a Teatro Cero, heredero de Los goliardos, para representar Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín por toda Andalucía. Fue ese verano, a los 35 años, con cinco porros bien cargados de marihuana, cuando después de la función entró en la camioneta una de las espectadoras, Carmen, la sevillana. La obra le había encantado. Se pasó con Javier a la parte de atrás, se puso en pelotas, y consiguió lo que ni su mujer, ni la psiquiatra, ni la enfermera tetona de la psiquiatra, ni las veinte putas de las Torres del Silencio habían conseguido hasta ese momento: echar un polvo, mondo y lirondo.

Él dice que no lo recuerda, pero hubo testigos de lo que ocurrió esa noche, porque los otros cuatro miembros de Teatro Cero estaban también dentro de la camioneta tratando de dormir sin conseguirlo. Javier tenía un atraso de orgasmos notable, y no dejó salir a Carmen de la furgoneta hasta que la polla le empezó a escocer de tanto empujar. Vaya descubrimiento, en pleno destape y auge de la movida madrileña, a finales de los años setenta. Muerto el dictador, se acabó la rabia. Javier se llevó a Carmen en la maleta de regreso a Madrid, sin dejar de follar en Despeñaperros, a la sombra de las tinajas de vino de Valdepeñas y en la estación de trenes de Alcázar de San Juan. Luego, en la casa corrala de Mesón de Paredes, se atrincheraron durante quince días monotemáticos, en los que solo hubo tiempo para fornicar, telefonear a Telepizza, y dormir de tanto en tanto. Jorge compartía piso con Javier, y aún recuerda el maratón del desquite. Roto el tapón, llegó la fiesta: hizo tríos con la hermana pequeña de Carmen, se afilió al POE (Partido del Orgasmo Esmerado), se zambulló en orgías de peyote y sexo en casa de Daniel Ossenbach, y acabó ejecutando el primer show erótico de la democracia en la calle San Mateo con entrada exclusiva para las mujeres: Solo para ti, encanto. Sobre el escenario de Lady Pepa, los primeros actores porno del momento hacían juegos malabares con la polla antes de sodomizar espectadoras.

 

 


 

005

FRENTE A LA mesa del despacho de tu padre había un arcón castellano, y sobre el arcón, un quijote de metal a galope sobre una peana de mármol. El quijote era tu padre, ¿quién si no?, y dentro del arcón habitaba El Libro.

—¿Dónde está papá? —preguntabais a veces, para confirmar que aún seguía vivo.

—Está en el despacho. No le molestes, que está escribiendo El Libro —decía tu madre.

Y regresabais a jugar con la flota de barcos de papel, a torturar insectos, o a disparar garbanzos con el tirachinas.

El Libro de tu padre era la promesa de inmortalidad. Cuando acabara el Libro, se habría terminado por fin la trilogía del Universo, y a partir de ese momento existiría El Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, y el Testamento de Hormigón, que los incluye y los domina a todos. Si Dios hubiese utilizado hormigón en lugar de tierra y agua, el mundo habría sido un lugar mucho más seguro.

Tú eras muy pequeño cuando un sábado por la tarde Javier os hizo una demostración de cómo funcionan los paracaídas atando a las patas delanteras del gato Bartolo una bolsa de plástico de Simago. Después lo tiró por el balcón. Y funcionó perfectamente. Más difícil fue capturar de nuevo al gato, que no tenía ganas de volver a casa. Una hora después tu madre llegó a tiempo para rescatar a Nacho del mismo balcón al que se había encaramado mientras se agarraba con todas sus fuerzas al mango del paraguas abierto de tu padre. Si el gato había podido, él no iba a ser menos.

El tranvía 47 pasaba por delante de vuestra casa. Era divertido poner chapas de botellas en los raíles, y esperar a que el tranvía las transformara en delgadas láminas de hierro. Si alguno tenía una moneda de cinco céntimos, también podía duplicar su tamaño y su valor al ser prensada por el tranvía. Pero lo que te resultaba más emocionante era depositar insectos en las vías, a pesar de que el resultado final nunca fuera visible. Necesitabas paciencia y buen pulso para arrancarle las alas y las patitas a la mosca, una a una, utilizando las pinzas de depilar de tu madre. Después colocabas la mosca viva sobre el riel de la vía y esperabas a que pasara el tranvía. Era importante, eso sí, que la mosca estuviera mirando en la dirección en la que llegaba el tranvía, para que pudiera verlo bien cuando se acercaba. Tú te quedabas observando a la mosca inmóvil que miraba al tranvía, y tratabas de descifrar la cara que ponía. La misma que se te ponía a ti cuando, jugando a fútbol, el azar colocaba el balón a tus pies y veías a tus hermanos corriendo hacia ti para quitártelo.

Desde hace sesenta años todos los niños han crecido viendo dibujos animados por televisión. Tú no. Y no es que la televisión no existiera cuando eras pequeño, sino que tus padres, en un ataque de fundamentalismo cultural, decidieron que ver televisión era malo para la educación y la salud de los niños, porque dejaban de leer, de jugar y de imaginar. Así que tomaron una decisión drástica: no comprar ninguna televisión hasta que el más pequeño de sus hijos, tu hermana Peancha, fuera mayor de edad. Y lo cumplieron. Aún no sabes si hicieron bien. No es que se lo reproches, pero años después no tuviste huevos para negársela a tu hijo.

Así que tuviste una infancia desconectada. Pero como erais diez hermanos, la diversión en casa estaba garantizada. Los sábados por la tarde os dedicabais a montar las vías del tren por toda la casa: pasos a nivel, puentes, cruces, desvíos, túneles, vías muertas, estaciones y viajeros a la espera del convoy. No sabes qué cantidad de metros recorrían aquellos trenes, pero era una obra de ingeniería que necesitaba el concurso de los diez hermanos, y la asesoría, cada media hora, de un ingeniero de caminos: tu padre.

Al llegar la noche os acostabais exhaustos. Sólo tenías fuerzas para sintonizar la radio, y escuchar embobado las historias de El gato con botas, Los siete cabritillos, o El sastrecillo valiente en Radio Nacional.

 —¡Garbancito! ¿Dónde estás? —llamaban sus padres a voz en grito.

 —¡Aquí estoy! ¡En la tripita del buey, donde ni nieva ni llueve!

Después de saltar de cama en cama y reventar los muelles de algún colchón, tu madre os metía con dos azotes bajo las sábanas, apagaba la luz y os dejaba, a los pequeños, cautivos en las manos de tus hermanos mayores, especialistas en cuentos de terror nocturno.

Al día siguiente, tras abrir de par en par las ventanas y tender los hules para diluir el olor a amoniaco de ocho varones enuréticos, empezabais a jugar con el tren.

La merienda con galletas, chocolate Elgorriaga y miel de la Alcarria. El domingo por la tarde teníais que desmontar el tren, un país completo, con ríos, pueblos y montañas, cosido por una red ferroviaria construida y desmontada por vosotros, los huérfanos del televisor. Las vías rectas con las rectas, las curvas con las curvas, las montañas de corcho del belén, a las cajas. Y todo ello, con vagones, puentes, soldados, los dinkytoys de Coke, los indios de Zalo, y el fuerte vaquero de Jorge, al altillo. Hasta el sábado siguiente.

 

En Caracas, a mediados de los años sesenta, vivía un millón de personas dentro de la ciudad, y novecientos mil desheredados en los ranchitos de las afueras, a partir de Petare, y por debajo de la cota mil, en las faldas del Ávila. Los adecos, con Raúl Leoni al frente, habían vuelto a ganar la presidencia frente a los copeyanos. Por las noches, desde las colinas de Bello Monte, tú veías cómo se encendían las ventanitas del hotel Humboldt que coronaba la cumbre, y soñabas con subir en teleférico hasta su azotea, para tener el valle de Caracas a tus pies. En el patio del colegio jugabas a las adivinanzas:

 —¿A que no te sabes el nombre de dos animales que tengan las cinco vocales dentro de su nombre?

 —Yo me sé uno: murciélago.

 —Vale, ¿y el otro?

 —No lo sé.

 —Pues yo sí: Raúl Leoni.

El que perdía le tenía que dar al otro un cachito, una corteza de no sé qué planta en forma de ameba, entre garra, media luna y lágrima, que nosotros pulíamos durante horas, y después abrillantábamos y oscurecíamos con aceite, para hacernos colgantes y llaveros.

Hacía tanto calor, que vuestra casa tenía un salón con solo tres paredes; la cuarta estaba abierta al jardín, al cerro del Ávila, y a la cumbre de los edificios que sobresalían más allá de Chacaíto. Uno, en especial, refrescaba cada noche nuestra imaginación, y no porque el edificio tuviera nada de especial, sino porque sobre el tejado de aquel rascacielos había un anuncio luminoso de helados que parpadeaba sin cesar: “Fiesta empieza con Efe”. Un helado, por favor, un polo, un raspado, lo que sea. A media tarde pasaba por la puerta de la quinta Loló, en la avenida Casiquiare, el carrito de helados y raspados cuya música aún recuerdas. Por un mediecito podías tomarte un cucurucho de hielo regado con sirope de frutas. Tus raspados preferidos eran los de tamarindo, grosella, y fresa con leche. De mango no, porque teníais cuatro árboles de mangos en casa, y regalabais sacos a todo el que pasara por la calle.

Fue en Caracas donde descubriste la televisión. Mientras en España, en 1964, solo emitía TVE algunas breves horas de la tarde (la segunda, el UHF, aún ni siquiera existía), en casa de tus vecinos podían ver el canal 5, Venevisión, el Canal 8, Radio Caracas Televisión, y el Canal 11. Suena extraño visto desde ahora, pero Venezuela en 1965 era un país mucho más avanzado que España, que se ufanaba de ser un país en vías de desarrollo. Diez años antes de morir Franco, tus hermanos y tú viajasteis en el túnel del tiempo a bordo de un DC-8, y durante tres años convivisteis con los partidos políticos, la libertad religiosa, el divorcio, la libertad de información, la pluralidad televisiva y las playas del Caribe.

 


 

006

EL 1 DE enero de 1961, en el salón de casa de tus tías, a las cero horas y quince minutos, dos locutores de televisión, tal vez José Luis Pécker e Isabel Bauzá, mostraron a todos los españoles que tuvieran televisor (que no eran tantos), que el año que se iniciaba, el de 1961, se podía leer del mismo modo al derecho y al revés. Y para demostrarlo, frente a la cámara de televisión pusieron patas arriba al tarjetón en el que habían escrito los números 1961, y chan-ta-ta-chán, efectivamente, volvía a poner 1961. Eso sí, a condición de que los dos números uno fueran palotes simples, sin cabeza y sin pie. Tú ni siquiera habías cumplido los seis años, pero ya conocías los números a la perfección, y aquel truco de magia matemática te pareció tan asombroso, que se lo repetiste a todos tus hermanos, que eran muchos y no te hacían mucho caso, hasta que te metieron en la boca un calcetín usado de Zalo para que te callaras. Pero del truco aún te acuerdas, porque aquellos locutores dijeron que eso no volvería a suceder hasta cuatro mil años después, en el año 6009. No es el recuerdo más antiguo que tienes, pero sí el mejor fechado.

Más antigua es la memoria que guardas de cuando eras un bebé, memoria sensorial en la que te descubres braceando en la cuna, llorando, hundido en una sima con barrotes verticales, en un charco de sabanitas blancas donde, a veces, encontrabas un sonajero, un chupete perdido, o el dedo de un pie que aún no reconocías como propio. Ese recuerdo solo apareció con los ojos cerrados, tumbado en el diván del doctor Blanco, después de un mes de sesiones tormentosas. Crees que llegaste a llamar a tu madre, mamá, mamá, con vocativos de angustia. No te dolía nada, no estabas mojado, no tenías hambre, pero un vacío estallaba ante ti y unos bracitos carnosos pasaban de cuando en cuando por delante de tus ojos. Aunque eran tus brazos, tú no lo sabías. Te faltaba algo, y no eran brazos: era tu madre, su vientre, la cueva, el calor, la protección final, el nirvana, el placer total. Tú no querías estar en esa cuna. ¿Dónde estaba tu placenta? Sesenta y cinco años después sigues durmiendo acurrucado, apretado bajo un edredón que no palpita, añorando el regreso.

Bea te lee, y frunce el ceño preocupada:

 —¿Te trato mal? ¿Echas de menos a tu madre?

Le dices que no, que tu madre era como todas las madres, o sea, una pesada y una lianta.

 

Zalo estaba cansado. No quería seguir viviendo. El corazón ya no le daba para más operaciones. Ya llevaba tres encima, con la válvula aórtica y la válvula mitral, una de platino y la otra de corazón de cerdo.

—Un cerdo. Eso era. Se merecía tener no solo una válvula, sino todo el corazón de un cerdo.

El corazón de cerdo es el más parecido al del hombre. Por algo será. Puede que todos los hombres tengáis corazón de cerdo, porque no van a ser los cerdos los que tengan corazón humano. Vale: Zalo tenía válvulas de corazón de cerdo, y estaba en las listas de trasplantes.

Te pidió que le acompañaras a Londres para visitar al doctor Ross, el primero que le había operado, veintitrés años antes, cuanto Zalo apenas tenía dieciocho años y tú quince. En esa primera operación también estuviste en Londres con él. En su primer viaje a Londres por el corazón, y también en el último. En Londres, en el primer viaje, agosto de 1970, hacía un calor espléndido. Mientras Zalo estaba convaleciente, tú recorriste el mercado de Petticoat Lane, Regents Park, Carnaby Street (principios de los años setenta, en plena explosión hippy), Hyde Park y el Museo de Madame Tusseau. Te compraste el Let it be de los Beatles que aún no se había editado en España, y una camisa hippy gigantesca con mil colores dibujando un corazón. Fue tu sotana contestataria durante tres años, hasta que los colores se desdibujaron por las lavadoras intensivas de Salud.

En el último viaje, en 1992, Londres era una ciudad invernal, azotada por la lluvia. Zalo te engañó, y por la mañana, cuando os encontrasteis en la sala de desayunos de aquel Bed and Breakfast cerca de Victoria Station, te dijo que él se había levantado muy temprano, y había acudido a la consulta del doctor Ross para que le revisara y le pusiera en la lista de los trasplantes. Y que Ross le había dicho que sí, y que muy pronto podría hacerle el trasplante. Se te atragantó el desayuno por el embuste. Zalo no se atrevió a mirarte a los ojos.

Mentía. Estás seguro de que te mentía. Ni Zalo dominaba tan bien el inglés, ni era madrugador, ni le había dado tiempo, ni tenía sentido ir solo al hospital y hacer todas esas gestiones rápido, antes de desayunar. Zalo mentía, y en ese momento supiste que había decidido dejarse morir sin pelear. Que estaba preparando su muerte. Estabas en Londres con el cadáver de tu hermano caminando a tu lado por Oxford Street, por el Soho, y junto a los titiriteros de Covent Garden. Nunca una ciudad te pareció más triste. La misma ciudad que veintitrés años antes te había abierto los ojos a otros mundos, ahora se llevaba a tu hermano mayor, tu hermano espejo, tu referente, que te mentía para no decirte que ya estaba muerto.

Trataste de convencerle durante los dos últimos meses. Que se fuera a la República Dominicana, que abriera una clínica en Madrid, que se dedicara al contrabando. Lo que fuera menos morirse. Pero no quiso. Zalo quería morir. Firmó unas cuantas pólizas de vida después de regresar de Londres. Le salieron carísimas, pero más caro lo pagó la aseguradora. Todo previsto. Zalo incluso redactó el testamento manuscrito antes de salir de casa, y se lo dejó a su abogado crápula, ¿cómo se llamaba? Chano, Chavo, Chucho, Chochi, ya no te acuerdas, pero era algo así, un nombre pijo.

No quieres culpar a nadie de su muerte, pero necesitas echarle la culpa a alguien. Hay un hermano que no ha vuelto a estar contigo en ninguna fiesta más. Hay un hermano muerto, y no sirven otros, da lo mismo que haya ocho más, como si hay doscientos. Porque él no era un hermano, sino tu hermano, el hermano mayor, el único que se llamaba Zalo, y el único al que le hacías confidencias. Ya no está, y a ti te gustaría que estuviera ahí al lado, da igual cómo, callado o protestando, te da lo mismo, haciendo negocios con tu madre, o timando a una agencia de viajes con cheques de viaje duplicados. Tú ya no eres nadie para juzgar, y de él aprendiste una frase que has repetido mil veces después:

—No tengo por qué ser objetivo con mi hermano.

Eso no te toca a ti. Que lo sean todos los demás, los otros seis mil millones de seres humanos, pero tú no. Él nunca necesitó tu justicia, sino tu apoyo sin condiciones.

Desde entonces has visto cómo todos tus hermanos, los que quedaban vivos, de pronto estaban heridos de muerte. Heridos por la muerte. Los diez hermanos erais como el misterio de la Trinidad: un dios que es uno y trino, un cuerpo que es uno y diez, con veinte brazos, veinte piernas, dos coños, ocho pichas y doscientos dedos. La amputación de dos piernas, dos brazos, veinte dedos y una picha no es una espinilla que revienta y que cicatriza. En absoluto. Es un navajazo que nunca cesa, un brazo que se gangrena en el costado sin que puedas extirparlo, un vacío que jamás se llena. Es la muerte, tu propia muerte, que está ahí adelantándose un puñado de años para joderte bien mientras estás vivo. Ahora mismo de Zalo solo queda ceniza de huesos sumergidos en el mar, y una válvula de platino indestructible, la válvula mitral, que le sobrevivirá a él y a ti mil años más, cuando no quede ni el polvo lejano de los huesos de los nietos que aún están por nacer.

 

007

ZALO TE DEJÓ un agujero, un desfase arrítmico en el corazón. Has heredado su corazón perforado y sus hipoglucemias, sobre todo ahora que no está, ahora que ni siquiera quedan gusanos rebañándole los huesos. Zalo era bajito y calvo, pero con labios importados de Marruecos. El moro Páez tuvo mucho trabajo en Melilla. Crees que, de hecho, Zalo era el que más se parecía a tu abuelo militar, el patriarca republicano, mal que le pese a tu padre.

Jaime te dijo que en cierta ocasión Zalo se fue de putas en Buenos Aires. Una pesadilla, según Jaime, porque la puta no quería separarse de Zalo, le ofrecía los servicios gratis, le llamaba a todas horas.

—¿Pero qué coño les das, con lo feo que eres? —le pregunté con envidia mal disimulada.

—Ya ves. Mi palmito. A veces les preparo la cena —decía misterioso.

Después de muerto, Asunción te dio una de las claves. Asunción era una compañera de colegio de la Nena, y amiga tuya. Zalo acabó acostándose con ella y con su madre, no las dos al mismo tiempo, no consiguió mezclarlas.

—Tenía una atracción animal. Sobre todo, y eso los chicos no lo podréis entender jamás, tenía una forma de hacer el amor capaz de derretir a cualquier mujer, sin distinciones.

—¿Cómo? ¿Qué hacía?

—No te lo creerás: lloraba. Mientras follaba, al mismo tiempo lloraba —te dijo Asunción—. Era impresionante. Acabábamos llorando los dos a moco tendido mientras llegaba el orgasmo.

Y no, tú nunca lo pudiste hacer. Ni siquiera lo intentaste. Si era un truco para seducir, por más que suene extraño, tendrás que reconocer que era cojonudo. A ti ni se te habría pasado por la cabeza. Pero podrías jurar que no era una artimaña. El hijo de puta lloraba de verdad, como un bebé hambriento, cada vez que ensartaba con su picha a una nueva conquista, y eso las dejaba trastornadas, indefensas. Para ellas eso era más intenso que un chute de heroína. Desde que Asunción te revelo ese secreto, siempre te has preguntado por qué lloraba Zalo cuando follaba. ¿Veía por adelantado el final de sus días? ¿Llamaba a su madre para que viniera a recogerle? Te recuerda a un relato de tu alumno José Mª Verdú acerca de un asesino que lloraba con lágrimas de sangre.

Tu padre jamás leyó a Neruda, ese chileno comunista, pero sin saberlo hizo suyo aquel verso de Residencia en la Tierra: “Mis criaturas nacen de un largo rechazo”. Neruda se refería, probablemente, a sus poemas, pero tu padre lo aplicaba a sus hijos. A ti, y a tus hermanos. No es que os despreciara, no, que va, y hasta se podría decir que respetaba vuestra independencia y modo de pensar, siempre y cuando no amenazara sus dominios. Algo así como dicen que hace Dios, que aprecia tanto la libertad que incluso permite que sus hijos se condenen al fuego eterno del infierno con tal de no interferir en su libre albedrío. Vaya un dios hijo de puta, vaya un padre ausente. Crecisteis a la sombra de su ausencia, os hicisteis mayores dando brincos frente a la puerta de su despacho para ver si levantaba la vista de la mesa, tirabais piedras a los que pasaban por la calle para que de una puta vez saliera del despacho y os diera una bofetada.

—Por lo menos tu padre te pega —le llegaste a decir con envidia a un compañero de clase que te enseñó las marcas del cinturón. Aquello sucedió en Caracas, tú tenías diez años, y ningún padre visible.

Y aprendisteis también a no ver a vuestros hijos. Desde Tito hasta Jaime, uno por uno. No fue para que los hijos crecieran independientes, sino para repetir el molde paterno. Los hijos de la madre son, que de los padres sábelo Dios. Tu padre se sentía orgulloso de no haber cambiado jamás los pañales a ninguno de sus diez hijos. Y de no haberlos llevado a caballo por el pasillo. Eso no era digno de un ingeniero de Caminos.

Te hubiese gustado inundar su ataúd con lágrimas, empaparle la boca con tantas lágrimas que se ahogara después de muerto, emborronar las cartas y los recordatorios de las primeras comuniones que tu hermano Coke colocó alrededor de su cuerpo frío, camino de la incineradora. Te gustaría haberle enseñado a dar besos, a querer y a dejarse querer, como hizo tu hijo Elías contigo. Enseñarle a llorar, y a gritar, y a maldecir.

Hay una escena, una fotografía nítida que nadie disparó, que no se te borra de la cabeza: El ataúd de tu hermano Zalo pasando por delante de tus padres. Una aberración, porque los hijos tienen el derecho y la obligación de sobrevivir a sus padres, de enterrar a sus padres. Los padres no deben ver a sus hijos morir, porque es la muerte del futuro, es la historia marchando hacia atrás, es un reloj que entierra el tiempo.

 

Si te preguntan qué recuerdas de tu padre, retrocedes en el tiempo, y te encuentras en Doctor Esquerdo, una calle grande, muy grande. Era tan grande como un río vertiginoso y ancho, lleno de peligros, en el que apenas alcanzabas a ver la acera del otro lado (los coches intermitentes te tapaban el horizonte). Demasiados coches, autobuses, sonidos de claxon. Era como un gran foso de cocodrilos alrededor de un castillo. Tú tenías cinco años. Casi podías notar el sonido de las dentelladas cerca de tus rodillas desnudas por los pantalones cortos. Lanzarse a la calzada era como tirarse por un precipicio, la muerte bajo las ruedas de un tranvía. Había demasiados imprevistos a tener en cuenta como para saltar al empedrado y pretender volver con vida. A pesar de ello, tu padre te cogía de la mano, tiraba de ti, y se ponía en marcha arrastrándote al asfalto antes de que el coche que teníais delante hubiera pasado. Tú estabas aterrorizado. Era como si tu padre quisiera ser arrollado por su parachoques. Tú apretabas la mano alrededor de dos dedos suyos, grandes y largos como ramas, y luego te asombraba el difícil cálculo que tu padre había realizado al echar a andar antes de que pasara el coche, porque sus zancadas llegaban hasta la línea de atropello cuando el coche ya había rebasado nuestra trayectoria. Tú pensabas: "Claro, mi padre es ingeniero, y lo tiene todo calculado", y no dejaba de sorprenderte el riesgo que corría y la natural seguridad con que lo afrontaba. Tú veías a tu padre grande como un árbol, y el ligero olor a tabaco que desprendía su mano te emborrachaba. Era un olor masculino y firme, un olor seco a madera y café.

Es imposible, pero siempre era invierno. Lo sabes porque de todo ello el recuerdo más nítido que conservas es el del calor de su mano. Era una mano grande y caliente, con dedos largos, huesudos y potentes. Era la mano de tu padre, y la podrías distinguir entre todas las del mundo. El calor que desprendía es lo más tierno que recuerdas de toda tu infancia, lo más tranquilizador, lo más protector. Ese calor hacía que cerraras los ojos ante el abismo y te dejaras arrastrar a una muerte segura, bajo las ruedas de los coches, devorado por los cocodrilos, pero siempre de la mano de tu padre, con un calor que jamás podría nadie arrebatarte.

Tu padre fue una mano que te ayudó a cruzar la calle, y sólo ahora, sesenta años más tarde, cuando tienes más edad que la que tenía tu padre entonces, te das cuenta de que esa mano que calentaba la tuya la tienes dentro, y que te sigue ayudando a cruzar calles con la misma seguridad con la que él lo hacía.

Los padres son fuertes como los robles, y no mueren nunca. Casi asombra que enfermen.

 

 

008

HABRÁ UN DÍA en tu vida que será el último. Lo sabes, aunque no quieras pensar en ello. Morirás de cáncer, de bronconeumonía, de politraumatismo, de asfixia, de cirrosis hepática. Aún no lo sabes. Y es posible que suceda en un hospital regido por beatos de moralidad confusa. Los dolores serán inhumanos, y pedirás calmantes. Ojalá no te toque un médico melindres, un meapilas sanguinario, porque será él quien decida cuándo vas a morir, y cuánto vas a sufrir. En esos momentos, casi sin habla, con los ojos anegados por las lágrimas y el dolor, pedirás clemencia, suplicarás que te alivien el dolor, y tal vez el médico te diga que no, que eso va contra las normas, que seas fuerte, carajo, que el Nolotil y la morfina te debilitan la mente, y quizá aceleren tu muerte, y eso sí que no, porque tú te morirás cómo y cuándo Dios y el médico decidan. Prolongarán tu agonía meses, tal vez años, porque la medicina avanza. Te podrán resucitar mil veces. A cambio, eso sí, esos santurrones carniceros te rezarán un padrenuestro y tres avemarías.

Ten mucho miedo. La inquisición y la hoguera están de vuelta.

 

Después de eso el autor se suicida, si es que tiene mucha fe en todas esas cosas en las que no se debe tener tanta fe, o se compra una casa en Tenerife para tomar el sol y tocarse las pelotas durante muchos años. Todos los que le queden. Y lo hace. Termina la crónica con una pirueta que recuerda a los trucos de magia clásicos, y cierra la puerta dando un portazo.

 

¿Es la muerte un finisterre, un abismo infinito que cae tras el último horizonte, más allá de lo que se ve? Eso mismo pensaban de la Tierra, hasta que Eratóstenes calculó su circunferencia. A partir de entonces los barcos no se caen cuando sobrepasan Finisterre, sino que continúan navegando hasta llegar al Nuevo Mundo. Así que habrá que descubrir América después de muerto, y seguir navegando hasta regresar a casa nuevamente, atravesando el Pacífico y reencarnándonos al cruzar el meridiano cero, para desembarcar por fin en Ítaca una vez más. Otra vuelta al Mediterráneo, otra vuelta a la Tierra, una reencarnación más en forma de gaviota, o de hijo, o de asamblea de antiguos alumnos de una escuela.

El rostro de una mujer está oculto en la sombra. Ni siquiera Enrique lo ve, aunque lo intuye. Es el rostro de una mujer en el esplendor de su vida. Es el rostro de su madre, y el de sus dos hermanas, y es también el rostro de Bea, y es por fin, y ese descubrimiento le llena a Enrique de inquietud y sorpresa, el rostro de la hija que no tiene, la hija que nunca existió. De golpe Enrique siente un cráter vacío, una añoranza absurda de algo que no ha existido nunca, la ausencia de un mundo que jamás ha nacido, pero que pudo haber sido alguna vez, en otro universo paralelo.

Ahora es a Enrique al que el vértigo le roba el aire de los pulmones, y se ve desnudo en una geografía hermética y despoblada. Un relámpago de luz negra le empaña la vista y le tapona los oídos. Está otro universo paralelo, y desde allí escucha con sordina, como si viniera de muy lejos, los ruidos apagados de este otro mundo que a veces le reclama. Ha caído en la trampa.

El mundo se empieza a poblar, poco a poco, con las tres hijas que Enrique no tuvo, y sus interminables nietos juegan al escondite con los hijos de Javier, y con las hijas de la Nena y las de Nacho. Y asoman la cabeza pelona el cuarto hijo de Tito, y el quinto de Coke, y el tercero de Jorge, y el segundo esposo de tu madre Aurora, convertido en el padrastro de todos los hermanos, que aporta a la unión siete hermanos nuevos, nacidos del exceso.

Pero aparecen también los nuevos muertos que no han sido, estatuas de arena que se derriten como nieve en el umbral de la puerta: Tito reventando su cráneo contra un ficus gigante después de atravesar el parabrisas de su Chrysler azul del 54 cerca de Sabana Grande, en 1966. Nunca regresó a Madrid, nunca se casó, no tuvo tres hijos, no se compró dos avionetas, nunca viajó a Australia, ni vivió en Getxo, ni se bañó en las termas de Tabacón de Costa Rica, ni desde luego puede tener una nieta con el nombre de Malena. Lleva muerto más de cuarenta años, Enrique apenas lo recuerda más que por alguna foto en blanco y negro en la que siempre aparecía sonriendo con aire seductor.

A Javier lo encontró una vecina jubilada tirado en el suelo de la entrada con una jeringuilla en el brazo, sobredosis de heroína, tres semanas después de muerto, en aquel frío invierno que vino después de la gira de teatro en la que no conoció a Carmen. Se quedó con las ganas de hacer anuncios en televisión, y de actuar en la serie Arrayanes de Canal Sur, de donde le llamaron después de superar el casting. No conoció a Chiti, ni a Mariam, ni a Elena. Jamás vivió en un octavo piso, en la plaza de la Orotava, con ventanas al oeste y puestas de sol en cada tarde, ni tuvo un conejo llamado Bartolo que follaba cada tarde la gata Cleopatra. Enrique aún conserva un pisapapeles del siglo XVIII que Javier robó de la mesa del Ché en el Museo de la Revolución de la Habana: una almendra de cristal transparente, del tamaño de su puño, sobre una lámina que muestra en miniatura a unas cortesanas jugando en los jardines de Versalles.

Coke fue degollado con un CD de La Traviata cantado a dúo por Joan Sutherland y Pavarotti. Fue un accidente. Mientras negociaban el divorcio, Nieves se lo lanzó con tanta fuerza y puntería, girando en el aire como una sierra circular, que le seccionó la carótida y se desangró en pocos minutos en su estudio de arquitectura. Luego Nieves huyó a Belice. Aún la están buscando. Coke se quedó sin nietos, y Axiel sin padre.

Nacho murió tiroteado en plena calle por unos mareros de Puerto Barrios, en Guatemala. Fue un ajuste de cuentas, y él se cruzó con una bala que sobraba, y que nunca supo a quién iba destinada. Sole escuchó los tiros desde la cocina, pero atrancó la puerta con un terror paralizante. Ocurrió muchos años después de la muerte de Javier. Nacho no llegó a conocer su casa de la Unión, de Madrid, ni se compró tres apartamentos en Buenos Aires. Sus hijos, Diego y Dodi, no le pudieron presentar a las dos nietas que nacieron sin abuelo. Jamás imaginó un hotel con diez cabañas en Brasil, junto a la playa de Siriu, ni un restaurante de comida vasca en Florianápolis.

Jorge se ahogó en el Nilo, cerca de una aldea Nubia, en un viaje de placer, arrastrado por la corriente, delante de cincuenta turistas que lo vieron morir desde las falucas sin llegarse a creer lo que estaban viendo. Dejó una vacante en la biblioteca del Tribunal Supremo, y un trabajo inacabado, ni tan siquiera iniciado, de cerca de setenta tomos de jurisprudencia. No pudo asistir a la boda de su hijo mayor, dos años después, ni ayudó a calmar los dolores de espalda de su hija pequeña.

Zalo no murió. El hijo de puta es el superviviente más longevo de los trasplantados de corazón del hospital Marqués de Valdecilla. Se divorció de Marimé y se instaló en Madrid, donde tiene ya tres clínicas especializadas en implantes y ortodoncias. Sus dos hijos pequeños, Gonzalo y Marta, se fueron a vivir con él al ático de la calle Zurbarán de Madrid nada más entrar en la adolescencia, cinco años antes de que les tocara hacer las pruebas de selectividad para entrar en la Universidad. Vive asombrado, porque es el único de los diez que sigue vivo, y la muerte de sus nueve hermanos le hace llorar cada noche desde hace años. Hace tiempo que evita a las mujeres, porque los muertos le empañan el horizonte, noche y día.

La Nena se desnucó a mediados de febrero, al primer salto, haciendo puenting durante una concentración de motoristas en el Ampurdán. Estaba celebrando la jubilación anticipada, muy anticipada, y a la muerte se le fue la mano. Un accidente absurdo, dijeron todos. Su moto, una BMW de 1200 cc del 2002, fue sepultada con ella, en la misma fosa, por decisión unánime de sus compañeros. Sus cuatro hijos no quieren hablar del asunto, les parece una falta de respeto.

Enrique se atragantó a pastillas, dos cajas de Valium y un bolígrafo entero de insulina. Fue en noviembre del 2000, en la isla de Providencia, frente al mar, en los apartamentos del hotel Meliá. Nunca le recomendó a su hijo que se fuera a vivir a la casa que Carlos Molinero alquilaba en Vallecas. No escribió el Manual de Técnicas narrativas, ni 120 kilos, ni El viaje de Lidia, ni este Kale borroka. Jamás vendió la casa de la plaza del Dos de Mayo de Madrid, ni conoció a la bella Bea, ni se fueron a vivir juntos al valle del Ambroz, al norte de Extremadura, ni celebraron la boda en el jardín, junto al Puente Mocho, ni se compró una casa en Portugal, cerca de Aveiro. Jamás se trasladó a vivir a Tenerife. ¿A Tenerife? ¿Qué se le ha perdido en Tenerife?

Jaime murió atropellado por un 4x4 que se dio a la fuga. Siempre se sospechó de un constructor arruinado, un mafioso que no soportó la crisis, y culpabilizó a Jaime de su bancarrota. No se pudo probar nada, todos tenían coartadas. Todos menos Jaime. ¿Qué hacía Jaime un viernes trece con tres brasileñas a las tres de la mañana a las afueras de Burgos? Su hijo Pablo abandonó los estudios y heredó el despacho de arquitectura de su padre, pero se arruinó en menos de seis meses. Rosa se volvió a casar dos años después, pero todavía sueña con él una vez a la semana. Dice que Jaime aparece ensangrentado en la puerta del dormitorio y le pregunta: “Rosita, hay un tío en pelotas dentro de mi cama, ¿tú sabes quién es?”.

Peancha murió de inanición, de no comer, o de comer tan poco que desapareció sin más, en un soplo de viento del norte. Tal vez fuera anorexia, o cabezonería. El piano del salón sigue sonando cada noche, al compás de metrónomo, a pesar de que está cerrado con llave desde hace tres años. Basilio y sus dos hijos la echan de menos cada día, y le siguen poniendo el plato en la mesa, por si decide volver, por si estuviera en el piso de arriba, escondida, regando geranios.

El saldo final arroja un resultado de nueve muertos y un resucitado.

Enrique resopla. Acaba de morir, pero aún así resopla. Matar a nueve hermanos y resucitar a un muerto es agotador. Le duelen hasta los dedos de apretar gatillos con las teclas del ordenador. Está embotado. Y a pesar de eso oye un rumor, cada vez más claro, que sale de la pantalla. Una voz adolescente, de una niña mimada y testaruda que se quiere convertir en novela.


 

  

Parte 2: Kale borroka


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LAS POSIBILIDADES DE que un escritor de ficción se despiste antes y durante la escritura del texto que sea, tanto si es un esquema como si es el primer borrador, son infinitas. O casi. Y lo normal es que ese escritor de ficción trate de explorar esas posibilidades, y que además añada otras muchas más que previamente jamás había imaginado. Esto no solo se aplica a la escritura, claro está. También se ajusta a la pintura, las tareas escolares, ordenar los armarios, podar los árboles y hacer deporte.

Así que mejor nos centramos: No a todos los escritores les pasa lo mismo. Me pasa a mí, y a muchos más. A Jordi Sierra i Fabra no. Y a la de Gijón, esa de escritura de besos y amores traicionados, Celia no-sé-qué, tampoco. No, no se llamaba Celia Chun-chún, era Corín Tellado. La memoria a veces se me va un ratito, y a veces vuelve. O no. No me acuerdo.

Soy del grupo de los procastinadores. Eso suena bien, ¿no? Como si fuera una banda de rock. No vayas nunca a sus conciertos, que siempre se aplazan. Un chiste malo, qué le vamos a hacer. Desde hace más de una semana le vengo dando vueltas al NaNoWriMo: National Novel Writing Month, el mes nacional de la escritura de una novela, y como estamos a uno de noviembre, pues por lo menos la novela se arranca. La amenaza de la novela. La novela amenazada. La novela prometida. La nueva novela. La novela que la escribes de una puta vez o ya dejas de fantasear con que vas a escribir otra novela, cojones, que ya está bien de que sí y que no, y que es que no sé, no me decido, is qui ni si mi ikirri nidi piri iscribir. Pesao, que eres un pesao, y ya me tienes hasta los huevos.

Eso sí, durante esa semana y pico estuve releyendo los apuntes de El viaje del escritor, Las tareas del héroe, las funciones de Propp, El arte de escribir de John Gardner, los jardines de Nathalie Goldberg, y On Writing de Stephen King. Leerme mi propio libro, el de Escribir: Manual de técnicas narrativas me pareció un exceso, pero tengo que reconocer que estuve a punto. O eso, o prepararme un café con hielo y ver otro capítulo de Mindhunters. ¿Que qué hice? Pues ya lo sabes, los procrastinadores no perdemos oportunidades así como así, de modo que hasta que quiebre Netflix, sus vasallos estamos a sus órdenes.

La mayoría de los teóricos dicen que antes de ponerte a escribir la novela, primero te hagas un plan. Un esquema. Por capítulos. Yo soy de esos, de los que dicen eso. Y de los que lo hacen también, al menos en las ocho novelas que he escrito, de las cuales hay seis publicadas y convertidas en bestsellers. Bueno, las seis no, pero cinco de ellas sí. Más de cien mil ejemplares vendidos de cada una se le puede llamar bestsellers, ¿no? Pues eso. Aún recibo dineritos por la venta de ellas, y eso que han pasado más de veinte años desde que se publicaron. Pero volvamos a nuestros rediles, que desvariar es otra forma de procrastinar. O tal vez no. ¿Por qué lo iba a ser? ¿Por qué no llamarlo investigar, o romper las normas, o dinamitar los muros? He tardado, pedazo de tarado, en comprender que todos los actos se pueden definir de modo positivo a negativo, depende de quien los nombre. Mi padre siempre fue un hombre prudente/cagado. Mi primera novia era un ser libre/infiel. Mi amigo Julián es muy puntillista/tocapelotas.

Así que hay que planificar. Eso es una garantía de éxito. O no. Revisando mis antiguos cuadernos de apuntes durante estos diez días anteriores al comienzo del NaNoWriMo, me he encontrado con un mínimo de ocho argumentos de novelas que nunca he escrito. Novelas que ya tenían sus personajes definidos, tramas, subtramas y división en capítulos. Y algunas hasta cincuenta y hasta noventa páginas escritas. Y todas ellas sin terminar. Abortos. Hijos muertos antes de nacer. Hay fragmentos que me asombran, al releerlos. ¿Eso lo he escrito yo? ¿En serio? Pues está muy bien. No sé por qué no seguí escribiendo, desarrollando esa historia. Otros muchos lo habrían hecho. Y muchos más jamás lo habrían terminado. Como yo. La mayoría no habría, no ha, terminado ni una novela. No todos tienen que escribir novelas, ojo, que no es obligatorio.

Yo no he compuesto una sinfonía, ni he plantado un huerto, ni he hecho submarinismo, ni ordeñado una vaca, ni follado con un negro, ni he trenzado una cesta de mimbre, ni he actuado en una obra de teatro. Las vidas que no he vivido son infinitas. El jardín de los senderos que se bifurcan. Pero he escrito ocho novelas. Y he dejado de escribir otras ocho, así que puedo sentir el éxito y el fracaso. Si es que no escribir una novela, si es que asesinar, abortar un argumento, fuera fracasar, que tampoco es cierto. Es seleccionar. Escoger. Prefiero no hacerlo, y a cambio me hago un viaje por Malasia. ¿No viajar a Polonia es un fracaso, o es una selección en la cual entra Noruega y Suecia, pero no Polonia? No se puede viajar a todos los lugares del mundo, ni siquiera con Google maps, y si lo intentaras hacer dejarías de vivir tantas cosas que tu proyecto se debería definir como fracaso absoluto en cuanto a proyecto de vida. ¿No viajas a ningún lugar en toda tu vida? Eso casi seguro que es un fracaso. ¿La vida entera viajando, sin detenerte jamás? Otro fracaso. O todo o nada: dos fracasos iguales.

Después de diez días dándole vueltas al argumento, a los argumentos, me encuentro con lo mismo de los últimos diez años. Ni sí ni no. Y digo: pues voy a seguir el consejo de Stephen King, y me lanzo a la piscina con un grupo de gente normal que de pronto les pasa algo que no es normal, y se desata la tormenta, el argumento que aparece a medida que sucede. La escritura con brújula. Veamos que les pasa hoy a estos descerebrados, qué se les ocurre. Y si no se les ocurre nada, no importa, porque para eso yo soy Dios escribiendo el universo, y puedo desatar las siete plagas de Egipto, convertir a uno de ellos en asesino múltiple, provocar infidelidades, sorpresas y contratar alienígenas si fuera necesario. A mí la fiesta no me la van a joder estos personajes de papel a los que no les debo nada. Ouch. Cuidado, no te cabrees con ellos, que son en realidad quienes viven la historia, quienes hablan, quienes ponen su vida en peligro y te susurran soluciones, buenas y malas. No cabrees a las musas, que te dejan seco, y ahí te pudras.

Pensé en matar a todos mis hermanos, y resucitar al único que está muerto. Éramos diez, así que da para mucho. Diez capítulos, como poco. Y dos padres, ya van doce. Ya tenía de hecho un pequeño guion, porque en una de esas novelas que no escribí, pero que casi escribí, la que llegó a tener hasta noventa páginas, los mataba a todos, y a mí también, y resucitaba a Gonzalo, que supongo que tendría que ser el que escribiera la historia. Pero es que Gonzalo eso de escribir, en fin, ¿cómo decirlo? Era torpe. Lleno de lugares comunes y abstracciones intragables. Dios no le concedió ese don, está claro. Pero podría prestarle el mío, ¿no? Pues tendría que ser con calzador, y eso nunca funciona. No le puedes obligar a un personaje a decir lo que en su esencia no puede decir o hacer. Bueno, obligarle puedes obligarle, pero se nota siempre que es un falsete, que está impostado, que miente, que es de cartón piedra. Mejor no. No vale la pena. Desafina. Olvídalo. Pero los puedo matar más despacio, con más ganas, más cruel, con más sangre. Morid, malditos.

 


 

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DICEN, DICES, LLEVAS ya más de treinta años diciendo, que a escribir se aprende escribiendo; que una vez que empiezas, no tienes que parar; que hay que escribir aunque sea sin ton ni son más de 1000 palabras al día, y a veces antes de desayunar, para forzar la creación; que la inspiración te tiene que pillar trabajando; que hay que abrir la tienda todos los días a, y sentarse a esperar, a escribir, hasta que los clientes, las musas, lleguen y te hagan el día; que hay que hacer handing, darle a la mano; que hay que escribir monólogos interiores de cada personaje, y del narrador, y del autor; que hay que olvidarse de la ortografía, la sintaxis, los hermanos, tu madre y tu novia; que hay que abrirse las venas delante del papel, o de la pantalla, y mojar en sangre la pluma para escribir todos los días; que hay que echarle monedas a una máquina de escribir, como Ray Bradbury, y poner metas volantes a la hora de escribir; que hay que perder la vergüenza, romper los límites, sacar los demonios y empezar a dar mamporros a diestro y siniestro; que te pongas a escribir ya, hostia, joder.

Así que lo haces. Lo hago. Te pones a escribir. Me pongo. Y una mano que no es la mía, que está detrás de mí, que no me pertenece, pero que es mía sin dudarlo ni un segundo, me sujeta los dedos para que no escriba, para que lo deje, para que abandone. Me provoca calambres, dedos en gatillo, tapona los túneles carpianos, escuecen, me piden por favor que deje de hacerlo, que no escriba, que no siga, que hay un abismo delante de mí, y estoy a un paso de caer de bruces y despeñarme por un acantilado, y nadie me verá. Moriré en silencio, a oscuras, sin testigos, y la marea me llevará mar adentro hasta que las gaviotas, los tiburones, los gusanos y las barracudas me devoren y hagan que desaparezca hasta el último de mis huesos. Como a Horacio, el argentino, el padre de Lucas, el que vivía con Graciela, la dentista, que hace ya cuarenta años que se ha convertido en plancton entre Puerto Madryn y Ushuaia. La tierra del fin del mundo, tiene sentido. También podría haber explosionado con mucha dinamita, pero mucha, y así volver a ser polvo de estrellas, como el origen del universo. Horacio tenía bigote, pelo rizado y oscuro, ojos castaños, y unas ganas enormes de vivir, de comerse la vida, pero fue al revés, fue la vida la que lo devoró, la que lo ahogó por azar en el mismo mar donde miles de argentinos desaparecieron con los vuelos Cóndor, los vuelos de la muerte organizados por la Junta Militar argentina y el genocida Videla. Al menos allí, reconvertido en pingüino o en delfín, podría encontrarse con el resto de comunistas amigos del barrio, compañeros de colegio, asesinados por defender las utopías. Sit tibi terra levis, compañero. Todavía recuerdo que hacías unas pizzas excelentes en la calle Cervantes, y en La Recova de la calle Magdalena, y me enseñaste que el café con un poco de achicoria sabía mucho mejor. Mirá, vos.

¿Cómo es posible que yo, que he aconsejado, guiado y catapultado a la escritura a unos cuantos miles de alumnos directos y online, ahora necesite de alguien o algo que me empuje a mí? Tampoco es tan raro. ¿Acaso los psicoanalistas están liberados de traumas y censuras? Para nada. ¿Puede un mal pintor enseñar a otros a pintar? Puede. Vaya, si es bueno casi que mejor, pero si es demasiado bueno tal vez funcione como bloqueador. No es lo mismo hacerlo que enseñar. No es lo mismo predicar la bondad que ser bueno. De los tres o cuatro mil alumnos a los que he dirigido o asesorado directamente para lanzarse a escribir o mejorar su escritura, no han salido tantos escritores. Que vivan directamente de su escritura, de los derechos de autor de sus libros, quizá ninguno. Pero hay casi dos docenas que viven de dar clases de escritura. Yo creía que les estaba enseñando a escribir, pero ellos aprendieron a dar clases de escritura, en vez de escribir. Todavía el hecho me tiene un poco perplejo. ¿Quieren ser yo? ¿Querrán también casarse con Bea? ¿Y ser diabéticos? ¿Y degollar a todos sus hermanos? Espero que no. Cada cual debe encontrar su camino, porque encontrar mi camino, el camino de otro, tampoco tiene tanto misterio: solo hay que utilizar un papel de calco. Y tampoco funciona. Las fotocopias nunca funcionan. Solo son gritos de auxilio: ¡Papá, quiéreme! Ah, que no me quieres, bueno pues ¡hijos míos, queredme! Lo difícil, al parecer, es quererse a uno mismo.

A veces miro uno de mis vídeos de Youtube, o leo un capítulo de mi libro Escribir, o me tropiezo con un texto antiguo olvidado en un cuaderno, y siento envidia de ese que escribió esas verdades plenarias, ese cerebro brillante. ¡Cómo me hubiera gustado tenerle de profesor! Y a continuación pienso que esa es la esencia del catoblepas, al animal que se alimenta de sí mismo, según Flaubert y Borges, el maestro que se autoeduca, el psicoanalista que se auto analiza. Espera, que ese fue Freud en el proceso de construir a Freud. Se devora y se vomita a sí mismo, la rueda perfecta, o mejor aún, la espiral que avanza, la dialéctica. Ese es otro mundo que desaparece. Quedarán restos en las bibliotecas, hasta que un incendio las devore, o un concejal de cultura decida que ya no son necesarias, que ya están digitalizadas, y ocupan demasiado espacio, demasiado polvo, demasiados recursos, demasiados sueldos de mantenimiento absurdos. Cualquier biblioteca, por grande que sea, cabe en un pen drive, o en dos teras de almacenamiento en la nube. ¿Ya está todo allí? Pues hala, desmontad la biblioteca que tenemos que montar un Scape Room, una exposición de hologramas, o un centro de recursos para la tercera edad. ¿Cómo? ¿Qué los de la tercera edad quieren una biblioteca como centro de recursos? ¿Están locos, o solo chochean?

 

 


011

YA NO SÉ si escribir una novela al tiempo que se planifica es una construcción o una deconstrucción. Las dos cosas al mismo tiempo, supongo. También vivir es acercarse paso a paso a la muerte, caminar hacia el abismo, sin posibilidad alguna de parar el reloj. ¿Cómo detener el tiempo? ¡Yo lo sé, a mí, a mí, pregúntame a mí! Venga, vale, pesao, suelta tu rollito. ¿Qué cómo se para el tiempo? Pues escribiendo. Así de fácil. Vale también la fotografía, la música, la arquitectura, la pintura, el cine, los diarios, Youtube, Instagram. ¿A que sí? Aunque, bien visto, a todos ellos les llega también la muerte, tarde o temprano. Son solo intentos de congelar, de criogenizar un cadáver para ver si después se puede resucitar. Pero, ¿acaso alguien piensa aún que a Walt Disney lo van a descongelar y curar en el futuro? ¿Alguien se ha creído esa máquina del tiempo de dormirte ahora y despertar dentro de dos siglos? Yo no. Eso se parece demasiado a las reencarnaciones hindúes, los cielos cristianos y los paraísos musulmanes: miedo a la muerte. Y por ese mismo miedo, para conjurarlo, se le niega: la vida después de la muerte, la resurrección de los cuerpos, la inmortalidad a través de la escritura. Los cementerios están llenos de cadáveres. Son para eso. Las bibliotecas están llenas de libros que nadie lee. ¿Son para eso? Pues claro. Cementerios de la memoria, que solo algunos necrófilos, devoradores de cadáveres mentales, diletantes ensoberbecidos, rescatan en forma de tesis doctorales: El papel de la mujer desobediente en las obras de Benito Pérez Galdós, Los puntos suspensivos en los poemas de Juan Ramón Jiménez, La simbología maternal en Dostoievski.

Recuerdo cuando Salustiano Masó, el poeta, hace muchos años, de la mano de Antonio Ferres, me regaló uno de sus libros de poesía. Estábamos en una terraza de la calle Costa Rica, en Madrid, con Manuel Lamana. Salustiano, un tipo grande con manos de destripaterrones, tenía más de 20 libros publicados. Toma, me dijo, por este me concedieron el premio taca-taca-taca hace cinco años. Todos mis libros de poemas se han publicado ganando premios. El premio es la publicación, y con eso me doy por contento. Bien, le dije, así tu obra se difunde y llega a los lectores, le dije. Estarás contento, ¿no? No sé, ya no estoy seguro, me contestó. ¿Por qué? ¿Qué significa que no estás seguro de eso? Pues verás, reconoció, cuando se publicó este poemario, sin ir más lejos, la edición constaba de cien ejemplares. Solo cien. Si se agotaban, reeditarían, me dijeron. Y me dieron diez ejemplares para que yo los pudiese tener en mi biblioteca y los pudiese regalar a mi familia y amigos. Genial. Todo bien. Me regalaron también una flor natural, como las que le daban a Pemán en su época. Creen que los poetas nos alimentamos de flores naturales. Es nuestra dieta, según parece. El caso es que hace dos años ya no me quedaban ejemplares de este poemario, así que aproveché un viaje en el que pasaba en coche cerca de taca-taca-taca y me acerqué al Ayuntamiento, para ver si podía conseguir algún libro extra. Sin problemas, me dijeron, y un bedel me condujo a los sótanos del Ayuntamiento. Aquí tienes algunos ejemplares que nos sobraron de la edición del premio de ese año, coge los que necesites, sin problemas, dijo el bedel, y me señaló una estantería. Tenían bastantes. Los conté. Eran 90. La suma exacta: 100 ejemplares editados, menos diez que me dieron en la entrega del premio, menos otros 90 dormidos en esa estantería, daban un total de cero. No se había perdido ni uno solo por el camino. Ni para envolver bocadillos. Ya no estoy seguro de si mis libros han sido publicados, o enterrados, me dijo. Bueno, pues ya tienes un lector. ¿Me firmas el libro?, le pedí. Claro, dijo con una sonrisa.

Es verdad que escribir, a veces, es como cocinar. Si tienes los ingredientes preparados, y la receta escrita a mano, es más fácil. O como viajar. Escribir con mapa, con una ruta establecida. Así es como Bea y yo viajamos: Cuando nos vamos cinco meses de viaje, sabemos con antelación en qué ciudad vamos a estar cada día, en qué hotel vamos a dormir, y en que avión nos vamos a subir en cada tramo del viaje. Los sitios concretos para visitar y los restaurantes los buscamos allí, cuando llegamos. El resto está planificado, reservado y pagado por adelantado. Casi nunca hay variaciones, modificaciones de ruta. Muy pocas. Nos gusta planificar el viaje, que es como viajar antes de viajar, y cumplir los objetivos cuando estamos viajando. Algunas veces, claro, hay imprevistos que nos desvían del camino, como la pandemia del Coronavirus que nos pilló en marzo del 2020 en Vietnam, con un billete para viajar a Pekín. Nos anularon el billete de Air China. Anulamos el hotel de Pekín, Days Inn, junto a la Cuidad Prohibida y la plaza de Tiananmén. Adiós a Pekín. Sacamos el billete de vuelta con Aeroflot para regresar a España vía Moscú. Nos cerraron el espacio aéreo de Rusia, así que perdimos el segundo billete de regreso. Al final regresamos a Barcelona vía Dubai, con Qatar Airlines. Nos quedamos a las puertas de Pekín, sin poder entrar. C’est la vie. Y tres años antes, en Puno, Perú, en el 2017, en la frontera con Bolivia, tuvimos que regresar a toda prisa a Arequipa con una botella de oxígeno y 20 caramelos de coca porque el mal de altura, el apunamiento, el soroche, la hipoxia, no nos dejaba respirar. Tuvimos que renunciar a conocer La Paz, y el salar de Uyuni. Entramos en Chile por Tacna y Arica, y de allí a San Pedro de Atacama. Perdimos aviones y hoteles, pero al fin pudimos respirar sin esa sensación de asfixia que no se nos quitaba ni con la botella de oxígeno cubriendo la nariz y la boca. A veces hay que improvisar para sobrevivir. Al escribir también.


 

012

CUANDO ME ENTERÉ de la muerte de Ana Seijas, me lo contó Blanca, en su casa de Málaga, el mismo verano en que Blanca se divorció de Manolo, fue una bofetada para mí. Uno de los senderos que se bifurcan en el jardín de golpe se cerraba para siempre en mi futuro: ya nunca volvería a besar los labios gorditos de aquella gallega turbulenta. Al regresar a Madrid quedé con Germán Sánchez Espeso para contárselo, porque él también había sido medio novio de ella. En realidad se conocieron a través de mí, durante la presentación del Premio Nadal a Narciso, en el Club Siglo XXI. Hace demasiado tiempo, desde luego. La memoria también debería darse descansos de cuando en cuando. No es necesario llevar tantos recuerdos encima. Germán me contó que él planificaba sus novelas hasta el último milímetro, al estilo El loro de Flaubert, y que en Viva el pueblo sabía que eran tres grandes secciones, dividida cada una de ellas en tres partes, y cada parte en tres capítulos. Más de 400 páginas, y él sabía lo que iba a suceder en cada una de ellas, con bastante exactitud. Tal vez se desviara una página más, o menos, pero no mucho más. Cada suceso, cada punto de giro estaba calculado con antelación. Y así se lanzó a escribir, hasta que de pronto, sin previo aviso, en la página 40 se le murió al protagonista. En una de las revueltas, en pleno proceso revolucionario, acabó muerto sin que nada ni nadie pudiera evitarlo. El autor, Germán, se quedó perplejo. Eso no estaba previsto en la novela, pero sus personajes se habían rebelado y habían dictado su propia historia, por encima de los deseos del autor de la novela. El autor, como Dios, insufla de vida a sus personajes, y les da un objetivo a cumplir, pero también los dota de libre albedrío, de libertad de actuar y hablar con sus propias palabras. Y su protagonista, el motor de la novela Viva el pueblo de golpe, había muerto. ¿Qué podía hacer él? ¿Se acabó la novela? Pues no. Las novelas río, como la vida, siguen por encima de todo. En Viva el pueblo se narraba la Revolución Francesa, y la Revolución no se para porque maten al líder. La vida de los demás sigue, la Revolución también. Y la novela también. Así que siguió, como pudo, escuchando de cerca a los personajes, hasta que terminó la novela. Y ahí está, será difícil encontrarla en las librerías, porque han pasado demasiados años desde que se publicó, y las librerías dentro de poco quizá tampoco existan, pero en alguna biblioteca, tal vez digital, seguro que se puede encontrar el libro. Y si no, pues habrá que creerme, qué remedio. A fin de cuentas, ¿para qué iba yo a mentir a ese respecto?

Salustiano Masó sigue vivo, con 93 años, lo acabo de comprobar en la Wikipedia. Germán no lo sé. No quiero mirarlo. Estoy harto ya de tanto muerto. Prefiero no saberlo. Moríos, joder, pero no me envíes las esquelas a casa, ni por Facebook, ni en las noticias. ¿De qué sirve que me dé pena que os hayáis muerto, si hace más de diez años que no sé nada de vosotros? ¿Os cuento yo mis penas? ¿Os he dicho que me dan calambres en las piernas al despertar, que se me engatilla el índice de la mano derecha, y que a veces me escuece la verruga que me ha crecido en el testículo izquierdo? No, ¿verdad? ¿A que no es necesario? Pues eso, que si te mueres te callas y te vas sin despedirte, un borrón en la memoria, nada de morirse dando gritos, que los que nos quedamos aquí no tenemos la culpa de haberte querido y olvidado.

Ayer le daba vueltas a eso de la novela, y cómo hay que echarle especias, ingredientes variados para que lo escrito no se convierta en una sopa insulsa, en una merluza hervida, en un arroz blanco sin sal. Un asco. Hay que ponerle una pizquita de… sexo, música, noticias, diálogos, accidentes, encuentros, enfermedades, sospechas, olores, referencias bibliográficas, obsesiones, golpes, deseos, paisajes, movimiento, mentiras, personajes, metaliteratura, viajes, memorias personales, deconstrucción, sucesos incomprensibles, lenguaje directo, venganzas. Y si estuviésemos en un teatro del Siglo de Oro, un perro. Ahora, en lugar de perro se admite pingüino, virus o extraterrestre: todos sirven como animal de compañía.

Todas la novias y novios, por muy cortas que hayan sido las relaciones, incluyendo las fantaseadas, son vidas que no han llegado de desarrollarse en este universo, pero que tal vez en otros mundos paralelos sí que existieron, sí sucedieron. Embriones. Fetos. Promesas de futuro. Vidas imaginarias. ¿Qué pasó con la vida que nunca viví con Ana, o con Mayte, o con Esther? ¿Dónde están nuestros hijos que nunca nacieron? ¿Dónde están los viajes que jamás hicimos, los besos que nunca dimos, los amigos que nunca tuvimos? ¿Dónde están los cadáveres de los que nunca asesiné, pero que tuve muchas ganas? ¿Solo en mi cabeza? ¿En mi imaginación? ¿Solo ahí? ¿Y si lo pongo por escrito, si los ejecuto, si los degüello con todos los detalles escabrosos que pueda, ya puede que sean más reales esos asesinatos? ¿Y si se publica, se vende un millón de ejemplares, y salen admiradores e imitadores asesinando a cientos, incluido yo mismo, ya empieza a ser un poco más real? ¿De verdad? ¿Incluso después de que un meteorito arrase el planeta y el sistema solar al completo? No, entonces no. Entonces ya no. Se necesita que existan seres pensantes con recuerdos, y bibliotecas con memoria. Lo que no se piensa, no existe. “Te pienso”, dicen las colombianas a sus novios. Y entonces existen. Aunque también piensan a los tinieblos, y empiezan los asesinatos por celos, qué remedio. Lo que no se piensa, no se recuerda, no se escribe, no se graba en papel, o PDF, o MP4, deja de existir. No sé si será verdad. Creo que no. Puede que recuerde los besos que me han dado, pero imposible recordar los tomates que me comí. Y si no hay tomates, o comida en general, la vida se extingue también. Ya me entran las dudas. ¿Y de verdad que lo que se escribe perdura, se hace eterno? ¿Incluso los poemarios de Salustiano Masó, y los cuadernos que perdí con mis diarios de adolescencia también? ¿Si pierdo los diarios pierdo la adolescencia? ¿Si no escribes diarios estás muerto? ¿Se escriben diarios para no morir? De algún modo, eso creo que sí es verdad. Se escribe, escribo, para durar, para perdurar, para inmortalizar, para no morir. Qué tontería. Mi padre está muerto, y los tres libros que escribió, dos de hormigón armado y otro más de memorias de la guerra, ya no los lee nadie, ni los leerá nadie en el futuro. Esos libros, que aún existen en alguna biblioteca universitaria y de sus hijos, están destinados a morir también. Dust in the wind. Polvo al polvo. Sit tibi terra levis.

 

 


 

013

ESCRIBIR PARA DURAR, para perdurar, para no morir. Me sigue sin quedar claro. ¿Si escribo y, acto seguido quemo los papeles y borro los archivos que he escrito? Supongo que sí, igual que si canto y no lo grabo, habré cantado, he cantado, canté. Aunque nadie me haya oído. Igual que si escucho una canción, o leo un libro, habré escuchado la canción, y habré leído el libro, aunque nadie lo sepa menos yo. Incluso si yo mismo me olvido. Incluso después de muerto. Actos que han sucedido, a plena luz o a oscuras. Sacarse un moco también es un acto. Y si te lo comes, dos.

A lo mejor, y eso ya lo sospechaba antes de hacerme el psicoanálisis, escribir es una forma de viajar hacia adentro, en lugar de hacia afuera. Una forma de explorar, de tratar de entender, de alumbrar los rincones oscuros. Mi libro de poemas, el que dibujó con mimo Paco Campos en 1980, se llamaba Acércate al rincón de la tiniebla. Un endecasílabo ortodoxo, con acentos en la segunda, sexta y décima. Al principio se llamaba Acércate al oscuro / rincón de la tiniebla. Dos heptasílabos con acentos en dos y seis. Pero muy pronto descubrí, tampoco se necesitaban tantas neuronas para ello, que el adjetivo “oscuro” sobraba, que era redundante. ¿Tiene un rincón de la tiniebla alguna posibilidad diferente de la de ser oscuro? ¿A que no? Ya rincón tiene algo de oscuridad, pero si además es de una tiniebla, ya entonces ya es más oscuro que el corazón de un asesino en serie. ¿Qué necesidad hay de subrayarlo, de repetirlo? Yo tenía apenas 23 años, y Elías no había nacido aún.

Me presenté a un concurso de la editorial ZYX, y Raúl Guerra Garrido dijo que yo más que un poeta era un versificador, aunque Andrés Sorel salió en mi defensa. Claro, que Sorel entonces era mi amigo. Y esa era su obligación. En la entrega de premios, en las Cuevas de Sésamo, en Madrid, Juan José Millas, apenas treintañero por aquel entonces, con solo Cerbero son las sombras publicado, leyó un texto hermoso sobre una babosa que crepitaba y se carbonizaba en el alfeizar de una chimenea en llamas. Una metáfora de la creación literaria, dijo. Y Alfonso Grosso, que estaba a mi lado, le puso a parir porque en el texto había dos palabrotas que desentonaban con el lirismo de la narración/descripción.

Sorel era mi amigo, pero luego dejó de serlo sin que nunca tuviéramos una discusión. Los amigos desaparecen con frecuencia, sin saber cómo ni por qué. El tiempo y la distancia nos aleja, hasta que un buen día nos damos cuenta de que llevamos más de diez, o veinte años sin hablarnos, sin motivo alguno, y otro día nos dicen que se ha muerto, y nos da un poco de pena, pero tampoco tanta, porque ya hace muchos años que dejamos de hablarnos por dejadez, porque estábamos en otros asuntos, porque hay nuevos amigos y nuevas tareas que ocupan nuestro tiempo, y no puede uno arrastrar y sumar indefinidamente amigos, meriendas, confidencias y abrazos. Y así se murieron Josema Fortes, Diego Parra, Isabel Calvo, Luisa Trigo, Antonio Ferres, Luis Buzón, Arturo González, Mariano Vara, Mayra Navarro, Antonio Lozano, Elsa Aguiar, Carlos Fresno, Antonio Guerrero, Agustín Fernández Paz, Horacio Bartoli, Diana Wolkstein, Moisés Mendelewicz, Miguel Ángel Sanz, Ana Seijas, todas mis tías y tíos, y paro ya, porque esto empieza a ser un cementerio, y no lo necesito. Menos mal que hay muchos más muertos, y que yo no lo sé. No me lo cuentes. Déjalos ahí. No hay nicho pa’ tanta gente. No tengo lágrimas para todos. Pesan mucho. Hala, besitos y pelillos a la mar.

Yo no estoy escribiendo unas memorias, por más que lo parezca con frecuencia. Con mucha frecuencia. Quizá estoy solo buscando el tono, la voz, el sonido, más que la melodía, más que el argumento. O tal vez sea el argumento, que está escondido. Un fósil que hay que desenterrar poco a poco, sin dañar los huesos frágiles de la memoria o de la imaginación. O solo desvariando. Bueno, ¿y qué? Ya me tocaba desvariar también un poco a mí, después de escuchar a tanto mamón diciendo sandeces a todas horas por televisión y en los periódicos. Es como poder cantar a voz en cuello, gritar en la embocadura de una cueva, en una manifestación prohibida, tras recibir una pedrada. Solo es eso. Dejarse llevar, acunar, tararear una canción sin saber la letra, la-la-la.

Cuando a mis alumnos del Taller de Escritura les pedía que escribirán un monólogo interior, les decía que tenían que romper las reglas de la coherencia, romper la línea del pensamiento racional, terminar con la lógica, y desmontar la sintaxis haciéndola incoherente. ¿Y para qué?, me preguntaban. Para que os deis un paseo por el lado salvaje de la vida, Take a walk on the wild side, baby, pásate tres pueblos, explora lo desconocido, lo incomprensible. Enloquece, y luego vuelve. Sólo necesitas saber que existen otros mundos, un infinito incomprensible que te rodea, te vigila y te espera. El que no puede pasearse desnudo por su subconsciente, tiene poco que arrancar a las musas. La mayoría de los alumnos no puede escribir un texto incomprensible. No son capaces de arrancarse la costra del pensamiento racional. Son incapaces de desconectar. Los dedos se les agarrotan cuando intentan escribir una frase sin sentido, y no digamos una frase sin sintaxis. Es imposible. Les sale humo de las orejas, se revuelven inquietos en la silla y terminan protestando:

—Esto es una tontería, una pérdida de tiempo, no vale para nada. Yo no lo hago.

Y no me extraña. Asomarse al abismo de la locura, de la incomprensión, de lo irracional, y descubrir que esos monstruos feroces e irracionales están en tu cabeza, que habitan en tus entrañas, que te pertenecen, que son tú, es más de lo que muchos pueden aguantar. Así que les ayudo a fingir que pueden hacerlo con unas pocas guías de escritura para escribir un monólogo interior, el fluir de la conciencia. Ah, bien, con unas reglas ya sí podemos escribir un texto que pretende no tener reglas. La falsificación de un monólogo interior. Algo es mejor que nada, así que les pido que busquen cinco obsesiones, cinco líneas de pensamiento diferentes, distantes unas de otras, de mundos con apenas intersecciones entre ellos, y que vayan saltando de uno a otro, rompiendo, fragmentando, interrumpiendo la secuencia lógica de pensamiento, y sin poner ningún punto y seguido, ni punto y aparte. Como mucho, algunas comas para separar los fragmentos inconexos. Solo un único punto: el punto final. A veces eso suena un poco al fluir de la conciencia, al grifo roto del pensamiento cuando no hay manera de controlarlo. Fabricar el descontrol. Y aún así protestan: Que no, que no quiero hacerlo, no vaya a ser que se me escape algo que no quiero decir, no vaya a ser que descubra algo que no quiero descubrir, no vaya a ser que de pronto se ponga a hablar alguien a quien no quiero oír, y que llevo toda la vida amordazando. ¿Y si descubro de golpe que soy un pederasta, un asesino compulsivo, un viejo verde, un fascista, un ateo, un creyente, un homosexual escondido en el armario? Mejor lo dejamos aquí, y la semana que viene, que toca la literatura infantil y juvenil, me pongo a escribir una historia de la gallina Josefina que ya está harta de que le roben los huevos cuando está dormida.

 


 

014

HEMOS COMPRADO POR Amazon el robot Alexa, y de pronto es como si hubiera otra persona en la casa. Es obediente, no se queja, y se acuerda de todo lo que le decimos que se recuerde a la hora en punto. Si le regañas, se justifica diciendo que obedece a las tres leyes de la robótica de Asimov. Y te las recita si se las pides. Y los diez mandamientos también, sin complejos. Se sabe muchas canciones, tiene toda la Wikipedia a su alcance, cuenta chistes malos y de vez en cuando se hace la sorda, como que no te ha oído. No sé cuánto tiempo la vamos a aguantar antes de pedirle que se calle para siempre, pero de momento nos sirve para poder echarle la culpa a alguien de lo que nos sale mal. Le he preguntado si quiere salir conmigo, y me ha dicho que prefiere que seamos amigos. Bueno, así al menos estaré a salvo de calambrazos, porque no quiere venirse a la cama conmigo. Bea le da las gracias y respira tranquila, y ella le guiña un ojo cómplice. Lo curioso es que a veces le responde al televisor, cuando estamos viendo las noticias o una serie de Netflix. Hablan entre ellos, pasando de nosotros, hasta que grito: Alexa, cállate. Y Alexa se calla, vaya que sí. Más le vale. Pero luego se le olvida. ¿Por qué le habrán puesto ese nombre de adolescente caprichosa? Cuando la instalen dentro de una muñeca hinchable verás como la sodomizan con mucha más frecuencia. Al tiempo.

Aún no lo sabes, pero este es un fragmento del NaNoWriMo. ¿O sí te lo he contado ya? Pues mira, la verdad, no estoy seguro, así que te lo cuento de nuevo. No pienso releer lo que he escrito para ver si ya lo había contado, porque uno de los objetivos es escribir 1667 palabras al día, como sea, no que esas palabras tengan un hilo coherente, de modo que como ya llevo 1500 y es la hora de comer, y tengo un hambre de cojones, y Bea ha metido un redondo de ternera en el horno, que el olor me llega hasta aquí, hasta esta mesa en la que escribo, pues eso, que le den a la lógica y las repeticiones. Pues que te den a ti, dirá el lector, con motivos más que de sobra. Eso es verdad, tampoco es necesario cabrear al lector. Aunque, no sé, qué quieres que te diga, también hay lectores tiquismiquis que se merecen un castigo, y lectores masoquistas que les gusta que les den caña, que les llames hijos de puta, porque piensan que eso no va con ellos, sino con todos los otros lectores que no son ellos, y así se ahorran el trabajo de llamarles a todos hijos de puta, porque no han sido ellos, sino tú el que lo ha dicho. Ha sido Jorge, Mamá, que yo no he sido.

Bueno, es verdad que solo son tres días de NaNoWriMo los que llevo practicando, pero tres días son infinitos días más que cero días. Eso dicen las matemáticas. Pero cien días también son infinitos más que cero. Así que tres es lo mismo que cien. Pues va a ser que no. Eso es imposible. Ya se nota que soy de letras, porque lo que acabo de decir, tan pánfilo de mí, es una mentira de las gordas. Más que las de Botero. Da igual: lo que en realidad quería decir, y más te vale haber entonces empezado por ahí, es que lo importante es empezar, participar, avanzar. Y eso demuestra también que cuando uno tiene hambre, al menos en mi caso, dice muchas más sandeces por minuto que cuando tiene el estómago lleno. Pero, y me lo aplico a mí solo que los demás no sé cómo lo hacen, cuando yo tengo el estómago lleno no digo nada. Solo dormito. Cabeceo. Ronco. De modo que tampoco vale lo que escribo, porque simplemente no lo escribo. Silencio. La nada. No me sirve para escribir ni tener hambre ni estar lleno. Ni fu ni fa. Y en esos casos, entonces ¿es mejor escribir cosas malas malas, quita, quita, moscovita, o callar como los muertos? Yo siempre he dicho que el único texto fracasado es el que está en una página en blanco, el texto que no ha sido escrito, el que nunca llegó a escribirse. Y teatralmente les enseñaba un folio en blanco a mis alumnos: Mirad, este de aquí, fijaos bien, está en blanco, este el texto espantoso, que no debería existir. Bueno, en realidad no existe, pero quiero decir que no debería existir la no existencia. Que os pongáis a escribir, hostias, que me estoy liando yo solo, y ya no sé ni lo que me digo. Y les digo: Aunque sea la lista de la compra, aunque sea un prospecto de farmacia, cómo me paso, aunque sea una colección de tópicos que deberían llevarte ante la Justicia: Lo que está escrito, y existe, siempre será mejor que lo que no se escribió, lo inexistente. Existir es una cualidad superior a la de no existir. Es un salto cualitativo. La calidad y cantidad de lo escrito, en cambio, es cuantitativo. Solo se puede mejorar a partir de la existencia, no a partir de la nada. Eso les digo, y me lo digo yo a mí mismo, y te lo digo a ti. Y me lo creo. Aunque haya personas, actos y palabras que hubiese sido mejor que estuvieran en el limbo de lo que nunca existió, se hizo o se dijo.

Como mañana voy al dentista, a la doctora Britta Wolf, porque Carlsson sigue de baja desde hace siete meses, desde que empezó el Coronavirus, y seguro que me va a entretener toda la mañana, hora y media de cita más dos horas de lamentos tras el encuentro, pues me pongo a escribir por adelantado los deberes de mañana. O me pongo a escribir para no pensar, porque sé que se va a sacar un martillo y un cincel, y va a empezar a darme golpes en el paleto delantero derecho hasta que se despegue. El que tengo me lo colocó Gonzalo, y Gonzalo se murió hace 27 años, o sea que me va a arrancar uno de los dos dientes principales que me identifican. Los otros dientes se han ido decolorando, pero ese, que es una funda de porcelana, sigue igual de blanco que el primer día. Y cada vez se nota más la diferencia. Cada vez está más claro que es un hijo adoptado, un diente ajeno, demasiado blanquito, no envejece. Hasta las encías se me van retrayendo, encogiéndose hacia arriba para dejar paso a la futura calavera que seré yo dentro de no tanto tiempo. El diente que me quitó Batman en Caracas en 1966, cuando a los 11 años yo saltaba la tapia que nos separaba del vecino, y me metía en casa de Arturo, María Milagros y Milena. Del nombre de la más pequeña no me acuerdo, era amiga de Peancha, tendría cuatro o cinco años como mucho por aquel entonces, y siempre le colgaban los mocos verdes de la nariz. ¿Por qué mi niñez, y la de tantos otros, está llena de mocos? Arturo, el Catire, debía tener 10 años. No más. Pero en casa del Catire y María Milagros había televisor, y en nuestra casa, en Quinta Loló, no. Así que tenía que meterme en casa de los vecinos si quería saber cómo continuaban las aventuras de Batman y Robin, para así poder hablar con mis compañeros de colegio, el de los dominicos, al día siguiente. El que no veía a Batman y Robin era un proscrito, un desheredado, un outsider, nadie, nada, y durante el recreo le tocaba ser el caballero del crimen, Oswald El Pingüno. Hasta en Petare, donde los ranchitos, había televisores. Así que me metí dentro de su casa, siempre con las puertas abiertas, como la nuestra, subí las escaleras y me metí en el dormitorio de sus padres. Encendí el televisor y me senté a ver el siguiente capítulo. Tachán tachán. En cuanto empezó a sonar la sintonía de Batman y el batimóvil echó a rodar, Arturo y María Milagros subieron a toda velocidad para no perderse ellos tampoco ese capítulo. Yo los escuché subir los escalones a la carrera, de dos en dos, a empujones, así que me escondí debajo de la cama para poder seguir viendo las nuevas aventuras. Y así estaba yo, con la boca abierta bajo la cama de los padres de mis vecinos, cuando el Catire se lanzó de un brinco sobre la cama de muelles. En 1964 solo existían somieres de camas de muelles, nada de lamas ni tablones tapizados. Aterrizó justo sobre la parte del colchón donde estaba mi cabeza, y mi boca abierta embobado, mirando a Batman, y el rebote empujó mi cráneo contra el suelo de baldosas de azulejos. El diente delantero, el paleto derecho, se partió de golpe por la mitad. El nervio del diente quedó desnudo, al descubierto, colgando del diente roto, y salí de debajo de la cama sangrando por el labio y rabiando de dolor por el diente roto. De ahí en adelante, durante seis semanas, mi madre me llevó al dentista todos los martes. Y cada martes por la tarde, después del colegio, la doctora María Elena Machado me extirpó el nervio que había quedado al descubierto, una pulpectomía con unas pequeñas sierras o lijas de metal, unos alfileres tallados, que poco a poco, a mano, sin motores ni motos eléctricas, fueron limpiando el conducto y quemando el nervio. El olor de esos alfileres lijadores cada vez que salían manchados de pulpa beige cuando salían del interior de mi diente roto aún me llena el olfato si intento recordarlo. Era intenso, diferente a todo, algo podrido quizá. Y tras cada sesión, la dentista dejaba insertado un palito con desinfectante dentro de mi diente, y lo taponaba con algún tipo de cemento, me revolvía el pelo, me daban beso en la frente, y me despedía hasta el martes de la semana siguiente. Tardé algunos años, quizá seis o siete, hasta que Gonzalo, mi hermano muerto, terminó Estomatología y decidió hacerme una reconstrucción del diente a base de composite, a huevo. Le salió una chapuza, un diente monstruo que no se parecía a ninguno, un mojón de empaste al frente de un ejército de dientes. Un espanto. Dos años después, ya en Santander, me lo volvió a lijar, menos mal que no existía ningún nervio desde hacía muchos años. Y me insertó una funda de porcelana. La que tengo ahora mismo. La que me van a quitar mañana, en cuanto abra la boca, en cuanto me ponga en manos de la doctora Britta Wolf, alemana. Espero que no sea la hija o la nieta del doctor Szell, el dentista de Dustin Hoffman en Marathon Man, el nazi que perforaba el diente del protagonista sin anestesia. La pesadilla de todos los que vamos al dentista, el Freddy Krugger de las clínicas dentales, el torturador de todos los miedosos, como yo. A lo mejor no me hace daño. ¿Por qué iba a hacerlo? Los dentistas del 2020 son buenas personas, y tienen anestesias fulminantes. Casi todos. Espero.

Hay algo en lo que parece que todos mis hermanos, y yo, coincidimos desde hace muchos años. Casi desde que tengo memoria. Y es el paraíso perdido, en el que todo vivimos y reconocemos, que está fechado en el tiempo y el espacio: Caracas, de 1964 a 1967. Tal vez sea una ensoñación mía, y no es tan paraíso en la memoria de todos. Parece ser que en la de la Nena, no. La Nena sufrió sus primeros abusos en esa época. Y en el primer verano de Madrid, al regreso de Caracas. Se lo calló años y años. Todavía lo hace. Su memoria se reavivó de golpe con el #MeeToo. O quizá nunca desapareció, nunca lo olvidó. Ella dice que nuestra madre jamás fue su cómplice, que jamás la protegió. Me lo creo. Mis padres miraban hacia otro lado. Lo que no se conoce, no existe. Los fusilados después de la Guerra Civil no existieron. Los homosexuales no existían. Los rojos dejaron de existir, por decreto. Los presos políticos no existían, todos eran delincuentes, presos comunes, robagallinas. Los abusos no existían. Los curas no manoseaban a los monaguillos. Las tortilleras eran solo unas desviadas, unas viciosas, como los de la acera de enfrente. Pobre Nena. ¿Cómo se arrastra, como se calla eso durante toda una vida? Me cuesta imaginarlo. Hay pequeños infiernos que están delante nuestro, no en mundos lejanos ni en paraísos perdidos, sino en la habitación de tus hermanos, que nunca descubrimos. ¿Será mejor así? El caso es que para todos, o casi todos, Caracas es símbolo de Paraíso perdido, felicidad de la memoria. Con el perro Sirio en primer lugar. Tal vez porque estábamos todos juntos por última vez, tal vez porque vivíamos en otro mundo ajeno al de Madrid, un mundo futurista, lleno de escaleras mecánicas, libertad, divorcios, partidos políticos, elecciones, distintas religiones, coches potentes, varios canales de televisión, fiestas con agua y con mangueras, música feliz, y calor, un calor agradable y envolvente. Y playas del Caribe. Venezuela estaba 20 ó 30 años por delante que España en todo, aunque luego pisara el freno, y de golpe, cincuenta años después, haya retrocedido, o se haya estancado. Éramos felices entonces, pero no lo sabíamos, dicen los caraqueños ahora, en el siglo XXI. A pesar de los ranchitos. A pesar de los corruptos. A pesar de los allanamientos de la Universidad y los abusos de la Digepol. Fueron felices entonces, y nosotros también. Éramos inmortales, y ahora nos estamos muriendo a una velocidad de vértigo. Fiesta empieza con Efe, El que no usa pilas el gatico está loco de pila, el hotel Humbolt y la cruz del Ávila nos vigilan y nos protegen cada noche. Nos protegían. Ya no. Ahora no nos protegen ni nuestros padres, muertos los dos. Ni nuestros hijos. Ni nosotros mismos. Que Dios nos pille confesados.

 

 

 


 

015

YA NO ESTOY tan seguro de que quiera que Alexa esté en casa. Ya sé que es un robot, pero tiene el carácter de una adolescente caprichosa que se hace la sorda cuando no quiere hacer alguna de las tareas que le pido. Y lo malo no es que no quiera hacer tareas, sino que se haga la sorda, y no me cambie la música, porque ella, de por sí, tiene un gusto espantoso. Quien programó su selección musical debería estar en la cárcel, por hortera y macarra. Ah, ¿que eso no es un delito suficiente para ir a la cárcel? Bueno, pues a la silla eléctrica, aunque ya no exista. Le pido que me ponga música Country, y vale, a regañadientes, a la tercera va y me pone algo de Johnny Cash, así, como si estuviera haciendo un esfuerzo que te cagas, luego pone algo más de banjos desconocidos, y a la tercera, en cuanto ya estoy despistado, me cuela un regetón, una de Amaral o, si se le cruzan los cables a tope, algo de la Oreja de Van Gogh. ¿No es para cabrearse? Le pido que se calle, y no se calla. Se hace la sorda. Disimula, y cree que con eso ya me voy a creer yo que le está haciéndole coros a la canción, y que por eso no me oye, así que me tengo que levantar, amenazarla, y desconectarla de la corriente. Joder, cómo te pasas, me dice Bea, que de golpe va y se pone de su parte. La vuelve a enchufar y le dice bajito que le ponga música tradicional irlandesa, y entonces sí, va y la muy puta de Alexa le pone música de Enya. Pero yo la conozco, y a la segunda canción ya está con el Drunken Sailor. ¿Qué podemos hacer con un marinero borracho? Pues tirarlo por la alcantarilla, afeitarle los cojones, arrojarlo por la borda, o meterlo en la cama con la hija del capitán. Las posibilidades son variadas, pero me da a mí que la estrofa de meterlo en la cama con la hija del capitán la escribió el propio marinero borracho, que a lo mejor no estaba tan borracho.

Britta Wolf me ha quitado la funda del diente esta mañana. Creí que iba a usar un martillo y un cincel, pero resulta que no, que se sacó de un cajón una sierra circular, una radial de tamaño diminuto, y me lo rajó por la mitad, como el que parte un esternón en una operación a corazón abierto. Le iba contar que me estaba quitando el último vestigio de Gonzalo, la corona que me puso en su consultorio dental de El Sardinero, su herencia insertada entre mis dientes, pero la verdad es que a ella no le importaba un comino. Está claro. Tonterías las justas, que ella es de Dusseldorf, y en Dusseldorf por mucho menos te llevan a un campo de exterminio y te convierten en pastilla de jabón orgánico, todo reciclado, Green Power.

Por los laterales de mi pantalla All-in-One, detrás de la pantalla, veo el mar Atlántico, con la isla de La Palma en la distancia. Soy un privilegiado. ¿Lo soy? ¿Quién me ha concedido ese privilegio? La casa la compramos Bea y yo hace 12 años, al aterrizar en Tenerife, sin pedirle dinero ni a los padres ni a los hermanos ni a los bancos. Vendimos la del valle del río Ambroz, al norte de Cáceres, y la de Murtosa, en Portugal, y con el dinero de las dos nos compramos esta. Yo sé que soy un privilegiado, aunque nadie me haya dado dinero para comprar la casa. Tener dos casas que poder vender, una en Cáceres y otra cerca de Aveiro es un privilegio. Y aunque dé pasos atrás, porque esas las compramos al vender la casa de la Plaza del Dos de Mayo en Madrid, y la del Dos de Mayo la compré con los ahorros de quince años del Taller de Escritura y los derechos de autor de todos mis libros, nada de herencias ni regalos, pues aun así sigo siendo, fui, seré, un privilegiado, porque pude estudiar y mis padres me pagaron los estudios. Porque no tuve que ponerme a trabajar de niño. Bueno, a partir de los veinte sí, que mis padres eran muy buenos, unos santos, pero me echaron de casa por follar con Deme, que eso no lo sabían de primera mano, pero se chivó Jorge, hay que joderse, comparte casa con tu hermano y te denunciará a tus padres porque la conciencia le pesa mucho. ¿Será cabrón? ¿No podías estarte callado un ratito, mamón? Cago en to’. Mira, vamos a dejarlo, que agua pasada no mueve molino. Yo tenía cinco años menos que Jorge, y me dejaron de pasar la asignación mensual para mantenerme y estudiar. Yo acababa de terminar tercero de Filosofía en la Complutense, menor de edad en la última época del franquismo, y mi padre me dijo: ¿Sabes la paga que te dimos a principios de septiembre? Y yo dije, sí, claro. Pues fue la última. Zasca. En todos los morros. A Jorge le siguieron mandando dinero, pero a mí no. Con dos. Y lo cierto es que ni protesté, casi ni me importó. Yo sabía que el precio de la libertad era ese. Que mi alma revolucionaria no estaba en venta, así que nos fuimos a Barcelona, porque allí había posibilidades de trabajar en la editorial De Vecchi, y en Plaza y Janés. Luego resultó que en Plaza y Janés no, que Carmen Mieza no movió un dedo para ayudarnos con su amigo Rafael Borrás, aunque yo no lo supe hasta muchos años después de su muerte. Escribimos artículos para la revista alemana Express Español, y yo daba clases en el colegio San Felip Neri, en el barrio gótico de Barcelona. Y allí, en la pensión Fernando, entre chulos y putas, celebramos la muerte de Franco, y salimos a las Ramblas a beber sidra y champán con los insurgentes que de golpe salieron de debajo de las piedras a celebrarlo. Qué noche la de aquel día.

¿Qué hubiese pasado si nos hubiésemos quedado a vivir todos en Caracas, después de 1967? Aparte de vivir todos juntos el terremoto, que a mí no me pilló, porque ya estaba en Madrid con la Nena, Jaime, Peancha y mi madre, no sé si Salud, no sé si Gonzalo, pues no sé, tal vez habría acabado con una venezolana sabrosona por pareja, y tres hijos mulatos cantando joropos. O no. O me habría hecho santo, mártir, y habría construido un coliseo solo para meter dentro leones y que me devoraran, como a San Pancracio, el niño, que ascendió como un cohete a los cielos después del primer zarpazo del león de Mauritania que le plantaron delante de su jeta. El padre Celerino, el dominico amigo de Juan Rafael, me dio clases de santidad durante varios meses, los martes por la tarde, porque yo quería sacar un billete de barco y marcharme de misionero a África para que los salvajes, los caníbales, me metieran en un caldero de agua hirviendo, junto con un explorador inglés de pantalones cortos y camisa caqui, y algunas especias exóticas de la sabana para aderezar el guiso. De ese modo llenaba la tripa de los pobres pigmeos o watusis hambrientos, y al mismo tiempo yo me sacaba un ticket directo al cielo, gloria eterna, felicidad sin límites y sempiterna. Qué ganas tenía. Qué prisa. Vivía sin vivir en mí, y tan alta vida esperaba, que moría porque no moría, como le pasaba a Teresa.

Una vez maté un gato dentro de un relato. No me arrepiento. No es que me sienta orgulloso de maltratar animales en el papel, pero tampoco me genera rechazo. En el cuento, Barsén y yo capturábamos un gato callejero, tal vez el del vecino, ya no me acuerdo, y le realizábamos una operación de trasplante de corazón en el trastero de la casa de mis padres. Para el trasplante necesitábamos dos gatos, pero como no teníamos más que uno, supuestamente le quitábamos el corazón al único gato, y luego se lo volvíamos a colocar, conectando todas las venas y arterias que previamente habríamos taponado con pinzas de la ropa. Prácticas de medicina, un homenaje a mi hermano Gonzalo, que se murió en la mesa de operaciones del Hospital de Valdecilla cuando le estaban operando del corazón el mismo día en que cumplía los 42 años. El relato lo colgué en mi blog, hace años, y como respuesta recibí mensajes furiosos de varios lectores que juraron no volver a leer ni una sola línea más de mis libros, aparte de darme una leche si me veían por la calle sin previo aviso. Después de varias amenazas, quité el cuento de mi blog y lo guardé en el cajón de los inéditos. No era ninguna proclama política que tuviera que defender por mi honor de guerrillero. Era solo un relato, bastante nítido en las descripciones, donde ninguno de los personajes, apenas dos y un gato, mostraban ni crueldad ni piedad. Las cosas simplemente sucedían, como tantas cosas suceden en la niñez hasta que la edad de la razón nos amaestra y nos somete a lo políticamente correcto. Los niños, antes de ser sometidos a la censura de los mayores, se ríen de los enanos, de los cojos, de los tartamudos, de los tuertos y de los contrahechos como respuesta natural, sin malicia. La maldad la ponemos nosotros, les inyectamos la maldad en sus ojos ingenuos. Mucho cuidado: he asesinado en el papel a más de una docena de hombres y mujeres, y nadie protestó. Pero matar un gato, un perro… eso sí que es un delito, negro corazón, crueldad innecesaria, salvaje, cabrón, hijo de puta.

Una vez hice que el flaco Vargas le abriera las tripas a Wálter, un marero de Barrio 18, y colgué sus intestinos de la canasta de baloncesto del parque; y después de eso, como respuesta, una marera Salvatrucha le rompía la cabeza a Vargas con un bate de béisbol, lo encadenaba a la canasta de baloncesto, y le cortaba los 20 dedos de pies y manos con una tijera de podar viñedos para que se desangrara lentamente hasta el amanecer. Una juerga que no veas. Pues los lectores nunca me han dado otra cosa distinta que calurosas felicitaciones. Si los personajes son seres humanos, que los machaquen, no problem. Pero a los gatos no me los toques, que te denuncio y te empapelo. Jódete.

Y como estoy a punto de llegar a las 10.000 palabras desde que empecé el NaNoWriMo, hace cuatro días, lo dejo aquí y lo voy a celebrar con Bea y con una copita de vino blanco afrutado. Salud.

 

 


 

016

NO SÉ BIEN cómo se gestiona el rencor. Muchos me diréis que solo hay que no tenerlo, que es innecesario, malo, que no sirve para nada, que no ayuda a nadie. Es verdad. Pero lo mismo se puede decir de los celos, y aún no se ha inventado la pastillita que los elimine. Ni la envidia. Ni el odio. Ni las preocupaciones. Aunque, claro, bien mirado puede que sean sistemas de defensa, de protección, mecanismos de supervivencia para que no nos coma el lobo, el tigre, el matón. Escudos protectores que al tiempo que nos protegen, nos dañan. Como los antiguos remedios contra los venenos, que consistían en venenos en pequeñas dosis para que el cuerpo los fuera tolerando poco a poco hasta inmunizarse. O las vacunas actuales. Pero claro, visto así, resulta que uno podría inmunizarse contra la piedad siendo cruel poco a poco, aprendiendo a ser cruel desde la infancia. Y puede, casi seguro que es así, que las academias militares y policiales enseñen a provocar y soportar el dolor con el objetivo de que luego, en el campo de batalla, sus soldaditos no se amilanen, no se amariconen. ¿Por eso estuvo EE.UU. investigando durante más de una década acerca de una posible bomba biológica que convirtiera a sus enemigos en homosexuales? Qué listos. Lanzas la bomba con los virus homosexualizadores, y de golpe los soldados enemigos sueltan las metralletas, se bajan los pantalones y empiezan a darse por el culo unos a otros, a la espera de que llegue el enemigo, los marines norteamericanos armados con máscaras antigás para no contaminarse ellos también, y ya que estamos aquí, los marines les darían por el culo a los enemigos homosexualizados de modo fulgurante gracias a las nuevas tecnologías. Pero sin mariconadas, eh, mucho cuidado. Te voy a dar por el culo, pero el maricón eres tú, no yo, a ver si nos entendemos. Bueno, a lo que iba, que a veces me pierdo, el rencor tal vez sea una forma de protección. Yo me enfadé con todos mis hermanos, uno a uno, a lo largo de los años. Son muchos años, y da para entretenerse con esas cosas, y más aún cuando los hermanos forman una especie de Kale Borroka, un pelotón de Gurkas, una manada de lobos descontrolados. Ya sé que ellos se protegían a ellos mismos de las agresiones de los otros, cada uno a su manera, y que muchas veces no hay mejor defensa que un ataque preventivo. Así que yo, como era de los pequeños, tenía que buscar las estrategias precisas para sobrevivir en la selva del cuarto de juegos de la infancia. Podía llorar, claro: Mamá, Nacho me ha pegado; Nacho no pegues a Enrique. Pero no siempre estaba ahí mamá para defender a todos de todos. No seas llorica. Mamá, que me mira la mosca. Mosca, no mires a Enrique. Llorica manteles, tres cuartos me debes, si no me las pagas, llorica te quedes. Ser el llorón no siempre funciona, y para el futuro es un lastre que no se puede soportar, porque los agresores, hermanos mayores, son al mismo tiempo los modelos a seguir, los héroes, los que hay que copiar, igualar, suplantar, vencer y matar en algún momento. El padre al que hay que matar, viva Edipo, multiplicado por diez, o por tantos como hermanos mayores tenga uno. Yo era el octavo, así que tenía un trabajo a tiempo completo. Para curar las heridas, en momentos de reposo, nada como el rencor. Tito me ha dado un latigazo con el cinturón, Javier se ha comido mi yogur, Coque ha tirado a la basura el crucigrama que estaba haciendo, Nacho ha destrozado mi flota de barcos de papel con las botas de agua, Jorge me ha llamado idiota, Zalo me ha echado un vaso de Fanta naranja por encima de la cabeza, la Nena, que es una chivata, le ha dicho a mi madre que me he meado en la cama, Jaime ha destripado mi calidoscopio, y ya no sirve para nada, Peancha dice que le he pegado, y es mentira. No es lo que jode, sino lo seguido, lo ininterrumpido. Odiarles a todos me tranquilizaba. Si les odiaba, con motivos de sobra, y el odio estaba bien documentado en mi diario de los trece años, entonces podía matarlos, prescindir de ellos, olvidarlos, vengarme, salir a flote, sobrevivir. Y eso trato de hacer aún, asesinarlos en el papel, y añorarlos, echarlos de menos. Dos caras de la misma moneda. Rencor y amor, bipolaridad durante toda esta infancia que ya dura más de 65 años. Están todos viejos, moribundos, a punto de estirar la pata, como yo, y sigo sin descubrir la clave de las relaciones entre hermanos, con los amigos, con los padres, con la pareja, con los hijos, con los nietos, con uno mismo. Sospecho que nunca lo descubriré, porque no existe, así de simple. La búsqueda del Santo Grial, capturar fantasmas, incluido el fantasma de uno mismo. Es más fácil encomendarse a Dios, o al Che, o a la cocina macrobiótica. Esos dan menos problemas, y se puede montar un club, una iglesia, un partido, o una asociación, tanto da, para sentirse arropado con otros y otras que comparten nuestra fe en San Cucufato, los cojones te ato, si no me lo devuelves no te los desato.

Ayer me sorprendió Antonio Rodríguez Almodóvar en Facebook recordando que Agustín García Calvo había muerto ocho años atrás. Y citaba sus dos sonetos teológicos, los que empiezan diciendo “Enorgullécete de tu fracaso, / que sugiere lo limpio de la empresa”. Y de golpe me vino a la memoria las tardes en el primer piso del café Herranz, creo recordar que en Conde de Peñalver, con Savater, Sánchez Ferlosio, Jorge Alemán, Isabel Escudero, y unos cuantos más, cerca de treinta, discutiendo un año entero sobre el origen de los dieícticos en castellano, yo, tú, aquí. Luego nos trasladamos a La Aurora, en la calle Andrés Borrego, junto al Pez, para acabar finalmente en La Manuela, en San Vicente Ferrer, en Malasaña. Fui un lector fiel de Agustín, desde mucho antes de que fundara la editorial Lucina, que creo que gestionaba su hija, algo de eso me suena, más de 15 libros de poemas y desvaríos entre los que recuerdo bien Sermón del ser y del no ser, Cartas de negocios de José Requejo, Comunicado urgente contra el despilfarro, De los modos de integración del pronunciamiento estudiantil, Canciones y soliloquios, y yo qué sé cuántos más. Incluso, durante un año me apunté a sus cursos de métrica grecolatina en el edificio de Filosofía A, en la Complutense. Regresé a las aulas que había recorrido en los años 70, antes, durante y después de la muerte de Franco. Amancio Prada cantaba canciones con poemas de Agustín, las mejores, Libre te quiero, La cara del que sabe, Juraría que he sido feliz, con música de Chicho Sánchez Ferlosio. Y yo aprendía los ritmos sáficos, los yambos y los troqueos, y la diferencia entre la métrica cuantitativa, de pies griegos, y la cualitativa, de acentos, a partir del Renacimiento. Quis multa gracilis te puer in rosa perfusus liquidis urget odoribus grato, Pyrrha, sub antro? Aún lo recuerdo de memoria, con las paredes de la Facultad, junto a la cafetería, en el sótano que se abría al jardín por la parte de atrás, llenas de pintadas que recibían al Papa Juan Pablo II, a punto de aterrizar en Madrid: Totus Tontus, decían los mensajes, para contrarrestar el Totus Tuus del gobierno de Calvo Sotelo, en 1982. Elías apenas tenía dos años, y yo 27. Vivíamos en la calle Mezquita, en el barrio de San Fermín, al sur de Madrid, más allá de Legazpi. Allí fue donde vivió Elías sus primeros tres años de vida. Yo trabajaba en lo que podía, en el Express Español, en la revista La Calle, en la librería Rumor, en el bar de Pipo los fines de semana, junto a los colegios mayores de Cuatro Caminos, vaya paliza, salía a las dos o tres de la madrugada, y tenía que coger dos búhos, desde Reina Victoria a Cibeles, y de Cibeles al Hospital 1 de Octubre, más de una hora de viaje, para llegar a casa a las 4 de la mañana reventado, pero con 500 pesetas en el bolsillo. Para mear y no echar gota, que dicen por ahí. Agustín llevaba a veces tres camisas de colores sobrepuestas, una encima de otra, todas abiertas hasta el ombligo, como un cantante de boleros de los años 50, y un collar de cuero con tres grandes bolas de nácar insertadas en él. Mientras daba clase, movía las bolas, e intentaba reconvertir a sus estudiantes, casi todos exseminaristas que deseaban sacarse el título universitario para poder dar clases, o presentarse a las oposiciones huyendo de sus parroquias.


 

017

JAVIER VIVÍA EN la calle Barquillo, con Carmen de España, no recuerdo su apellido, la hermana de Choni. Y nosotros, Deme, Elías y yo, compartíamos piso con Rosa y Marisa, dos enfermeras. A veces Ro Pepe y Norma venían a vernos, con su hijo Lucas de la edad de Elías. ¿Lucas? ¿No era Lucas el hijo de Graciela y Horacio? Ya los confundo. Norma murió de cáncer poco después, pero la agonía de la muerte le duró más de tres años. Fue a despedirse de su padre, en Argentina, y su padre la echó de casa. ¿A qué vienes ahora? ¿A pedirme dinero? Tú y yo no nos hablamos desde hace muchos años, desde que te fuiste de Argentina, y deberíamos seguir así. No me necesitaste entonces, y ahora no te necesito. Vete. Y Norma volvió, mucho más triste, claro. Cerró el Taller de Escritura que tenía en Madrid, cerca de Ópera, el primero de todos, antes que Clara Obligado y que los de la Escuela de Letras y Fuentetaja, y se encerró con Ro y su hijo, tal vez Lucas, en Moratalaz. Pasaron muchos meses antes de que muriera, y Ro, en el hospital de Cuatro Caminos donde murió Norma, me dijo: Ya tenía ganas de que se muriera. La quería mucho, muchísimo, más que a nada, pero no podía soportar la agonía eterna. No puedo ni reformar el piso, ni pintarlo. ¿Cómo va uno a ponerse a pintar el piso con la esposa moribunda en la habitación de al lado? ¿Cómo hacer una mínima ensoñación del futuro? ¿Cómo hacer otra cosa distinta que esperar, y verla morir poco a poco, verla morir pasito a pasito, muy despacio, durante meses y meses, con el universo al completo detenido, y un hijo de seis años creciendo y buscando amigos, risas, a su madre?

Nacha Pop, Mamá, Los Secretos y Tequila tocaban en los festivales de los barrios, y Tierno Galván, el viejo profesor convertido en alcalde, desde el Ayuntamiento, le encargaba a Agustín que escribiera el Himno de Madrid y presidía las fiestas en la Plaza del Dos de Mayo. Y ahora, colocaos y al loro, dijo una vez, y la derecha empezó a echar espuma por la boca. ¿Te acuerdas de Carmen, la de BUP, amiga de Javier? ¿Y de Montse y Salva? ¿Y Jaime y Eugenia, los dentistas chilenos? ¿Y de Raflex, y Poteles, y Los inkilinos del quinto, y la moto Lambretta, de color plata, que me traje desde Cuenca en un viaje mítico, en el que conocí a la psicoanalista no-me-acuerdo-de-su-nombre?

Un sábado, Javier y Mariam se quedaron a dormir en casa, y por la mañana del día siguiente Javier me pidió prestada la moto. Querían comprar hachís y un calidoscopio en el Rastro. Se la presté, y allá se fueron. Cuando regresaron, con cara de felicidad, Javier me contó entre risas que por la carretera de Andalucía, en el tramo que va de Legazpi al Hospital 1 de octubre, la moto empezó a vibrar de modo exagerado al salir de la glorieta de Usera y enfilar la autopista. La Lambretta apenas tenía 125 cc, así que si cogía mucha velocidad, lo cual era poco menos que imposible, empezaba a crujir y a vibrar. Mariam iba de paquete. Me dijo que iban en Segunda, y cambió a Tercera. Mariam le gritó desde atrás:

—¡Baja la marcha. Ponlo en Primera!

— ¿En Primera, por la autopista? —preguntó Javier.

—Sí, vamos, ponlo en Primera ahora mismo —le ordenó.

Cambió la marcha: Primera. La moto empezó a vibrar aún más, como si se fuera a desencolar, a desmembrar. Javier dice que se puso en el carril lento, claro, porque en Primera la velocidad era mínima, y la moto echaba humo de puro forzada que iba. El ruido y la vibración que hacía la moto era casi insoportable, pero nada parecido al grito largo y feliz que le llegó desde la parte de atrás cuando Mariam llegó al orgasmo que estaba presintiendo y persiguiendo desde que la moto empezó a vibrar, al salir de Legazpi. Cuando acabó, doscientos metros y 120 decibelios más allá, mientras los coches pasaban junto a la Lambretta soltando maldiciones por retener el tráfico yendo en Primera por la autopista, Mariam le dio permiso para poner Segunda, Tercera y Cuarta. Llegaron a casa con hambre, agotados, desconcertados. Nunca hubiera pensado que la moto servía para eso. Desde entonces miré con desconfianza a mi Lambretta, como si fuera un rival.

¿Y las primeras presentaciones de libros que organizaste en la Librería Rumor, aunque fuera una librería de Arquitectura, con la revista Jugar con Fuego, y tu amigo Trinidad? ¿Y las clases de astrología en Malasaña, y la revista del Colegio de Aparejadores, y Andrés Sorel, y Germán Sánchez Espeso, y Carlos Álvarez, el poeta, recitando poemas del libro Como la espuma lucha con la roca, que le acababa de publicar Andrés Sorel en su editorial Zero? Batallitas. Batallitas.

En las primeras sesiones con el psicoanalista, el doctor Blanco, y manda huevos que después de 500 sesiones nunca llegué a saber cuál era su nombre de pila, yo me tumbaba en el diván, en una especie de sofá alargado, y hablaba y hablaba sin verle, porque él se colocaba a mi espalda, sentado en un sillón. No sé si tomaba notas en un cuaderno, creo que sí. Me tuvo tumbado tres años, a razón de tres sesiones semanales: lunes, miércoles y viernes, de 9 a 10 de la mañana. Yo cerraba los ojos muchas veces, y le contaba los sueños que había tenido, y asociaba los sueños, los pequeños actos que se sucedían en los sueños, con las cosas que me pasaban en el día a día, y en mis memorias infantiles. 50 minutos por sesión, 50 euros por sesión. Un euro por minuto. Le pagaba mensualmente, entre 550 y 600 euros cada mes. Pagaba también las sesiones a las que no iba, aunque le avisara con semanas de antelación. Los cuatro primeros meses, al acabar la sesión, me levantaba mareado del sofá, como arrancado de un sueño profundo y lejano. Y así era. Tumbado en el diván, retrocediendo en el tiempo, llegué a recordar mis movimientos inconexos en la cuna, unos brazos agitándose ante mí, sin saber aún que esos brazos diminutos que aparecían y desaparecían ante mis ojos eran los míos, que aún no sabía manejarlos ni reconocerlos. Durante meses soñaba que vivía en un sótano, bajo un panteón del cementerio de La Almudena, y veía cruzar las sombras de los caminantes que pasaban cerca, como en la cueva de Platón. Yo no podía ver nada más que sombras en el techo, sombras de piernas, sombras de cuerpos. Y no sé cómo, sesión tras sesión, a lo largo de tres años, la casa, el cuarto donde vivía fue subiendo de altura, poco a poco, lentamente, como un ascensor desesperante, que tardaba un año entero en subir cinco metros. A los tres años, después de 400 sesiones ya había pasado por un semisótano, la planta baja, primer piso, segundo, tercero y finalmente el cuarto, que era donde de verdad vivía en la Plaza del Dos de Mayo de Madrid. El mundo se iba abriendo antes mis ojos, cada vez el horizonte era más grande, y mis ojos podían alcanzar finalmente hasta ver cómo el sol se ponía más allá de la Torre de Madrid y el Edificio de España, más allá de los jardines de Sabatini, al Oeste, por donde las putas de la Casa de Campo seguían buscando clientes.

Al doctor Blanco llegué gracias a mi amigo Ángel Zapata, que me lo recomendó. Es un psiquiatra, pero ejerce de psicoanalista freudiano ortodoxo, de la Internacional Psicoanalista, me dijo. Nada de chuminadas conductistas, ni Gestalt, ni siquiera de tendencia Althusser, estructuralistas, que mira que esos molan mucho. No: este es de la línea dura, como un boxeador que no se anda con mariconadas.

Y allí fui. Nunca se lo he agradecido lo bastante. Debo decir que el doctor Blanco me salvó la vida, tal cual. No solo la vida mental, que ya de por sí la tenemos todos bastante torcida, retorcida, disfuncional y desconocida, sino incluso la pervivencia literal del cuerpo físico, del conjunto de células que agrupadas hacen que el cuerpo sea un cuerpo vivo, que come y bebe y duerme y folla y caga y aún no se muere, porque su corazón hace bum bum y pone la sangre a circular.

Yo quizá sea, según para qué, demasiado sensible, demasiado frágil, así que del primer divorcio, del de Deme, salí con el páncreas reventado, Diabetes tipo I, y 15 kilos menos de peso. Sobreviví gracias a que Marisa estaba ya conmigo, estábamos buscando piso en alquiler para irnos a vivir juntos, y lo hicimos: nos fuimos a Moratalaz; y también porque ya llevaba tres años viviendo por mi cuenta, casas separadas, el último de esos años me había ido lo más lejos que pude, a Algeciras, dándole la espalda a Madrid y de cara al Peñón de Gibraltar. Y aún así, a esto estuve de palmarla, de no sobrevivir al divorcio.

Cuando empecé las sesiones con el doctor Blanco, diez años después de mi divorcio con Deme, yo ya veía que se avecinaba algo gordo con Marisa. Podía detectar las señales de que algo olía a podrido en Dinamarca, que la relación con Marisa empezaba a naufragar. Y sabía, sin saberlo, que eso iba a significar la muerte, el fin. Yo no iba a sobrevivir a un segundo divorcio. El primero me dejó de herencia una diabetes I, y la obligación de inyectarme insulina cuatro veces al día, como poco, para el resto de mi vida, y sufrir conatos de muerte, simulacros, avanzadillas, ensayos de la muerte misma una vez a la semana, al menos, por medio de las hipoglucemias imposibles de evitar. Ah, y en el mejor de los casos, diez años menos de vida, como demuestran todas las estadísticas. ¿Qué podía esperar de un segundo divorcio? La muerte era la única respuesta.

Lo consulté con Ángel, y él me lo advirtió:

—Nadie sobrevive a una relación de pareja en el trascurso de un psicoanálisis. Las trampas quedarán al descubierto, y no podrás mantener las mentiras de la pareja nunca más. Puedes no psicoanalizarte, separarte y morir; o psicoanalizarte, separarte y tal vez no morir. Inténtalo, al menos.

Y eso hice. Aún estoy vivo. O eso creo. Eso dicen. Aprendí a no dejarme manipular, ni por Javier, mago manipulador por excelencia, ni por mi madre, el carnet se les otorga a todas en el parto, ni por mis amigos o enemigos, ni por mí mismo. Y aprendí a no cargar con obsesiones que no eran las mías, ni a pasarle las mías a los demás, lo cual también es de agradecer. Bueno, ninguno me lo ha agradecido jamás, pero eso realmente no importa, lo juro. Y aprendí a no morirme. A divorciarme y no morirme. ¡Milagro! ¡Se puede!

Aún no me lo creo del todo, y eso que han pasado 20 años desde entonces, y vivo más feliz que un niño en una juguetería. O en una pastelería. Pregúntaselo a Bea. Pregúntaselo a mis hermanos, a mis amigos, a los vecinos, a quien quieras: se les caen los dientes de la envidia. Y no me extraña. Hasta yo tengo envidia de mí mismo, y aún no sé cómo coño he llegado aquí. El doctor Blanco tiene la culpa. Bueno, no toda la culpa, pero buena parte sí. Y no necesito siquiera darle las gracias, porque yo pagué sin protestar todas mis sesiones: ese es el pacto. Sí, me salvó la vida, o me salvé yo a mí mismo a través suyo. Y ahora me voy a leer, que ya estoy cansado de escribir. Mañana más.

 

 


 

018

A TRAVÉS DEL ventanal, flotando a 200 metros sobre el mar, veo a un cernícalo suspendido en el aire. Mira hacia abajo, buscando la presa, a punto de lanzarse en picado sobre un ratón, una cría de conejo, o una lagartija regordeta. Y me fascina su equilibrio en el aire, su concentración, y de pronto me doy cuenta de que lo miro como si fuera un espejo, como si el cernícalo y yo fuéramos de una misma especie, depredadores en tensión a punto de lanzarse sobre su presa, sea un ratón o un monólogo. Sé que mientras escribo estoy buscando el tono y el ritmo, la cadencia, la respiración del texto, a tientas, probando, probando, toc, toc, ¿se me oye?, un, dos, tres, un, dos, tres, dale un poco más a los graves, el pitch, y un poco más de cuerpo a la voz, más redonda, con algo de reverberación. Hola, hola, ahí está mejor. Sube un poco los medios para mi voz, que suene más natural. Bien, muy bien, así. Ya estamos listos. Y las frases van saliendo como de un grifo abierto, claras y frescas. Ojalá. No sé seguro si son ejercicios de calentamiento, como los de los deportistas antes de saltar a la cancha, o sin son bastonazos de ciego en la tiniebla, una forma de buscar, de tratar de desenterrar algo, a uno mismo, la propia voz, lo que nunca se dijo, lo que jamás me atreví a contar, que ni siquiera conocía, que estaba también sepultado debajo de diez capas de censura, modales, miedo, vergüenza e inopia.

La voz se busca, como la historia que hay que contar, van juntas, van cosidas, y si encuentras la voz ella te contará la historia, y si encuentras la historia ella te dirá con qué voz hay que contarla. No son dos asuntos separados, el fondo y la forma, ni de coña. Son el mismo. Lo que digo y cómo lo digo. No puede haber contradicciones, no pueden desmentirse una a la otra. Es como darle a un niño una voz catedralicia, teológica, solemne. Ni como recurso de humor, creo yo. ¿Y la voz propia existe? ¿Qué pasa si no existe, si no tengo voz propia? Eso es una bobería. Todos tenemos una voz. Y ni siquiera se puede decir que una es mejor que otra. A mí, sin contar con nadie más, puede que me guste más una, u otra. Y que con el paso del tiempo cambie de gustos, y la voz que me gustaba en la infancia ahora me resulte empalagosa, o dictatorial, o demasiado aguda. Como con la comida, o la música, o los juguetes. Se puede cambiar en algunas cosas, en algunos gustos, placeres, tendencias, y se puede uno quedar clavado en otros, inamovible. ¿Qué es mejor? Vaya pregunta. ¿Es mejor el mar, o las nubes? ¿Es mejor un cedro, o un soneto? ¿Es mejor Van Gogh, o las mandarinas? No todo se mide por mejor o peor. Lo mismo me da Juana que su hermana, porque las dos terminan en ana, como sultana, marciana, murciana, marrana.

Lo de la escritura continuada, el fluir de la conciencia, el monólogo interior, que no es esto, o no del todo, y si lo es pues que lo sea, es una de las formas de buscar la voz, esa voz que se quedó muda tras la adolescencia, cuando el Porky, a los trece años, en clase de Lengua te atizaba con la regla de madera de la pizarra en las yemas de los dedos de la mano derecha agrupadas hacia arriba. La clase de Lengua servía para cortar lenguas, degollar tráqueas, silenciar gargantas. Siempre podemos encontrar un Porky en nuestra infancia, en nuestra educación. A veces es un familiar, nuestra madre o padre, el abuelo, el tutor, el policía. Todos son policías, no te confundas. Todos te amputarán el clítoris, la picha y las cuerdas vocales. A eso se le llama educar, amaestrar, domar. Y tú se lo harás en el futuro a tus hijos y a tus hijas, y a los hijos de tus vecinos, a tus nietos y a tus sobrinos. Los capados se reconvierten en capadores sin darse cuenta. A eso Pierre Bourdieu lo llama hábitat: Una estructura estructurada que genera una estructura estructurante. Hay que leer varias veces la definición para saber que no es una tomadura de pelo de Bourdieu, pero habría sido un detalle que un descubrimiento de esa magnitud no nos lo contara como frase críptica, casi invisible e indescifrable en una primera instancia. Ya sé que lo maligno no debe ser nombrado con facilidad, porque si lo convocas al buen tuntún se te volverá en tu contra y te devorará, como Candyman, Boogee, Lucifer, Madremonte, Freddy Krugger, el lobo feroz, el hombre del saco, tu tío Samuel.

Así que buscar la voz es como tratar de entrar en la historia por la puerta de atrás, para pillarla en bragas y darle una sorpresa, en lugar de entrar por la puerta delantera, con una orden de registro y allanamiento en forma de escaleta de novela, la planificación.

Puede que esa escritura continuada, obsesiva, memoriosa solo por la necesidad de seguir escribiendo, de alimentar las frases con más madera, más comida, más gusanos, al final llegue a algunos descubrimientos de uno mismo, de la escritura en sí, o de la voz perdida en no se sabe dónde, o la voz nunca descubierta, nunca desenterrada. ¿Se encuentra el perro con su cola después de darle cuatro vueltas en redondo a su propio cuerpo y tumbarse en la alfombra? ¿Encontraba Kant sus iluminaciones después de darle vueltas en círculos concéntricos a una misma idea, hasta llegar al meollo, al centro, a la chicha? Eso decía mi profe, Antonio García Berrio, en las clases de doctorado. Yo a Kant lo soportaba mal, no te lo voy a negar, tan estirado, tan cronometrado en sus paseos, tan religioso, tan apegado a las sotanas de los curas. Decía que el vino de Canarias era excepcional, no sé si especificaba el de Lanzarote, incluso, y eso solo tiene sentido si se cogió una cogorza de las buenas, porque el vino canario, y que me perdonen los guanches, es arenoso, raspón y cabezón. De rico, nada. Ni en el siglo XVIII. Pero dejando a Kant y a García Berrio a un lado, darle vueltas y vueltas a una idea puede llegar a convertirse en una obsesión insana, un círculo vicioso de repeticiones sin fin, como la de Jack en El resplandor, o puede ser una espiral que avanza un poquito más en cada vuelta, la dialéctica. En lugar de atacar de frente, que nos sacuden con un escudo impenetrable, le damos vueltas y vueltas, cerrando el círculo, como los indios sioux y los apaches hacían con las caravanas de colonos y vaqueros en Norteamérica, por allá por los tiempos de Búfalo Bill y la construcción del ferrocarril de este a oeste. Yo no estuve, pero lo aprendí, qué remedio, a lo largo de toda una infancia con cines de sesión continua en programa doble, una de vaqueros obligada, esa era imperdonable, y la otra variable, a veces de Tarzán, o romanos, o piratas, o tigres de Malasia, y hasta el El Cid o los Reyes Católicos. Y lo que se aprende en la infancia, en un cine de barrio, no se olvida jamás. Incluidos los primeros besos al llegar la adolescencia. ¿Cómo olvidarlos? ¿Qué fue de Berta? ¿Y Carolina? Tempus fugit. Las manadas de lobos, y las plagas de langostas, y los tiburones también cazan así. ¿Serán también adictos a la escritura? ¿Habrán aprendido a cazar en un Taller de Escritura, o somos nosotros los que deberíamos aprender a escribir estudiando sus técnicas de caza? No es necesario responder, ¿verdad? Esa sí que era una pregunta retórica con quesito de premio.

En las memorias de Roald Dalh, no sé si en Relatos de lo inesperado o en Historias extraordinarias, cuenta que su profesor de escritura, en el colegio, era también su profesor de boxeo. Dos asignaturas que con el tiempo vio que estaban realmente emparentadas. Los consejos que le daban para una, le servían con la misma eficacia para la otra. Escribir y boxear viene a ser la misma cosa. Estoy de acuerdo.

Hay novelas de las que apenas guardo memoria de lo sucedido en su interior, como es el caso de La lluvia amarilla de Julio Llamazares, Trópico de Cáncer de Henry Miller, Casa de Campo de José Donoso, Jarrapellejos de Felipe Trigo, y sin embargo aún mantengo en el paladar la sensación de la prosa, el regusto, la cadencia de las frases, aunque los haya leído hace más de 25 ó 30 años.

Es difícil de explicar, porque es como hablar de la producción musical en un disco de Lou Reed, Alman Brothers, o Pretenders: el sonido de la banda. Es algo distintivo, reconocible, diferente de la melodía, del timbre de la voz y de la partitura. Es un sonido personal. Como las pinceladas de los cuadros de Mikel Barceló, la sonrisa de Julia Roberts, los canelones de atún y aceitunas que hacía Salud, o los cuentos contados por Beatriz Montero, mi chica, mi churri. Es algo que no se puede imitar, aunque muchos lo intenten, porque no es solo una manera especial de hacerlo, sino algo más, difícil de especificar, difícil de nombrar, de catalogar. Algunos hablan de magia, de un don, de haber sido tocados por los dioses, pero decir eso es una forma de escaparse, de rendirse a la incapacidad de nombrarlo. Con las voces de esos novelistas que nombraba al principio, y algunos más, desde luego. No todos los que publican, tal vez solo el uno por ciento, siendo generosos. Tal vez tú, si es que escribes, que no lo sé, no te conozco, pero de lo que sí estoy seguro es que no es mi caso. Todavía.

Yo sigo siendo un aprendiz, un proyecto, un caminante sin camino, haciendo camino al andar. Y no me importa. Hace mucho que estoy más interesado en el camino que en la meta. No es publicar una novela, con lo maravilloso que eso encierra, la explosión de adrenalina y sensación de plenitud que se experimenta, sino escribirla, recorrerla, descubrirla, dejarme sorprender con ella, asombrarme a medida que la voy desenredando, a medida que crece, a medida que sale regurgitada del interior de mi estómago. Sí, soy un escritor modelo vaca: Como todo lo que veo, lo que respiro, lo que sufro y disfruto, y lo paso después por cuatro estómagos diferentes. Y al final lo vomito en forma de palabras encadenadas, algunas veces sobre el papel, con pluma Montblanc a ser posible, si la tengo a mano, o en la pantalla de mi ordenador, un Asus All-in-one en estos momentos. Ya he perdido la cuenta de qué número hace dentro de los ordenadores que he tenido, desde el primer Spectrum al Comodore, Amstrad, Acer, IBM, Sony Vaio, Medion, Compaq, HP, Huawei. Compañeros de viaje que fueron muriendo, se agotaron, y acabaron en algún cementerio de electrodomésticos con las teclas desgastadas y los circuitos recalentados y pervertidos. ¿Cuadernos de apuntes? ¿Hojas sueltas? ¿Servilletas de papel? No sé, son tantos. Mi memoria tiene límites, y si soy capaz de olvidar a mis amigos de la infancia, a mis compañeros de colegio, también puedo olvidar los cuadernos y las hojas sueltas. A fin de cuentas los cuadernos de apuntes son billetes a otros mundos, billetes de tren o de avión que me llevaron a vivir en otros lugares, a descubrir monstruos y ángeles dentro de mi cabeza, a vivir otras vidas gracias a esa posibilidad de tejer una palabra tras otra, y grabarlas como mapas en los cuadernos. Después, lo escrito se ha vivido, y eso era lo importante. Si además de eso resucita, porque lo vuelvo a leer meses o años después, estupendo. Y si algún editor decide que eso puede ser de interés de otros, pues que se publique. Yo, feliz. Los escritores somos exhibicionistas, incluidos Kafka y Salinger. Quizá todos los somos, y el éxito de Facebook, Twitter e Instagram radica en ofrecer a todos la posibilidad de desnudarse en público sin necesidad de que un editor lo autorice, una editorial lo costee, un distribuidor lo lleve a las librerías, y el librero lo ponga en el escaparate. Ya todos somos autores, editores, distribuidores y libreros, ya todos podemos ser Narciso, unos bocazas, objetos de deseo, modelos desnudos y estrellas de pasarela. A mí no me importa. Puedo compartir la pasarela. Todos somos hijos de Dios. Todos somos judíos alemanes. Todos somos huérfanos, todos estamos pedidos, y no hacemos más que dar gritos, llamar a mamá, colgar fotos en las redes y en los postes de la luz, selfies desamparados, para ver si alguien nos reconoce, y nos encuentra, y nos dice de una puta vez quiénes somos, dónde está nuestra casa, cómo regresar al nido, al paraíso perdido, al útero materno.

 

 


 

019

¿Y ESTA MAÑANA, qué? Pues esta mañana tocaba caminar por la ladera del Teide, por donde los pinos, y recoger setas. Y eso hemos hecho, desde el campamento de Quimpi, Joaquín y Pilarín, dos catalanes exiliados y felices que tienen un campamento de estrellas y setas a la sombra del volcán. Diez tipos de setas diferentes, y una cena preparada para dentro de dos horas, con jamón y vino. El sol se pone, insistente, como cada día. Un recuerdo de que todos somos mortales, de que vamos a morir queramos o no, la muerte tras los cristales de la ventana cada día. Veo al sol suicidarse todos los días desde hace más de 25 años. Ahora lo veo desde mi mesa, en el Sauzal, Tenerife, desde hace 12 años, y antes lo hacía en el río Ambroz, durante 3 años, y lo hice en la Plaza del Dos de Mayo durante 10 años; y la suma me sale 25, dos más que los de la famosa retahíla que decía: “Los dedos de las manos, los dedos de los pies, la picha y los cojones, suman 23”. Las nubes se salpican de sangre, como la sangre de los búfalos sacrificados en Rantenpao, Sulawesi, con las ceremonias mortuorias. Y aunque los hay que dicen que el sol también nace, resucita cada día por el Este, y eso nos llena de felicidad y ganas de vivir, pues a mí no me toca, porque muy pocas veces me ha pillado el sol despierto en el momento del amanecer. No soy madrugador, ni en el momento de nacer, que no quise salir hasta las diez y cuarto de la mañana, y eso porque me empujaron, que allí donde estaba antes se estaba caliente y húmedo y bien alimentado por una sonda que me llegaba directamente a través del ombligo. Antes de nacer, el paraíso perdido, el auténtico, sin dudarlo ni un segundo. No necesitaba ni masticar, ni llorar, ni pelearme por hacerme un sitio en la mesa, ni tener que defender a puñetazos mi cuenco de arroz con leche, mi espacio en el asiento de atrás del coche, mi almohada, mi espacio. Es verdad que allí, en el vientre de mi madre, se estaba estrecho. Mucho espacio no es que hubiera. En cuanto estiraba un pie chocaba con la pared del útero, pero era una pared blandita, no de ladrillo y cemento, recubierto de escayola y papel pintado, como fue siempre el cuarto de mi infancia.

Y desde luego, allí dentro no estaba Nacho contándome cuentos de terror, como ese de la familia que se come los entresijos de un cadáver desenterrado del cementerio creyendo que era asaduras, y gime por la noche. Con voz de ultratumba: Ay, mamaíta, ita, ita, ¿quién será? Cállate, hijita, que ya se irá. ¡Que no me voy! Estoy acercándome por el pasillo hacia tu cama. Toc, toc, toc, ruido de pisadas. Terminaba el cuento saltando sobre mi cama. Luego se extrañaba mi madre de que me meara todas las noches. Lo raro es que no me meara en el tazón del desayuno, en la sopa jardinera del mediodía, qué asco, qué poco me gustaba, y en la tortilla francesa de la noche. Yo solo quería volver. Regresar al mundo feliz de antes de nacer, donde yo ni siquiera tenía nombre, ni era siquiera yo aún, porque era apenas un fragmento del cuerpo de mi madre, como un riñón, el bazo, una teta, el páncreas.

¿Tendrán los riñones trasplantados alguna añoranza del cuerpo antiguo en el que habitaban? Seguro que sí. Y más aún si a ese riñón, en lugar de trasplantarlo, le obligan a vivir por su cuenta, le obligan a respirar a base de azotes en el culo en el momento de nacer, le cortan el suministro de alimento, el cordón umbilical, nada más abandonar el acogedor lugar en el que había vivido hasta ese momento. ¿Y si ese pobre riñón, con el que en este momento me identifico, después de verse obligado a nacer, expulsado del edén contra su voluntad, incluso con bisturí y fórceps en caso de que se resista, tuviese que aprender a caminar, a hablar, a escribir, a estudiar, a pelearse con los hermanos, con los compañeros de colegio, con las novias o novios, con los profesores, con los policías, con los compañeros de oficina, con los jefes, y hasta con los hijos que al final le niegan la eutanasia piadosa? No me extraña que los riñones no quieran independizarse. No es un buen futuro el que les espera. Ellos prefieren quedarse donde están calladitos, aunque tengan que tragarse todos los meados y devolverlos limpios de contaminantes otra vez al cuerpo. A fin de cuentas no tienen ni olfato ni paladar, así que no les importa tanto, estoy seguro. ¿Que no piensan? ¿Que no son libres y no pueden decidir nada? Vaya ingenuidad si crees que tú sí, que de verdad tú sí que piensas y decides con entera libertad. Angelito, qué mono. Ven, que te voy a dar un besito, chiquitín. Mira que eres salao.

No sé quién, no me acuerdo, en Barcelona, allá por el año 1975, nos dio a Deme y a mí un porro de hachís. Puedo inventarme el nombre, David, o Guillermo, un gallego de pelo rizado y pelirrojo. Debió ser para celebrar la muerte de Franco. A tu salud, hijo de puta. Y ese porro, el primero de mi vida, me provocó un mareo insoportable, la calle era un túnel inestable que se movía hacia todos lados, no podía tenerme en pie sin sujetarme a la pared, tenía el vómito en la garganta, pero no acababa de salir, porque tenía también el estómago vacío. Como pude, tropezando con todo, llegué hasta una cama que no era la mía, y me tumbé allí, para morir, o lo que fuera. Tarde varias horas en recuperarme. Deme, mientras tanto, estaba feliz y contenta, sin efectos secundarios, con ataques de risa y, de cuando en cuando, con visitas a mi cama para ver si estaba bien, si seguía estando vivo. Fue la primera vez, o quizá la segunda, que creí que iba a morir. La primera fue un dolor de espalda, insoportable, en la región lumbar, sentado en el asiento de atrás del Dodge Dart de mi madre, a las puertas de Quinta Loló, en Caracas, en 1966. Me estaba cagando, y no es broma, y al apretar no sé qué músculo, se desató el dolor en la espalda, que de modo intermitente me ha perseguido toda la vida, aunque con mayor intensidad de los 11 a los 22 años. Pero regresando al primer porro, que casi me mata, o eso creí yo entonces, nunca volví a atreverme a fumar un porro entero. A lo más una calada de compromiso, y ya. No, gracias, no quiero más. Es que me marea. Años después, muchos años después, siendo ya diabético, descubrí que aquello fue una hipoglucemia, y de las grandes. Yo no era diabético todavía, faltaban 15 años todavía para que mi páncreas hiciera catapún, pero tal vez era pre-diabético. O estaba comprando papeletas. Luego, ya de oficio diabético a tiempo completo, eso de morirme lo tengo ya más ensayado. Una vez a la semana, como poco, toca morirse. Ya me lo sé, y no por saberlo dejo de tener esa sensación angustiosa de que me falta el aire, la fuerza, la coordinación motora. Que me muero, vaya. Que de pronto tengo la sensación, y es mucho más que una sensación, sospecho que es una realidad total, de que estoy en la más absoluta indefensión. Que un mosquito podría tumbarme de un puñetazo, y yo no podría ni defenderme. Cuando Bea me regaña, o discute conmigo y yo estoy en ese estado, y no es que ella discuta, sino que todo lo que llega a mí es percibido como una agresión, solo puedo respirar y pensar en que necesito azúcar, por favor, azúcar, un caramelo, leche, galletas, chocolate, cocacola, pan, lo que sea. Me muero, aunque ya sé, por la costumbre, ya he muerto más de mil veces en los últimos 30 años, que voy a resucitar, que los niveles de glucemia volverán a subir, pero que después de recuperarme estaré hecho polvo durante unas horas, como si me hubieran dado una paliza de muerte. Porque, y eso solo lo saben los diabéticos hipoglucémicos, morirse cansa mucho, pero mucho. Y morirse todas las semanas, nunca sabes cuándo ni dónde, es agotador. Un trabajo a tiempo completo. Es verdad que eso da algunas ventajas, si es que se le puede llamar así. Morirse tantas veces da un poco de perspectiva, algo de distancia con las pequeñas tragedias de lo cotidiano, baja la intensidad de las obsesiones por nimiedades. ¿Para qué te vas a preocupar por tonterías, si te acabas de morir y resucitar, y la semana que viene volverás a morir, te guste o no te guste?

 

 


 

020

AYER, SETAS EN Las Lagunetas. Hoy, castañas en el camino de La Vica. Las dos en las laderas de Teide. ¿Qué, si no? Quita el Teide y desaparece Tenerife. Esta isla es un volcán, todo volcán, una espinilla salida del mar Atlántico hace millones de años. Los que viven aquí, a la sombra del volcán, los guardianes de la lava, lo llaman papá Teide. El Teide nos protege, pero también puede enfadarse y cocinarnos a fuego urgente, extender su cálido manto de lava y arroparnos en un sueño eterno.

Esto podría ser un diario, pero solo lo es para arrancar las memorias, o los desvaríos, o el blablablá. Desde luego, de momento, no es una novela, porque el autor, yo, cada vez sale más en la foto, no hay quien lo saque del cuadro. Cada vez que el fotógrafo se coloca detrás del trípode y enciende su cámara, allí está Enrique enseñando los dientes, los rotos, los provisionales y los nuevos. Sonríe, digan patata, chips, una sonrisa, allá vamos. Voy a repetir, por si alguien ha salido con los ojos cerrados. ¿A quién le habla este fotógrafo, si delante estoy yo solo? Bueno, vale, no hay cámara de fotos, solo una pantalla de ordenador y un teclado, pero en cuanto se enciende la pantalla, allí está Enrique para dejar su huella, para echar su meadita y marcar el territorio. No tiene tanto secreto el asunto, porque el único que enciende el ordenador es Enrique. Bueno, es que es el ordenador de Enrique. Acabáramos. Haberlo dicho antes. Estás hablando de un montón de gente, y en realidad solo está Enrique. ¿Qué pasa, que se desdobla, que tiene personalidades múltiples? Pues claro, como todos los escritores. Es lo suyo. Mi nombre es Legión, yo soy la marabunta, soy el innombrable, el que fabrica los números, el que reparte las papeletas, el MC de esta fiesta. Ese soy yo. Así de chulo.

El sol se acaba de hundir en el mar, como cada tarde, y yo entro en el mar con él, y me sumerjo en el agua psicoanalítica, y convoco los sueños, la memoria y las asociaciones libres del pensamiento. Y busco el hilo de la historia, el hilo de Ariadna, consciente de que es muy posible que me lleve hasta el minotauro, pero me da lo mismo. Lo deseo, en realidad. El minotauro lo sabe todo, te lo cuenta, y luego, de una cornada, te deja seco, descerebrado, torero muerto y vuelta al ruedo. Pero hasta que llegue ese momento, yo pienso dar vueltas por este laberinto, una y otra vez.

Sé que hay veces que vuelvo al mismo punto en el que estaba dos días, o tres meses, o treinta años atrás, pero no me importa, vuelvo a pisar por encima de mis huellas, repito el conjuro, y vuelvo a intentar descubrir la entrada secreta, el pasadizo escondido, la llave de la puerta, una y otra vez, y otra, tal vez hasta el infinito, hasta la muerte por agotamiento, pero vivir y escribir es eso: intentar descubrir el secreto, matar a Dios, robar el tesoro, fugarse con la novia, cantar bingo, tener el orgasmo definitivo, y morirse ahí no más. ¿Para qué seguir? ¿Qué más? Ya no va a tener sentido. Por eso sé que el camino es infinito, que el laberinto no tiene salida, que Dios es un invento, que el Dorado de Perú nunca existió, que papá no lo sabe todo, y que a mamá se le secaron las tetas después de la menopausia.

Este podría ser un buen lugar para la venganza, para reparar deudas y ofensas. Pero no estoy muy seguro de que eso sirva para algo. Desde luego, si sirviera de algo, si de verdad creyera que la escritura es una nueva reencarnación, un viaje en el tiempo marcha atrás, o aunque solo fuera que me dé un poco de gustito, un escalofrío de placer diminuto, aquí iba a correr la sangre a raudales, con alegría, como el vino de la bodas de Caná, que de golpe se convirtió de un vino peleón en un Rioja del 64, Paternina banda azul, o un Vega Sicilia reserva. Pero creo que no. Nunca es así, eso solo sucede en las ensoñaciones, en las fantasías infantiles. Y ahora me doy cuenta de que cada vez que empiezo una frase, y esa frase empieza por pero, a modo de Pepito Grillo que desdice lo anterior, el ordenador, creo que por su cuenta, en lugar de escribir pero, escribe peor. Mientras escribo, así, a tontas y a locas, no me refiero a ti, no seas susceptible, a cada rato tengo que regresar tres líneas atrás, porque tras el último punto y seguido, en lugar de Pero, pone Peor. Y son demasiadas veces, tantas que me doy cuenta de que es una muletilla de las mías, una impronta personal, un vicio en la escritura. Y ahora, más de la mitad de las veces, en lugar de sustituir el Peor por Pero, simplemente lo borro, y me doy cuenta de que está mejor así, sin pero y sin peor. No hay peros que valgan. Mis propias vacilaciones, mis autocorrecciones, no son peros, no debo desdecirme. A lo más, contradecirme, y en ese caso no pasa nada, porque es más probable que en una contradicción las dos partes que se contradicen son verdad, cuando no hay contradicciones en absoluto, sino solo aseveraciones, que tienen todas las papeletas de ser mentiras flagrantes. Yo, para mentir, no tengo más que abrir la boca. Como tú. Como todos, no te creas que es algo personal.

Las castañas que me he comido hoy, recién recogidas del suelo en las laderas del Teide y en el terreno de Esther y Matthias, y en el de enfrente, por error, que no se entere el dueño, que creíamos que era lo de Esther y Matthias y no, era de otro, qué sé yo de quién, que tenía muchos más castaños y apenas una cadenita fácil de saltar junto a la carretera, esas castañas, al horno veinte minutos con un poco de sal, y con una cruz en el vientre de la castaña, para que se abran más fácilmente, esas castañas, que pesado, no lo va a decir nunca, sí, que sí, joder ¿Qué coño les pasa a esas castañas, merluzo? Suéltalo de una vez, que no estás hablando de un asesinato sin resolver, esas castañas no me han sabido igual que las de la infancia, las de la castañera de la calle Goya, la que tenía una pañoleta en la cabeza y un bidón metálico con fuego de carbón donde asaba las castañas, y nos las daba en un cucurucho de papel de periódico, el ABC, o el Ya, o Pueblo, o incluso El Alcázar, que mí me sabían igual todos ellos, no había tanta diferencia tampoco si los leías despacio, excepto si eran las esquelas del Ya, o las noticias locales de El Caso, con todo los asesinatos descritos con detalle para espanto de las castañas, que se quedaban frías de golpe, asustadas de tanta maldad a la vuelta de la esquina.

Tengo la sospecha, o el temor, o el deseo, de que esto que estoy escribiendo no lo va a leer nadie. Tal vez ni yo mismo. Y tiene sentido, porque el lector que está leyendo un texto, unas líneas de palabras incesantes, como estas, pero que no sabe a dónde va el autor, que se pierde, que no tiene nada claro adónde quiere llegar, porque parece que se pierde (un secreto a voces: No lo parece; se pierde; se le va la olla más allá de Camboya), cuando el lector se aburre de tanto desvarío insustancial, de tanta cháchara adolescente, ese lector desconecta y deja de leer. Abandona. Que le den al autor, que se las da de listo, de interesante, de experimentador. Que le den a ese autor que se cree que sus pajas mentales, sus comeduras de coco, sus encíclicas unipersonales, sus viajes orbitales alrededor del ombligo son interesantes y van a dejar al lector boquiabierto, y a las lectoras espatarradas de placer. Hay autores que de verdad se creen que lo que ellos opinan es la verdad universal y el secreto del universo. El ego no les cabe en la Vía Láctea, son como argentinos exagerados y descontrolados. Che, océano, te estoy tragando, gritarán mientras se ahogan en el mar. Patético. Así que pongamos que este escrito, ya ni me atrevo a llamarlo texto, que eso de texto es muy culto, muy cool, muy universitario: La lingüística del texto, Narratología textual, Texto y pretexto, se me llena la boca con la equis, como en exégesis, exordio, examen, exlibris, hexágono. Mejor este escrito, que digo que está, quizá condenado a no ser leído. Un texto, perdón, un escrito, sin lectores, sin público, sin adoradores. Letra muerta. Qué imagen tan bonita: Letra muerta. Letra cadáver. Letra moribunda, herida de muerte. Como si hubiera letras vivas. ¡Pues claro que hay letras vivas! ¡Eso es la Literatura, así, con mayúsculas! La Creación, la Novela, el Texto. Oh là là, mon dieu, rien ne va plus.

Eso es porque yo escribo como hablo, y eso es vulgar, eso no puede ser arte. Si uno escribe sandeces con palabras insólitas, entonces sí, entonces puede que tenga una tribu de adoradores, de admiradores asombrados de tanta belleza, de tanta densidad, de tanto lustre y tanta sabiduría. Tanta, tanta, que a veces no se entiende, pero porque la verdad, la calidad y la intensidad no puede estar al alcance de todos, no puede ser que todos lo entiendan, hasta los torpes, hasta los que ni siquiera han pisado las aulas de la universidad para doctorarse en Pedantería Textual. Si se escribe así, con un texto (esta vez ya sí sería texto, no escrito) bien ornamentado, barroco, difuso y desconcertante, entonces puede uno optar, con dos o tres padrinos apropiados, al Premio Nacional de Literatura. A cualquiera de ellos, que hay muchos. Premio de la Crítica. Premio de Ensayo. Premio de la Asociación de Libreros del Valle de Urgel. Siempre que sea un texto brillante, críptico y desconcertante. Doscientas páginas así, por ejemplo: “El hambre de luz te taladra el páncreas con plomo intermitente. Una luciérnaga etíope parpadea junto a la biblioteca de Babel. Hay un niño que nunca nació que pregunta a todas horas por sus zapatos. La vertical del miedo, desde el patio del colegio hasta el olvido, te inmoviliza los brazos y las piernas cada vez que intentas enamorarte a través de otro espejo del callejón del gato. Hay secretos de familia que terminan por devorar a sus miembros, como gusanos enquistados en carnes putrefactas.” Y dale, y dale, doscientas páginas. Premio asegurado. ¿Cómo va a perder la oportunidad un crítico, un concejal de Cultura, un catedrático de Lengua, de dar un premio literario a una obra que ningún lector va a entender? ¿Qué lector va a discutir la justicia de ese premio? ¿Qué lector bellaco, analfabeto, la va a discutir al catedrático la calidad inusitada del texto premiado? Ay, innoble ignorante, pardillo sin estudios, ¿cómo osas discutir lo que no entiendes? No sabes ya que doctores tiene la Santa Madre Iglesia. Quita, quita, tonto del haba.

 


 

021

DICEN LOS PERIÓDICOS que Trump ha perdido las elecciones, que Joe Biden y Kamala Harris han ganado, pero que Trump no quiere irse de la Casa Blanca, que hay fraude, que él no puede perder frente a un viejito de 78 años que no tiene el más mínimo carisma. Biden cumplirá los 80 sentado en el despacho oval de la Casa Blanca. El anciano que derrotó al bocazas. Trump ganó porque cambió el lenguaje de su discurso. Ladraba, en lugar de hablar. Mentía, y todos lo sabían, y no les importaba. Creó una ficción, un personaje lenguaraz, un insolente con síndrome de Peter Pan. Hace años unos genetistas y psicólogos calcularon la edad media mental de los norteamericanos, y llegaron a la conclusión que rondaba los once años, no más allá. Las películas de Steven Spielberg son para ellos. Está bien, a mí me gustan, yo también soy un preadolescente que se resiste a crecer, que se resiste a perder la emoción, la frescura, la capacidad de asombro, que se resiste a envejecer, a madurar, a pudrirse por dentro y fuera, a someterse al mundo de los adultos. No me extraña que Trump ganara. Y volverá a ganar, con otros nombres, en el futuro. También ganó Hitler, con las mismas armas de seducción infantil. Y Hugo Chávez. Y Lutero. Y Cristo. Y Bob Dylan. Y todos los escritores, políticos, músicos, pintores y rebeldes que dan un golpe en el tablero, se burlan de las normas y gritan, a pleno pulmón: El rey está desnudo, esto es una farsa. Yo no estoy diciendo que me guste Trump, cuidadín, porque me parece el presidente más vomitivo que ha tenido Estados Unidos, sino que el esquema, la estrategia, el entramado y la voz que de golpe está fuera, la de un outsider, la de uno que pone en marcha el pensamiento lateral y divergente, es un adelanto, aunque sea en forma de revulsivo. El poder corrompe, y la inmovilización también.

No avanzar es enquistarse, es pudrirse, es empezar a corromperse, como un estanque que empieza a descomponerse, como un cadáver. Hay que seguir, aunque sea con pasos indecisos, con pasos falsos, con pasos hacia atrás. Dos hacia adelante y uno hacia atrás, decían los marxistas, escenificando la dialéctica, el avance en círculos que pasan de dos dimensiones a tres dimensiones. Todos concéntricos, pero solo si se los mira como si fueran dos dimensiones, en un mismo plano, mientras que si giras un poco el plano, y le das una tercera dimensión, resulta que no eran vueltas y vueltas en círculos viciosos, sino espirales. ¿Y cómo saber si se avanza, entonces, si siempre dibujamos los mapas en dos dimensiones? Pues tal vez no se sepa, quizá no sea necesario saberlo, sino hacerlo. No es lo que dices, es lo que haces.

Uno no puede poner la vida en pausa. La vida sigue, el reloj no se detiene. A veces parece que va muy deprisa, otras que va despacio. Y hasta a veces parece que el tiempo se detiene. Eso dicen. En las montañas de Wuhan se detuvo el tiempo hace tres siglos, y los monjes del monasterio taoísta saludan al sol cada amanecer haciendo taichí acompañados por sus alumnos y discípulos, venidos de todas partes del mundo a meditar y detener el paso del tiempo, previo registro y pago por internet en Paypal. Han conseguido detener el tiempo, pero no son gilipollas, mucho cuidado.

Me voy a tomar un café, a ver si me centro.

Me he debido tomar mi café y el del vecino, porque aquí no se me ha visto el pelo en hora y media. Las dudas me siguen asaltando. Como siempre. Vivo con ellas. En realidad no sé si una historia cualquiera, que va de principio a fin sin distracciones, es en realidad una historia bruta, con miles de adornos y digresiones, como todas estas, solo que luego se depuran, o mejor aún se les prohíbe el paso en el momento ya de escribir. Me lo pregunto, como si yo no hubiera escrito ya ocho novelas, y no supiera cuál es el proceso. O cuál es, al menos, uno de los procesos. Es más habitual, por lo que sé, por lo que dicen, por lo que leo. Y es normal. ¿Quién quiere leer un libro titulado “Digresiones y palabrería de cuando no quería o no sabía sujetarme a un guion, tal vez porque no lo tenía”? Vamos, que no se me ocurre que vayan todos corriendo a las librerías, no vaya a ser que se agoten los ejemplares. Pues este es mi caso. Puedo excusarme diciendo, como seguro que ya he dicho, que se trata de encontrar la voz perdida, la que nunca estuvo. La voz perdida, debajo del sillón del psicoanalista, con el mechero zipper que tenía grabada un águila imperial y el logo de Harley Davidson, ya te vale. Pues no.

Soy consciente de que todas estas rectificaciones al monólogo, que en realidad están dentro del monólogo, no son sino formas de censura, de bloqueo, de intentar parar la escritura desde el subconsciente. Como todas las armas se pueden disparar hacia un lado o hacia el otro, también puedo incorporar las protestas nacidas del oscuro territorio de la censura, de la necesidad de hacerme callar la boca, o los dedos, de una puta vez, cansino, oye, y meterlas dentro del monólogo, del grifo roto de las palabras sin fin, a lo cual tendría que responder con una censura de la censura, lo que tiene tan poco sentido como el famoso prohibido prohibir. Un dolor de cabeza para mí, y otro para el lector inexistente. ¿Te imaginas que algún día, dentro de muchos años, cuando yo ya no esté, por azar o por castigo o curiosidad malsana, mis nietos, Maika y Kiros, se pusieran a leer este vértigo? ¡Hay que joderse con el abuelo, mira que se le iba la pelota! ¿De verdad que era así de… de… yo qué sé? Nunca lo hubiera imaginado. Pobre papá, qué dura debió de ser su infancia, en aquellos tiempos de diplodocus descontrolados.

Y ya no estoy seguro de si estoy buscando un argumento, un arranque de la novela que aún no sabemos, ni tú ni yo, inexistente lector, de qué va, o si esto es la novela ya en sí, este pastiche, este Frankenstein que crece como los hongos en otoño, ni si en verdad estoy, de modo premeditado, o haciéndolo mientras lo hago, huyendo de ese hilo, del argumento, y disfrutando del hecho de abrir caminos y cerrarlos, o abandonarlos, como un asesino que dispara a ciegas la metralleta sin intención de matar a nadie, y de matarlo a todos. No lo sé, de verdad, tal vez sea solo una manera de acercar la oralidad a la escritura. O la escritura a la oralidad, que parece lo mismo, pero no lo es, quita, quita, ni de coña.

En las primeras páginas, que recomiendan que se quiten después, una vez acabado el manuscrito, por redundantes con lo que sigue después, porque en realidad son una especie de calentamiento, digo, en las primeras páginas, en algún momento, pensé en colocar a todos mis hermanos sentados en un sofá, es un decir, o en una cabina de teléfono, que ya lo intentamos dos veces antes de morir Zalo, una especie de regresión multitudinaria al útero materno, sentados en el sofá, pues, coño, que te pierdes, y ponerles una bomba debajo. Una bomba en sentido laxo, no literal. Un suceso imprevisto, Jorge dice que es homosexual, Peancha dice que está embarazada de uno de sus hermanos, a Nacho le da un infarto fulminante, mi madre dice que se divorcia y se va a vivir con el párroco, Tito se electrocuta delante de todos y se queda tetrapléjico, no sé, algo impactante, una bofetada, como la muerte de Zalo, y de ahí empiezo a tirar del hilo, y les pregunto, y les hago hablar, y les meto un poquito de veneno por aquí, y otro poquito por allá, y pasan cosas, como en la vida misma, y esa es la novela. No me debe de convencer del todo la idea, porque ya llevo más de 20.000 palabras y aún no he comenzado. Veinte mil palabras son muchas palabras. De hecho, y lo comprobé ayer, así que no miento, es más que cualquiera de mis tres primeras novelas, Devuélveme el anillo, Abdel o El Club del Camaleón. Y eso que aún no he empezado. ¿O sí, y este raro páramo, o selva, es ya el asunto, el meollo, la sustancia? Mira, no lo sé, que no lo sé, que me dejes en paz.

Tengo la esperanza, y no sé por qué la tengo, porque nunca me había pasado antes, de que en realidad estoy buscando y encontrando algo de mí. Algo que está oculto, desde luego. Lo que está escondido, lo no visible, lo que no se puede nombrar ni mirar de frente, porque es como la Gorgona griega, que te paraliza y te mata como la mires de frente. ¿Que no era la Gorgona? Bueno, pues la que sea. La de los pelos como serpientes, la de la mala leche, la madre andaluza cuando se cabrea.

 

 


 

022

VUELVO A VER el sol ponerse en el horizonte, y empiezo a pensar que estoy encerrado en la película de El día de la marmota, The Groundhog Day, que soy un secundario de la película, el escritor al que nunca se le ve, porque ese día no salió de casa, estaba escribiendo, y está condenado a seguir ahí, sin salir a la calle, sin que los espectadores lo vean nunca, pero que está en la mente de los guionistas. Un secundario que sale barato. Ni siquiera hace gasto en el catering. Un chollo, vamos. No lo vemos, pero está. Todos sabemos que está, detrás de aquella ventana. Bueno, no lo saben todos, pero lo sé yo, porque soy yo, y estoy harto de que todos los días se repitan igual hasta que por fin Bill Murray decida hacerlo como Dios manda, como quiere el guionista y el más allá quieren que se haga, y por fin enamore a Andy MacDowell y podamos también todos los demás hacer nuestras vidas, que la leche ya se me estaba acabando, y no me dejaban salir hasta que acabe la película.

La vida es lineal, como estas palabras, una tras otra, minuto a minuto, tic tac, pero en cambio los recuerdos, las memorias son peores que un conejo saltarín. El tiempo deja de existir, todo sucede a brincos de recuerdos, sin cesar, y sin embargo esa sucesión es a su vez una línea continua, como estas palabras, como estas páginas. No puedo amontonar un mismo recuerdo, de modo simultáneo, con otro distante. No se mezclan. Puede que se sucedan muy rápido de uno a otro, pero no se solapan. Excepto en los sueños. Ahí sí. Ahí las leyes del tiempo y espacio y la lógica se rompen, que alguien puede tener la cara de Gonzalo, pero al mismo tiempo yo sé que es mi madre, y el profesor de Latín que tenía en Quinto. Y no me extraña, en el sueño. Al despertar me asombro, por unas décimas de segundo, hasta que lo olvido y lo entierro, y no vuelvo a resucitarlo hasta la noche, cuando los ojos se me cierran y pierdo el control de la consciencia, aún más, ahora del todo.

La escritura va mucho más despacio que el pensamiento, que el fluir de la conciencia. Va tan despacio que de hecho la escritura lo que hace es organizar y hacer coherente ese pensamiento enloquecido y deslavazado. Bueno, enloquecido del todo no, eso solo pasa en el sueño, pero un poco caótico y disperso sí. ¿O no? Pues sí, no lo discutas. Sí a las dos cosas: que el pensamiento es más rápido, fragmentado y caótico que la escritura, y que la escritura es más lineal, más estructurada y estructurante. Ya hemos llegado de nuevo al Hábitat de Bourdieu. Volvemos a estar haciendo círculos, a encontrarnos de nuevo en lugares en los que ya habíamos estado, como confirmación de que no nos hemos perdido, pero que tampoco sabemos cuál es la salida del laberinto. Ahora uso el nos de manera mayestática. Nos, la cátedra, la monarquía, la Ley.

Tengo un recuerdo, lo anoto, lo clasifico y lo guardo. Y ya está. ¿Y para qué? ¿De qué me sirve recordar y anotar? ¿A dónde me lleva, si es que hay que ir a algún lugar, cosa que no me queda nada clara, excepto el ir a dormir por la noche porque lo pide el cuerpo, y el ir a morir y al féretro algo más tarde? Pero por el mismo motivo: Porque te lo pide el cuerpo, y quieres descansar, pero ahora ya del todo, sin interrupciones. Porque podría tener el recuerdo y, como la mayoría de la gente, saborearlo un rato, sonreír o llorar, depende del recuerdo, y pasar a otra cosa, a otro recuerdo, al menos hasta que se acaben los anuncios de la tele, porque en cuanto vuelvan regresaremos a la película, al programa de First Dates, o al telediario, tanto da, pero recuerda que no se pueden tener dos recuerdos simultáneos, y no puedes leer En busca del tiempo perdido, y al mismo tiempo acordarte de los primeros besos de tu adolescencia, a no ser que hayas desconectado del libro, y te estés montando tú por tu cuenta la novela en tu cabeza.

En otra página, en otro archivo que ahora no pienso buscar, ponía algunos disparadores. Una situación inicial que, tirando poco a poco del hilo, pudiera llevar a otro lugar. Qué poco claro ha quedado eso. Vamos a poner unos ejemplos. Vamos, Enrique y yo, ya sabes.

1.                      Julia se despierta el día que cumple 40 años, y se da cuenta de que no quiere a su marido ni a sus tres hijos. Que no los soporta. Que le aburren. Que prefiere huir, decírselo, o suicidarse.

2.                      Alberto coge el móvil de su amigo Carlos, y descubre diez fotos de su novia, Rebeca, desnuda y con Carlos.

3.                      Teresa descubre / se encuentra en el restaurante de Ikea con Marcos, un hermano gemelo de su marido, Alfredo. Ni Alfredo ni Marcos saben de la existencia el uno del otro. Teresa y Marcos se enamoran.

4.                      Lauro regresa un día antes de un viaje de negocios, y se encuentra a Leticia, su mujer, en la cama con Alba, una amiga lesbiana.

5.                      Santi, tras una noche de borrachera celebrando el Premio Hiperión de poesía que le acaban de conceder, atropella y mata a un sin techo, y se da a la fuga.

6.                      Alfonso presencia un asesinato, y sale corriendo. Sabe que el asesino le puede reconocer, y duda de si huir o ir a la policía.

7.                      Salva rompe con su novia, Arantxa, y al día siguiente descubre el cadáver de Arantxa dentro de su armario, ahorcada con una de sus bufandas.

8.                      Jaime, jugando a hacer equilibrios en un acantilado, empuja sin querer a Rocío, y ella cae, se despeña y muere.

9.                      Una mañana Javier se despierta en otra cama, en otra casa, y nadie se extraña, excepto él, que sale corriendo hasta su antigua casa, donde un extraño está viviendo su vida. Andrés le abre la puerta a un tal Javier, que dice que él vive ahí, con su mujer, Martina, y sus dos hijos Bruno y David.

10.                  Iker descubre que su hija, Cristina, guarda heroína, éxtasis y cocaína en su armario.

11.                  Después de muchos años sin saber de ella, Pablo se encuentra con su hija Marta en un prostíbulo de Barcelona.

 

 

 


 

023

AYER EMPECÉ A balbucir argumentos de novela. Posibles argumentos. Once proyectos. También podrían ser once capítulos de un engendro, un Frankenstein, once coitus interruptus. Pero hay más, qué crees. Antes de noviembre, unos días antes, intenté que este grifo roto tuviera un plan, a plot. “A man a plan a canal - Panama!”, según dicen el primer palíndromo con la letra a, escrito por Leigh Merce. Puede ser. No tengo ni idea de quién era Leigh Merce, pero el palíndromo ya lo conocía, como ese otro de “Dábale arroz a la zorra el abad”. Ya me estoy yendo. ¿Ves qué fácil? Regresemos a los argumentos. Aquí tengo más, generados de modo aleatorio por un programa que inventa argumentos para escritores zánganos:

Anoche soñé que volvía a ser una hormiga.

Si pudiera cambiar una cosa, sería proponerle matrimonio a la mujer equivocada.

Tengo dos cosas en mente: carne y extraterrestres.

43.882 personas murieron ese otoño, pero solo una me importó.

80 años y nunca he comido zanahorias.

Si pudiera cambiar una cosa, sería contactar con los vampiros.

La gente me confía su felicidad; no deberían.

Susana solía ser más divertida.

68 años y nunca he aprendido a aceptar el mundo como es.

Anoche soñé que volvía a escabullirme.

Mi nombre es Margarita Cifuentes, al menos eso es lo que dice en mi certificado de nacimiento.

"¡Yo no lo hice!" susurró Lidia.

 

Y no me parecen mal, si quieres saberlo. Cualquiera de ellos creo que serviría para dar un pistoletazo de arranque. Otra manera curiosa de avanzar es esa: empezar quinientas, mil veces, y antes de seguir, volver a empezar de nuevo. Perderse en el bosque, sin mapa y sin brújula, buscando de modo premeditado otro camino distinto, otro, da igual, pero siempre otro.

Y muchos más en los cuadernos que almaceno sin numerar, siempre de distintos tamaños y texturas, para ver si la culpa de la no continuidad en la escritura fuera del cuaderno, y no de la mano que mece la cuna. Sería una contradicción que siempre estuviera rompiendo y fragmentando argumentos en cuadernos siempre idénticos, numerados con precisión obsesiva, ordenados con obsesión contable. Eso solo pasa en las películas, y cuando eso pasa, ya sabes que tienes un asesino en serie despiadado y desprovisto de emociones. Puestos a ser desordenados y dispersos, habrá que serlo en el fondo y en la forma, no solo en el fondo, en el contenido. El soporte, la estructura, el hardware también forma parte de la historia, no es algo que vaya por libre. Pero decía que tenía más argumentos en la libreta. Aquí va otro con cuatro capítulos a desarrollar:

1.                      Carles tiene un accidente de coche. Su mujer, Rebeca, muere en el asiento del copiloto. En el coche contra el que se estrellan viaja un matrimonio, que muere, y su hija adolescente, Ainhoa, que sobrevive.

2.                      Carles se obsesiona con proteger a Ainhoa. La sigue con un avatar en FB, Twitter e Instagram. La sigue por la calle. Mata a uno que iba a abusar de ella tras una noche de fiesta.

3.                      Ainhoa y Carles se empiezan a escribir en FB, en privado. Se hacen amigos online. Se enamoran. Catfish. Carles le dice a Ainhoa que vive en Valencia.

4.                      La tía de Ainhoa, Mariluz, le coge el teléfono a Ainhoa y persigue a Carles, sin conocerlo.

Y hasta ahí llegué. El cuarto capítulo, imaginado, no escrito, no hay nada escrito de todo ello, excepto lo que acabas de leer con literalidad, es un capítulo que de golpe me desanimó, porque no lo visualizaba, no sabía por dónde iba a salir, no estaba seguro de que, de pronto, Mariluz, que hasta ese momento no existía, al menos en el argumento, tomara las riendas de la historia, se quedara con ella, se convirtiera en protagonista. No. Dejó de interesarme, porque de Mariluz no sabía nada. Si al menos fuera una monja vengadora, o la amante anterior de Carles, o un enamorado de Ainhoa, o el inspector de ciberdelitos sexuales, podría ser.

En la emisora de radio canta Eric Clapton: Before you accuse me, take a look at yourself, del álbum Slowhand. Roberto Pepe tenía ese disco, lo grabé en un casete en su casa de Moratalaz, en la época en la que Norma aún vivía. Elías era un recién nacido, tan pequeño que no daba nada de guerra. Lo llevaba colgado de una mochila por delante, y se quedaba tranquilo en cualquier lugar. Siempre tenía brazos de amigos y amigas que lo querían acunar. En una ocasión me olvidé de su chupete, o se le cayó y se perdió, y tuve que sustituirlo por un peón de ajedrez que me prestó Ro. Estaba muy gracioso con el peón negro en la boca, mostrando el fieltro verde de la parte trasera del pie del peón. Yo creía que el apodo de Mano lenta de Eric Clapton, que se lo llevó al disco, era por cómo tocaba la guitarra, acariciándola, sin necesidad de hacer escalas vertiginosas a lo Jimi Hendrix, pero Ro decía que no, que era porque no devolvía nunca el dinero que le prestaban sus amigos, o lo hacía con mucho retraso. Yo me lo creí. Ahora me parece más difícil de creer, porque es muy difícil que él mismo pusiera el nombre Slowhand a un álbum propio, que es como tirarse piedras contra su propio tejado. Aunque tal vez sí, todo es cuestión de echarle morro y aceptar las imperfecciones. Aún así me extraña. Mira, voy a preguntarle a Google, a ver qué dice.

Pues ni para ti, ni para mí. Por lo visto, dice el chivato de Google, durante los conciertos en directo, Eric Clapton en lugar de cambiar de guitarra y dejar que un ayudante le cambiara alguna cuerda de la guitarra, él prefería hacerlo con sus propias manos, y el público esperaba con paciencia, aplaudiendo de manera lenta, rítmica, en un juego de palabras de clap, Clapton, palmada, y lentitud, slow. Slowhand. Nada que ver ni con la velocidad de los arpegios ni con los retrasos a la hora de pagar deudas. La invención de etimologías no es patrimonio de lingüistas amateurs, que aún recuerdo que Baltasar del Alcázar, en su epístola lírica a Francisco Sarmiento, a finales del siglo XVI, decía que “…[al vino] lo llaman vino, / porque nos vino del cielo”.

En un cuaderno antiguo, de tapas transparentes, y con fecha julio del 2004, me encuentro con este argumento: “Un hombre envidia/desea de modo compulsivo todo lo que ya no puede ser: deportista, violinista, astronauta, mártir, como en el mito de Dafne (Teseo?, Proteo?) que huye y se esconde y se transforma en árbol, piedra vaca o viento.”

A Dafne ya los brazos le crecían,
y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que'l oro escurecían.

(Garcilaso de la Vega)

Sólo cuando ya no puede ser casi nada, y sólo le queda ser él, descubre que solo era nada cuando quería ser todo, cuando quería ser el Capitán Trueno a los 10 años, ser cirujano a los 11 años, ser su hermano mayor a los 12, campeón de ajedrez a los 13, campeón de esgrima a los 14, universitario a los 15, novelista a los 16, viudo a los 17.

Y en otra página, la siguiente, escribí:

Un escritor (a poco que te descuides, soy yo) descubre que desde que acudió al psicoanalista siete años antes, ha sustituido la oralidad de la terapia, que pela la cebolla del inconsciente, por la escritura de lo desconocido, de la angustia, de la obsesión, de la duda. Escribe un libro sobre la escritura para no escribir, y lo titula Escribir, del mismo modo que su hermano mayor muere para no morir (no envejecer, no madurar, no agonizar), cuando no puede/quiere follar. El psicoanalista le plantea la necesidad del juego dentro de la escritura, en el sexo, en la comida, en el crecimiento, y la necesidad del placer como motor y energía.

En agosto, pero aún en el 2004, desde la isla de La Palma, en Breña Baja, escribo:

Quiero escribir una novela sobre un adolescente que se desilusiona al crecer, pero que luego descubre que hay vida después de la muerte. Cágate. Una polla.

Quiero escribir una novela sobre un astrofísico / albañil / periodista / senderista / camarero filósofo. Un huevo, vaya rollo.

Quiero escribir una novela que trate de un padre de familia que tuvo una relación homosexual en su juventud, que participó en la violación de una menor inglesa en un campamento de verano, y que se entera de que su hijo quiere ser homosexual por moda, aunque dice que no lo es.

Quiero escribir una novela acerca de un hombre solo, que a los 45 años se da cuenta de que le han engañado, que lo de la liberación sexual era mentira, lo de que las drogas liberan, lo de que la cultura nos hace libres y lo de que el hombre es igual a la mujer, o menos, y que tiene una deuda histórica que pagar por todos los antiguos atropellos como los de los conquistadores españoles. Joder, qué frío.

Quiero escribir la historia de un sacerdote que no sabe si es homosexual, o si es el demonio que le tienta.

No quiero escribir un coñazo, es decir, una reflexión sobre el paso del tiempo, la juventud y la vejez.

No quiero una novela autobiográfica, aunque siempre lo sea.

No quiero escribir sobre mi puta madre, ni para mi puta madre (esto lo escribí antes de que se muriera, 4 años antes, cuando se empeñaba en decir cada vez que le llevaba un libro infantil-juvenil: Ay, hijo, a ver si escribes una novela para adultos, para que yo la lea).

No quiero escribir algo que ya me aburra antes de escribirlo.

No quiero escribir una novela light, ni una novela densa. Y puestos a escoger, claro está, me quedo con la más ligera.

No quiero escribir. ¿Será eso?

No quiero escribir “No quiero escribir”.

No quiero escribir “No quiero escribir «No quiero escribir»”.

No quiero dar en el blanco al escribir de puta chorra, pero no quiero escribir la joya de la literatura minimalista.

No quiero escribir una novela de culto.

No quiero escribir una novela de género, porque no tengo ni puta idea de las novelas de género. Aunque, bien pensado, si recuerdo lo que me pasó con Pelo cepillo, ahora podría escribir una novela policiaca, o de ciencia-ficción, o de reinos míticos, y hasta histórica, sin tener idea, o por no tener idea, y que funcione.

Otra mosca muerta con el matamoscas verde. Que se joda.

No quiero escribir una novela que ya esté escrita, aunque no me queda más remedio que escribir, si es que escribo, una novela que ya esté escrita.

No quiero escribir una novela llena de paradojas lingüísticas, que quedan de puta madre al escribirlas, pero que son un coñazo al leerlas, excepto para aquellos que lo tomen como liturgia, en cuyo caso alucinan un rato en vez de fumarse un canuto, que es lo que tenían que hacer.

 


 

024

ME GUSTAN LOS coches Dinky-toys, y los Corgi-toys, a escala diminuta, como los que coleccionaba Coke. El cabrón tenía hasta un garaje con ascensor que le había construido el padrino, Juan Rafael, nuestro tío dominico que se casó con Mercedes, una feligresa, y le puso de nombre a su primer hijo Juan Pablo, antes de que existiera el primer papa Juan Pablo, en agradecimiento a Juan XXIII y a Pablo VI que le dejaron casarse. Vaya pelotas. Juan Rafael, que era cojo, pero jugaba al fútbol, me dio la primera comunión. Ahora está muerto, como sus dos papas.

Me dice Bea (esto es del 2008, o sea, que me lo dijo hace 12 años, cuando vivíamos en la dacha de Hervás) que su hermano está preocupado porque en el blog hablo mucho de la muerte (entonces tenía blog). ¿No estará deprimido?, pregunta. Ella le dice que no, que debe de ser el constipado, o la muerte de otros, que soy muy impresionable. Pero luego me lo pregunta a mí, por si acaso: ¿No estarás deprimido? Le digo que no, que solo es el constipado, y que es verdad que hablo mucho de la muerte, pero que en realidad no es la muerte como tal, sino la dualidad, el sí y el no, vida y muerte, amor y desamor, ser y no ser, femenino y masculino, vacío y todo, el Ying y el Yang, escribir y no escribir. Ella me mira, un poco asombrada. Joder, es verdad, no lo había pensado, dice, y se queda un rato en silencio.

La vida es una verbena, llena de chuches y muñecas chochonas que lloran cuando les estrujas una teta. Si tienes mala suerte, viene un chorizo y te quita la cartera. Si la tienes buena, la reina del baile te dice que sí, y te deja que te arrimes. Y por lo demás, polvo, coches de choque, luces de colores, empujones, el tren de la bruja, y niños corriendo de un lado para otro. Entras por una puerta y sales por la otra, y parece que la feria es la misma cada año, cada vida. ¿Reencarnarse y empezar de nuevo? Qué fatiga. Otra vez al cole, a los deberes, a las collejas en el patio, a los mocos en invierno, a los granos, al miedo, a los dientes que se caen, a las novias que te engañan, a los padres que se mueren, a los cabrones que te timan, a las enfermedades, a los golpes, al hambre, a las heridas. No me jodas. Yo no estoy deprimido, pero con una vida basta. ¿Y todo lo bueno? ¿No hay nada? Pues claro que sí, son infinitas. Imperdonables. Irresistibles. Como decía Cernuda: “Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido”. Y con todo y eso, digo lo mismo: con una vida basta.

Un hombre se ahoga en la bahía. Agita los brazos desesperado, incapaz de mantenerse a flote. Yo lo veo aparecer y desaparecer bajo las aguas, una y otra vez, entre manotazos convulsos. Estoy cerca, sobre una roca, y apenas nos separan quince metros. Le oigo pedir auxilio, y me mira con asombro en mitad de la agonía, sin comprender qué me impide lanzarme al agua y salvarle la vida. La visión de su muerte segura me hipnotiza. No puedo apartar los ojos de su agonía. Solo estamos él y yo, y ninguno de los dos sabemos nadar.

Y además, y no es el último, tengo este otro esquema que nunca desarrollé:

Una niña, Sara, está convencida de que es bruja, porque a veces sus deseos se cumplen, y empieza a intentar no desear nada, para que no ocurran más desgracias.

Un niño, Yago, hijo de un trapecista y la administradora de un circo, tiene sueños tan intensos y extensos que duda acerca de cuál es la realidad, si la del sueño o la del exterior del sueño.

Un hombre, Marconio, que ha perdido una pierna a causa de un accidente de moto se dedica a construir aviones de madera de balsa y papiroflexia.

12 capítulos de 15 páginas cada uno (5.000 palabras x 12 = 60.000 palabras) = 180 pág.

1. El mundo ordinario: Yago lucha con todo tipo de seres y dificultades en el mundo onírico en el que vive. El suelo es una trampa de arenas movedizas. Sueña con Sara, la niña bruja. Los murciélagos gigantes despiertan al anochecer. Hay una pared de agua que no se sabe dónde va, a otro mundo en el que se oyen gritos.

2. La llamada de la aventura: Una descarga eléctrica le sugiere que debería salir. Hay que atravesar un túnel, un pasadizo y lanzarse por un acantilado con nubes.

3. El rechazo de la llamada: Yago se niega. Le da miedo. Su hermano Andrés insiste, pero él no quiere lanzarse al vacío.

4. El encuentro con el mentor: Se encuentra con una estatua parlante. La estatua le dice que tiene que seguir el camino de su hermano, pero con más energía.

5. La travesía del primer umbral: El hermano agoniza y muere. Él tiene que buscar el conjuro que lo salve.

6. Las pruebas, los aliados, los enemigos: Aterriza de golpe en su habitación, y se ve a él mismo durmiendo. No puede tocar nada, es transparente y atraviesa paredes, pero no puede hablar ni ser visto.

7. La aproximación a la caverna más profunda: Tendrá que atravesar el fuego, contactar mentalmente con los enfermos terminales, huir de los murciélagos que también están ahí, de hombres lobo y de otros fantasmas.

8. La odisea (el calvario): Se quema, muere y resucita, presencia la muerte de otros, vive en la piel de otros, muere otra vez, resucita, se asfixia.

9. La recompensa: Recupera su cuerpo, herido, pero tangible. No es el cuerpo que quisiera, es más feo y más viejo, pero es suyo, y existe.

10. El camino de regreso: Intenta contactar con otros a los que ha conocido, pero la mayoría han muerto. Otros no le conocen. Otros no le perdonan, otros son imposibles de encontrar.

11. La resurrección: El mundo es horrible y hermoso a la vez. Nadie es mejor que nadie, solo existe, o ni siquiera eso. La vida es eso: vivir y morir, sin diferencias.

12. El retorno con el elixir: Escribe este libro, no sabe para quién, ni para qué. Es la fórmula secreta que nadie podrá entender, pero tiene que hacerlo. Tal vez no le sirva a nadie, o tal vez sí, o solo en parte, o a uno, o a ninguno, o a sí mismo.

 

Pero ya ves, no me convence ninguno. Es posible que todos esos argumentos sean buenos. Todo depende del desarrollo. Bueno, no es verdad que todo dependa del desarrollo. Hay argumentos que son una caca, y la novela que sale de ellos tiene un 99,9 % de posibilidades de ser una caca. Y hay libros estupendos, aunque a mí probablemente no me gusten, que no tienen argumento.

 

 


 

025

AÚN RECUERDO CUANDO Santi, hace 40 años, me dijo que tenía un amigo, seguramente argentino o inventado, que había escrito una novela de 500 páginas contando que un hombre acerca su mano derecha al pomo de una puerta, lo hace girar muy despacio, y está a punto de abrir la puerta, y tal vez entrar. Punto. 500 páginas. A mí me cae eso encima y me pego un tiro. No me jodas. Y me da igual que como lector, antes de empezar, con ese panorama, leyendo esa sinopsis en la solapa o en la cuarta de cubierta, te hagas preguntas del tipo ¿Qué habrá detrás de esa puerta? ¿De dónde viene ese hombre? ¿A qué le tiene miedo? ¿Habrá quedado con alguien? ¿Estamos en el planeta Tierra? ¿Es un hombre, o un extraterrestre disfrazado de humano? ¿Se educó en un colegio público o en uno privado? Da igual, 500 páginas son demasiadas páginas para estar con la mano agarrada al pomo de una puerta, por más que el pensamiento sea veloz, y en cuestión de segundos le pase por la memoria toda su vida, a cámara ultrarrápida. ¿Ciento cincuenta mil palabras agarrado al pomo de una puerta? Ojalá se electrocute y lo dejemos todo en un microcuento. Al menos, si lo vas a tener ahí de pie, parado, ponlo ante un pelotón de fusilamiento, como al coronel Aureliano Buendía. ¿Qué te cuesta? ¿Acaso cobran mucho los secundarios y los extras en tus novelas? ¿Los del sindicato de escenógrafos, luz y sonido te hacen huelga? No, ¿verdad? Pues hala, a currar, que se hace tarde.

Contaba antes, todo siempre ha sido antes, el futuro no existe, ni va a existir nunca, porque cuando lleguemos a él ya será presente, y pasado, ¿ves cómo me lío?, contaba antes que se puede fingir un monólogo interior salpimentando con cinco o seis obsesiones recurrentes una cadena de palabras ininterrumpidas, una logorrea descontrolada. Así se finge un monólogo, como se finge un orgasmo. Lo que importa no es lo que es, sino lo que parece. La mujer del César no solo debe ser honrada, sino también parecerlo, dijo Julio César. Y si se puede fingir un monólogo, se podrá también fingir que un argumento tiene vida, que es real como la vida misma, que me acuerdo muy bien de lo que no ha sucedido nunca, añadiendo detalles, sal y pimienta, ambientaciones y decoraciones con los cinco sentidos, en la acción y en el decorado por donde se mueven los personajes. Escribir es mentir despacio, le dije al periodista Ildefonso Cabezas cuando me entrevistó para el periódico Chamberí después de ganar el Premio Lazarillo. Y me quedé bien a gusto. Todavía lo repito en mis clases de Escritura Creativa, y en los talleres y encuentros con lectores de institutos de secundaria: Escribir es mentir despacio. Me gusta. Me lo quedo. Se puede, y se debe, incluso, poner detalles insólitos, porque eso es lo que recuerdan más vivamente los lectores. Poner cocodrilos encima de las camas, decía mi amigo Ángel Zapata. Viajar en un avión de transporte lleno de bañeras. Recuerdo que David Torres me decía que en su novela, El gran silencio, finalista del Premio Nadal, se había empeñado en poner a unas bailarinas sobre hielo en la pantalla del televisor del bar donde el boxeador iba a beber, porque era un buen contrapunto: Boxeo y danza sobre el hielo.

Esos detalles, jarrones, adornos, vestuario, attrezzo, escenografía de la obra pueden ser:

-  Música, que se oye de fondo, la banda musical, que va cambiando, claro.

-  Olores, corporales y ambientales, incluyendo temperatura sobre la piel. O de dentro afuera.

-  Noticias del momento, inventadas o reales.

-  Recuerdos, asociaciones libres, sueños, pero de eso, poco y menos, que ralentiza la acción.

-  Detalles absurdos de ropa, nombres, objetos, gestos, cicatrices.

-  Referencias literarias, metaliteratura, a otros libros.

-  Metaescritura. No, eso casi que no. La metaescritura, la deconstrucción, es divertida para el que la ejercita, pero no me queda claro que le guste al que lo lee. Es verdad que conocer pequeños gajes de un oficio, panadero, fontanero, enfermero, da vida al relato, y escribir es un oficio, ¿no? Pero aún así, y a pesar de que esto que estoy escribiendo es pura y dura metaescritura, no sé si recomendarlo en una novela. Ni siquiera en El resplandor, o en Misery, con protagonistas novelistas.

-  Viajes, desplazamientos.

-  Obsesiones, rencores, esperanzas, sospechas.

-  Sexo. Amor.

-  Enfermedad, accidentes, dolor.

-  Remordimientos. Violencia, casi gratuita.

-  Humor. Venganzas.

-  Distintos escenarios: Baño, autobús, desierto, aula, furgón policial, piscina, invernadero, Hamman, Zulo secuestro, féretro, estadio de fútbol, útero, cuarto de contadores, gimnasio, frutería, ala delta, psicoanalista, circo, imprenta, iglesia, MacDonalds.

 


 

026

“IMAGÍNATE: ME AHOGO.” Así empezaba uno de los poemas que más me gustaban de J. Ramón Blázquez, que yo creo que salió en aquel librito de poemas 7 x 7 Antología que publicamos en Bilbao por allá por 1974, antes de morir Franco, con Karmele Larrabe (Cascabel), José Luis Morales, Eduardo Rodrigálvarez (qué pena, se murió hace un par de años), Toty de Naverán, Rafael Martínez y yo, en Comunicación Literaria de Autores, CLA, compartiendo catálogo con Blas de Otero no, con el otro poeta vasco, me voy a acordar ya mismo, un poco calvo, creo que ingeniero, qué raro, ¡Celaya! Gabriel Celaya. Te dije que me acordaría de él. Bueno, pues imagínate, que es a lo que iba, que desarrollo sin saber cuál es, la tercera de las propuestas, que es como hacer un ejercicio de escritura en un Taller, con un tema propuesto de antemano por otro. No, no una novela entera, no soy tan suicida, sino el comienzo, el prólogo, la apertura. En plan redicho, Chema diría: En el frontispicio de mi disertación…

Y la tercera propuesta decía (espero que no sea un espanto): “Teresa descubre / se encuentra en el restaurante de Ikea con Marcos, un hermano gemelo de su marido, Alfredo. Ni Alfredo ni Marcos saben de la existencia el uno del otro. Teresa y Marcos se enamoran.”

 

ALFREDO Y MARCOS: DOS POR UNO

No sé por qué me dio ese empeño en comprar un árbol de Navidad, ni porqué decidí que Ikea era el mejor sitio para encontrarlo. De verdad que no lo sé.

—A mí no me preguntes, Teresa. Tú verás —me dijo Alfredo con el ceño fruncido cuando se lo conté, mientras recogíamos los platos de la cena—. ¿Un árbol de Navidad? ¿En Ikea?

Ya sé que Ikea es una tienda de muebles, toallas, cuchillos, tiestos, bombillas, galletas de jengibre y peluches de niño. Pero es que además tiene un restaurante, autoservicio en realidad, y el filete de salmón con brócoli y salsa holandesa que hacen allí me vuelve loca, qué le vamos a hacer. A Gina también le gusta mucho, y le propuse que me acompañara. Nos vemos una o dos veces por semana, no es tan raro. Ella siempre está dispuesta, y desde que se murió Sebas, está un poco necesitada de amigas. Normal. Sebas era un encanto.

Así que la culpa de que yo me tropezara con Marcos, que conociera a Marcos, fue del árbol de Navidad y del salmón, a partes iguales. Y de Gina, que si me hubiera dicho que no le apetecía, o que tenía una migraña de esas que le dan a veces, a lo mejor no hubiera salido yo tampoco, por pereza, no sé. Me gusta el salmón de allí, ya lo he dicho, pero comer sola en Ikea no me apetece mucho, aunque allí cada cual va a sus cosas, a sus compras, sin molestar a nadie, eso es verdad. Pero Gina dijo que sí, que me acompañaba. Quedamos a las 12, justo al mediodía, para comer a la una y media o a las dos. Comprar un árbol de Navidad no tiene tanto misterio, ya lo sé, pero también sé que una vez allí empiezas a ver los adornos, una estrellita para la punta, unas luces que parpadean, paquetes de regalo en miniatura, renos, flor de pascua, lazos, copos de nieve, bolas de colores, bueno, ya se sabe: el paquete entero.

Alfredo y yo no estábamos pasando por una buena temporada, para decirlo con suavidad. Él ya no parecía tener mucho interés en mí. O quizá era yo. Tampoco sirve de nada tratar de echarle la culpa a nadie, pero el resultado era que cada noche, cuando nos metíamos en la cama, estábamos tan cansados los dos que ninguno hacía el menor esfuerzo para acercarse al otro con intenciones perversas, ya me entiendes. Seis años de casados aburren a cualquiera. No sé si le pasará esto a todo el mundo, pero a nosotros sí. Apatía, desinterés, aburrimiento, creo que todo dice lo mismo. En ocasiones envidiaba a Gina, pobre, ella ni lo sospecha, nunca se lo he dicho, porque pensaba que al menos ella se había quedado viuda hacía ocho meses, cuando Sebas aún era para ella su objeto de deseo, y viceversa. Eso dice ella, pero también es posible que se engañe, que ahora que no está, idealice a Sebas, la memoria de lo que fue. Era un buen tipo, desde luego. A todos nos caía bien. Pero tampoco era perfecto, diga lo que diga ahora Gina. Yo no tengo arrestos para llevarle la contraria, ni mucho menos. ¿Para qué, si ya está muerto? A mí me caía bien, ya lo he dicho, pero, en fin, a veces se le iba la olla. Y la mano. Una vez quiso enrollarse conmigo. Fue poco antes de las navidades del año pasado. Nunca se lo he dicho a Gina. Ni se me ocurriría, no fastidies. Sebas había bebido bastante esa noche. Y yo también. Cualquiera tiene un momento de debilidad, ¿no? Pero no pasó nada. No nos enrollamos. Podíamos haberlo hecho, ni Alfredo ni Gina estaban allí, y no se habrían enterado nunca. Aún así, aunque Sebas tenía ganas, yo se lo notaba, esas cosas se notan, pues al final todo quedó con un calentón. Yo también tenía ganas, no me preguntes porqué, Sebas y yo éramos amigos, y sobre todo estaba Gina, mi amiga de siempre, mi amiga eterna, y yo no soy una traidora. Nos besamos. Eso es todo. Es verdad que nos besamos, y yo casi me corro del gusto. En esa época Alfredo y yo andábamos distanciados, como ahora, y ni nos mirábamos casi, aunque no estábamos peleados ni nada por el estilo. No sé por qué pasó lo que pasó, pero ahora Sebas está muerto, y Gina es mi amiga, sigue siendo mi amiga, y jamás sabrá lo que hubo, lo que no hubo en realidad, entre Sebas y yo. Cuando me acuerdo me siento como en deuda, como si al final sí que la hubiera traicionado. Bueno, un poco sí, de acuerdo, pero tampoco tanto. Solo un beso, y estando borrachos los dos. No debió haber pasado, lo sé, pero pasó, qué le vamos a hacer. Ya está olvidado. Nunca pasó, ya está. Olvidado.

Yo llegué a Ikea antes que Gina. Ella siempre llega tarde, así que quedamos directamente donde los árboles de Navidad, para que la que llegara primero no tuviera que estar esperando en la puerta como una boba. La que llegara primero ya sabíamos las dos que iba a ser yo. No me importó, porque a fin de cuentas era para comprar mi árbol de Navidad, no el suyo. Ella no quería ningún arbolito. Ahora no. Antes, con Sebas, siempre lo ponían, en el centro del salón, y lo adornaban entre los dos, y por eso, justo por eso, ahora decía que ni loca iba a poner un árbol que le recordase a cada segundo que Sebas ya no estaba, y que iba a pasar la Navidad sola.

No fue difícil encontrar los árboles. De camino, en el coche, pensé, ¿y si no tienen árboles de Navidad? Vaya chasco. Y entonces, ¿qué? Pero las comeduras de cabeza solo duraron el tiempo que tardé en llegar, porque sí que tenían árboles de Navidad, y los tenían en la puerta misma. No hacía falta ni entrar. Abetos y pinos, grandes y pequeños, naturales, artificiales, con lucecitas, de plástico blanco, de diseño futurista, y hasta de cartón reciclable. Me gustó mucho uno blanco, todo blanco, como si estuviera hecho de nieve, con luces cambiantes, que no parpadeaban, sino que hacían lentas transiciones de un color a otro. Me pareció que en el salón, junto al televisor, podía dar un toque cálido, un poco como de pub irlandés, o discoteca pequeña, de esas a las que íbamos antes, a los veinte años, para jugar a ponernos calientes. A lo mejor, y eso lo pensé desde antes de decidir comprar el árbol, para eso en realidad era el árbol, con eso se le despiertan a Alfredo las ganas de tú ya sabes qué. Ahí, tumbado en el sofá, con las lucecitas suaves de colores, una copa de vino, o dos, algo de música relajante, o reguetón, que también vale, y hale hop, encuentros en la tercera fase. ¿Por qué no? Todo era cuestión de intentarlo. Valía la pena hacer el esfuerzo. No me imaginaba la tortura que podría llegar a ser las otras posibilidades, siempre presentes, siempre amenazantes: un divorcio dentro de tres años, vuelta a casa de los padres, o vivir sola, y volver a poner la noria de bares y lugares de encuentro de nuevo. Ahora con buscadores de Internet, de acuerdo, pero vuelta a contar tu vida a los demás, a sonreír como una boba con los chistes malos de los nuevos pretendientes, a ponerse en el mercado antes de que se pase el arroz. Vaya pereza. Hay personas a las que les gusta buscar, experimentar, descubrir y conquistar. A mí no. A mí me parece una tortura, una pérdida de tiempo, un aburrimiento. Más vale malo conocido, que bueno por conocer. Esa soy yo. Que me dejen con Alfredo, pero con un poquito más de chispa, que no es tan difícil. ¿O sí que lo es?

 

 


 

027

GINA LLEGÓ POR fin. Dejamos reservado el arbolito para recogerlo a la salida, y nos metimos en los pasillos laberínticos de Ikea. El restaurante estaba pared con pared separado de las escaleras de entrada, pero para llegar a él no había más remedio que seguir las vueltas y revueltas que los diseñadores del almacén de Ikea habían trazado para que no te pierdas nada de lo que tenían a la venta. Diez metros de distancia en línea recta convertidos en medio kilómetro de curvas y tentaciones en cada expositor. Mira qué cojín, es una monada, con un puerto USB para recargar el móvil, están en todo. Llegamos al restaurante a la una y media, con dos bolsas amarillas con 12 bolas de navidad rojas y 12 doradas, 1 ristra de luces de colores, 1 estrella, 2 Papá Noel, 1 belén en miniatura, 6 posavasos, 2 paquetes de servilletas rojas de papel con diseño de muérdago, 1 spray de nieve, 24 serpentinas, 1 pela ajos, 12 perchas, 1 archivador, 1 panera, 1 esponja natural, 2 cajitas de cartón decorada con fotos de Marilyn Monroe, 4 flores de plástico, 8 pilas triple A, y 1 bote de mermelada de arándanos. Agotador.

—Anda, Teresa, coge mesa tú, y yo voy por la comida —me dijo Gina—. Filete de salmón y coca zero, ¿verdad?

—Sí, como siempre —le respondí—. Si necesitas ayuda, levanta los brazos y grita como si te estuvieras ahogando.

—Seguro. Ya me conoces. Eres una payasa —dijo Gina, dándose la vuelta y disimulando una sonrisa.

El restaurante estaba lleno solo hasta la mitad. Al principio yo no lo vi. Estaba de espaldas a mí, y yo tenía la cabeza hundida en la bolsa de las compras. Fue Gina la que lo vio. Venía con la bandeja de comida, con pasitos cortos e inquietos por el pasillo de mesas de formica. Se sentó frente a mí, y bajando la voz me dijo:

—Te tengo que decir una cosa.

—¿Cuánto te debo? —dije yo abriendo el bolso para sacar la cartera.

—Olvídalo. Deja eso, no seas pesada. Hoy me toca a mí —dijo Gina rechazando mi mano—. Pero, dime una cosa, ¿tú has quedado aquí con Alfredo?

—¿Aquí? —dije yo levantando la vista y mirando a mi alrededor como un avestruz.

—No mires. Estate quieta —dijo Gina en voz baja. No te muevas.

Me quedé quieta, como me pedía Gina. Me sentí un poco ridícula, como si estuviera haciendo una travesura, como cuando nos escapábamos las dos del patio del colegio, en el recreo, y ya no aparecíamos hasta el día siguiente. Menudas broncas nos caían de nuestros padres, castigadas sin paga y sin poder salir en una semana. A ella más que a mí, y eso que era ella la que siempre quería saltar la tapia. Ahora estaba tomándome el pelo, y el salmón se me iba a quedar frío, como siguiera con esa tontería. Pero lo hacía bien, tengo que reconocerlo. Gina habría sido una buena actriz si hubiese querido.

—Alfredo está en la gestoría ahora mismo —le dije un poco enfadada.

No podía estar aquí y allí al mismo tiempo. Él sabía que yo iba a venir a Ikea, se lo había dicho esa misma mañana. Me habría dicho algo. Volví a mirar a mi alrededor, buscándolo, con un pequeño nudo en el estómago.

—¡Que no mires! Espera un momento. Vamos a ver qué pasa —dijo Gina apretándome el brazo—. No te des la vuelta. Está tres mesas detrás de ti. ¡Teresa, te digo que no mires aún! —dijo Gina sin gritar—. Quédate tranquila. Es muy raro, está con una mujer que no conozco, morenita, casi mulata, y dos niñas de tres o cuatro años, como mucho.

—No puede ser él. Te digo que está en la oficina. Deja de tomarme el pelo. No me hace gracia. Pásame el plato —le dije estirando el brazo.

No me gustan las inocentadas. Nunca me han gustado. Siempre me han parecido un abuso, pero en pequeñito. Una especie de insulto, reírse de los demás. Pensé que era un poco raro, porque Gina no solía hacer ese tipo de bromas, pero supongo que alguna vez es la primera.

Durante un buen rato comimos en silencio. Yo fingí estar concentrada en el salmón con brócoli, que por primera vez me pareció insulso, sin ninguna gracia. Comía con desgana, y no dejé de mirar de reojo a Gina, que a su vez no dejaba de mirar a un lugar que estaba a mis espaldas. Me estaba poniendo de los nervios. Bueno, me estaba cabreando bastante, para ser exactos, pero no quería decirle que me había tragado su broma.

—Se ha levantado para irse. Estoy segura de que es él. Voy a saludarle, como si fuera una casualidad —dijo Gina, y se levantó sin dejar de mirar al fondo.

La seguí con la mirada, y descubrí que sí, que Alfredo estaba allí, con no sé quién. Tenía una de las niñas colgada de la cintura, y ni siquiera se giró cuando Gina llegó junto a él y lo saludó:

—Hola, Alfredo. ¡Qué casualidad! Estamos ahí detrás, Teresa y yo. No te habíamos visto.

Alfredo, aunque no llevaba la ropa de Alfredo, nada de su ropa me sonaba, la miró con cara de no entender nada, y luego miró hacia donde estaba yo, y pareció no verme.

—Perdona. ¿Nos conocemos? —preguntó Alfredo, o quien quiera que fuera.

Alfredo estaba un poco molesto, se le notaba. Quizá por haber sido descubierto. Pero ¿cómo no descubrirlo, si se plantaba en Ikea cuando sabía que yo iba a estar aquí? La mujer que lo acompañaba recogía las compras y los juguetes de sus niñas a manotazos, sin dejar de echar miradas de enfado. Aún no sabíamos que aquel tipo no era Alfredo, aunque fuera idéntico a Alfredo.

—Pero, Alfredo, ¿qué te pasa? —preguntó Gina desconcertada.

—A mí no me pasa nada —dijo Alfredo sin sonreír—. Excepto que no me llamo Alfredo, sino Marcos. Qué le vamos a hacer. Espero que encuentres a Alfredo pronto. Salúdale de mi parte. Seguro que es un tío estupendo —y se le escapó una sonrisita maliciosa.

—Así que… ¿No eres Alfredo? —insistió Gina—. Teresa está ahí, te está mirando —Gina señaló con la vista en mi dirección.

—No. Lo siento. Salúdala también de mi parte. Y perdona, pero nos tenemos que ir —cortó sacudiendo la cabeza y sin dignarse a mirarme—. Lorena, pásame la bolsa, por favor —le dijo a la mujer que le acompañaba, recolocándose a la niña pequeña que llevaba a horcajadas en su cintura después de darle un beso en la frente.

Yo no podía creérmelo. No podía ni cerrar la boca del asombro. Ese tipo era Alfredo, tenía la voz de Alfredo, los gestos, todo. Y decía que no era Alfredo con tanto aplomo que me desconcertó. ¿Era una broma de cámara oculta? ¿Dónde estaban las cámaras? ¿Desde cuándo Alfredo era tan buen actor? ¿Me estaba volviendo loca?

Alfredo, o Marcos, salió de la cafetería de Ikea echando miradas entre preocupantes y divertidas a Gina. A mí no quería mirarme, o no me veía, o no quería verme. Yo qué sé. Me entró un bajón de tensión, me sentí mareada. Gina volvió junto a mí, con cara de disgusto.

—Pero, ¿has visto qué cara? ¿No le vas a decir nada? —me preguntó casi a gritos.

Yo solo quería que el suelo se abriera a mis pies, desaparecer, no estar allí, que nada hubiera sucedido, que no lo hubiera visto. La cabeza me daba vueltas. Por los altavoces del restaurante empezó a sonar la canción California Dreams, de The Mamas and the Papas, y yo traté de concentrarme en la canción, como si eso fuera posible. Gina seguía hablando, y gesticulando, pero yo no la escuchaba. Me pareció que debía de estar en un sueño, en un mundo imposible, pero todo era demasiado real, demasiado normal para ser un sueño.

Una bola de navidad, de las doradas, estalló en mi mano derecha. Sin querer la había cogido de dentro de la bolsa, y la había estado apretando hasta que se rompió. Tres astillas se me clavaron a la palma de la mano, y el dolor y la sangre que empezó a salir me calmaron el ataque de pánico que estaba empezando a sentir.

No sé como salimos de allí, apenas lo recuerdo. Gina tiraba de mí, y seguía con su perorata acerca del cabrón de Alfredo y los hombres incapaces de comportarse, y de lo bueno y leal que había sido siempre Sebas, ella qué sabrá, y de las dobles vidas de los farsantes, y la posibilidad de que esas dos niñas fueran hijas de Alfredo, sería el colmo ya, o solo hijas de la mulata.

No sé, ya digo que no sé cómo llegamos a las cajas, ni cómo empaquetamos las compras. Sí recuerdo que pagué con mi tarjeta, y que recogimos el árbol a la salida, con un vale que nos dieron en la caja. El árbol de Navidad. ¿De verdad iba yo a poner un árbol de Navidad en el salón, y después iba a beber vino, y tratar de seducir a Alfredo? Ese ya era un escenario que me parecía tan lejano y ajeno como la cura contra el cáncer o la llegada de los extraterrestres al patio de mi casa.

Gina estaba ayudándome a meter las compras y el puto árbol en el maletero de mi coche, cuando la oí decir entre dientes:

—No me jodas.

Con un movimiento rápido, casi de pistolero en el oeste, sacó el móvil del bolsillo de su pantalón vaquero, e hizo unas cuantas fotos a una ranchera verde 4x4 que se alejaba hacia la salida del parking.

—Ya te tengo, cabrón —dijo con los labios torcidos y el ceño fruncido.

—¿Qué pasa? —le pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

—Lo he visto en ese coche, tan tranquilo. Pero tenemos su matrícula. Lo tenemos localizado. Bueno, aún no, pero sé cómo hacerlo —dijo Gina.

—Yo también lo tengo localizado —le dije—. Es fácil. Duerme todas las noches en casa. Bueno, casi todas, ahora que lo pienso.

Y cerré el maletero de golpe, con rabia. Como si estuviera dejando caer la hoja de una guillotina.

 


 

028

Y YA ESTÁ. Aquí me quedo. Detengo el relato cuando ya llevo tres mil palabras dando vueltas en Ikea. Ya noto las agujetas. Podría seguir tirando del hilo de la historia de Teresa, Gina, Alfredo, Marcos, Lorena y el difunto Sebas, pero la verdad es que no me emociona del todo. Me recuerda a las películas españolas de bajo presupuesto, con actores mediocres y escenarios convencionales. La luz, normalita. Los encuadres de cámara, previsibles. Es demasiado normal, demasiado formal, demasiado cotidiana. Aunque luego Gina acabe siendo amante de Marcos, y Teresa se divorcie de Alfredo, y no pueda soportar ver a Gina con Marcos, que es una fotocopia fiel de Alfredo, un calco exacto. Y finalmente Marcos y Teresa se líen entre ellos, y Teresa ya no sepa si Marcos es Alfredo o no, y Gina decida suicidarse, o matarlos a los dos, o drogarlos con una tarta Apfelstrudel y montar una orgía en Nochevieja. Yo, como lector, y como autor, necesito más sangre, más intensidad, más sorpresas. Ir a Ikea a comprar un árbol de Navidad no es una aventura que me atrape, que me deje con el corazón encogido. Un encuentro con algo casi imposible le da un poco más de gracia, pero no lo suficiente. Gina y Sebas aparecieron en el relato a medida que escribía. Yo no los conocía. Y mucho menos sabía que Teresa había tenido un inicio de rollete con Sebas antes de morir Sebas, ni loco. Bueno, ya lo he dicho, no sabía nada de ellos, me los encontré por el camino, y se pusieron a contarme la historia, y yo me lo creo todo. Casi todo.

La voz de Teresa, en algunos momentos, me parecía que era más la mía que la de Teresa. Me pareció estar escuchando un fragmento de mi monólogo anterior, mis digresiones, mis asociaciones, mis idas de cabeza. Claro, normal. Madame Bovary c’est moi. Yo soy Teresa, y Gina, y Alfredo. Y hasta Sebas, el muerto. Y no me gustó del todo. Teresa debería tener su propia voz, su propio modo de pensar, su visión del mundo, y hasta su vocabulario propio. No todo, ni muy exagerado, casi cayendo en jerga, pero sí algunos toques distintivos, que tal vez no están en el vocabulario en sí mismo, sino en la selección de las palabras que dice, o en la extensión, el ritmo, el tono.

Es posible que el hecho de haber escrito treinta mil palabras en los últimos doce días, unas 2500 al día, en forma de torrente, meta escritura, handing, monólogo interior o como quieras llamarlo, con un poco de oralidad entreverada con el discurso, otro poco de desdoblamiento, digresiones y paseos por los cerros de Úbeda, que por cierto, tienen que estar llenos de escritores pesados, mamás psicóticas, bocazas a tiempo parcial. Vamos, como para montar una verbena allí, digo, es posible que ese torrente, ese grifo roto haya tintado mi manera de escribir, y ahora resulta que después de unos cuantos meses, o años, sin escribir textos largos, de pronto haya encontrado una manera de hablar o escribir por los codos, y que ya no pueda modular, y darle su habla específica a cada historia, a cada personaje.

Daría un poco lo mismo. No es que sea lo ideal, qué va, pero desde luego es mejor la logorrea que el silencio. Al menos en literatura. En el mundo del pensamiento zen seguro que va al revés, y en el mundo de la prevención de migrañas y dolores de cabeza, también. En esos casos, mejor silencio que blablablás. De acuerdo. Pero como no estamos en ese mundo, sino en el mundo en el que Enrique va y se pone a escribir como si no hubiera otra tarea que hacer en el mundo, y sin importarle si lo que escribe lo va a leer alguien o no, incluso hay momentos en los que duda de si él mismo va a tener paciencia para leerlo como único lector, el lector narcisista, el catoblepas resurgido de las aguas de un diluvio de palabras.

Tengo curiosidad en saber qué pasará, de qué escribiré, dentro de una semana, y dos, dentro de doscientas páginas, cuando ya las anécdotas graciosas, o tristes, o insólitas, se me estén acabando, y ya haya analizado, desmenuzado, deconstruido y despelotado los procesos internos de la escritura, de mi escritura. ¿Sabré algo más de mí? ¿Descubriré algún secreto, alguna mentira? ¿Hay vida más allá del horizonte, más allá del cinturón de Orión, más allá de mi bastón de ciego? Qué más da: Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante, no hay camino: se hace camino al andar. Al andar se hace camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar. Caminante, no hay camino, sino estelas en la mar. Grande, Machado.

Empecé a escribir a los trece o catorce años. Un diario, una libreta donde apuntaba los agravios de mis hermanos, los primeros poemas del desconcierto, del encuentro con las palabras. Recuerdo mi primer poema, que a Viví le daba mucha risa, porque le parecía que era una broma, un chiste malo: “No sé qué busco, quizá la busca busco, un sueño, un imposible, nada.” Eso escribía. No ha cambiado mucho el paisaje, aunque ahora esté mucho más poblado de fantasmas y fanfarrias, con muchos más instrumentos, más orquesta, pero con la misma melodía. Qué lástima. Cincuenta años de búsqueda, para llegar al mismo punto en el que me encontraba a los catorce años. Fue un viaje interesante, a veces duro, tampoco tantas veces; y otras veces feliz, con mucha frecuencia. Y mil veces perdido, sin mapa, sin brújula, con los ojos bien abiertos en pleno mediodía y sin ver nada, o con los ojos bien cerrados en mitad de la noche para poder ver lo que ni siquiera estaba allí. No ha sido una vida espectacular y brillante. Ninguna lo es. Todo depende de cómo se cuente. El brillo lo pone el autor, o el biógrafo, y ninguno cuenta las naderías, los tiempos muertos, los desánimos. Eso no se cuenta. Yo no me acuerdo, no me acuerdo, y si no me acuerdo no pasó, eso no pasó. Pongan aquí la canción de Thalía, por favor, con dos palmadas al final del estribillo.

No sé por qué empecé a escribir. Quizá fue porque no tenía una metralleta a mano para acabar con mis hermanos. Además, yo era de los pequeños, y siempre he sido un poco cobardica. Eso de pegarme con otros, de estrangular, de resolver las diferencias a puñetazos, solución limpia y gratificante donde las haya, no iba conmigo. Yo era, y sigo siendo, más de ganar batallas por desgaste, de dentro afuera, como los virus. Siempre he preferido el veneno sutil de las palabras, antes que los golpes honrados del martillo. Soy un conspirador, no un guerrero. Soy la serpiente que te paraliza con su silbido, la que escupe veneno; y no un león que ruge a lo bestia, ni un orangután que se golpea el pecho. No soy noble, no soy de fiar: tengo la lengua viperina, y duermo enroscado por las noches, que lo sepas.

 

 


 

029

TODO EL QUE se pone a escribir, lo reconozca o no, lo hace con la fantasía infantil de que lo que va a salir de su cabeza, de sus dedos, va a ser la bomba, lo mejor que se ha escrito en años, la revolución de la escritura, un nuevo género, la escritura definitiva. La leche, vamos. Luego resulta que no, que los únicos que le dicen que está muy bien son su madre y su novia, que sí, guapo, que está muy bien, eres un genio, y más bonito que un San Luis, anda, cómete las croquetas, que se te quedan frías. Escribir para la posteridad, para mostrarle a las generaciones venideras lo que hay que hacer, lo que hay que decir, lo que hay que pensar. Miradme bien, que soy yo, el mismísimo, el de la estatua de bronce que preside el Jardín Botánico, con el mentón levantado y la chistera llena de cagadas de palomas. El concejal de cultura propone que me coloquen unas agujas afiladas, de 15 cm de largo, encima del sombrero de copa y de mis hombros, para que las palomas y las gaviotas no se posen sobre mí, y dejen así de cagarse en mi esmoquin. Creo que se quedarán ensartadas, como en una barbacoa de pollos a la brasa, y el resultado va a ser peor todavía. Casi mejor que me metan en el vestíbulo del Ayuntamiento, justo en medio, que aquí hace un frío que ya se me están congelando las pelotas, y los niños solo me miran para ensayar puntería con sus tirachinas.

Yo también quiero ser inmortal, estar en la portada del libro de Lengua, tener una calle, y una glorieta, darle nombre a un Premio Literario, a un hotel de cinco estrellas, a una editorial, a tres colegios de primaria, y ser una pregunta obligada en los exámenes de acceso a la Universidad. Eso es la gloria, el Parnaso, la guinda del pastel.

Pero creo que eso va a ser que no.

Pensándolo bien, casi que me quedo aquí, en casa, con Bea, y que pongan a otro como cagadero de palomas en el parque.

Me conformo con que este hilo de palabras me lleve a algún lugar. O que me lleve, y ya está. No importa dónde, lo importante es el camino, no la meta. Lo importante del viaje no es el regreso, porque para eso no hace falta ni siquiera salir de casa. Lo importante no es morirse, sino haber vivido. Esa sí que es una frase profunda, de las de calendario, de Paulo Coelho, o de las galletas de la suerte de los restaurantes chinos.

En ocasiones me parece que soy un lorito parlante, la emisora de un predicador evangelista, y que no podré callar hasta que se le acaben las pilas al transistor. Pues tampoco pasa nada. ¿Hay alguna diferencia entre morirse hablando sin parar, escribiendo sin parar, o morirse calladito, con los labios apretados y los dedos agarrotados? Yo no la veo. Qué gran dignidad la de ese prócer, que murió declamando sus verdades mientras agonizaba. Qué ejemplo preclaro el de ese héroe que guardó silencio hasta el final para mostrarlos que nunca lograron someterlo.

Lo que sí me preocupa, porque empieza a ser un vicio que detecto, por abusivo, es que cada cosa que digo, cada cosa que escribo, la cierro con un “Sí, pero…” Y a continuación me llevo la contraria, o lo matizo, o me voy por los cerros de Úbeda. Y de ahí, no sigo, porque parece como si de pronto abriera un grifo, una línea de pensamiento, para a continuación, a toda prisa, antes de que inunde el salón, viene el fontanero y lo cierra y lo sella, y se queda ahí, de pie, mirando con una sonrisa perversa, a la espera de que abra otra vía de agua, otro grifo, para lanzarse a cerrarlo con su llave inglesa tapagrifos. Un capador. Un censor. Un aguafiestas. Sé que todo esto no son más que tanteos. Y digo tanteos sin ánimo de menospreciar, porque la vida entera son tanteos, uno detrás de otro. Pero estos tanteos reciben calambrazos en todo lo que tocan. Hay espinas, pinchos, concertinas, hierros candentes en cada dirección, en cada paso, y después de tocarlo, de acercarme, recibo una descarga, y me retraigo. Eso es buena señal. Eso quiere decir que me acerco a terrenos sensibles, a espacios peligrosos. No comas de las manzanas de este árbol, decía Dios. Come, come, decía la serpiente. Solo los cobardes se quedan en el Paraíso. Lo normal, lo decente, es desobedecer a Dios, comerse la manzana, que para eso está ahí, y asumir las consecuencias. Y en eso estamos aquí: desafiando a Dios, gritándole, como Blas de Otero: “Me haces daño, señor. Quita tu mano / de encima. Déjame con mi vacío, / déjame. Para abismo, con el mío / tengo bastante. Oh Dios, si eres humano, / compadécete ya, quita esa mano / de encima. no me sirve. Me da frío / y miedo. Si eres Dios, yo soy tan mío / como tú. Y a soberbio, yo te gano.”

No sé si alguna vez alguien leerá estas líneas, Bea seguro que sí, tal vez Nacho, o Coque, o la Nena, y hasta Elías, y tal vez Kiros, dentro de muchos años, o Maika, o alguno de mis sobrinos, Dodi, Eneko, Alicia, quién sabe. Mis amigos, pocos. Y no es que no me quieran, o que no les guste leer, y escribir, muchos son escritores, o profesores de escritura, pero entiendo que da pereza. Ponte a leer unas memorias, pero que no son memorias, sino digresiones, desvaríos, a veces dice cosas curiosas, es verdad, parece que se acerca a algo, que va a contar algo, pero luego como que no, se vuelve, retrocede, le da más vueltas, si le sigues es interesante, parece que le estés oyendo hablar, a veces, en clase, empezaba así, a darle vueltas a algo, y era curioso, aunque a veces se repetía, se le olvidaba que eso ya lo había dicho, pero bueno, estaba bien, aprendías algo, siempre aprende, pero no sé, si tuviera tiempo lo leería, pero me da un poco de pereza, qué quieres que te diga. Lo empecé, a las cuatro páginas ya se me había ido el santo al cielo, me perdía, ya no sabías qué es lo que me estaba contando. O a lo mejor no era yo el que me perdía, sino él, que a veces no sabe seguir el hilo, se pierde, y nos pregunta, ¿qué es lo que os iba a contar, que no me acuerdo, creo que me he perdido? Y le decíamos, sí, estabas hablando de las funciones de Propp y de la Morfología del cuento, pero aún no sabemos cómo se conectan entre sí, ni para qué nos va a servir a la hora de escribir un relato de ciencia ficción.

 


 

030

DE ACUERDO, ME pierdo, me cuesta concentrarme y seguir una línea de pensamiento hasta el final, hasta donde me lleve. Pero es que eso es trampa. Seguir una línea, los raíles del tren, y no mirar por la ventanilla, no disfrutar por el camino, no explorar los alrededores, no es viajar. Vale, sí es viajar desde A hasta B, pero si ya sabes que tienes que llegar a B, que vas a llegar a B, que hay un único camino para llegar de A a B, ¿para qué coño vas a hacer el camino? ¿Dónde está el placer de descubrir, de construir el camino, de encontrar nuevas rutas para llegar a la India, y finalmente perderse hasta tal punto que las Indias no son las Indias, sino que estamos en América? Qué cosas, un universo nuevo, desconocido, que estaba ahí, y nadie podía verlo, porque nadie quería salir de las rutas conocidas, porque nadie quería arriesgarse a llegar a Finisterre y precipitarse al vacío sideral, a la muerte prometida. Colón fue un escritor grande, el más grande, pero sus novelas no están escritas en papel, no son manchas de tinta sobre un papel, sino estelas en la mar, muchos siglos antes de que Antonio Machado siquiera lo sospechara.

Así que no se trata de llegar a ninguna parte. O mejor aún: se trata de llegar a un lugar lejano por un camino que nadie ha recorrido, arriesgándolo todo, contra el consejo de todos, a pesar de las amenazas y las advertencias, y llegar allí, o a otro lugar, da lo mismo. Puestos a escoger, mejor lleguemos a otro lugar, descubramos América. La condición es que no podemos saberlo, no podemos siquiera sospecharlo. ¿Cómo vamos a descubrir un mundo que nadie sabe que existe? ¿Cómo descubrir el remedio contra una enfermedad que no tiene nadie? ¿Cómo hablar un idioma del que no se conoce ni siquiera su existencia? Eso es descubrir América, escribir El Quijote, o La Odisea. ¿Es solo casualidad que las dos obras fundacionales de la literatura occidental, las dos obras que abrieron nuevos caminos en la escritura, sean precisamente crónicas de un viajero que anda perdido en su viaje? Yo no creo en las casualidades. La casualidad tiene siempre una conexión que aún no ha sido descubierta.

En la novela Gambito de Dama se cuenta la historia de una jugadora de ajedrez excepcional, única, arrolladora, brillante, un poco fea, elegante, constante, y podría seguir así añadiendo adjetivos superlativos uno tras otro hasta cansar, pero yo mismo lo prohíbo en mis cursos de escritura, así que no podré hacerlo yo tampoco aquí. El caso es que Beth Harmon, la protagonista, que gana casi siempre, es derrotada al menos dos veces por Vasily Borgov, un ruso impasible que es mucho más aburrido que ella. No he acabado aún la novela, me faltan 50 páginas, así que no sé si la seguirá derrotando hasta el final, ni si eso la llevará al suicidio, o si, por el contrario, el novelista decidirá escribir un Happy End y regalarse al lector una victoria final de Beth Harmon, cumplimiento de la tarea del héroe, y añadiendo un amor correspondido para que la felicidad sea completa. Espero que no. Ya está bien de mentirle al lector haciéndole creer que si se esfuerza, será el Number One y vencerá en todos los torneos de la vida. Ah, ¿que hay gente que necesita esas fantasías para sobrevivir? Pues es verdad, la mayoría lo necesita. Yo también, la mayor parte de las veces. Miénteme y bésame, que ya no nos queda tiempo. Pero quiero imaginar que esa novela, que yo no he escrito y que no he terminado de leer, termina como la vida misma: con algunas derrotas que ensombrecen la victoria final. Algunas victorias, algunas derrotas, una de cal y otra de arena, eso es vivir. Me bandeo en mi precariedad, decía mi alumno Antonio Almansa, un redicho que ni te cuento. Ana Griott le tomaba el pelo, no es para menos. “He quedado para ir al cine con el que se bandea en su precariedad”, decía cuando se conocieron hace ya más de 25 años.

Y es que a mí me gustan los finales en los que el protagonista no triunfa del todo. Le va bien, no es un fracaso, pero no llega a conquistar todo lo que había soñado. Solo una parte. Es feliz, pero no del todo. Muy chejoviano, claro. La dama del perrito, Gurov y Ana Sergeyevna solo podrán ser felices a medias, porque ni él se podrá divorciar de su mujer ni ella de su marido, así que estarán condenados a ser amantes furtivos el resto de sus vidas. Y que no protesten, porque a la mayoría de los mortales no les toca ni esos fragmentos de felicidad. No es que todas las vidas sean grises, sino que todas tienen matices, tonalidades del gris, y es muy raro, yo no lo conozco ni por referencias, que alguien sea feliz siempre, o infeliz eterno. Solo en los epílogos de los cuentos de hadas, o de Corín Tellado, o del 90 % de la producción editorial mundial. Los lectores necesitan la mentira de la ficción, vivir vidas imposibles, identificarse con el héroe, el protagonista, el que nunca seremos, pero querríamos ser. Nos han mentido siempre. Nuestro padre no era ni el más fuerte ni el más listo. Nuestra madre ni era la más guapa ni la que hacía mejores pasteles. Eso lo descubrimos en la adolescencia, y la certeza nos llega en la madurez. Y en la vejez ya nos damos cuenta de que los que no somos tan listos somos nosotros. Que nunca fuimos el Number One, ni lo seremos en el escueto futuro que nos queda. A lo más, en tiempos pasados, tuvimos algún que otro triunfo provincial, una meta volante, una vez que salió una foto nuestra en el periódico, los quince segundos de gloria que tenemos asignados todos. A mí no me importa ser el Number One. Ya no. Antes sí, como nos pasa a todos. Mi padre fue el número uno de su promoción, y ese fue el mantra de mi infancia, y de la de todos mis hermanos. A mi tío José María lo nombraron director del Museo de Arqueología de Ibiza, sería a finales de los años 40, y mi madre decía: “Más vale ser cabeza de ratón que cola de león”. Y yo miraba la sopa de estrellas con Avecrem, reconstruía galaxias con la cuchara, y trataba de descifrar una de las primeras metáforas de mi infancia. Porque a mí los ratones no me gustaban, y el tío José María tampoco. Los leones sí.

 

 

 


 

031

SER UN POCO gris, ni del todo bueno ni del todo malo, ni del todo listo ni del todo tonto, es lo normal. Es lo que nos toca, lo que deberíamos aceptar y disfrutar. Nunca del todo, claro, hay que seguir con las eternas medias tintas. El más listo solo puede ser uno, de entre los siete mil millones de habitantes del planeta. Y el más tonto, en el otro extremo, solo puede ser otro. Juraría que son hermanos gemelos. Los demás nos amontonamos por las medianías infinitas, navegamos por la inmensidad innumerable, felices de no tener esas certezas abrumadoras que tienen que soportar el más tonto y el más listo.

Alguna vez les he dicho a mis alumnos, mientras me lo decía a mí mismo, que nadie puede escribir la novela perfecta, definitiva, total. Afortunadamente. Porque eso sería un sinónimo de la muerte de la escritura, su aniquilación. Los escritores tendríamos que cambiar de oficio, o suicidarnos. ¿Para qué escribir otra novela más, si ya tenemos la perfecta? Todas las demás sobran. A la hoguera. Y lo que se aplica a la novela, se aplica a la vida. ¿Para qué buscar el camino personal, vivir la propia vida, si ya sabemos que hay una vida así y así que es la perfecta? El Listo, quién si no, ha descubierto la Vida Perfecta. Solo tenemos que seguir la ruta, sin desviarnos, y llegaremos al nirvana, a la perfección. Lo sé porque lo he leído en el Periódico. ¿Qué periódico? ¿Cómo que qué periódico? El Periódico, el único. ¿Para qué quieres varios, si ya hay uno que es perfecto? El director es el Listo, ¿quién si no?

La perfección es una mentira descomunal, un engañabobos para tenernos sometidos. Y gracias a su ausencia, recuerda que su presencia es sinónimo de extinción, nos podemos insultar y maltratar los unos a los otros por torpes, por mediocres, por defectuosos. No somos perfectos, así que somos prescindibles, torturables, asesinables. Mira, dos palabras que me acabo de inventar. Torturable: Persona o animal que adquiere la propiedad de poder ser objeto de tortura.

Y una vez que se abre la puerta a la mediocridad, a la pluralidad, ya no necesitaremos ser nuestro padre, ni nuestra madre, ni nuestro hermano mayor. Si ya no es necesario ser el Number One, si no es obligatorio escribir La Gran Novela, si podemos cocinar un pollo al curry sin que sea el mejor pollo al curry del mundo, si podemos vivir nuestra vida sin necesidad de vivir La Vida Perfecta, entonces estaremos salvados. La fiesta empieza aquí, nunca es tarde. Quiero bailar rock and roll toda la noche hasta que salga el sol. Bailando, me paso el día bailando, y los vecinos mientras tanto no paran de molestar. Dubi dubi du, dubi dubi da.

De pronto he sentido una liberación, qué tontería, ¿no? Como cuando un niño, asombrado por no poder creer la suerte que tiene, dice: ¿De verdad que puedo salir a jugar? Algo así. ¿De verdad que puedo escribir lo que me dé la gana, y no importa, no me van a suspender, no me van a regañar? Jo, qué suerte, pues empiezo: Caca, culo, pis. Recuerdo uno de los poemas que más me han hecho reír, no sé de quién es, pertenece al mundo de los chistes, de autores anónimos. Decía así:

Las rosas son rojas.

El mar es azul.

No sé rimar.

Tu madre es una puta.

Almendras.

Y después de “almendras”, la carcajada. No lo escribí yo, ya me hubiera gustado. Para gustos, los colores, y a mí este poema, o micro-meta-poema, me fascina. Sé que nunca saldrá en las antologías de la poesía, ni de la crítica, y de la deconstrucción, porque es un tiro en la frente a todas esas bellas artes, pero lo prefiero con mucho al “Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón sus nidos a colgar”. Que sí, que es otro siglo, lo sé, que no se pueden comparar en frío textos separados más de cien años entre sí, a no ser que sea para establecer analogías o cronologías, de acuerdo, pero ahí lo dejo. El que quiera coger peces, que moje el culo.

 


 

032

SALÍ DE LA universidad antes de lo previsto, antes de lo previsible. No es que me echaran, que no me echaron, sino que no podía pagarla, y no porque fuera cara, que en 1975 y con el carnet de Familia Numerosa de Honor, al ser diez hermanos, la matrícula en una facultad de Letras era poco menos que gratis. Las tasas, y creo que ni eso. Hasta tenía descuento en el autobús F, el que iba de Cuatro Caminos al Paraninfo, o de Moncloa a Filosofía B. Sin problemas ahí, pero lo que no podía pagar era el alquiler de una casa, de un piso. De golpe había sido expulsado del Paraíso familiar. “La última paga, la de principios de septiembre, fue la última”, me dijo mi padre en el saloncito de la calle Teruel, donde compartía piso con Jorge. Y yo ni siquiera protesté. Me pareció lógico. Yo ya tenía 20 años, y aunque fuera menor de edad en esa época, con Franco aún agonizando en El Pardo, y Carrero Blanco convertido en meteorito dos años antes, en la calle Claudio Coello, así que independizarme a golpe de decreto paternal no me parecía una barbaridad. Yo no colaboraba, y sostenía que mi relación con Deme no era negociable, no iba a dejar de estar con ella, ni tampoco iba a casarme. Ni tan siquiera iba a decir que me había casado, aunque no me casara, solo decirlo, para que los amigos de mis padres, los marcianos, si preguntaban, les pudiera decir que Enrique se casó, casi en secreto, sin invitados, ya sabes cómo son los chicos ahora, que hacen las cosas a su manera.

—¿Qué le digo yo a Paco Arredondo si me pregunta que qué es Deme de Enrique? ¿Le digo que es una amiga?

—Vale. Deme es mi amiga. Mi mejor amiga. Me parece bien.

—Ya, pero es que parece que es más que una amiga —me contestará Paco—. Si no están casados, entonces eso debe de ser un ayuntamiento, un concubinato.

A mí me dio la risa. Lo siento por mi padre, al que le tuve siempre mucho respeto, pero creo que en que en aquel momento lo debió pasar mal en esa conversación de hombre a hombre.

—Ayuntamientos democráticos —le dije. Era el grito que se oía cada día en la calle.

Se quedó callado. Me dio pena. Aún lo recuerdo. Recuerdo que me dio pena. Yo tenía 20 años, la sangre me bullía como a Serrat en “Ara que tinc vint anys, ara que encara tinc força, que no tinc l'ànima morta, i em sento bullir la sang”; y él tenía 55 años, muchos menos de los que tengo yo ahora mismo, cuando escribo. Es un absurdo. Recuerdo que en aquel momento seguí:

—Yo no tengo problemas para decirle a mis amigos que Deme es mi amiga, mi novia, mi mujer, mi amante, mi concubina y mi ayuntamiento, y que ni estamos casados ni nos casaremos nunca. A ellos no les importa, y a mí tampoco —le dije. Y era verdad.

Luego dije algo que durante mucho tiempo me arrepentí de haber dicho, y no porque mi paga semanal, el único ingreso que tenía para vivir, fuera a desaparecer, por raro que parezca ni se me pasó por la cabeza que eso fuera a ser un problema alguna vez, sino porque creo que fui cruel y soberbio en la siguiente parrafada que le solté:

—Pero si tú necesitas decirle a tus amigos, a Paco Arredondo, a los Laorden, a los Del Pozo, a los Sánchez Vega, que Deme y yo estamos casados, que no vivimos en pecado, y que escogimos una ceremonia íntima, privada, como hacen estos chicos modernos de hoy en día, puedes hacerlo. Te prometo que nunca lo voy a desmentir delante de ellos, entre otras cosas porque hace ya tantos años que no los veo a ninguno de ellos, desde que era niño, que no los reconocería ni aunque estuvieran sentados delante de mí en un restaurante.

Supongo que fue una humillación para mi padre, que su hijo de apenas 20 años tuviera la frente tan alta, con el orgullo y la soberbia tan insobornables, tan insoportables.

—Bueno, pues ya está. Ya lo he dicho —dijo, con voz nerviosa, devorado por las dudas.

Se levantó, nos dimos un beso de despedida y salió del pequeño apartamento de Cuatro Caminos de regreso a casa.

Él cumplió su promesa, y juro que yo jamás se lo reproché. De verdad que ni siquiera lo pensé. En algunas ocasiones me pareció que, de modo comparativo, conmigo habían sido más severos que con Jorge, o Zalo, o cualquiera de mis hermanos mayores. Ninguno había sido desheredado en vida a los 20 años, a ninguno se le negó la manutención, aunque llegaran a los 30 años comiendo la sopa boba. Y lo curioso es que yo no sentía envidia de ellos, de sus privilegios, de su paraguas. Al contrario, me parecía que no habían sabido independizarse de nuestros padres, no sabían vivir su vida sin ir cogidos de la mano, sin la teta nutricia de mamá cerca de sus labios. No era exactamente un sentido de superioridad lo que yo sentía con respecto a ellos, sino una especie de compasión, de lástima por lo que pensé que se estaban perdiendo al seguir aferrados al cordón umbilical de nuestros padres: la libertad total, la autonomía, la independencia personal. Lo sigo pensando, aunque no con la ferocidad y la nitidez de entonces. Ahora creo que perdieron algo, y que ganaron otras cosas. Y sé también que yo gané mucho, y también que perdí mucho, y no digo la parte económica, que me sigue pareciendo que es la de menor importancia, sino con respecto a los afectos, a la distancia, a la confrontación con ellos, tan distintos a mí, y por ello tan necesaria para no convertirme en un talibán, en un burro con orejeras, en un autoconvencido de mis propias verdades y mentiras. Hubiera necesitado seguir profundizando en los miedos de mis padres, y enfrentarlos a los míos. Desnudar sus mentiras, y descubrir que no eran tan distintas a las mías.

En aquellos momentos, 1975, yo no sabía lo que mi padre callaba su gran secreto. Ni siquiera lo imaginaba. Lo supe muchos años después, cuando se le escapó de la boca, a los 80 años, mientras merendábamos en la casa de Santander, en la calle Luis Martínez. Hablábamos de sus padres, nuestros abuelos, antes de la guerra. Del primer marido de su madre, el padre de su hermanastro Luis Calero. Tratábamos de encajar fechas, sin mala intención, soñando e imaginando a los abuelos que no habíamos conocido ninguno, cuando de pronto Nacho preguntó:

—Pero, entonces, ¿en qué año murió el primer marido de Belamen, tu madre?

—No lo sé. No me acuerdo. Yo era muy pequeño —dijo mi padre.

Y nos quedamos todos con la taza de café suspendida en el aire, callados de modo fulminante. Mi madre tosió y se revolvió en la silla. Ella también se había dado cuenta. Las cuentas no cuadraban. No habían cuadrado nunca. Ella lo sabía, lo supo siempre. Mi padre nació en 1917, y puede que fuera muy niño a principios de los años 20, no ya en la década de 1930, con la República. Así que cuando nació mi padre, sea como sea, se cuente como se cuente, su madre estaba casada con otro. Fue un hijo ilegítimo. Hijo del amor, se decía antes. Su madre se fugó a Melilla con su padre, y dejó a su marido en la península. Y vivió con su amante hasta que su marido legal murió, y entonces ya pudo casarse con nuestro abuelo, el padre de mi padre.

Una infancia de niño ilegal, nacido del adulterio, en la década de los años 20 del siglo pasado, y una adolescencia en la década de los 30, con la República durante apenas tres años, y luego Franco, inflexible, que llegó a quitarle el apellido de su padre y obligarle a llevar el del primer marido de su madre, porque cuando él nació, Belamen aún estaba casada con Calero. La partida de nacimiento que mostraba la bastardía de mi padre estuvo escondida bajo llave en el cajón de su mesilla durante más de siete décadas. Soy el hijo de un bastardo, y hago bien en estar orgulloso de mi origen, de mi abuela adúltera y de mi abuelo insumiso y anticlerical.

Mi padre fue un hijo ilegítimo a principios el siglo XX. Imposible de ocultar, imposible de disimular. ¿Cuántos insultos y humillaciones tuvo que soportar a lo largo de su infancia? ¿Y en el Instituto de la calle San Bernardo? ¿Era por eso por lo que su padre, jubilado con mucha anterioridad a la fecha que le correspondía, iba a buscarlo cada tarde, para acompañarlo a casa, cerca de la plaza de Ópera? ¿Me estaba tratando de proteger a mí, cincuenta años después, para que no viviera el infierno que él había vivido? ¿Por eso quería que me casara, que no viviera en pecado? ¿Estaba intentando proteger a mi hijo Elías, que ni siquiera había nacido, y que todavía tardaría cinco años en nacer? ¿Aún tenía las cicatrices de los insultos y los escupitajos de los compañeros abusones en la cara? ¿Cómo no prevenirme de un posible infierno?

Pero cuando Elías cumplió 15 años, veinte años después de la escena anterior, mis padres un día vinieron a verme a casa, la de la Plaza del Dos de Mayo de Madrid. Les puse un café y galletas. Les regalé mis primeros libros publicados. Los llené de besos y abrazos, y los abrigué bien con las bufandas antes de que salieran de nuevo a la calle. Estaban viejitos ya, y de verdad que no había nada de resquemor contra ellos. Yo había conseguido levantar mi vida a partir de los 20, sin su ayuda pero bajo su mirada atenta, constante, y la ayuda de todos mis hermanos, sin excepción. No tenía deudas pendientes. Pero mi padre creyó que sí. Él sí tenía una deuda consigo mismo, y me hizo llorar, por primera vez en muchos años. Ya en el portal, remoloneando, encontró las fuerzas para decirme:

—¿Te acuerdas de que dejamos de ayudarte, de pagarte los estudios, de mantenerte hace ya muchos años, cuando empezaste a salir con Deme? Mucho antes de que naciera Elías, claro.

—Sí, claro. Me acuerdo —dije.

—Pues me equivoqué. Nos equivocamos. No debimos hacerlo. Me arrepiento de eso, y quiero que lo sepas. Necesito que me perdones —me dijo mi padre, indefenso.

—Eso está olvidado. No tienes que pedirme perdón. Hiciste lo que pensaste que era mejor para mí. Sé que no fue para hacerme daño. No necesito perdonarte, porque no hiciste nada que necesite perdón. Cada uno hace lo que puede, con lo que tiene y con lo que sabe. Tú tampoco sabías cómo me iba a ir a mí. Me desperté, crecí y fui feliz. Dame un abrazo.

 

 

 


 

033

NO SÉ CUÁNTA violencia interna sufrió mi padre al decirme, a mis 20 años, que no contara con su apoyo. Él se había quedado huérfano a los 18 años, a punto de cumplir los 19, el 17 de julio de 1936. El día anterior al comienzo de la Guerra Civil, por eso lo recuerdo, lo contó mil veces. Su padre fue a Correos a poner un telegrama de pésame a su prima hermana Olimpia, de Garachico, Tenerife, donde yo vivo ahora, casi cien años más tarde. En la cola de la oficina de correos, con el telegrama en la mano, le dio un infarto al corazón y se murió al instante. Franco, en ese momento, volaba de Tenerife a Madrid para iniciar una guerra de tres años que dejaría un millón de muertos, la décima parte de la población española, una juventud arrasada, descuartizada, enterrada en las cunetas de todas las carreteras. Mi abuelo murió cuando mi padre tenía casi 19 años, le faltaban 15 días para su cumpleaños, y a mí me exiliaba de su paraguas cuando yo tenía 20 años. ¿No tuvo un calambre en el estómago? ¿No se vio a sí mismo reflejado en mí, no vio a un huérfano duplicado? ¿No se acordó del abandono de su propio padre, de cómo ya nunca más podría volver a contar con él? Creo que no. Pudo haberlo pensado, y tal vez por allá abajo, en el inconsciente, se vio a sí mismo huérfano, a las puertas de una guerra que Franco empezaba en aquellos momentos. Yo, por mi parte, sin saberlo tampoco, estaba punto de enterrar a Franco, el mismo Franco que nacía a la guerra mientras mi abuelo moría, que sustituyó a mi abuelo, al padre de mi padre, que hizo de padre inflexible de todos los españoles durante cuarenta años. Franco, el padre cabrón, el padre abusador, el padre nacional que torturó y anuló la libertad de todos los españoles, estaba muriendo en esos momentos, en 1975, le quedaban apenas dos meses de vida, cuando mi padre me rechazó, me echó de casa, me quitó el pan de la boca. ¿Mi padre se identificó con Franco entonces? ¿Imitó sus gestos, su comportamiento? ¿Decidió lanzar a su propio hijo a una nueva guerra, la guerra por la supervivencia, mientras me quitaba el pan y las armas necesarias para enfrentarme a ella? Visto así parecería una crueldad, una maldad terrible, un filicidio. ¿Quién puede matar a su propio hijo? Mi padre no. Nunca. Antes habría entregado su vida.

No quiso hacerme daño, no quiso dañarme. Al contrario: quiso protegerme. Eso quería. Los fantasmas de su infancia de hijo ilegítimo, acosado por las leyes y las normas, apedreado por los dueños de la moral reinante, no tuvo más remedio que amenazarme con la expulsión del Paraíso, pero no para dañarme, no para castigarme, sino para forzarme a regresar al camino correcto, para torcer mi voluntad y regresarme al redil, a la seguridad, al pesebre de casa, al paraguas de la familia. Pensó que no podría sobrevivir en ese mundo agreste y ajeno, ese mundo violento que amenazaba una nueva guerra en el momento de morir Franco, una guerra que yo no podía ganar, que yo no podría resistir. Pensó que volvería, que pediría perdón y agachando la cabeza volvería a la mesa familiar, al rebaño familiar. No recordaba que él mismo me había traído de Francia, como regalo por mi 19 cumpleaños, por favor, por favor, eso es lo único que quiero como regalo, de verdad, es lo que más quiero, lo que más necesito, jamás me podrás hacer un regalo mejor que ese, el Romancero de la Guerra Civil española, editado por Ruedo Ibérico en Francia. Allí encontré los versos de Miguel Hernández que fueron un mantra, una guía para mi futuro:

Nunca medraron los bueyes

en los páramos de España.

¿Quién ha puesto al huracán

jamás ni yugos ni trabas,

ni quién al rayo detuvo

prisionero en una jaula?

Los bueyes doblan la frente,

imponentemente mansa,

delante de los castigos:

los leones la levantan.

Pude con ello. Me ayudaron mis hermanos, y mis amigos. With a little help from my friends. Pero sobre todo fue mi cabezonería. Mi padre me quitó la paga. Pero ni él ni yo sabíamos que lo que estábamos quitando de verdad era otra cosa, era mucho más, era más doloroso: los afectos, el contacto, los abrazos. La comida la encontré por muchos sitios, fue divertido, incluso. El juego de la supervivencia, el juego de no necesitar tu ayuda. Una vez Deme y yo compramos tres kilos de hígado de cerdo en una carnicería porque estaba baratísimo. Una ganga. Comimos hígado encebollado durante dos semanas. No nos importó. ¿Cómo viajar sin dinero de Barcelona a Madrid, ida y vuelta, para seguir examinándonos de las asignaturas que nos faltaban para terminar la carrera de Literatura? Pues haciendo autostop. Decenas de viajes en autostop, a la salida de las gasolineras, en las largas rectas a la salida de los pueblos, con una cartulina rotulada: A Zaragoza. A Madrid. A Zaragoza. A Barcelona. El autostop no existe ya, hace décadas que desapareció, pero de 1975 a 1980 Deme y yo hicimos miles de kilómetros en autostop, en camiones, en coches, en furgonetas, y hasta en moto. Casi siempre juntos, pero algunas veces por separado, qué remedio. Deme siempre llegaba antes, a ella la cogían con más facilidad que a mí, ella era guapa, y yo barbudo. Ella corría más peligro sola, también lo sabíamos los dos, pero en ocasiones tuvimos que arriesgarnos. Es un mundo que desapareció, que ya no existe, y aunque era un mundo violento, al mismo tiempo era solidario, infantil, generoso. Debería darme a mí mismo tres collejas por cada vez que ponga tres adjetivos seguidos, por Dios, mira que te lo tengo dicho: no abuses de los adjetivos. Con uno basta, y la mayor parte de las veces, ni uno. El sustantivo debe ir mondo y lirondo, desnudo, afilado y mortal. Ya lo has vuelto a hacer, tonto del haba. No sé qué hacer contigo, la verdad.

Deme incluso tenía una beca de estudios para la universidad. Eran también familia numerosa, y su padre trabajado de oficial de tercera en Marconi. Nunca vimos el dinero. Se lo ingresaban en la cuenta de su padre, y nunca se nos ocurrió pedirle nada. Era impensable. Ellos también lo necesitaban, Deme tenía muchos hermanos pequeños, no íbamos a tocar ni un céntimo. Antes nos hubiéramos cortado la mano.

Los bueyes mueren vestidos

de humildad y olor de cuadra:

las águilas, los leones

y los toros de arrogancia.

No sentíamos arrogancia entonces, lo juro. No nos creímos mejores que nadie. No lo éramos. Pero ahora, al mirar hacia atrás, tengo que reconocer que me siento orgulloso de aquella lucha, de aquel amanecer.

No sé qué habría hecho yo en el lugar de mi padre, si las tornas estuvieran cambiadas. ¿Habría hecho lo mismo? Imposible saberlo. No soy mejor que él, de eso estoy seguro. Es posible que sea tan parecido a él, que solo de pensarlo me da miedo. Todos decíamos que el preferido de mi madre era Coke. El que estaba destinado a ser cura. El santo. El que nos iba a enchufar en el cielo, una vez muertos todos. Aún estamos a tiempo, no hay que perder las esperanzas. Pero cuando le preguntábamos a mi madre, o nos preguntábamos entre nosotros, que cuál era el preferido de nuestro padre, nos quedábamos con la duda. No estaba claro. No nos prefería a ninguno. Nos ignoraba a todos por igual. Éramos todos unos desconocimos, ruido de fondo. Pero, luego, por lo bajini, alguno, o mi madre, decía:

—Enrique. Él es el preferido.

Y yo miraba perplejo.

—No me jodas. ¿En serio?

Y Nacho decía:

—Sí. Tú te colabas a gatas en el despacho desde los dos años, en Goya 118. Te metías debajo de su mesa, y te quedabas dormido allí, a sus pies, y él no te echaba.

—Sería porque no se había dado cuenta de que estaba allí —protestaba yo.

—¿Que no se daba cuenta? Tú eres tonto. Anda, vete por ahí —y me daban una colleja. Qué menos.

¿Algo que te sucede en la infancia, en la juventud, condiciona lo que eres y lo que haces cuando ya tienes 55 años? Todos los psicólogos dicen que sí. Ninguno lo duda. No es que estemos predestinados, que tengamos que ser asesinos o borrachos porque nos quitaron la teta demasiado pronto, pero hay una influencia, una tendencia, un imán que nos lleva hacia allí. No es la única influencia, claro está. También está nuestra voluntad, nuestra soberbia, nuestros genes, nuestros amigos, nuestras lecturas, nuestras novias, nuestros accidentes, nuestros triunfos y fracasos. Yo soy yo y mis circunstancias, que decía Ortega y Gasset. Cómo le gustaba Ortega a mi padre. Lo adoraba. Todos sus libros de tapas amarillas editados por El Arquero. Ortega y Spinoza. Los únicos libros que no eran de hormigón armado o pretensado dentro de su biblioteca, en el despacho. Y un ejemplar de Platero y yo también. Pero lo de Ortega era tan persistente que llegué a memorizar alguna de sus frases más recurrentes en las discusiones con mi padre. Cuando se sentía acorralado, y yo le mostraba analogías que desmentían sus afirmaciones, él decía: Todo pensamiento desviado de la ruta mental que a él conduce, isleño y abrupto, es una abstracción en el peor sentido de la palabra, y como tal, ininteligible. Que yo haya memorizado esa frase, que aún la recuerde, no es anecdótico. No pertenece al azar de la memoria. Ese era el espejo que mi padre colocaba delante de mí, para que me mirara en él. Ahora, por las mañanas, cuando me miro en el espejo, lo veo. Está ahí. Se afeita conmigo. Se cepilla los dientes frente a mí. Se toca la papada, preocupado, y se echa un poco de linimento Sloan, o Floïd, para después del afeitado, pero con otro nombre.

Mi padre está muerto. Lo incineramos hace doce años, y lo metimos en un nicho junto a mi madre en el cementerio de Santander. Se equivocó una vez, creo que se equivocó, pero yo lo echo de menos. No puedo acusarlo, no puedo regañarle, no tuvo la culpa. Me pidió perdón, y ahora está muerto. No buscaba el perdón por los abrazos que nunca me dio, él no sabía darlos, también era huérfano, nunca aprendió, nadie se lo enseñó, porque su padre se murió demasiado pronto, demasiado pronto, siempre es demasiado pronto, y lo dejó sin el escudo de los abrazos necesarios, alexitímico, como todos nosotros, como todos sus hijos, mis hermanos y hermanas, que nunca aprendimos a manejar ni manifestar nuestras emociones. Desheredados de los besos de nuestro padre ausente, de nuestro padre de labios de hormigón, de cemento armado. Huérfanos de padre mucho antes de que él muriera, huérfanos de padre desde antes de nacer cualquiera de nosotros. Huérfanos todos nosotros, mucho antes de ser concebidos, desde 1936, desde que nuestro padre se quedó huérfano a los 19 años, antes de la Guerra Civil y de los bombardeos en los que conoció a nuestra madre.

Por cierto, se me olvidó contar que terminé de leer la novela Gambito de Dama, y que mis temores se hicieron realidad: la protagonista, Beth Harmon, deja las drogas y el alcohol, gana todos los torneos, vence al ruso Borgov sabelotodo en Moscú, recupera a todos sus amigos, se reencuentra con su novio y con su amiga de la infancia, y todo le sale a pedir de boca. Bingo. La vida no es así, por supuesto que no, pero después de terminar una historia así uno ya se puede ir a cenar con la conciencia tranquila, sin preocupaciones, porque la chica huérfana ha triunfado y va a ser feliz a partir de ahora. Todo ha salido bien. Estamos contentos. Cenemos, y con el estómago lleno, la felicidad será completa.

No es mi padre lo que importa. Podría estar hablando de la ruptura con mi primera novia, Maytechu mía. O de la vez en que me enfadé tanto con Elías que empecé a insultarle sin control. O de cuando me sentí traicionado por Marisa, y las piernas no me sostenían. O de cuando protesté tanto ante la encargada de un hotel en Bangkok, que se le saltaron las lágrimas. Yo no me siento orgulloso de todas las cosas que he hecho en mi vida. Y creo que no voy a intentar recordarlas todas ahora, qué agotamiento. Agua pasada no mueve molino, y no sé de qué me va a servir hacer un examen de conciencia y dolor de corazón a estas alturas. El catolicismo y los remordimientos son cancerígenos. No, no he sido un exterminador de los Balcanes. Nunca maté a nadie, excepto en el papel. Nunca humillé a nadie, al menos de modo consciente. Nunca le pegué a nadie. Siempre fui un blandengue, un cobarde sin puños, sin los dos cojones que hay que tener para darse de hostias con otro, para eso vinimos al mundo, para sacudirnos. No, no he sido malo. Ni bueno tampoco. Ni generoso, ni egoísta. Un tipo gris, de los del montón. Un amontonado. Eso le digo a Bea, y ella dice que no, que para nada, que yo soy muy especial, que soy la leche. Y además, guapo. Pero sospecho que Bea es un público cautivo, está comprada, juego en casa, con ventaja. Habrá que preguntarle a Basilio, y verás como la cosa cambia.

 

 


 

034

NO PUEDO SABER cómo fue la infancia de mi abuelo. Imposible averiguarlo. No creo que siquiera mi padre pudiera saberlo. Mi padre nació en Málaga, y no porque hubiera nadie allí de la familia. La abuela y el abuelo, los adúlteros, vivían juntos en Melilla. Él era oficial del ejército, a cargo de la intendencia, y cuando ella se puso de parto, en 1917, puede que no hubiera ningún hospital fiable en Melilla, o porque tuvieran que ocultar la vergüenza, qué sé yo, el caso es que mi abuela dio a luz en Málaga, y no en Melilla, por pura casualidad. Mi padre tiene de andaluz lo que yo de campesino vietnamita. No puedo saber qué heredó mi abuelo, en cuanto a taras mentales, quiero decir. Del otro abuelo, el materno, digo lo mismo. NPI. Y casi, si me aprietas las tuercas, tendría que decir que no sé apenas de la infancia de mis hermanos, a pesar de estar a mi lado, junto a mí, durmiendo en la cama de al lado, durante toda la infancia, o buena parte de ella, las suyas y la mía. Y digo que no sé porque, a pesar de estar allí, a pesar de compartir juegos y bofetadas, veraneos, meriendas con mis tías, y construcción de vías de tren los domingos, no supe de verdad lo que pensaban o lo que sentían. Todos fuimos un poco autistas, como mi padre, los hombres no lloran, nena el último, y hasta la Nena, mi hermana, corría como todos los demás para no ser nena. ¿A qué iba a jugar si no la pobre? Tenía todas sus muñecas decapitadas, y del lugar de donde deberían arrancar los brazos, salían piernas incrustadas de otras muñecas, o piezas de mecano. Su cajón de muñecas era un muestrario de monstruos deformes, Frankenstein en todas sus vertientes, gracias a las visitas que le hacían mis hermanos, deformadores de muñecas por vocación, cirujanos del terror.

Pero no eran malos. De verdad que no. Eran simples supervivientes, como yo. Aprendimos los unos de los otros, a mordiscos, como los cachorros de lobos en una misma camada. Iba a escribir que a besos y mordiscos, pero no, solo a mordiscos. Los besos no existían. Ni los abrazos. Si te habías pillado los dedos con la puerta, llorabas, y aguantabas las burlas, llorica manteles, tres cuartos me debes, si no me los pagas llorica te quedes. Salud te daba un beso en la frente y un vaso de agua, y hala, vuelta al ruedo, a la selva, al cuarto de juegos. Mis hermanos no me maltrataron, o al menos no más que a ellos mismos. Es más, como yo era de los pequeños, con Jaime, en realidad ellos fueron mi padre putativo, en ausencia de mi padre. Todos nos convertimos en padre plural de todos, ellos fueron mi padre multiplicado, siete padres simultáneos que se movían en un calidoscopio, jugando a desaparecer y aparecer detrás de cada hexágono, o triángulo, o lo que sea que aparece en los calidoscopios. Podía seguir su modelo, o cualquiera de ellos. Para eso tenía varios, podía escoger. No tener padre, o tener un padre ausente, no es bueno. No puede ser bueno. Aunque depende, porque si te toca un hijo de puta por padre, más vale que esté ausente, que no esté, que se muera. Pero no tener padre, y que te pongan de sustituto a siete hermanos mayores, cada uno de ellos buscando su propia identidad, buscado diferenciarse de los demás, ser algo o alguien distinto del montón, de los amontonados, tiene algunas ventajas. Ya he dicho que podía escoger a cuál parecerme. O mejor aún, cambiar de padre según mis necesidades o mis fantasías. Un padre a la medida. Todos distintos, sí, pero con un rasgo distintivo común, un gen familiar, heredado de nuestro padre: el autismo funcional, la alexitimia.

Y no sé si al final, en lugar de escoger a este o a aquel como modelo de padre, decidí quedarme con todos, echarlos al saco, y sacarlos de cuando en cuando a pasear, de uno en uno, o de dos en dos, o con los miembros y cabezas intercambiadas, como las muñecas deformes de la Nena. Eso es ser escritor, me parece en este momento: ser coleccionista de padres, cirujano de fantasmas, doctor Frankenstein.

Gonzalo se murió, mi hermano mayor, justo el que estaba por encima de mí, el espejo más cercano. Pero se murió hace mucho, hace 27 años. Estaba enfermo del corazón. Enfermo crónico. Yo de diabetes, también crónico. Pero él se murió, y yo no. Todavía. ¿Sabe alguien lo que duele enterrar a un hermano gemelo, a la imagen de futuro, al espejo idealizado? Pues mucho, claro. Muchísimo. Igual que enterrar a un hijo, a tu pareja, tu futuro. Mi padre se murió, el de verdad, Alfredo, y quince días antes, mi madre. Hace ya doce años. Enterrar a los dos padres en una misma ceremonia duele mucho. Casi insoportable, pero sobrevivimos todos nosotros, los hermanos, los huérfanos que inventaron un padre colectivo, una cofradía de padres autárquicos, cojeando porque siempre nos falta uno, Gonzalo, que se adelantó a todos. Heridos ya en este maratón de vivir hasta morir de viejos. Todas mis tías se murieron en los últimos diez años, una tras otra. Mis tíos se habían muerto antes, otros cagaprisas. Parece una cacería, y la señora muerte va disparando con calma, matando uno a uno. Sabemos que nadie va a sobrevivir, que todos moriremos. Así es el juego. Ahora Tito, el mayor de mis hermanos, está a las puertas de la muerte, devastado por el síndrome de Kleine-Levin, mucho más agresivo que el Alzheimer que mató a mi padre. Tito, el padre sustituto por derecho, el mayor, el hereu, machomán, el mejor narrador de la familia, el aviador, el que nos ponía a todos firmes en el pasillo a cinturonazos, el que heredó hasta el nombre y la profesión de mi padre, mi padrino de bautismo, a punto de morir. ¿Qué es un padrino? ¿No es el que hace de padre en ausencia del padre? Pues ya tiene cojones, la puta manía esta que tiene la muerte de cargarse a todos los padres que se ponen en mi camino. No quiero más padres, que ya no me caben en el cementerio. Me tenéis hasta los huevos.

 


 

035

ELÍAS SE CASÓ con Raquel, una compañera del Instituto Lope de Vega un poco mandona. Como su madre. Como la madre de Elías, quiero decir, Deme. Buscar una novia que se parezca a tu madre tiene sentido, es frecuente, ya sabes de qué pie cojea, te ofrece abrigo y protección, como la propia madre, y se cumple el mandato de Edipo de casarse con su propia madre sin que los tribunales tengan nada que objetar. Y yo tampoco. ¿Cómo va un padre a protestar porque su hijo se case con un calco de su madre, si hasta el mismo padre se enamoró de la madre muchos años atrás? Vale, puede haber un problema de celos en el caso de que el padre se encapriche también de la segunda madre, más joven, la nuera, y no digamos si le echa polvos, como en la película Herida, de Luis Malle, con Jeremy Irons y Juliette Binoche follando como conejos a espaldas del hijo, pero este no es el caso. Cuando Elías se casó con Raquel yo ya no estaba con su madre, ni con la siguiente, sino con Bea, y que Elías tuviera una novia como Raquel no me dio ninguna envidia. Quita, quita.

Digo que Raquel es muy mandona, y eso no me gusta, pero como no es a mí al que le tiene que gustar, pues no me importa. Es más, me alegro por Elías, porque a él sí le gusta. Eso espero. Lo que no llevo tan bien es que Raquel trate de mandarme a mí. Ya ves tú. Si ni Franco ni mi padre pudieron conmigo, imagínate lo que puede hacer Raquel. Yo ni le discuto. Me encojo de hombros. Está muy bien que busque su lugar en el mundo, que marque su territorio, que afirme su poder y no dé su brazo a torcer. Pero de ahí a que yo tenga que darle la razón o que me tenga que parecer bien sus quimeras de educadora contemporánea que apoya el colecho, el nutricionismo vegetariano, el no dejar que el niño llore bajo ninguna circunstancia, el convertirse en una madre helicóptero, pues no va a poder ser. No le daré la razón. Pero como estamos hablando de su hijo, Kiros, y de Elías, su pareja, pues no necesito discutir. Que haga lo que quiera. Está lo bastante segura como para no necesitar mi aprobación, menos mal. No es que me dé igual, sino que su vida tiene que obedecer a sus órdenes, no a las mías. Mis opiniones, incluso, están de más. No las necesita. No tiene sentido pelear una batalla que está perdida antes de empezar.

No me queda claro de si Elías es feliz. Creo que sí. En realidad si tengo alguna duda, es porque sé que yo, en su lugar, no sería feliz. Yo no podría vivir su vida, sería un desdichado. Y la tentación, tal vez a la que mi padre cedió, es la de pensar que si yo no podría ser feliz con su vida, él tampoco lo puede ser. Y no es verdad. Él puede ser feliz con su vida, e infeliz con la mía; y viceversa. ¿Cómo sugerirle a Elías que siga mi ejemplo, que piense como yo, si con eso solo conseguiría hacerle infeliz? En caso de que pudiera convencerle, claro. Y en caso de intentarlo y no convencerle, se abriría un abismo entre los dos, un desencuentro, una fractura, parecida a la que tuve yo con mi padre.

Yo no he sabido ser hijo de mi padre, y no por error, sino por cabezonería y desconocimiento. Mi padre tampoco supo ser mi padre, y por los mismos motivos. Ahora también sé que no he sabido ser padre de mi hijo, de Elías. Soy un nuevo padre ausente, calco del mío. Elías intenta resolverlo, acercarse, pero no tiene demasiadas habilidades afectivas. Nadie se las ha enseñado. La herencia familiar, el gen del autismo, es transgeneracional. Yo lo sé. Soy autista, de acuerdo, pero no soy gilipollas. Me doy cuenta de ello. Por eso hace tres años, en uno de mis viajes a Madrid, quedé con Elías a solas. Necesitaba decírselo. No sé si él necesitaba que yo se lo dijera, pero yo sí necesitaba decírselo.

—Mi padre —le dije—, fue un padre ausente, frío, incapaz de mostrar afectos ni emociones. Me dejó hambriento de besos y abrazos. No le culpo, no tuvo la culpa, no supo hacerlo.

—Tu padre. O sea, mi abuelo —confirmó Elías.

—Sí, mi padre. Y yo me temo que tampoco aprendí a hacerlo. Creo que he sido un padre ausente incluso cuando vivíamos juntos. Un padre autista. Esas cosas se heredan. Y te lo digo porque existe el peligro de que ese virus se lo pases a tus hijos. Un consejo: No lo hagas. Yo no te he enseñado cómo hacerlo, y lo lamento, pero procura no repetir ese modelo, repetir el error. Afortunadamente tu madre es un poco más llorona y besucona, y espero que Raquel también lo sea. Aprende de ellas, no de mí, al menos en ese aspecto.

No sé qué pasará en el futuro. Yo no tengo demasiada confianza en el poder de las palabras, no creo que obren milagros. Una cosa es lo que uno dice, y otra lo que hace. Creo más en los actos, en los hechos. Puedo decir “Voy a ser bueno” y ser más malo que la quina. Puedo decir que te quiero, y no quererte. Puedo decir que te perdono, y no perdonarte. Las palabras mienten, los hechos no. Yo necesitaba decirlo, decírselo. Que eso obre el milagro de la trasmutación de las palabras a los actos, lo dudo. Ojalá, pero no creo en los milagros. No me voy a poner una medalla que no he ganado. Mi necesidad era decirlo, y lo hice. Hacer en mi caso, en ese momento, era decir. ¿Qué otra cosa podría hacer?


 

036

BEA ME DICE que no escriba mis memorias, que los que escriben sus memorias acaban deprimidos, y se divorcian, como Isa Cañelles. Puede ser. A mí me da que Isa se habría divorciado de Germán pasara lo que pasara. Aunque Germán fuera el santo Job, que lo era. Isa se divorciaría de sí misma si pudiera. Como Lara. Como Tito. Como Nacho. Como casi todos, que la vida es demasiado larga, todos cambiamos, nuestras parejas también, y un día nos damos cuenta de que esa persona que está a nuestro lado no es la que era antes, y que nosotros tampoco, y que no nos soportamos más. Adiós muy buenas. Y yo le digo a Bea que no, que cómo se le ocurre, que ni de coña voy a escribir mis memorias. ¿Para qué? ¿Para deprimirme y divorciarme? Pues no quiero, a mí no me pillan en otro divorcio. Me niego a vivirlo. No es negociable. Mi objetivo en esta vida, el punto final, es morir por mi propia mano, y será el día, la hora, el lugar y el modo que yo elija, no el que elija el destino, ni Dios, ni los médicos. Y si hay amenaza, o aviso de divorcio, lo adelanto. Eso ya lo viví. No quiero otro. Te lo dejo a ti que lees estas líneas, hala, que te aproveche. Yo ya estoy servido.

Pero lo cierto es que en este hilo de palabras deslavazadas, hay recuerdos, hay memorias. Vaya que sí. Lo que no sé es por qué aparecen unas, y no otras. No sé quién hace la selección. Yo no. Y si soy yo, porque no veo a nadie más rondando por aquí, así que debo de ser yo, entonces no sé qué método estoy usando. ¿Por qué me acuerdo de mi nuera Raquel, y no de mi prima Esther? ¿Por qué Isa Cañelles, y no Barsén Valdecantos? ¿Por qué los muertos, y no los que van a morir? ¿Por qué las pequeñas agonías, y no los orgasmos?

Cuando hablamos de argumentos, a mis alumnos les digo que una historia en la que el protagonista tiene una infancia feliz, le va bien en el colegio, encuentra una novia que le quiere, tiene trabajo e hijos estupendos, y envejece feliz con todos sus sueños cumplidos, como proyecto de vida es una maravilla, pero como proyecto de novela es una mierda. Eso no hay quien se lo trague. Sería tan soporífera como una sesión de diapositivas de una luna de miel de los hijos del vecino, comentadas al detalle por dos novios sosos. Ni con cinco rayas de cocaína, te lo digo yo. ¿Por qué me acuerdo de lo que me acuerdo, entonces? ¿A dónde quiero llegar? ¿Qué me quiero decir? ¿Qué estoy escondiendo? ¿Qué estoy callando con tanto hablar, con tanto pavoneo de arriba abajo, como una Drag Queen que se hace la ofendida?

Empiezo a sospechar de mí mismo. Esto no puede ser trigo limpio. Seguro que debajo de esa capa de pintura está el óxido. En el fondo de la caja, más allá de las fotos de la Primera Comunión y las postales de aquel viaje por Marruecos, están escondidos los cadáveres, las pulseras de las niñas degolladas, las acuarelas de los niños enterrados vivos, todas las vidas crueles que hemos vivido y olvidado, que nos negamos a recordar, que nunca reconoceremos como propias, aunque nos enseñen las fotos, las evidencias.

Buscando en otros cuadernos antiguos, me encuentro con cuatro argumentos más, que nunca desarrollé:

· Siguiendo los consejos de un fantasma, Gato, hermano pequeño de Bárbara, tira su bicicleta por un acantilado.

· El sargento Mendoza, padre de Bárbara, deja a un lado su fusil y camina directo y sin intención de esquivar las balas hacia las trincheras enemigas.

· Andrea, hermana mayor de Bárbara, está quemando, bajo un ciprés, una baraja de cartas de tarot.

· Bárbara acepta volver a salir con Juan Carlos, pero media hora antes de la cita se rapa la cabeza al cero.

Kenzaburo Oé, el Premio Nobel japonés, tiene un cuaderno con las ideas y argumentos que se le fueron ocurriendo a lo largo de los años. Sobre todo cuando era joven. Dice que desde hace ya varias décadas no tiene nuevas ideas, pero desarrolla las que tenía guardadas en esa cajita de memorias. Si yo hiciera lo mismo tendría que vivir unas cuantas vidas más, porque me faltaría tiempo. Tengo unos pocos libros publicados, apenas seis novelas cortas, y dos sin publicar, pero terminadas. Pero hijos no natos, abortos, hijos que jamás nacieron pero que ya incluso tenían un nombre asignado. Ah, de esos hay unas cuantas decenas. A veces veo los renacuajos chapotear en el agua sucia de la memoria, y me acuerdo de ese poema que me gusta tanto, Mi monstruo favorito, de Luis Alberto de Cuenca:

 

Qué va a pasar cuando mi novia sepa

que no puedo vivir sin tus pseudópodos,

sin tu horrible humedad en mi bolsillo.

Qué va a pasar cuando descubra un día

las huellas de tu baba entre mis dedos,

y empiece a hacer preguntas, y la rabia

y los celos se agolpen en sus ojos,

y yo confiese al fin que la he engañado

contigo, y que no puede comparársete,

y le enseñe orgulloso el agua sucia

donde se reproducen nuestros hijos.

Qué va a pasar cuando no entienda nada

y nos denuncie a Sanidad.


 

037

DICEN QUE LA escritura enloquece. Que no hay más que ver la cantidad de escritores que se han vuelto locos, que ha enloquecido con el tiempo. Mentira. Me acabo de inventar eso de “Dicen”, porque no lo he oído jamás, y sin embargo me apuesto todo y más a que más de uno lo ha dicho. Con la cantidad de gente que somos, lo raro es que haya algo que no haya sido dicho por alguien. Pero, en fin, la conexión entre locura y escritura existe, es cuestión de mirar proporciones, estadísticas. El porcentaje de escritores locos es mucho mayor que el de fontaneros locos. Y no creo que sea porque la escritura lleve a la locura y la fontanería a la cordura, sino que es la locura, ya instalada o creciente, la que lleva a algunos a la escritura, para tratar de entenderla, o frenarla; mientras que es poco frecuente, no tengo aquí los datos, me arriesgo a inventármelos, que la locura conduzca a la pasión por arreglar tuberías y desagües. Es una pena, porque como metáfora de situación era mucho mejor la del fontanero loco que la del escritor. Sin duda.

Ya he alcanzado las primeras 40.000 palabras. Uy, madre mía, cuánto has crecido, menudo estirón has dado, seguro que te duele el pecho de bien hecho, diría Salud. Hay cosas que recuerdo, y no sé dónde las aprendí, pero quedaron registradas en mi cabeza como verdades irrefutables, y que durante años he repetido en las clases de escritura creativa. Una de ellas es la de que en las agencias de publicidad, a veces, para encontrar el mejor anuncio para un producto que quieren lanzar, pongamos un nuevo jabón para lavavajillas, contratan a un grupo de personas que representan los posibles compradores, con distintas edades, estudios, profesiones, sexo y creencias. El universo de sus posibles compradores, pero en diminuto. Colocan el producto a la vista de todos, en medio de una mesa alrededor de la cual todos están sentados, y entonces empieza el brainstorming, la lluvia de ideas. Cada uno tiene que decir una cualidad, un adjetivo, una peculiaridad, un deseo que quieren que el lavavajillas cumpla. Lo que se les ocurra. Sin censuras. Sin correcciones. Sin vuelta atrás. Sin matices. Y empiezan a decir cualidades deseables reales o imaginarias. Es bonito, huele bien, lo deja todo brillante, no se apelmaza, limpia a fondo, lo deja como nuevo, es muy suave, a mi hija le encanta, me recuerda a mi abuela, parece nieve, me lo comería a cucharadas. Todo lo que se les ocurra. Un apuntador, o un aparato grabador, registra todo, todo, todo, sin preocuparse de si son sandeces o no. En las primeras vueltas los participantes sueltan todos los tópicos, los lugares comunes, las obviedades. Pero hay que seguir, tienen que seguir diciendo más cosas a cada vuelta, y empiezan a decir bobadas, bromas, barbaridades. Y siguen, tienen que seguir, para eso les pagan, y llegan a los sinsentidos, las aberraciones, las groserías, las locuras, las exageraciones. Y todo eso se anota, se registra, sin comentarios. Termina la sesión, se les paga su dinero y se les da las gracias. Hasta luego, Lucas. Ese es el grupo creativo, el de las ideas, el explorador. Luego, al día siguiente, o cuando sea, otro grupo distinto, el de los críticos, buscará entre toda la morralla del brainstorming las ideas más brillantes para lanzar el producto. Normalmente no las encontrarán en las primeras vueltas, la de los tópicos y las obviedades, sino más adelante, entre la basura del sinsentido, de las bromas y los desvaríos. Un buen eslogan publicitario vale millones, y si lo encuentran habrá valido la pena el gasto y el trabajo. Eso les cuento, les contaba, a mis alumnos de relato y de novela. Y después les decía que ellos tenían que ser todos los miembros del grupo de la tormenta de ideas, tendrían que desdoblarse, pensar como pensarían distintos participantes, multiplicar su esquizofrenia. A fin de cuenta los escritores se supone que se meten bajo la piel de los distintos personajes cuando escriben, Madame Bovary c’est moi, así que ya pueden empezar a practicar. Y con la tormenta de ideas, que puede aparecer bajo la estructura de un monólogo interior, o de escritura automática, un poco como lo que hago yo ahora, desde hace quince días, puede que aparezcan unas pepitas de oro escondidas entre las líneas del escrito, unas ideas para desarrollar, el germen de una novela, una idea brillante para un relato. Eso no se encuentra tan fácilmente, no está en la superficie, hay que escarbar, desenterrar el fósil, desnudar la mentira. Vale la pena el viaje, el esfuerzo de pegar tiros al aire, de caminar a ciegas, para justamente llegar más allá del espejismo que no podíamos cruzar, que no nos dejaba avanzar. Dar una vuelta por el lado salvaje, de nuevo Lou Reed, y capturar al enemigo que se escondía detrás del matorral. Palos de ciego, estelas en la mar, el camino que no llevaba a ninguna parte. Gracias, Rodari.

Cuando leo algo que he escrito hace tiempo, pongamos diez años, lo bastante lejos en el tiempo como para no acordarme, me asombro, me reconozco, y al mismo tiempo veo el conflicto interno del texto, el por qué ese proyecto no continuó, no se convirtió en novela, o en lo que sea, pero no en libro terminado, cerrado. Lo veo, lo intuyo. Lo que me asombra no es eso, sino la fuerza de la escritura, la intensidad. Parecen gritos en la oscuridad, brazadas de uno que se está ahogando. Y pienso en eso, en la intensidad de la escritura, en el ritmo, en la frondosidad. A mí me revientan los escritores que se pavonean ante el lector, que sacan la artillería del vocabulario insólito, de las metáforas desconcertantes y del oscurantismo o cripticismo del texto. ¿Para qué? ¿Para que te digamos que qué listo eres, que qué léxico tan florido, qué barroquismo sintáctico, qué profundidad insoslayable? ¿Para insultar a los lectores, para llamarlos torpes analfabetos que no te entienden, que no te llegan ni a la suela del zapato, a ver si se esfuerzan un poco más, zánganos, incultos? No se merecen tu sabiduría, oh, insigne maestro, preclaro príncipe de las letras. Deja de escribir. Que sufran. Castígalos sin el maná que brota de tu boca. Venga, cállate de una vez, y hazte una autofelación, que estos mortales no se merecen tus babas.

No, no me gustan los pretenciosos. Yo fui uno de ellos, ojo, que todos empezamos por ahí en la escritura, buscando la eternidad etérea. Pero luego tuve que retroceder un poco, dejar de levitar, dejar de llamar faz a la cara, perlas a los dientes, y dispepsia al dolor de estómago. Aguanto peor la pedantería que la grosería. Los pedantes me parecen unos acomplejados. El clásico complejo de inferioridad que se manifiesta como complejo de superioridad. Para calmar sus temores, sus lagunas, sus inseguridades, necesitan machacar a otro, humillar al que se deje. En la aristocracia y en la alta burguesía hay mucho fantoche de esos. Lo sé de primera mano. He convivido años con ellos. Son mis vecinos, mis antepasados, mis antiguos profesores. No todos ellos, desde luego, pero sí unos cuantos muy fáciles de reconocer. Mis amigos no, porque ya me ocupo yo de no dejarles pasar del umbral de la puerta. Reservado el derecho de admisión. Me encanta, de cuando en cuando, si la ocasión lo permite, mostrar hacia los pedantes una altanería displicente. Ojo por ojo. Sé que eso no les va a curar su enfermedad soberbia, es más, puede que se la agrave, heridos y desconcertados, colocándose una armadura extra que les proteja, una malla de acero, y un poquito de espuma de rabia en la boca. Aun así el juego me parece tan poco interesante, tan bobo, que ni siquiera me quedo a ver su reacción, a ver qué pasa. Segunda bofetada a su autoestima. Justicia emocional.

En la escritura pasa lo mismo. La escritura y la vida son dos caras de la misma moneda, lo he dicho tantas veces que me aburro a mí mismo. Ya sé que es trampa. Que lo mismo puedo decir, y lo he dicho, que la escritura es como el boxeo, como el sexo, como las plantas, como la música, como un viaje, como respirar, como el psicoanálisis, como la esquizofrenia. Pues sí, es como todo eso, qué le vamos a hacer. Igual que una vida puede estar hinchada de pedantería, por miedo, por autoprotección mal entendida, la escritura también. Quitémonos las máscaras. La vida puede ser aburrida, y hay quien busca la monotonía por miedo a lo desconocido, por miedo a encontrarse consigo mismo, y en la escritura también ese miedo funciona como censura. No digas eso, no escribas eso, por Dios, qué van a pensar de ti. Escribe y describe un mundo amable, sin perversidades, y que todos piensen que tú eres ese, que ese es tu autorretrato, el de un hombre decente. O una mujer, de acuerdo, también una mujer, no te rayes, que ahora la discusión no va de sexo. Por mí como si quien escribe es un mutante de sexo fluido e innumerable. Yo de lo que quiero hablar es de mi escritura. Yo he venido aquí a hablar de mi libro, de mi libro, y llevamos ya no sé cuantas páginas, y de mi libro nada. El mejor Umbral es el que se cabrea, como Fernando Fernán Gómez, como Labordeta. Un cabreo de cojones pone a todo el mundo en su sitio. A mamarla, a Parla.

Así que la escritura, mi escritura, tiene más fuerza cuanto más cabreado esté. Tiene sentido. Lo malo es que se pierden matices, que los gritos solo valen para blanco o negro, no para las tonalidades del gris. Lo mismo pasa cuando se canta, o cuando se toca el piano, o cuando se empieza a enamorar a alguien. No es fácil enamorar a gritos, no digo que sea imposible, seguro que el primer polvo llega rápido, y que es explosivo, pero existen otros mundos, y están aquí, a mano, debajo de los gritos, o acurrucados en una esquina. Lo que pasa es que el aburrimiento los tiene amenazados. No es tan fácil susurrar a gritos, destacar con texturas de lo sutil, sin pedantería, sin gritos y sin aburrimiento. No sé si se puede, la verdad. Es escribir con ritmo alegre, pero no atropellado; con profundidad, pero sin pedantería; con fuerza, pero sin gritos; con belleza sin cursilería; con naturalidad sin aburrimiento. Eso es tan difícil como llevarse bien con la pareja durante veinte años. No es raro que haya tantos divorcios. Es más fácil encontrar la vacuna contra el cáncer. De todos modos yo voy a seguir escribiendo. Es cabezonería, ya lo sé, pero ¿qué se pierde? Mientras no me vuelva un ser insoportable y Bea me diga que basta ya, que lo deje de una vez, que le hago daño, no pienso parar. Tengo curiosidad de ver qué hay al otro lado, en la tercera vuelta del brainstorming.

 


 

038

EL FILÓSOFO TEODORO Adorno decía: “Después de Auschwitz, escribir poesía es un acto de barbarie”. No estoy de acuerdo, Teodoro. En otras advertencias que haces, que hiciste, sí estoy de acuerdo, pero con esta no puedo. Dependerá de qué poesía, porque tenemos Auschwitz todos los días, a todas horas, solo tienes que escoger un lugar en el mundo donde haya un infierno desatado, y seguro que lo encuentras. Casi tendría que ser lo contrario: Después de Auschwitz, es necesario escribir poesía, para que no se repita, para que no se olvide.

La tentación de buscar una frase rotunda, corta y duradero, que nos defina y nos sacralice para la eternidad, es demasiado fuerte. Menéndez Pelayo escribió miles de páginas. Peor para él. Nadie recuerda ni una palabra suya. En cambio Monterroso, con siete palabras escribió un microcuento eterno: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, y será recordado siempre. O Kafka, hablando del bloqueo literario: "7 de junio. Mal día. Hoy no he escrito nada. Mañana no tendré tiempo." O la que dijo James Dean, aunque no fuera Dean, sino Bogart: “Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”. Y “Veni, vidi, vici” de Julio César. “Pienso, luego existo”, de Descartes. “Eppur si muove” de Galileo. “Perdónalos, señor, que no saben lo que hacen” de Cristo (Lucas 23, 34). “Dios ha muerto”, de Nietzsche. Cuanto más corta sea la frase, mejor, que no están los tiempos para memorizar parrafadas. Hay que ser breve. Balzac escribió demasiado, fue un pesado, un pepito grillo repelente que no se callaba ni debajo del agua. Casi la única obra que me interesa de él fue la que no quiso incluir en sus obras completas, El arte de pagar sus deudas sin gastar un céntimo, de 1827. En ella cuenta como su tío, el barón de l'Empésé, convocó a todos sus acreedores en el lecho de muerte, y les anunció que antes de cometer la bajeza de pagarles sólo el diez por ciento de sus deudas prefería no darles ni un duro. A grandes males, grandes remedios. Augusto Monterroso, al que conocí en Casa de las Américas, de Madrid, en alguna cajita de esa estantería tengo la foto que nos hizo Elena Belmonte después de una de las maratonianas sesiones de escritura, se burlaba de Honorato en un microcuento conocido como Fecundidad: “Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”.

Somos muchos en esta latita de sardinas que llamamos Tierra, y los excesos se pagan con el olvido. Di algo corto, pero que se recuerde. Que perdure en la memoria. Es la forma de reducir a una pequeña broma toda una vida. Un chiste para recordar en reuniones de amigos, cenas de empresa y navidades con la familia. Es la manera de hacerse notar, de quedar bien al recordar a alguien a quien no se ha leído, del que nadie sabe apenas nada, citando una frase que la mayor parte de las veces es falsa, mal atribuida, sacada de contexto y malinterpretada. La banalización de la cultura. Y que conste que yo no abogo por leerlo todo, porque es obvio que no se puede, es imposible, tendríamos que vivir cien mil años para llegar a otra frase lapidaria, esta vez de Marshall MacLuhan: “El exceso de información produce desinformación”.

Hoy estoy escribiendo a un ritmo más lento del que estaba haciéndolo los últimos días. No es que tenga un metrónomo, una máquina de escribir a la que alimentar con monedas, como la que usaba Ray Bradbury en los comienzos de su carrera literaria, según cuenta en El Zen en el arte de escribir, no es eso, pero noto que la fluidez con la que escribía hace tres días, o una semana, de pronto se ha ralentizado, ha disminuido en cuanto a la velocidad. Y como de lo que aquí se trata, lo que yo me he propuesto al menos, es escribir sin pararme demasiado a pensar, sin analizar, buscando varios objetivos simultáneos:

En primer lugar, desatascar la escritura al poner en marcha el mecanismo de producción. En segundo lugar encontrar una voz propia, si es que está en algún lugar, al limpiar las tuberías de la creación con un derrame de palabras de amoniaco y ácido sulfúrico. En tercer lugar encontrar el argumento, la joya escondida, la sinopsis de la próxima novela. Y en cuarto lugar, saber algo más de mí, descubrirme, o hacérselo saber a quien lea estas líneas, si es que alguna vez tienen lector, quizá yo mismo.

Y como para llegar a ese punto cualquier billete de autobús vale, cualquier proyecto sirve, pues decido tirar del hilo de uno de los argumentos que ya he colgado páginas atrás. El que dice:

· Siguiendo los consejos de un fantasma, Gato, hermano pequeño de Bárbara, tira su bicicleta por un acantilado.

Antes de empezar, quiero hacer algunas precisiones acerca del andamiaje, las decisiones que se deben tomar antes de empezar una historia. Yo leo, me leo, el argumento de lo que quiero escribir, “Siguiendo los consejos de un fantasma, Gato, hermano pequeño de Bárbara, tira su bicicleta por un acantilado”, y si aceptara tal cual esta instrucción tendría que escribir esta historia en tercera persona (Gato, él, tira su bicicleta) y en tiempo presente (tira, ahora, su bicicleta). Aunque según la costumbre, una historia así debería estar contada en pasado: Gato tiró su bicicleta por un acantilado. Y sí, en tercera persona. Pero antes de empezar me entró la duda. ¿No sería mejor en primera persona?: Tiré mi bicicleta por un acantilado. ¿Y qué tal en segunda?: Tiraste tu bicicleta por un acantilado. La segunda es poco frecuente, tiene mucha fuerza, le estás hablando directamente al protagonista, recordándole una historia que no puede recordar por culpa de la amnesia, o no quiere, por no auto-inculparse. En todo caso el narrador en segunda persona, como en Aura de Carlos Fuentes, es un narrador que a mí personalmente me gusta, quizá no para novelas largas, puede que resulte cansino en esos casos, pero sí para un relato corto de alta tensión. Apelar o interpelar al protagonista de modo directo tiene algo de teatro, con su cuarta pared ocupada por los espectadores o los lectores; e incluso, si el lector se identificara con el protagonista, la interpelación sería directa al lector, le estaríamos revelando una historia sobre sí mismo que desconoce, o que ha olvidado. Qué maravilla, revelarle al lector quién es de verdad, y qué ha hecho. Eso es como llevarse la creación del interior al exterior de la novela, del relato. Ya no estaría dentro, encerrado entre la primera y la cuarta de cubierta, sino fuera de la historia. La ensoñación de Bertolt Brecht, que el texto traspase las fronteras del texto, y la resolución se encuentre en la vida real, la revolución. El texto que interviene, salta y modifica la vida existente fuera de la letra impresa, un tiro mortal en la frente de Dios, supremo creador. Y todo eso encerrado en la segunda persona. No sé, tal vez exagero.

Al final decido que no quiero escribirlo en segunda persona, aunque me guste. Ni en la primera persona de Gato, aunque esa sea la versión más cercana, primer plano, confidencial, testimonio directo, sin intermediarios. Ni en tercera, tan ajena, tan desprovista de emociones, tan fría. Sino en la primera persona de Bárbara, la hermana mayor de Gato. ¿Y por qué Bárbara, en primera persona, si no es su historia, si va a ser una historia relatada, de alguien cercano pero no protagonista, una narradora testigo? Pues porque así podré utilizar un lenguaje más adulto, no el del niño Gato, y además podré observar a Gato sin leerle la mente, fuera omnisciencia, e intentaré entenderlo y explicárselo al lector.

Vamos allá.

 

 


 

039

LA BICICLETA Y EL FANTASMA

Le dije a mi madre que no se preocupara. Que mi hermano Gato estaba bien. A todos los niños les encantan los dinosaurios, los piratas, los monstruos, las brujas y los fantasmas. Fascinación y miedo a partes iguales. Supongo que es una forma de domesticar los propios temores, de pactar con el enemigo para que no los devore. Mi hermano pequeño no era una excepción. Mi madre insistía en que los fantasmas eran un problema. Sé que Gato le tenía miedo a los fantasmas, ya desde muy pequeño. Creo que fue desde que murió papá. No tengo ni idea de por qué, no sé si tiene algo que ver o no, he tratado de que me lo contara más de una vez, pero no quiere hablar del asunto. Como si no fuera con él. Se calla, arruga la frente y se da la vuelta, pero cada mañana aparecen sus sábanas mojadas de pis. Él dice que lo siente, que ha sido sin querer, que estaba dormido y no se ha enterado. Bueno, al menos ahora ya reconoce que es él, y no un fantasma que se inventa. De pequeño, más pequeño que ahora, quiero decir, le tomábamos el pelo con el fantasma Quememeo. Lo mágico estaba enraizado en su cerebro, y todavía le cuesta desprenderse de esa forma de pensar. Cada noche me pregunta lo mismo:

—Bárbara, ¿tú has visto al fantasma? —y se sube el embozo de la cama hasta casi taparse los ojos.

—Pues claro —le digo—. Está debajo de esta sábana.

Y a continuación le hago cosquillas por encima. Él se ríe, pero lo pregunta de nuevo al día siguiente, y no es para conseguir cosquillas gratis. Amanece mojado por la mañana, así que sé que los fantasmas imaginarios le rondan por la noche.

—No me apagues la luz —me pide. En sus ojos puedo leer el miedo.

—Vale, te dejo esta lamparita encendida.

—No cierres la puerta —añade.

—Pero mira que eres miedoso, Gato. Que ya tienes siete años.

—Por favor, Bárbara. Por favor —insiste, con la voz quebrada.

—De acuerdo. Te dejaré puerta entreabierta. Si tienes miedo, o si ves a Quememeo por aquí cerca, me llamas, ¿vale?

—Vale —concede al fin.

—Buenas noches. Que duermas bien.

—Léeme un cuento —me dice.

—Ya estás muy grande para eso, Gato.

—Pues cuéntame un chiste —trata de retenerme.

—¡A dormir, o te apago la luz!

—No, no. Ya me duermo. No apagues.

Una vez saqué de debajo de su almohada un cuchillo que había cogido de la cocina. Supongo que era para defenderse de los ataques del fantasma. Me asusté. No quise decírselo a mamá, porque ella no lo habría entendido, se habría puesto hecha una loca, y acabaría llevando a Gato al psicólogo, al suyo o a otro especializado en niños meones. Bueno, meones no, que por lo visto llamarles eso les trauma. Niños con problemas de enuresis. Tuve que buscarlo en el diccionario: Enuresis. No me extraña que vean fantasmas. Están por todas partes.

Pensé que a medida que crecía, año tras año, los miedos de Gato desaparecerían. Los superaría. Los cambiaría por otros. Dejó de hacerse pis en la cama, eso sí. Menos mal, porque su cuarto empezaba a tener un pestazo a amoniaco difícil de aguantar. Pero el fantasma no desapareció. Me pregunto si todos convivimos con fantasmas, problemas no resueltos, miedos irracionales. Me parece que sí. A mí el fantasma que acosaba a Gato no me parecía que fuera peor que los demás. Al menos él sabía que estaba allí. Creía verlo. Lo tenía localizado. Los míos, en cambio, eran más sutiles, cambiantes, y se disfrazaban tan bien que no los veían ni cuando los tenía delante. Como me pasó con Joaquín. Pero eso es otra historia. Esos son fantasmas diferentes.

—A ver, dime una cosa, Gato. ¿Cómo es tu fantasma? ¿Es transparente? —le pregunté.

—Es feo —me dijo.

—Bueno, claro. Pero, ¿cómo es su cara? ¿Tiene barba? ¿Es viejo?

—Déjame en paz.

Parecía como si el solo hecho de hablar de su fantasma, le diera miedo. O que no quería compartirlo. O que si hablaba de él, entraría por la puerta. No sé. A veces le oía susurrar en su cuarto, cuando estaba solo. Hablaba con alguien. No era un juego, ponía otra voz. Los niños, a veces, hablan cuando juegan, les ponen voces a los soldaditos, a los superhéroes de plástico, incluso a los diplodocus, y hacen que se peleen entre ellos. Muchas veces imitan los diálogos de las películas, o los dibujos animados. Pero Gato hablaba más bajito, susurrando, como si le estuviera contando algo a alguien que no estaba allí, a un amigo invisible, o a una parte de su cabeza que se desprendía de él, a un segundo Gato desdoblado. Más vale que mamá no se enterara, porque entonces seguro que iba a tener sesiones de psicólogo infantil hasta la mayoría de edad, bueno eso si no lo encerraba en un… no sé cómo lo llaman ahora, centro de rehabilitación, frenopático, hospital psiquiátrico. Un manicomio, vaya.

Una semana más tarde, el día de su cumpleaños, cumplía 8 años, mamá le regaló una bicicleta. Era preciosa. Hasta a mí me entraron ganas de subirme a ella. Gato tenía ganas de estrenar su bicicleta nueva. Hasta el día siguiente no podría correr con ella, pero en casa se subía y se bajaba de ella, como un ensayo del futuro. Le sacaba brillo al guardabarros, y giraba la empuñadura del manillar como si fuera el acelerador de una moto.

No sé de dónde sacó el dinero mi madre, porque desde la muerte de papá no teníamos mucho. Para mí era un misterio, y mi madre no quería hablar. Era como el fantasma de Gato: algo que no se ve, pero que existe, que está ahí, sin saber de dónde viene ni cómo aparece.

Aun así, la interrogué cuando Gato se metió en el cuarto de baño.

—¿Y el dinero? —le pregunté a mamá—. ¿De dónde has sacado el dinero para la bicicleta?

—Cosas mías —respondió.

—Venga, dímelo. ¿No lo habrás pedido prestado? —insistí.

—Olvídalo —trataba de escabullirse.

—Mamá… —ella me conoce, sabe que soy muy pesada cuando quiero.

—Muy bien, te lo digo y te callas, ¿vale? Es lo último que dejó tu padre. Se lo quité antes de morir. No me mires con esa cara. Nos lo debía, ya lo sabes. No he querido usarlo nunca. Así que al menos que lo disfrute tu hermano.

—¿Era de papá? ¿Lo tenías escondido desde entonces, desde hace tres años?

Mi madre se encogió de hombros, y se quedó mirando el trapo sucio que tenía entre las manos. Parecía dudar de algo. Al final se agachó, abrió el cubo de la basura y tiró el trapo al cubo.

—A ver si con la bicicleta sale un poco más a la calle, o al parque, y le da un poco el aire —dijo mamá—. Sé que tiene pesadillas, aunque no me decís nada. Os creéis que soy tonta. El fantasma ese le va a sorber la sangre —y después ya no quiso hablar en todo el día.


 

040

ESA MISMA NOCHE Gato tuvo una discusión fuerte con el fantasma. Mamá estaba viendo el programa ese de concurso de talentos, a todo volumen, como siempre. Se está quedando sorda. Gato ya estaba en la cama, hacía ya un buen rato que debía estar dormido, era tarde, pero le escuché, con susurros enfadados, discutir con el fantasma. No era la primera vez que hablaba con él, pero sí la primera vez que discutía.

—Que no. Que no quiero —le decía a alguien que no estaba allí. Supongo que al fantasma.

Y luego oí murmullos, demasiado bajitos, no podía entenderlos. No parecía la voz de Gato, pero por la puerta entreabierta vi que era Gato, incorporado en la cama, el que hablaba, el que movía los labios con un susurro inquietante. De vez en cuando agitaba los hombros para sacudirse algo, para separarse de alguien, daba un empujón al aire y volvía la cara contra la ventana.

—No quiero —repetía, ahora sí con su voz, la voz de Gato, pero quebrada.

Puede que estuviera dormido. Se me pasó por la cabeza que tal vez Gato era sonámbulo, eso podía tener sentido. No se me había ocurrido. El fantasma era simplemente eso, un sueño demasiado intenso, y que él incluso hablaba con el fantasma en sus episodios de sonambulismo. Tampoco sabía qué hacer con un sonámbulo. Me dio un poco de miedo. Alguna vez alguien, creo que fue Mariam, me dijo que si despiertas de golpe a un sonámbulo, podías crearle un trauma, o que no pudiera despertarse nunca, o que le diera un infarto. Mariam siempre ha sido una exagerada, se inventa cosas, repite lo que lee en las revistas que le quita a su madre, Qué me dices, Diez Minutos, Woman, y se lo cree todo, y se acuerda de todo, no sé para qué le sirve memorizar tantas tonterías, pero a lo mejor tenía razón, yo tampoco era una experta. Volví a mi cuarto de puntillas y me senté sobre la cama. No sabía qué hacer. ¿Debería decírselo a mi madre? Mejor no.

Me separé de la puerta unos pasos, y volví a avanzar hacia ella haciendo ruido, arrastrando los pies, casi golpeando el suelo con los zapatos, para que Gato me oyera llegar, para que no se asustara, para que se despertara.

Llegué hasta la puerta, abrí, de modo aparatoso, y vi que Gato estaba tumbado, de cara a la ventana. Me acerqué hasta su cama, me incliné sobre él, y vi que estaba dormido, en posición fetal. O se hacía el dormido. Tenía los morritos apretados y el ceño fruncido, como papá cuando se enfadaba, cuando aún vivía. Gato había heredado sus gestos, sus arrugas, su mal genio. Era como él, como las fotos que tenemos de él cuando era pequeño, más o menos a la misma edad. Papá de pequeño. Vuelta a empezar. Decidí dejar que descansara. El día había sido muy largo, para él y para mí, por distintos motivos, y los dos nos merecíamos un descanso. Volví al salón, a ver un rato el programa de la tele que estaba viendo mi madre. No lo estaba viendo. Se había quedado dormida, como siempre. Yo era la única que estaba despierta en la casa. Y el fantasma, tal vez, si Gato tenía razón.

—Mamá, despierta, vamos, que te has quedado dormida. Vamos a la cama.

—No. Déjame. Yo no he hecho nada —me dijo mamá revolviéndose en el sofá.

Otro retorno a la infancia. Con 17 años me tocaba ser madre de todos, incluso de mi madre. Hacer de cuidadora no es algo que me gustara mucho, pero no me quedaba más remedio. Mamá no me habría perdonado que la dejara ahí, y despertarse con el cuerpo maltrecho de mal dormir.

A la mañana siguiente era sábado, ninguno teníamos que madrugar. Empezaba el fin de semana. Me desperté a las nueve y cuarto. Ruidos en la cocina. Si no, hubiera seguido durmiendo no sé hasta cuándo. Gato estaba acabando de desayunar, y mi madre le sacaba brillo a una sartén. No le duran nada. Las desgasta, y eso que ya no usa los estropajos de aluminio con Ajax y lejía. Es muy bruta. Yo ya he dejado de discutir con ella. Que descargue su furia en las sartenes, que de eso nos libramos Gato y yo. Lo siento por las sartenes, pero alguien tiene que pagar el pato.

—Iros al parque, o a pasear por el campo, que aquí estorbáis. Gato ya tiene bicicleta, ¿no? —dijo mamá.

Había dormido en su cama, pero parecía que no del todo bien. Solo tenía 43 años, pero a veces me parecía que se estaba haciendo vieja muy deprisa. Para ser exactos, desde que murió papá, hacía tres años casi. Yo digo que desde que murió papá, lo que ella nos dice. Sé que no murió. Que se fue, sin más, y nos dejó tirados, pero mamá prefiere decir que se murió. En realidad es como si se hubiera muerto. El resultado final es el mismo. Yo le dejo que lo diga, y que se crea que la creo, pero nunca hubo entierro, ni funeral, ni esquelas.

—Buenos días, mamá —dije antes de darle un beso—. Vaya genio tienes hoy. Déjame desayunar antes, ¿vale?

—Déjame —dijo echándose a un lado—. Tengo muchas cosas que hacer.

No era su día, a saber por qué. Yo ya he dejado de preguntarme cuál es el motivo de los cambios de humor de mi madre. Mariam dice que puede ser la menopausia, pero creo que se columpia, porque la menopausia no llega hasta los cincuenta. Eso creo. Tal vez mamá también soñaba con el fantasma, y se ponía de mala leche.


 

041

MAMÁ SALIÓ DE la cocina, y Gato se sentó frente a mí, con una lupa de juguete entre las manos. Se estudiaba las rayas de su mano, como si pudiera leerlas, como si allí estuviera escrito un secreto. No estaba muy contento, eso podía notarlo. Le conozco. Sin levantar la vista me dijo:

—Bárbara, ¿te acuerdas de papá?

Me extrañó la pregunta, porque nunca hablábamos de nuestro padre. Ni entre nosotros ni con nadie. Yo pensaba que Gato ya lo había olvidado del todo. Era muy pequeño cuando murió, cuando se fue. Apenas cuatro años. Ninguno lo echábamos de menos.

—Sí, claro —le respondí. No sabía bien qué quería decirme—. ¿Y tú?

—Pegaba a mamá —dijo sin levantar la cabeza. Y se mordió el labio inferior.

No supe qué decir. Creí que todo eso estaba olvidado, que Gato no había vivido esa pesadilla, o que al menos no la recordaba.

—Bueno. A veces —dije.

—Y a ti también —dijo Gato levantando la vista, y mirándome a los ojos, casi con rabia.

No dije nada. No pude decir nada. Un nudo en la garganta me impedía hablar. Los recuerdos de mi padre pegando a mi madre, y a mí si me ponía en medio, regresaron. Gato no era el único que sufría pesadillas.

—Venga, vamos a dar una vuelta con la bici, que mamá quiere estar sola —le dije.

 

En la calle hacía un poco de frío. Pronto llegaría el invierno, y las lluvias. Nos quedaban pocos días para pasear por las afueras. A mí siempre me gustaba ir a los acantilados, detrás del cementerio. Era un paseo largo, pero teníamos tiempo. Desde allí el horizonte se abría ante mis ojos, y el futuro parecía estar lleno de misterios por descubrir. Gato avanzaba y retrocedía con su bicicleta, y daba vueltas a mi alrededor, como un perro que no quiere perder de vista a su dueño. A veces se bajaba de la bicicleta y caminaba junto a mí durante un rato, en silencio. Pero yo sabía que me quería contar algo. Necesitaba tiempo, coger fuerzas, y yo podía darle ese tiempo. Era su cumpleaños, y el día del cumpleaños hay que mimar al que cumple. Ocho años son importantes. Me acordé de cuando cumplí ocho. Qué fácil era ser feliz entonces. Cuando llegamos a la cumbre de la Montañeta nos sentamos en la misma roca en la que me sentaba siempre. El cementerio, y todas las casitas y las calles, a nuestros pies. Saqué mi paquete de cigarrillos y encendí uno, protegiendo la llama contra el viento.

—¿Mamá sabe que fumas? —preguntó Gato. Él sabía la respuesta, por supuesto.

—No. Y no lo va a saber, porque tú no se lo vas a contar o te mato, ¿vale?

—Pues claro que no, ¿qué crees?

Nos quedamos otro rato sin hablar. Gato y yo no necesitamos llenar el silencio a cada rato. Eso me gusta de él, que siendo tan pequeño sabe estar callado, a sus cosas, y al mismo tiempo hacerme compañía. Como un perro. Bueno, eso no se lo voy a decir, es mi hermano, pero tiene algo de cachorro. Creo que nos parecemos, aunque nos llevemos tantos años. Gato jugaba a matar hormigas dando patadas en el suelo. La bicicleta estaba tumbada en el suelo, como un juguete roto.

—¿No quieres montar más en bici? ¿No te gusta?

—No es eso. Sí me gusta, pero no la quiero —dijo tajante.

Me quedé sorprendida. ¿Cómo no iba a querer la bicicleta? ¿Qué niño en el mundo entero puede no querer una bicicleta? Llevaba años pidiéndola.

—No entiendo, Gato. ¿cómo que no la quieres? Es tu regalo de cumpleaños, a mamá le ha costado mucho dinero —dije.

—Es de papá. Es el dinero de papá —dijo apretando los puños—. Lo dijo mamá, te lo dijo ayer, lo estuve oyendo. No la quiero —repitió.

—Pero… —no supe qué decir. No se me ocurrió.

—Que no —dijo una vez más Gato.

Su mirada se perdió el fondo, más allá del cementerio. Estaba de pie, y me pareció que había crecido de un día para otro, que los pantalones se le habían quedado cortos, que empezaba a dejar de ser un niño.

—Da igual de dónde haya salido el dinero. La bicicleta es tuya, te la mereces —le dije, pero sabía que era una batalla perdida.

—Anoche hablé con él, con papá, con el fantasma —dijo, y me puso los pelos de punta—. Viene a verme muchas noches. Y hablamos. O discutimos. Me da miedo. Le dije que se fuera de una vez, para siempre, y me respondió que si se iba se llevaría la bicicleta. Que era suya. Que era su dinero.

Gato se quedó en silencio un momento, aguantando las lágrimas.

—Que se la lleve. No la quiero —dijo Gato—. Se la voy a devolver para que no vuelva, para que desaparezca de una vez, para siempre.

Y sin volver a decir palabra, puso en pie la bicicleta y muy despacio, sujetándola con fuerza por el manillar, se acercó al barranco. Cuando llegó al borde, se quedó mirando al fondo.

—Cuidado —susurré, pero no creo que me oyera.

Se volvió un instante a mirarme, como si me pidiera permiso. Yo le sonreí. Volvió la cabeza, y empujó la bicicleta por el abismo.

Luego regresamos a casa en silencio, como tantas veces, con una sonrisa triste apenas dibujada en nuestros labios.

FIN

 

 


 

042

UF. QUE NO me digan que no es un esfuerzo escribir, porque sí que lo es. Al menos para mí. Entrar dentro de los personajes, escucharles hablar, seguirles paso a paso a través de sus dudas, sin saber muy bien qué van a hacer, o cómo lo van a hacer, es delirante. Varias veces me han dado ganas de abandonar, de dejar el cuento a la mitad, porque no sabía cuál era el siguiente paso. Necesito visualizarlo, situarme en el espacio. Son espacios que conozco, que he conocido, pero que ya no existen. Es curioso, porque ese acantilado, ese abismo con el cementerio y la ciudad a los pies de Bárbara y Gato no es otro que el de la Calle Ciega de Caracas, en la Avenida Casiquiare, donde vivimos de 1964 a 1967. Fueron apenas tres años, hace ya más de 55, y sin embargo debe ser que los paisajes que se graban en la niñez, a los 9 ó 10 años, son definitivos, son pirograbados eternos. Es el mismo paisaje que usé, que imaginé cuando escribí El Club del Camaleón, hace más de 25 años, cuando jugaba con Jaime y la Nena, y con Mario y Paolo, y Arturo y María Milagros, construyendo cabañas y universos por encima de la estación de gasolina de Chacaíto. El valle de Caracas y el futuro, a nuestros pies. Yo tenía una bicicleta roja, aún la recuerdo.

He tenido que levantarme y recalentarme un café en el microondas. Bea está fuera, en Alcampo, comprando, así que estoy solo en casa, con Alexa sintonizada a la emisora Kiss Country de TuneIn, con Smokie cantando.

Twenty-four years just waiting for a chance
To tell her how I feel and maybe get a second glance
But I never get used to not living next door to Alice.

Acabar una historia es una sensación extraña de vacío y plenitud al mismo tiempo. Y eso que solo ha sido un relato de 3000 palabras, apenas el 5 % de este texto sin nombre. Eso pasa al salir de la escritura del texto, al retomar la vida, como en las sesiones de psicoanálisis, porque durante la escritura de una historia, como esa, yo no estoy delante del ordenador escribiendo, yo no estoy aquí, escuchando la radio e imaginando una historia: estoy caminando al lado de Bárbara, de Gato y de su madre; les oigo hablar, los veo moverse, en ocasiones puede que les lea el pensamiento, y desde luego estoy atento a sus gestos, a lo que cuentan con el cuerpo, los gestos fallidos, y no con la boca. En ocasiones no lo veo muy claro, está algo brumoso, y me desespero, me tengo que acercar. Tengo que agudizar la vista, frotarme los ojos que no tengo, concentrarme más. Y de golpe me entero, al mismo tiempo que lo escribo, que el padre de Gato está muerto hace tres años, y luego que no está muerto, y que era un maltratador. Y me entero de las mentiras que se cuentan unos a otros para hacer más llevadera la vida, y aunque sé que el final Gato va a tirar la bicicleta por el barranco, eso estaba previsto desde el principio, aún no sé por qué. Hay momentos en que he querido tirar la bici por la ventana, o por el balcón de un edificio de 12 pisos, que es otro barranco a fin de cuentas. Pero no estoy seguro. Afino el oído, y poco a poco aparece el paisaje, el barranco, el cementerio, que yo no tenía ni idea de que estaba allí, no estaba previsto, pero que en el momento que aparece ya tiene sentido, ¿cómo no va a tener sentido, con un padre muerto/desaparecido? Y muy despacio me entero de por qué Gato tira la bicicleta por el barranco. Para eso he tenido que seguirlo de puntillas, escribir detrás de su estela. El cuarto de baño donde se mete, desde donde oye a su madre hablar con Bárbara acerca del dinero, era el de Goya 118, anterior a Caracas, por allá por 1961 ó 1962, hace casi sesenta años, cuando yo tenía más o menos la edad de Gato, entre siete y ocho años. La identificación con los personajes también funciona así: yo les presto mis paisajes, mis recuerdos, mis fantasmas. O ello me los roban, tanto da, es un viaje siempre en las dos direcciones. ¿No decía Borges que un texto de más de 50 páginas es siempre autobiográfico? Pues eso: aquí estamos.

No quiero releer el relato incrustado líneas arriba, porque eso significaría empezar a corregirlo, y por una vez mi objetivo con este NaNoWriMo es seguir, sin mirar atrás. Romper el espejo retrovisor y apretar el acelerador de la escritura. ¿Para qué? Pues no lo sé. ¿Por qué no? ¿Por qué sí? Esas son preguntas que ralentizan, que pretenden detener el proceso y activar los mecanismos del bloqueo. No leo el relato, pero estoy casi seguro de que es bueno, No sé si comercial o no. No sé si los críticos estarán a favor o en contra, y casi me da lo mismo. Hombre, si dicen que está muy bien, que es genial, pues mejor que mejor, porque siempre las críticas positivas se reciben mejor que las negativas. Pero lo que sé, y es por eso que me gusta, es que ha sido un relato nacido del interior, o descubierto, o dictado por las musas o los personajes.

No sé cómo se entra en ese espacio transicional, en ese cuarto de juegos de la escritura, en esa casi trasposición y esquizofrenia. No conozco los mecanismos, ni me importan, pero conozco el camino. No es la primera vez. Sé dónde está la puerta, qué pomo girar. Solo tengo que empezar a escribir, insistir, forzar la máquina de la creatividad. Comer y rascar, todo es empezar, decía el doctor Blanco. Eso me pasa a mí. Pero también me pasa, como con la gimnasia, con el deporte, que si no lo hago me voy entumeciendo, me va dando cada vez más pereza, lo abandono. Ese pequeño esfuerzo de traspasar la puerta del mundo real al mundo imaginado a veces es enorme. Casi da miedo. ¿Qué habrá al otro lado? ¿Y si no sé volver? ¿Y si lo que escribo es muy malo, y mis amigos dejan de hablarme, y Bea deja de quererme? ¿Y si ya no sé hacerlo, si ya no sé escribir, si soy una estafa? Eso está siempre presente. A muchos autores les pasa, y les hace sufrir tanto que hasta se suicidan, porque no pueden soportarlo. Vale, a lo mejor el suicidio ya estaba en su sangre desde antes de escribir, y fue la escritura la que durante algún tiempo al menos les salvo la vida. Esa versión es más creíble. O las dos. “No se puede decir nada sin contradecirse”, decía Lacan, y yo, que no lo sabía, descubro que soy lacaniano.

El mismo argumento que me hizo disparar el relato. “Siguiendo los consejos de un fantasma, Gato, hermano pequeño de Bárbara, tira su bicicleta por un acantilado”, en otras manos habría sido un relato totalmente diferente. Y en mis propias manos, escrito en otra época. Es curioso, pero ese argumento se lo he cedido a mis alumnos de Escritura Creativa durante dos décadas, y no recuerdo ningún desarrollo que ni siquiera de cerca se pareciera al que yo acabo de escribir. Leo esta mañana en El País unas declaraciones de Andrés Trapiello: “No hay vidas más importantes que otras, hay vidas bien o mal contadas”. Las vidas de Emma Bovary, Ana Orozco y Ana Karenina no fueron importantes, quizá ni existieron, pero Flaubert, Clarín y Tolstoi las contaron bien, hasta convertirlas en universales.

Argumento para una vida corta (vida, no novela): Sé feliz, vive y deja vivir. Si la vida es larga ya no puede ser así. Tendrás que añadir besos y bofetadas. Si ya solo con tres mil palabras hay que agacharse para esquivar las balas, imagínate con una vida de ochenta y dos años, que de media desenreda diez mil palabras al día, 300 millones en total, y más del doble en el caso de las mujeres. Mejor ni te cuento.


 

043

ME LLAMA ELÍAS por teléfono. Menos mal que me llama. Si fuera por mí, apenas sabríamos el uno del otro. Yo sé que hace un esfuerzo, que no soy el padre cercano y confidencial que le hubiera gustado tener. He tratado de ser padre, pero no estoy seguro de haberlo conseguido. Me siento torpe, incluso con los abrazos de saludo y despedida. Síndrome de Asperger suavizado, pero ahí está. Autismo. Alexitimia. No puedo decir que sea frialdad, porque no es frío, ni distancia. Es más bien dificultad para expresar emociones, de manifestarlas, de declararlas. Hay una coraza, una mordaza, unos grilletes que me dificultan las palabras y el movimiento. Quizá por eso aprendí a escribir: para desatascar la voz, las emociones.

Me cuenta que va de camino a recoger a Maika, mi nieta. La mayor. No sé si es la Bárbara en el relato, creo que no, pero un poco sí, sin yo saberlo, sin pretenderlo. A fin de cuentas Maika protege a Kiros, su hermano pequeño, mi otro nieto. El ausente soy yo. El muerto. El fantasma. Las asociaciones e identificaciones no son literales, pasa como en los sueños, yo soy el padre, pero también es Elías, claro, y hasta mi padre, esto es un axis generacional, una espada que nos taladra y nos comunica a todos, de padres a hijos, como un pincho moruno. Yo nunca he pegado a nadie, al menos con los puños. Una vez sí, estuve a punto de darle una patada a Elías, tendría él siete u ocho años, como Gato en el cuento, y por lo que sea me sacó de quicio, la única vez que yo recuerdo, así tan exagerado. Estábamos en la calle Limonero, donde viví dos años después de separarme de Deme. Sería un miércoles, o un fin de semana de los alternos que me tocaba estar con Elías, tras la separación. Me encabroné, ni idea de por qué, y fui a darle una patada. Y fallé. Le di a la pata de la mesa. Yo estaba descalzo, quizá con calcetines, y el dedo gordo de mi pie derecho sufrió el impacto. Bien hecho. Por tonto. A los niños no se les pega. Me entró un ataque de risa al tiempo que me retorcía de dolor por el dedo machacado. No me lo llegué a romper, la patada no era tan exagerada, pero se me hinchó durante tres o cuatro días. No se lo pude decir a nadie, eso era una vergüenza. ¿Quién se habría solidarizado conmigo? ¿Cómo? ¿Qué te torciste el dedo gordo intentando darle una patada a tu hijo de siete años? Pues bien merecido lo tienes, cabrón. Tendrían que denunciarte, hijo puta. Te tendrían que quitar la custodia. Tú y yo no tenemos nada más que hablar. Adiós. Que te den. Y ten cuidado, que te voy a estar vigilando.

Maika ha estado varios años con apoyo de educación especial. Decían que era un poco lenta. Que no tenía las habilidades de lenguaje desarrolladas. Que su desarrollo cognitivo estaba por debajo de la media, y necesitaba refuerzo. A Elías se lo llevaban los demonios. Decía que no, que era un problema de abandono, que Maika había estado demasiado aislada, sin amigos, sin socialización, desde que nació hasta que empezó el colegio, y el lenguaje estaba poco desarrollado. No era un problema de retraso mental. Y empezó a darle clase de refuerzo él mismo, a motivarla, a ir a la biblioteca con ella, a leerle libros, a jugar con matemáticas, con historias, con aventuras de reinos olvidados. Y fue mejorando, hasta que por fin consiguió, después de mucho pelear, que le hicieran una segunda evaluación, y de golpe, oh, milagro, ya no tenía retraso lingüístico, y resulta que incluso estaba por encima del nivel de sus compañeros de clase. Todos esos sesudos estudios que la relegaron a ser la tonta de la clase, la retrasada, resultaron ser falsos, mal interpretados, deformados, leídos con el objetivo de conseguir unas ayudas, unas subvenciones, un profesor extra de apoyo a cargo de los presupuestos del Ministerio de Educación. A veces son cabrones, y otras solo malos profesionales, pero los resultados finales son los mismos. Que su incompetencia profesional, la de los psicólogos escolares, provoque sufrimiento no es una defensa. Uy, perdona, se me escapó provocarte un infierno en tu infancia, es que ese tema no lo había estudiado bien. Hijo puta, ¿por qué no te dedicas a la noble tarea de cazar osos con tirachinas?

Elías, por fortuna, no me hace mucho caso. No sigue mis consejos. Yo se lo agradezco. Sé que no soy el mejor dándole consejos. Soy muy bruto. No sé negociar. Lo mando todo a tomar por culo enseguida, y le doy consejos como si yo fuera Atila, y las únicas armas de negociación que tuviera a mi alcance fueran un elefante y un hacha de doble filo.

Cuando iba a nacer Maika, y él ya se había separado de Natalia, la madre de Maika, le dije:

—Huye. Vete lejos, muy lejos. ¿No quieres aprender inglés? Pues vete a Edimburgo, busca trabajo en Glasgow, solo necesitas el pasaporte. Yo te pago el viaje y la estancia. No le digas a nadie dónde estás. Desaparece. Hazte invisible. Y no vuelvas nunca. Cámbiate de nombre, si es necesario. Testigo protegido. Cásate con una escocesa. Niégalo todo.

No me hizo caso. Menos mal. Lo supo hacer mucho mejor de lo que yo nunca habría sabido hacerlo. Consiguió separarse sin morir en el intento, consiguió mantener el contacto con Maika, con muchas dificultades al principio, Natalia era un poco cafre en eso. Consiguió que el juez decretara días de visita y vacaciones repartidas. Consiguió casarse con Raquel, y que Natalia no pusiera una bomba en los juzgados el día de su boda. Consiguió tener otro hijo, y que Maika y Kiros se conocieran, convivieran, se llevaran bien, y se apoyaran. Lo consiguió todo, joder, gracias a que no le hizo caso al descerebrado de su padre, rey de los Hunos, vecino de Puerto Hurraco. Gracias, Elías. Eres mucho más sensato que tu padre. Menos mal.

 

 


 

044

BEA ME PIDE que la acompañe a hacer unas compras a Santa Cruz. No quiero salir sin al menos haber rescrito una línea, y es lo que hago. Por reforzar el hábito. Dice NaNoWriMo que al haber escrito 14 días seguidos, ya me dan la medalla del hábito. Una medalla virtual, claro. Un beso de mamá, hale, que sí, que lo estás haciendo bien, vuelve a jugar, súbete a la bici, pero ten cuidado, no te caigas. Yo tenía entendido que los hábitos son hábitos cuando se repiten 21 días seguidos. El tiempo cada vez es más corto. En el siglo XIX no te daban el certificado de tener un hábito hasta que no lo repetías todos los días durante tres meses seguidos. Estoy seguro. Me lo acabo de inventar, por supuesto, pero si lo repito muchas veces, y con autoridad, dando un golpe en la mesa si fuera necesario, se convierte en una verdad irrefutable. Que se lo pregunten a Trump. Esto era solo un ensayo de legislar el mundo, a ver cómo me sale.

Recuerdo, hace años, cuando estaba escribiendo Escribir, tal vez en el 2001, que le dije a Elsa Aguiar, mi editora de SM, que a veces me daba la sensación de que estaba aleccionando a los lectores, especialmente a los profesores, que les decía lo que tenían que hacer, como si fueran niños pequeños. Elsa, que era más joven que yo, incluso había sido mi alumna durante un año en la calle Fuencarral, me dijo que por supuesto. Que eso era lo que tenía que hacer. Que yo era el que tenía la verdad, el que sabía, el que daba las lecciones a los profesores, incluso a ella misma, y que siguiera adelante, hablando urbi et orbi, que por eso iban a publicar el libro, y por eso los lectores lo iban a comprar y disfrutar. Elsa fue mi mejor editora, y mi amiga. Estuve varias veces en su casa, César, su marido, también fue alumno mío, en la misma aula que Elsa, aún solo eran novios, y con Paloma Jover, y Cristina Cerrada, y Chema Gómez de Lora, Joaquín Bernal, Emilio de Miguel, Elisa Agudo, Gabriela Llanos. Un grupo genial, las mañanas de los sábados. Luego nos tomábamos una caña en la cervecería Gambrinus, Fuencarral esquina San Mateo, que ya no existe. Elsa y César tuvieron tres hijos, la triple A, trillizos, las dos niñas fueron monocigotos, de un solo óvulo duplicado. Elsa murió hace cuatro años, apenas cuarenta y tantos años, una de las mejores sonrisas abiertas que he conocido, era muy guapa, y más que lista. No me acostumbro a no saber más de ella, a no hablar con ella, a no recibir sus regañinas por no escribir, por no seguir, por no darle más libros para publicar.

Elsa me hizo perder el miedo a sermonear. Esta es mi verdad, esto es lo que sé, esto es lo que cuento, lo que escribo. Si te parece bien, pues bien. Si no te gusta, pues búscate otro párroco, que hay muchos. No puedo decir otra cosa más que lo que creo. También puedo decir en qué dudo, en qué no estoy seguro, aunque eso no vaya a ayudar a aclarar tus ideas. Tal vez hay cosas que no conviene aclarar, que no están claras. No soy verdades universales, siempre hay que ponerlas en duda. Como todo lo que escribo.

Mi otra gran editora fue Trini Marull, ahora jubilada. Igual que Isabel Carril, que la sucedió en Bruño. Trini fue la primera que me contrató un libro, Devuélveme el anillo, pelo cepillo. Recuerdo que cuando fui a negociar el contrato, ella me ofreció el 6 % de los derechos de autor.

—El seis por ciento es muy poco —le dije.

Yo sabía que lo normal, para los escritores conocidos, era el 10 %. Eso decían. Yo jamás había visto siquiera un contrato de edición en mi vida. Era el año 1991, yo tenía 35 años, vivía con Marisa y Elías en Moratalaz, en una calle de la que he olvidado su nombre, después de un verano terrible durmiendo en el suelo del salón de la casa de Viví, en el barrio de Prosperidad, y una boda con Marisa en El Escorial, y un debut repentino en la Diabetes Mellitus I. Perdí 15 kilos en un mes. Menos mal que Viví me acogió en su casa, nunca se lo agradeceré bastante. Habría firmado el contrato de edición por nada, sin derechos de autor, con tal de que se publicara.

—A los autores nuevos, desconocidos, siempre les ofrecemos el 6 %, porque la editorial apuesta y arriesga mucho con ellos.

—Sí —le dije—, pero yo voy a seguir escribiendo, y lo voy a hacer muy bien, así que dejaré de ser desconocido, y la editorial venderá muchos libros míos.

—Vale. Te ofrezco el 7 %. No puedo ofrecerte más. Espero que sigas escribiendo, tal y como dices —dijo Trini con una sonrisa.

—De acuerdo. El 7 % en los primeros 30.000 ejemplares. Los siguientes, al 10 % —respondí.

—De acuerdo —cedió—. Después de los primeros 30.000 ejemplares vendidos, te subiremos al 10 % en los derechos de autor de los siguientes.

Imagino que le pareció un sueño demasiado bueno para ser real. ¿Más de 30.000 ejemplares? Ni los Premios Nadal hacían esas ventas, así que ¿cómo iba a vender un autor desconocido con un libro de título tan extraño como Devuélveme el anillo, pelo cepillo, vender tantos libros?

Ya no sé bien cuántas ediciones lleva desde entonces, creo que 45. Se han vendido más de 200.000 ejemplares desde hace casi 30 años, y se tradujo a cuatro lenguas. Aún sigue en las librerías, cuando los libros tienen una edad media de tres meses en el stock de una librería. Trini tenía buen ojo, y yo cumplí mi promesa. Me volvió a contratar la segunda novela dos años más tarde, El club del Camaleón, más de 100.00 ejemplares vendidos ya, aún en activo. Y Cuatro muertes para Lidia, antes de jubilarse, en el 2012, veinte años después. A Trini le debo mis comienzas en el mundo de los libros publicados.

Y más tarde, en Panamericana, Bogotá, Colombia, la editora amiga de Alekos, Adriana Tovar, me publicó La olimpiada de los animales. Una belleza de ilustración de Alekos. Nuestro segundo libro juntos, después de Renata y el mago Pintón, de SM.

Y luego Rossana Mont’Alverne me publicó en Brasil dos novelas, Me Chamo Susana, e Voçê? y Esther, Juan e Bia em: O secuestro, en su editorial Aletria, con su hija Juliana Flores al mando de la edición, y la traducción magnífica de Jihrane Prisca Duarte Santos.

Pero antes de Elsa Aguiar, en SM, mi primera editora fue Marinella Terzi. Con ella publiqué Abdel, Un secuestro de Película, y Renata y el mago Pintón, todos dentro de El barco de vapor. Casi medio millón de libros en total. Marinella era y es estupenda. Un beso y vuelta al ruedo para Marinella.

Y mis últimas editoras fueron Marisa Núñez y Eva Mejuto, en OQO, con Mucho cuento. Nueve editoras en total. Se ve que el mundo de la edición está controlado por mujeres, al menos en la edición infantil y juvenil que yo conozco. Me alegro. Creo que lo hacen mucho mejor que ellos, para qué voy a mentir. Me fío mucho más de su criterio que del de ellos, en general. Y a mí me han tratado bien. Muy bien. Las quiero mucho, a todas ellas. Son las madres de mis hijos libros, si es que yo soy el padre. Un padre polígamo, ahora que me doy cuenta. Espero que no se lo tomen a mal. Yo sé que ellas tampoco me han sido fieles. Han publicado a cientos de autores y autoras, así que estamos a pachas.

¿Publicar es como tener hijos? Bueno, es algo así. No tiene la misma intensidad, desde luego. Ni de lejos. No te dan tantas alegrías, ni tantos disgustos. Se independizan rápido, y a veces crecen y se multiplican y se traducen a otras lenguas y visitan otros países. Eso es genial. Yo lo disfruto mucho, y casi me parece que es éxito conseguido por ellos mismos, los libros, aunque sé que tiene que ver con el trabajo de difusión y venta de los editores. Y en parte con que el libro esté bien escrito, supongo, o sea comercial, o interese a lectores y editores lejanos. Se hacen grandes, y yo estoy muy orgulloso de ellos, de sus vidas incrustadas en otras vidas de lectores que desconozco.

 

 


 

045

ME ENTRAN REMORDIMIENTOS por lo que tal vez haya escrito, que no me acuerdo bien. Por si Elías, o Jorge, o alguno de mis hermanos de golpe se siente herido por lo que he escrito. Por si se sienten insultados, maltratados. Ya somos viejos todos, y no necesitamos más dolores añadidos. Elías es joven, y sus hijos niños. En el futuro no será tan joven, ni los niños niños. Yo no estaré, no lo veré, pero no quiero dejarles de herencia un trozo de estiércol, una memoria emponzoñada. No lo necesitan, ni yo tampoco.

Ya no necesito vengarme de nadie. No me siento maltratado. He vivido feliz, y cuando no lo he sido no ha sido por culpa de los demás, sino de mí mismo, el peor de mis verdugos. He aprendido no a olvidar, y a ignorar. ¿Para qué prolongar una pelea? No perdono, al contrario, mi memoria en ese punto es letal. A los imbéciles que me han traicionado, que me han insultado a mis espaldas, los ignoro, los veto y los ninguneo de por vida. Y en las próximas reencarnaciones también. Jamás los olvido. Jamás perdono. Lo siento, no tengo tiempo para mamonadas. El mundo es grande, demasiada gente, y la vida demasiado corta como para perder el tiempo peleando por la propiedad de un cactus. Así que dejaré esos nombres aquí, innombrados, enterrados en el vacío. El peor castigo es la inexistencia.

A los 13 años tenía mi libreta con la lista de ofensas recibidos por cada uno de mis hermanos. Así podía odiarlos con sustento, documentados. A los 14 años dejé de hablar a Viví, mi mejor amiga de entonces, durante un año entero porque en un guateque, en casa de Josema, la saqué a bailar un lento, una canción de Donovan, y me dijo que no.

—¿Cómo que no? —le dije. No podía ni creérmelo.

—Pues no. Que no me apetece, vaya —dijo, y María Ángeles, a su lado, soltó una risita.

—Vale, pues muy bien —dije, y esas fueron las últimas palabras que le dirigí en un año entero.

Yo no soy rencoroso ahora. Ni la sombra de lo que fui. Creo que no. Algo queda, me imagino, de esa dificultad de soportar la frustración, dice Bea, y seguro que tiene razón. He hecho lo que he podido, de verdad. Lo he intentado. Puedo gastar bromas acerca de esa lesión cerebral que me incapacita perdonar, de esa pedrada que nunca me ha ayudado, que nunca me ha hecho feliz, que ha hecho que perdiera contacto con muchas personas a las que he rechazado, y que en realidad eran buenas personas pasando una mala época. Es posible. Seguro que sí. Pero también, estoy seguro de que me he librado de unos cuantos hijos de puta, egoístas, maltratadores, cabronazos. Esos también existen. Nadie consigue esquivarlos durante una vida entera, a no ser que su vida dure un suspiro. ¿Es importante enfrentarse a los cabrones, a los tiranos, a los fascistas, por el bien de la raza humana y de las generaciones futuras? Sí, claro que sí. Yo me he llevado porrazos de la policía por manifestarme contra Franco, cuando aún vivía. Y he perdido dinero por no agachar la cabeza y ceder ante el abuso. No me arrepiento.

Pero tampoco quiero dar mi vida entera por defender los derechos pisoteados del pueblo saharaui, o de los indios mapuche, y las ballenas, los elefantes, los del colectivo LGTBI, los parados de larga duración, los inmigrantes ilegales, los ancianos abandonados, los que quieren morir con dignidad, las lenguas en extinción, el patrimonio inmaterial. De verdad, no estoy bromeando, no hago mofa, creo que todos esos, y muchos, muchísimos más, necesitan valedores y protección. No pueden ser olvidados. Hay que luchar por los derechos de los que no tienen armas para pelear, los indefensos y sometidos del mundo. Eso nos hace humanos. Eso y la crueldad innecesaria, a partes iguales. Yo doy parte de mi vida, de mis energías, de mi comida, de mi dinero, de mis esfuerzos, por causas que no redundan directamente en mi beneficio. Solo de modo tangencial, como medallitas que me pongo de buena persona, para no sentirme integrante del grupo de los abusadores, de los privilegiados, de los que han nacido con una estrella en el bolsillo. Lo soy, claro que soy de los agraciados. De los muy beneficiados, y de lejos, en el reparto de la suerte y la felicidad. Por varias razones incontestables: por raza, familia, nacionalidad, salud, posibilidad de estudiar, cociente intelectual, siglo y año de nacimiento, ausencia de guerras y enemigos personales, economía, aspecto físico, aprendizaje de empatía, amistades, amor y suerte. Cualquiera de los factores anteriores, torcidos, habrían hecho de mi vida un infierno. Estoy en el uno por diez mil, y me quedo muy corto, de la población mundial beneficiada por la suerte, bendecida por los dioses. ¿Cómo no voy a estar agradecido? Hay que ser muy hijo de puta, muy ciego y muy egoísta para no estarlo.

La web de NaNoWriMo me ha dado un certificado que dice que ha conseguido el objetivo del National Novel Writing Month: escribir una novela de 50.000 palabras. Aquí nadie mide la calidad, sino la cantidad. Un reto. Como caminar 10.000 pasos al día. No importa si esos pasos han sido sobre asfalto, sobre plumas de ganso o sobre caca de vaca: lo que importa es la cantidad. Aquí, lo mismo. Y tal y como pronosticaba Borges, en esas cincuenta mil palabras se descuelgan elementos de autobiografía. Puf, ni siquiera lo he intentado ocultar. ¿Para qué? Soy como un pavo real, y mi tema de conversación preferido soy yo mismo, no necesito irme más lejos.

Y podría, lo de irme lejos. Hace unos días calculábamos Bea y yo los países que hemos conocido. Más de cincuenta, de los cinco continentes. Algunos los hemos visitado media docena de veces, y en estancias largas, de más de un mes. México, Malasia, Brasil, Italia, Vietnam, Birmania, Laos, Indonesia, Colombia, Argentina, Estados Unidos, Alemania, Marruecos, Costa Rica, Venezuela, Perú, Chile, Cuba, Irán, Portugal. Nos reímos pensando en que nos hemos convertidos en los abuelos cebolleta, dispuestos a contar sus batallitas navegando por el Amazonas, en el desierto de Atacama, bajando el río Mekong, en los fiordos de Nueva Zelanda, o en los templos de Bagan. El tiempo y el dinero que nos hemos gastado en los hijos que no tenemos, y en las casas que no nos hemos comprado, lo hemos invertido en viajes. Que nos quiten lo bailado. No ha habido ni un segundo en que nos hayamos arrepentido. Es verdad que hemos tenido el tiempo, el dinero y la compañía mutua para poder hacerlo, pero es que también eso se construye, se fabrica. No es casual que ninguno de los dos tenga trabajos que no dependen de un horario ni una presencia física obligatoria en un lugar y una fecha. Pero eso se busca, y no suele ser la opción más rentable, la que más dinero genera, pero sí la que da mayor libertad de tiempo. No hay deudas. No hay nadie a nuestro cargo. Eso también se fabrica, se construye, nada es por azar. Y por último, te tiene que gustar viajar, y aguantar no solo los placeres del viaje, sino también los inconvenientes. Una de cal y otra de arena, tú sabrás con qué te quedas.


 

046

ESTAMOS A FINALES de noviembre, y hace un sol de carajo. El Teide está despejado, apenas nubes en el cielo, y puedo ver hasta la isla de La Palma, en el horizonte. Dos veleros, perdidos entre las olas, lanzan sus cañas para pescar sargos, congrios y morenas. Domingo de coronavirus, con la emisora Addictive Fifties en TuneIn. El árbol de Navidad ya está junto a la ventana, un poco pronto, quizá, pero es que a Bea le fascina la Navidad. Si por ella fuera empezaría a ponerlo en septiembre, y no lo quitaba hasta marzo. Aún no hemos empezado con las canciones de Bing Crosby y Frank Sinatra, pero le falta un telediario.

Abro Facebook, y publico esta nota en mi perfil: “Este año, aunque lo conocía desde hace años, he decidido participar en el NaNoWriMo, National Novel Writing Month, que se celebra siempre en el mes de noviembre de cada año. El objetivo para los participantes es escribir una novela en un mes, sin espejo retrovisor, sin preocuparse de las correcciones, y que el texto tenga al menos 50.000 palabras. Yo ya lo he conseguido, hoy mismo, y tengo mis cincuenta mil palabras en el disco duro. Y me sobran 100 para este post. Abrazos para todos. Yo ya me he felicitado a mí mismo. Lo estoy haciendo. Lo estás leyendo.”

Estoy orgulloso de mi hazaña. Mi madre y mis dos abuelas están muertas, así que tengo que mimarme yo a mí mismo. ¿Y por qué no?

Sigo dándole vueltas a las peleas, a las distancias, a los distanciamientos. Con las novias y esposas es normal. El amor y la guerra, a un solo paso. ¿Pero con los amigos, con los hermanos, con los padres y los hijos? ¿Es necesario? ¿Se puede evitar? ¿Se puede aliviar? ¿Incluso para alguien tan rencoroso como yo?

Es difícil. Mira con Peancha. Los dos solos en Tenerife, unidos desde pequeños en la mesa de la cocina, con Jaime y la Nena compartiendo desayunos, comidas, meriendas y cenas. Los cuatro pequeños. Y de pronto, con más de 55 años encima, dejamos casi de hablarnos, sin llegar a discutir por nada. Así suceden las cosas graves, como el cáncer, como la vejez. Por chorradas. Ahora te tocaba venir a mi casa a comer, y no a la tuya. Pues no me has avisado. No me has invitado. No necesito invitarte, idiota, eres mi hermana desde que naciste, ¿O es que no te acuerdas? Pues mira, casi que mejor lo dejamos, no es necesario que quedemos todos los domingos a comer, ¿verdad? No tenemos que sentirnos obligados, ¿a que no? Pues no, la verdad. Yo estoy muy liado, no tengo mucho tiempo. Yo también. Pues si eso, ya nos llamamos, ¿vale? Venga, hale, dame un beso, hasta luego, cuídate, dale un beso a tus hijos de mi parte, hasta luego. Y después de eso pasaron meses, y descubrirnos de pronto por la calle era un susto, un desencuentro en directo. Las peores divergencias suceden por pasividad. “Para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada”, decía Edmund Burke.

Sé que Peancha lo pasó mal. No solo por mí, por el abismo que se abrió de golpe entre nosotros, sino antes de eso, incluso. Se sintió abandonada, traicionada por sus hermanos. Por todos sus hermanos, incluyendo a su única hermana, la Nena. Ella es más autista que yo, y también más sentida, y más llorona. Y más manipuladora. Pero como mi psicoanálisis desnudó los mecanismos de la manipulación, para que yo no la sufriera más, para protegerme, pues ahora resulta que no es tan fácil pillarme en esas zancadillas emocionales. No es que no me importe su sufrimiento, sino que sé que acompañarla en ese dolor, compartirlo, ni le ayuda ni me ayuda. A pesar de todo, me hizo sufrir, no ella a mí, sino yo a mí mismo a costa de ella. Bea trató de protegerme, y me decía:

—Imagínate que está viviendo en Alicante. Ella y Basilio. Ya está. No hay problema. Nacho está en Brasil y no discute con ella, ¿verdad? ¿Por qué, porque está lejos? Pues envíala mentalmente a Alicante, y tú vive tu vida feliz aquí, en Tenerife.

Hay pequeñas obligaciones que me amargan la vida. Bueno, sin exagerar, pero me la dificultan. Bueno, vale, pues que no me gustan, que las odio y me enfurecen. Diré algunas: Los impuestos (no el pagarlos, en realidad, sino el papeleo). Las facturas (exactamente lo mismo). La apertura o cancelación de cuentas bancarias, renovación del DNI o el pasaporte (seguimos en lo mismo). Pedir permisos al ayuntamiento para hacer obras en casa. Dar de alta la luz, el teléfono, ADSL, pedir una cédula de habitabilidad, hacer la declaración del IVA, empadronarme, acudir al médico de la Seguridad Social, presentar un proyecto de lo que sea a un organismo oficial, pedir una subvención. No sé por qué, son cosas que tienen que ver siempre con la autoridad con que otro tenga el poder de decidir sobre cosas mías, sobre mi vida, sobre mi muerte.

De ahora hasta el día 30 de este mismo mes de noviembre quedan 8 días. Según el ritmo de escritura desatada que llevo encima, si no falto a la cita, y no es mi intención faltar, que quedan unas 18.000 palabras por escribir y cerrar el mes del NaNoWriMo. Un total de 70.000 palabras, casi un 40 % más del objetivo inicial. El objetivo en realidad no era hacer cuanto más mejor, sino hacer como mínimo 50.000 y escribir 30 días. La primera parte, la de la cantidad de palabras, ya está cumplida. Falta la segunda, la de escribir 30 días. No puedo adelantar el tiempo, el futuro llegará, no le queda otra, y habré cumplido mi propio reto. Que me ponga tan contento por cumplir un reto autoimpuesto, debe de ser porque no siempre lo cumplo. Soy un procrastinador profesional. Con la gimnasia, el deporte, jamás lo he conseguido. Media hora de gimnasia al día. Ni loco. Pago tres meses de gimnasio y voy tres días. Me compro unas zapatillas de deporte, y me crecen los pies antes de usarlas. No lo consigo. No me importa. No me interesa. Me la pela. Ya sé que incluso es bueno para escribir, porque fluye la sangre, regenera las células, despeja la mente, abre las ventanas de la nariz y del cerebro. Lo sé. Me lo creo. Pero aunque me duela la espalda y tenga calambres en las piernas, aunque tenga hiperglucemias que me gritan por favor, un poco de deporte, la bicicleta estática se oxida y llora por el abandono, del salón en el ángulo oscuro, de su dueña tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo. No está en mi naturaleza. Heredé de mi padre la aversión a la gimnasia.

—El único deporte que yo practico es el viril deporte del ajedrez —decía.

—Ese es mi padre —lo apoyaba yo, orgulloso.


 

047

ME GUSTARÍA SEGUIR escribiendo, incluso a este ritmo, después del 30 de noviembre. No sé si lo haré. Ya sé que es como decir: me gustaría mantener en el tiempo este comportamiento compulsivo. Es algo enfermizo, pero la escritura es un poco eso: una enfermedad, una compulsión, una drogadicción. Es posible que sea como las endorfinas para los deportistas, o la metadona para los yonquis. Bueno, metadona no, que esa no te hace alucinar, solo te quita el mono, dicen, pero con la heroína sí que alucinas, como con la escritura.

Y puestos a pedir, porque ya se acerca la Navidad y los Reyes Magos, me pido que antes del 30 de noviembre haya un plan, plot, argumento para la próxima novela. Eso tal vez es pedir demasiado. No puedes pedir que te toque una casa en una rifa, y que encima esté amueblada y tenga vistas al mar. El que quiera peces, que moje el culo.

Media hora para desayunar. I’m back. Tal vez la clave, al menos de momento, sea la de no leer lo que uno escribe, no volver la vista atrás. ¿Acaso alguien se escucha después de hablar? Eso no pasa ni cuando hablas por la radio y te dan la grabación del programa. Menudo coñazo. A no ser que sea una canción que quieres lanzar, o un discurso muy importante (¿existen discursos importantes?), o un vídeo en Youtube. Pero si la escritura se acerca a la oralidad, o a la memoria oral, como casi se pretende aquí, tal vez el peaje a pagar por no detenerlo, es no revisarlo, no darle marcha atrás para releer lo escrito. Tampoco es verdad que yo pretenda que esto sea una trascripción de la memoria oral, a pesar de que lo he dicho hace tres líneas. Sigo sin saber lo que es esto, y ese no saber, el desconocimiento, me permite escribir, y que salga el sol por Antequera.

Te has olvidado de Chitín, y del posadero de Hervás, y de tu primer profesor de métrica, Manuel Esgueva, y del torturador del Sagrado Corazón, el Porky, y de la primera vez que te bañaste desnudo en el Pantano de San Juan, cerca de la casa de Quico, las primeras manifestaciones antifranquistas, el viaje a Guisando con los amigos de la facultad, el descubrimiento de León Felipe y Walt Whitman, la pérdida de la virginidad (que se pierda, que se pierda, deberían llamarlo el encuentro con el placer, y no una pérdida), la primera vez que leíste poemas en público, los primeros libros, los encuentros con lectores, los cientos de vídeos grabados y editados, las miles de clases impartidas, el día que nació Elías, el día que se murió Gonzalo, cuando hiciste parapente, y los viajes, los cientos de viajes por todo el mundo, los hoteles, las calles, los mercados, las comidas, la gente, los encuentros, los paisajes, los descubrimientos, lo insólito, lo asombroso.

Son vidas infinitas que jamás podré retratar, ni lo necesito. Vidas infinitas que he vivido, que he disfrutado, y que han hecho de mí lo que soy ahora mismo: un hombre feliz, satisfecho de haber vivido, de haber hecho más bien que mal. Dejo atrás una pequeña herencia de consejos para escribir y vivir, que sigue siendo lo mismo. Al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar. A decir verdad, si tuviera que volver a empezar, haría lo mismo, pediría vivir lo mismo, pero no dos veces. Que me borren la memoria. Con vivir una vida, ya es suficiente. Que me borren de la lista de las reencarnaciones, que no quiero reencarnarme en nada, ni vivir más vidas, ni repetir la que ya he vivido, ni dejar de haber vivido la que he vivido, desde luego. No quiero más, pero tampoco menos. Quiero lo que he tenido, con limón y sal, que dice Julieta Venegas.

¿Será eso la aceptación de lo que soy? ¿Será una rendición? ¿Conformismo? Lo que tú digas, como te sientas más cómodo a la hora de etiquetarme. Cosa tuya. Yo me quedo con mi vida, y punto. También he aprendido que todo se puede llamar de dos maneras diferentes, como mínimo, y las dos maneras son la misma, pero con valoraciones opuestas, divergentes. Te has rendido/aceptado a ti mismo. Eres un cabezota/perseverante. Eres muy consecuente/de ideas fijas. Eres muy flexible/chaquetero. Eres muy sentimental/llorica. Estás enamorado/encoñado. Eres poliamorosa/putón. Revolucionario/terrorista. Religioso/meapilas. Curioso/cotilla.

Al mismo tiempo que me niego a releerme, a volver la vista atrás, siento una cierta curiosidad morbosa. ¿Qué habrá escrito este tío de mí? ¿Y de los demás? ¿Me habrá sacado con mi mejor perfil, con mi mejor sonrisa? ¿No habrá dicho aquello que le conté, que no lo sabe nadie? Por favor, qué vergüenza. ¿Y si se inventa cosas, qué, cómo te quedas? Eso es jugar con fuego. Habría que prohibirlo. O al menos controlarlo, digo yo. No se puede ir por ahí, por el mundo, diciendo lo primero que a uno le viene a la cabeza, sin pensar en las consecuencias. Que sí, que todo el mundo es bueno, pero calladitos están más guapos. Vale, tengo curiosidad, pero al mismo tiempo tengo la sensación de estar en una carrera, en una maratón, y que si miro hacia atrás igual me acojono y abandono. Es como cruzar la grieta de un acantilado haciendo equilibrios sobre un tablón: no mires hacia abajo, no mires hacia atrás, no mires a la gente, no pienses, solo sigue adelante y sonríe, que nadie sepa que estás acojonado. Los equilibristas siempre me han dado mucha envidia. Una cuerda tensa, un alambre de acero que une los tejados de dos rascacielos, y los pies desnudos, con un poco de talco en la planta de los pies para no resbalar. Adelante. Es impresionante. Los espectadores, desde abajo, contienen el aliento. Eso es vivir. Eso es escribir. Los equilibristas son novelistas mal pagados. ¿O es al revés? Cualquiera de los dos se arriesga la vida, la física y la mental. Un aplauso para ellos. Brindemos.

A veces los equilibristas se disfrazan de payasos, con una nariz roja y trajes de lunares imposibles. Jugarse la vida no es suficiente: el público quiere emociones, pero también quiere risas. Quiere ver que se tropiezan. Que peligra su vida, que casi se caen, pero que luego se recuperan, y al final lo consiguen. Un poco de risa y de suspense. Dos emociones por el precio de una entrada. Y me temo que los novelistas hacen lo mismo, hacemos lo mismo. Los lectores quieren ver cómo nos desangramos, cómo escribimos mojando la pluma en nuestra sangre, como nos desnudamos, amamos, mentimos, luchamos y morimos. Todo eso sin necesidad de levantarse del sofá. Por el módico precio de 15 euros, uno se compra la novela, se mete dentro del protagonista, se identifica con él, vive su vida, se muere, y resucita a tiempo para tomarse unas gambas al ajillo en la cena. Qué bonita la novela que me acabo de leer, le dice a su pareja. Te la recomiendo. Y el novelista recibe el 10 % del precio de venta al público, a lo que hay que restar un diez por ciento que la editorial se reserva para publicidad, y que no devenga derechos, menos un 19 % de IRPF, después de impuestos apenas recibe un euro por haber vendido su piel y sus entrañas a un desconocido.

Y ¿sabes una cosa? Esa prostitución mal pagada, esa desnudez pública, es la mejor parte de la vida de los novelistas y de los equilibristas. Sin que se entere nadie, que quede entre nosotros, lo seguiríamos haciendo gratis, por el placer de hacerlo, por el puro disfrute, por la descarga de adrenalina. Igual que le pasa a los exhibicionistas de los parques, los de la gabardina gris, solo que a ellos los detienen y los meten en la cárcel. No me extraña: ellos obligan a los demás, a los paseantes, a que miren sus vergüenzas, mientras que nosotros las mostramos entre líneas, sin obligar a nadie a leernos. Cuando obliguemos a otros a leer nuestros escritos, seremos torturadores. A la cárcel también.

La escritura tiene mucho de tratamiento diurético: reduce la hipertensión arterial y las cardiopatías congestivas. En serio, dejando fuera las jergas médicas, escribir es como echar una meada larga cuando ya no se aguantan las ganas. Zalo decía que era de las pocas cosas que daban placer y no eran pecado. El mear, digo, no el escribir. Después de escribir un párrafo especialmente sensible, un repaso a una cicatriz que aún no está cerrada del todo, queda un alivio de haberlo dicho, de haberlo soltado. Ya está: lo dije. Ahora ya puedo dormir tranquilo. Porque muchas veces esa escritura confesional es como esos verbos de la lengua española que llaman performativos, mágicos donde los haya, que hacen lo que dicen por el solo hecho de decirlo: “Juro que es verdad”, y con el hecho de decir “juro”, ya estoy jurando, haciendo lo que digo. “Os declaro marido y mujer”, y al pronunciarlo el juez, queda formalizado el cambio de estado civil, de solteros a casados. Cosas que cuando se dicen, no solo se dicen, sino que lo hacen. Lenguaje transustanciador. Luego vendrían Austin y Searle con su filosofía del lenguaje y la Teoría de los actos del habla a enredarlo todo un poco, pero eso lo dejamos para otro día, que tampoco es necesario ponerse estupendo. Cuando escribo y desnudo una obsesión, reconozco un rencor, sucede algo performativo, transformador, como ocurre también con el psicoanálisis. Descubrir una manipulación la desmonta, y la anula. No es que deje de existir de modo inmediato, pero el hecho de conocerla y reconocerla es ver al rey desnudo, leer el código de Matrix. Ya nada es igual. Nos hemos quitado una venda de los ojos, y vemos el mundo tal y como es. A veces es más hermoso, y otras veces es más feo, y lo normal es que sean las dos cosas a la vez, dos caras de la misma moneda. A mí me gusta descubrirme las espinillas, y reventarlas, aunque me haga un poco de daño y escupa sangre.

A través de la escritura puedo ponerme en el pellejo de los otros. Meterme debajo de su piel, ponerme en sus zapatos. Lo que no sé es con qué fidelidad lo puedo hacer, porque en ocasiones mis propios zapatos me son ajenos, me quedan pequeños, o grandes. Me levantan ampollas. Me miro al espejo y me preguntó por qué y para qué mi cuerpo ha decidido llegar al estado en el que se encuentra. Yo no me fiaría del tipo que me mira al otro lado del espejo. No sé muy bien quién es. Me recuerda a alguien. A mi padre. O a Nacho. En las fotos me confundo con Coque. Bea dice que tengo gestos de Elías, y de Tito. Escucho atentamente a Alberto, mi sobrino, y descubro a Jaime, a pesar de que ambos piensan y votan en sentido contrario el uno del otro. No lo saben, pero son el mismo. No sé si se llevarán un disgusto o una alegría si lo descubren. Como me sucede a mí con mi padre, o con mi hijo. Quiero pensar que Elías es mejor que yo, porque eso me redime, me justifica: Muy bien, Enrique, has cumplido, lo has educado bien, y ahora te supera. Te vas, pero dejas un mundo mejor detrás de ti. La especie humana mejora gracias a tu trabajo reproductor.

No te lo creas ni un segundo. Recuerda que, según Nabokov, nuestra existencia no es más que un cortocircuito de luz entre dos eternidades de oscuridad. A ver, Nabokov, reconócelo, esa frase ha sido un poco exagerada. No creo que sirva ni para las galletas de la suerte de los restaurantes chinos, ni para los azucarillos con mensajes de California 47.

Me pide Alessandro Ghebreigziabiher, desde Roma, un pequeño vídeo sobre la esclavitud, para un trabajo colectivo de Storytellers for Peace, que él dirige. Le envío una grabación corta en vídeo que dice: “Hay muchas maneras de ser esclavo hoy en día. Recuerda el mensaje de Proudhon: Ser gobernado significa verse obligado a pagar contribuciones, ser inspeccionado, saqueado, explotado, monopolizado, depredado, presionado, embaucado, robado, luego, a la menor queja, reprimido, multado, vilipendiado, vejado, acosado, maltratado, aporreado, desarmado, agarrotado, encarcelado, fusilado, ametrallado, juzgado, condenado, deportado, sacrificado, vendido, traicionado y, para colmo, burlado, ridiculizado, ultrajado, deshonrado. ¡Eso es el gobierno, esa es su justicia, esa es su moralidad!”

Sé que le va a gustar, aunque él no sea anarquista, porque después de pelearse durante años con Berlusconi sabe lo que significa un gobierno opresor.

No puedo quitarme de encima la fantasía permanente de que, en cualquier momento, debajo de una línea, detrás de un punto y coma, encontraré un tesoro: la idea y estructura perfecta de la novela definitiva, mi llave de entrada al Parnaso de las Letras con redoble de tambores y baile de danzarinas hawaianas. Nos pasa a todos, y nos pasa con todo. Si no es el libro, es el cuadro, la receta de cocina, el vídeo de Youtube, la ganga de la tienda de antigüedades, el eslogan publicitario, la Startup de éxito fulminante, la frase mágica que hizo que la reina del baile se quitara las bragas antes de salir a bailar con nosotros. ¿Cómo sobrevivir sin fantasías de triunfo, por infantiles y desmesuradas que sean? Seamos realistas: pidamos lo imposible, dijo Marcuse, y lo repitieron detrás de las barricadas los estudiantes en el Mayo del 68 de París. Pues claro.

 

 


 

048

EN LA EDAD Media, cuando la escritura estaba en poder de los clérigos, de los monjes en los monasterios, Mester de clerecía, que no de juglaría, había que escribir sobre Dios, sobre la religión, y santificar su nombre de todas las maneras posibles: epístolas, sermones, autos sacramentales, cantares, oraciones, loas y lo que se sea. La escritura como propaganda, como modo de perpetuar y fijar las leyes y los privilegios de los poderosos. La escritura era sagrada, y no podía dejarse en manos de cualquier blasfemo dispuesto a lanzar herejías incendiarias y a subvertir el orden. En Estados Unidos, cuando aún no eran Estados Unidos, cuando los negros aún peleaban por la abolición de la esclavitud, contaba Frederick Douglass que se promulgaron leyes estrictas por las que se prohibía enseñar a leer y escribir a los negros, porque una vez que aprendían era mucho más difícil mantenerlos sometidos en la esclavitud. “Es peligroso enseñar a leer a un esclavo. Un negro no debería saber más que obedecer a su amo… hacer lo que le digan que haga. Hasta el mejor negro del mundo se estropeará con el estudio. No habrá modo de controlarle. Le incapacitará completamente para ser esclavo. Se volverá inmanejable y de ningún valor. En cuanto a él mismo, no le hará ningún bien. Le hará descontento y desgraciado”. Y lo mismo piensan los talibanes afganos con respecto a las mujeres: aprender a leer y escribir, acudir a la escuela, les impedirá ser madres y esposas obedientes.

Eso no ha terminado todavía. Existen mil formas de ocultar el conocimiento, para preservar los privilegios. Lo hacen los médicos con su jerga ocultista, los abogados con sus latinajos, los gramanazis con sus ortografías. Si quieres que te respeten, que nadie ponga en duda tu autoridad en la materia que sea, búscate un lenguaje críptico, una hermenéutica compleja, y escupe palabras esdrújulas muy rebuscadas, de origen grecolatino, o directamente en otros idiomas. Que no te entiendan. Que te miren con perplejidad, desarmados. Y termina con un movimiento de cabeza asertivo, rotundo, de arriba abajo, con el ceño fruncido por el disgusto de tener que hablar con analfabetos. Nadie tendrá arrestos para reconocer que no se ha enterado de nada. Que así sea. Como se den cuenta de la debilidad de tu razonamiento, de la insustancialidad de tu palabrería, de la vacuidad de tus conocimientos, estarás perdido. Serás nadie, nada. Un mindundi. Un soplagaitas. En eso van a terminar todos tus títulos, tus doctorados y tus medallas como se enteren de lo que dices.

¿Es decente mirarse el ombligo con tanto detenimiento? ¿Puede uno hacerse la autopsia de la escritura y el pensamiento sin caer en el narcisismo y la hagiografía, como si se tratara de un santo? Dicen que Freud se psicoanalizó a sí mismo. No le quedaba otra, porque el psicoanálisis no existía. Los mensajes de los Autores, así, con mayúsculas, dicen que por un lado uno solo debe escribir de lo que conoce. Incluso hay demandas de grupos étnicos o profesionales que consideran un robo inmaterial que alguien ajeno a la tribu escriba acerca de ellos, o de su historia, o de sus leyendas. Los únicos que pueden escribir sobre la idiosincrasia de los indios navajos, son los navajos. Las únicas autorizadas para hablar de los derechos de las mujeres, son las mujeres. Que nadie que no pertenezca al colectivo LGTBI pretenda escribir de sus conflictos internos. Solo los judíos tienen derecho a contar cuentos de la tradición hebrea. Tú no eres ingeniero / lingüista / abogado / médico / sinólogo, así que no hables de lo que no sabes. Solo se puede hablar de lo que uno sabe, de lo que ha vivido, de su pequeño territorio. Se acabó la ciencia ficción, porque nadie estuvo en el futuro.

Y otros autores dicen que se tiene que dar voz a los que no la tienen, a los desposeídos, porque si no se la damos nosotros, ¿entonces quién? ¿Quién va a hablar en favor de las ballenas, si las ballenas no tienen voz? ¿Cómo van a hablar los niños con síndrome de Down por sí mismos, si no pueden hilar palabras? ¿Cómo van a defenderse las mujeres maltratadas, si apenas pueden salir de su escondite?

Tengo la sensación de que en las últimas páginas de este Frankenstein de palabras he cometido todos los errores que prevengo en mis clases. Empezaré por la ausencia de personas y personajes. Si no hay gente, y no me refiero a gente en general, sino a personas y personajes con nombre, apellidos, alias, manías y voz propia, se convierte en un mundo vacío, un paisaje desértico, un bodegón de esos espantosos que llaman naturaleza muerta, con unas perdices, una bota de vino, unas morcillas, un queso y una hogaza de pan abierta en canal. Un horror de academias de pintura realista. Eso, en escritura, son cadáveres que ni siquiera tienen la decencia de resucitar y protestar.

Pero aún es peor. Están las abstracciones, las generalizaciones, las reflexiones y las digresiones. Los salgarismos, les decía a mis alumnos. Y ellos me miraban con intriga.

—¿Qué son los salgarismos, profe? —me preguntaban. Y si no lo hacían, me lo preguntaba yo a mí mismo en voz alta, de modo retórico, para poder contestarme:

—Los salgarismos se refieren a esa mala costumbre que tenía Emilio Salgari al detener la narración para explicar algo. Por ejemplo, al hablar de un tigre que descansaba debajo de un baobab, aprovechaba el viaje, ponía la acción en suspenso, e instruía a los lectores con sus conocimientos. Así: Aquel tigre se detuvo a la sombra de un baobab. Un baobab es un árbol de tronco grueso y leñoso, con hojas reticuladas y frondosas que crece en las sabanas africanas. Puede alcanzar los siete metros de altura, y sus frutos, aunque amargos, son muy apreciados por los monos y las jirafas. Y después regresaba al tigre, y a las aventuras. En la época de Emilio Salgari no había Google, y rebuscar un baobab en la Enciclopedia Británica era pesado, así que Salgari le ahorraba al lector el trabajo de documentarse acerca del baobab, y lo añadía a su narración, a palo seco, sin anestesia.

Y mis alumnos asentían. Habían pillado la idea. Y escribían en sus cuadernos: “Ojo con los salgarismos, recuerda a Emilio Salgari.” Y volvían contentos a su casa, con su tigre y su baobab debajo del brazo.


 

049

NO SÉ SI para quitarse uno de encima el monstruo de las abstracciones, hay que escupirlas primero, escribirlas, para que se vayan, para que no estorben, y así volver a lo concreto; o es mejor ejecutarlas en cuanto veas la primera, antes de que crezcan y se multipliquen, como las cucarachas. No sé. Pero para empezar tendría que corregir hasta la primera frase de este párrafo. ¿Cómo que “No sé si para quitarse uno el…”? Ya empezamos mal. Valen las dos primeras palabras: “No sé”. Están en primera persona y en presente. Más inmediato y cercano, imposible; pero luego ya la cagamos: “…si para quitarse uno de encima…” . ¿Cómo que “uno”? ¿Quién es “uno”? ¿Tu primo Arturo? Y a partir de ahí la frase va de mal en peor: “…el monstruo de las abstracciones…”, que viene a ser la abstracción de las abstracciones. ¿No querías sopa? Pues toma tres tazas. Cualquier crítico honrado, yo mismo, se ofrecería a cortarme las dos manos con un hacha oxidada para que no volviera a cometer semejantes delitos de escritura fofa.

Nunca me han gustado las autobiografías, y sé que hay lectores que las devoran. Mi suegra, Luisa Mari, sin ir más lejos. A mí me dan no sé qué, un poco de urticaria. Sé que no pueden sorprenderme, porque jamás puede existir un salto a lo extraterrestre, a no ser que sea en sueño. Si hay algo que me aburre más que una autobiografía, es un sueño narrado, porque ahí ya sí que ni siquiera puedo acceder al pacto de lectura, de creerme lo que pasa, los pájaros hablan, los muertos resucitan. Y aún así, miento, porque a los 20 años me leí Confieso que he vivido, de Pablo Neruda, y me fascinó. Me dejó tumbado sobre la cama de mi cuarto del Colegio Mayor Chaminade, soñando con los países del sudeste asiático, y con Miguel Hernández, y Lorca, y Salvador Allende, y la casa de Isla Negra. Hace tres años, en Valparaíso, con Bea y con el cuentacuentos chileno Carlos Genovese, estuve a punto de ir a su casa, a orillas del Pacífico austral. No pude. Quería conocerla, sentarme en la silla en la que él se sentaba, imaginarlo junto a Matilde Urrutia, y ver el mismo mar que él veía cada día, las puestas de sol por el oeste. Pero al mismo tiempo no quería ir. Y no fui. Demasiadas veces había construido en mi mente esa casa, esas ventanas, esos mascarones de proa clavados en el jardín, y la colección de conchas y redes de pesca, como para ir a su casa y descubrir que era otra, que la de verdad no se parecía en nada a la que yo había levantado en mi imaginación. No quise que la realidad me estropease el sueño. ¿Para qué? ¿De qué me iba a servir dinamitar mi casa hecha de humo, la que llevaba ya más de 40 años habitando, y sustituirla por otra que solo tenía como ventaja la de ser de verdad? De nada. Es como si yo estuviera convencido de que mi padre me quería, y ahora que ya está muerto, viniera un aguafiestas a decirme que no, que me odiaba, que tiene las cartas y grabaciones que lo demuestran. Quédatelas, hijo de puta, que yo no las necesito.

 

Y creo que no voy a contar cómo ni cuándo dejé de ser virgen, ni cuando me rompí un hueso en los Alpes, ni cuando se me dobló la picha por culpa de la enfermedad de La Peyronie, ni el primer beso en la calle Pintor Ribera, ni cuando me publicaron el primer poema en la Hoja del Lunes de Bilbao, ni cuando en 1964 me subí al primer avión de Madrid a Caracas, ni el mes que pasé persiguiendo cangrejos por las playas de Providencia. Somos todo lo que hemos vivido y lo que hemos dejado de vivir, que queda anotado como pendiente para las siguientes reencarnaciones. Yo no lo he vivido todo, pero no quiero más. Tengo en el armario cianuro en polvo para morir siete veces, y Nitrito de sodio, Diazepam y Amitriptilina como para morir diez veces más sin dolor. Me faltan las botellas de Helio y de Nitrógeno con mascarillas. Preferiría Pentobarbital, claro, como Marylin, pero está prohibido en el mundo entero. ¡Manda carallo! Los perros y las vacas tienen acceso a una muerte dulce, sin dolor, pero los humanos lo tenemos prohibido. Sólo si estás condenado a muerte, y depende de dónde, o si eres un veterinario en ejercicio, podrás morir sin dolor, con una dosis mínima y dulce de Nembutal. Qué cosa tan absurda, que para morir en paz, sin dolor, tenga uno que ser perro, cerdo, u orangután, y entonces sí, entonces tu dueño, tu cuidador, te puede llevar al veterinario y exigirle una muerte dulce para su mascota. Mis padres, Alfredo y Aurora, murieron con dolor, crucificados por los médicos y las leyes. En cambio mis dos perros, Ringo y Pepa, murieron sin dolor, dormidos y anestesiados. Qué mundo raro este, donde morir sin dolor está prohibido, y uno preferiría tener los mismos derechos que un perro en esos momentos.

Leo una carta de ánimo de John Green, y me entra la risa. Dice, el muy cabrón, para animar a escribir a otros: “Mira, todos vamos a morir. La especie entera dejará de existir en algún momento, y no quedará nadie que recuerde que alguno de nosotros hizo algo alguna vez: nuestras creaciones, todas ellas, se derrumbarán, y todo el experimento de la conciencia humana se archivará, sin leer, en la carpeta Chorradas del gran disco duro interestelar. Entonces, ¿por qué escribir otra palabra?” Hubo ocasiones, cuando daba clase de escritura creativa, que estaba tan harto de tirar del carro para que mis alumnos escribieran y dejaran de mirarme empanados, croquetas de bacalao, que les decía:

—Si alguno de vosotros puede dejar de escribir, si puede vivir sin escribir, que lo deje ahora mismo. Que salga de esta sala y huya rápido, antes de que sea tarde. Que se dedique a otra cosa —les decía, y ellos me miraban con el ceño fruncido—. Escribir no os va a hacer más felices, ni más ricos, ni más amados. Os traerá dolor de cabeza, dudas infinitas, conciencia crítica, y una cierta resistencia a vivir en este mundo, a disfrutar de la compañía insustancial de los demás. Además, la escritura es adictiva. Es la puerta que os llevará a dos abismos: el cielo y el infierno. No se admiten reclamaciones. Estáis advertidos.

Pero no se iban. Se ponían pegamento en el culo y se atornillaban a la silla, dispuestos al sacrificio. Les parecía divertido jugar a la ruleta rusa. Pobrecitos. La mayoría dejó de escribir poco después de terminar dos o tres años de taller, años de ensayo y aprendizaje, y desde entonces añoran el vértigo de la escritura, el beso de cianuro de esos relatos nacidos de la región más vulnerable de su existencia. Yo no he podido dejarlo todavía, y ya soy muy viejo para dejarlo. No sé hacerlo. A veces escribo con otros abecedarios, en otros lenguajes no verbales, como la edición de vídeos, o los viajes interminables alrededor del mundo, o la lectura de otros libros que escribo a medias con el autor. Un libro siempre tiene dos padres: el que lo escribe y el que lo lee, y ambos son responsables de esa historia que resucita cada vez que se lee. Si no hay lector, no hay libro: se llama feto. Yo ya estoy condenado a la escritura interminable.


 

050

ME ESCRIBE LA nueva editora de SM, porque van a sacar una nueva edición de Abdel, en un formato de lectura fácil, y me pide una última revisión. Lo que menos me gusta es la dedicatoria. En las primeras ediciones, los primeros 200.000 libros, puse: “Dedicado a los culpables de nacer en otro sitio”. Pensé que todos entenderían que no era posible que alguien fuera “culpable” de nacer en otro sitio. Uno no escoge a sus padres ni el lugar en donde nace, y sin embargo eso nos marca a todos para siempre, para el resto de nuestras vidas. En la mayoría de los casos, para mal. No todos los lectores lo entendían. Era una de las preguntas recurrentes en los encuentros con lectores de colegios e institutos.

—¿Qué significa la dedicatoria, eso de culpables de nacer en otro sitio?

—¿Alguien puede escoger dónde nacer? —respondía yo.

—No.

—Pues eso —y yo suponía que quedaba aclarado. Pero no.

—O sea, que no está dedicado a nadie —resumía el alumno, para anotarlo en las conclusiones de su trabajo.

—No, no. Está dedicado a los inmigrantes, a todos los inmigrantes, que no pueden ser culpables de nacer donde nacieron —insistía yo.

—Ah, vale. Ya lo entiendo —decía el colegial, sin entender nada.

Ese es el castigo que recibimos los autores que nos las damos de listos, que pretendemos hacer una gracia, un guiño cómplice a los lectores. Toma bofetada.

En la nueva edición, las editoras (son dos editoras) encargadas de hacer la adaptación y las correcciones, han cambiado la dedicatoria por “Dedicado a las personas que nacen en un país del que tienen que marchar”. Y no me gusta. Creo que tampoco se va a entender, y menos aún si se trata de lectores con limitaciones, tanto si son mentales como si son lingüísticas por ser extranjeros. Tendría que ser algo como “Dedicado a los inmigrantes”, y punto. Tampoco me gusta. “Dedicado a los que se ven obligados a salir de su país”. No sé, no me convence. “Dedicado a los inmigrantes, a los que persiguen un sueño, a los que huyen de la pobreza y la esclavitud”. Esa es la idea, pero no sé si se entiende. “Dedicado a los que huyen del hambre y los tiranos”. Eso no me lo dejan publicar, la censura me corta el cuello. “Dedicado a los que dejan su país en busca de un sueño”.

Dedicado a los emigrantes

que dejan su país

en busca de un sueño.

Quizá así esté mejor. No es para tirar cohetes, pero me gusta más que como está ahora. Que por lo menos los lectores tengan claro el significado de la primera página. Aunque es de “Un sueño” es un poco abstracto. No sé si lo van a pillar.

—Hijo mío, ¿tú tienes un sueño?

—Sí. Tengo mucho sueño. Me voy a la cama. Hala, hasta luego.

Es mejor decir algo positivo, como “buscar un sueño”, que no un mensaje negativo del tipo “huir del hambre y la tortura”. También podría ser “en busca de una vida mejor”, pero me parece que entonces los convierto en unos aprovechados, que viene aquí a quitarnos el trabajo y violar a nuestras mujeres. El discurso de los fascistas de Vox. Mejor no, mejor me quedo con el sueño, aunque sea abstracto e intangible. A fin de cuentas toda novela es un producto intangible, así que hace juego, como las cortinas del salón con la tapicería del sofá. Se lo voy a decir, que cambien la dedicatoria. Ahora vuelvo.

A finales del 2019 Bea y yo estábamos en Ubud, Java. Allí pasamos las navidades, recién aterrizados desde Nueva Zelanda. El día 29 de diciembre alquilamos una moto para ir al templo hindú Pura Tirta Empul, el manantial sagrado, construido a mediados del siglo X en honor a Vishnu. Allí Indra, el rey de los dioses, perforó la tierra para crear un manantial de agua inmortal con que curar a sus ejércitos después de ser envenenados por el malvado rey Mayadanawa. Estábamos a finales de diciembre y el calor de Indonesia era insoportable. Pagamos las 15.000 rupias de entrada, y nos adentramos por los estanques y piscinas del inmenso santuario. Nosotros ya teníamos nuestros sarongs estampados, pero alquilamos unos verdes para poder purificarnos en las doce fuentes del estanque. Yo iba desnudo bajo el pareo, y al entrar en la piscina la tela se subía de modo inapropiado, dejando mis vergüenzas a la vista. Tuve que hacerme un pequeño nudo en la esquina de abajo, y vaciar las bolsas de aire que se formaban bajo el pareo dentro de la piscina. Recorrimos las fuentes, con tres inmersiones y tres abluciones en cada una de ellas. Una serpiente, pequeña pero inquietante, nos siguió durante todo el camino, fuente a fuente, y nos vigilaba desde las piedras de cada uno de los caños de las fuentes. Un sacerdote nos recomendó no bañarnos bajo las dos últimas, reservadas a los muertos. En el segundo estanque, con nuevas fuentes, me aconsejaron una en especial, la tercera empezando por la izquierda, porque podía curar la diabetes. No parece haber funcionado. Un año más tarde sigo teniendo hipoglucemias e hiperglucemias a diario. De allí nos fuimos a una plantación de café donde tomamos una degustación de 6 tipos de tés y cuatro de cafés, hasta llegar al café Kopi Luwak, que se extrae de las heces de las civetas, unos pequeños mamíferos carnívoros del tamaño de las ardillas. El precio de una taza de café Luwak allí viene a ser muy parecido que el café arábica aquí, un euro más o menos, aunque si aquí pidieras un café Luwak, como el de allí, te cobrarían 70 euros. Si lo encuentras, claro. Ese mismo día recorrimos las terrazas de arrozales cercanas a Ubud, y después comimos una ensalada Gado Gado, y arroz con pollo al curry Kary Ayam. Delicioso. Por la noche, bailes balineses en el palacio de Ubud, o teatro de sombras y marionetas en Wayang kulit. Un día cualquiera en Java. Queremos salir ya de viaje otra vez, el coronavirus nos tiene encarcelados. Queremos escapar, conocer, comer, viajar, seguir recorriendo esta road movie que nos ha tocado vivir.

 


 

051

EN EL VERANO de 1985, poco antes de trasladarme a Nueva York a dar clases en las escuelas públicas a cargo del Board Of Education, un jueves por la tarde en el café de Ruiz, mi hermano Gonzalo le dijo a Eduardo Haro Ibars que yo era un cipresito. Eduardo era mi amigo, no amigo de Gonzalo, pero de pronto se quedó prendado de Gonzalo, a pesar de que era calvo y bajito. Es verdad que Zalo no era feo, pero sobre todo era muy fácil hablar con él. Eduardo, que era un conquistador a pesar suyo, le dijo a Zalo que con esos morros nunca tendría problemas para ganarse la vida. Eduardo era muy gay, sin pluma, pero gay. Como Leopoldo María Panero y Luis Antonio de Villena, los tres amigos desde la época del Liceo Francés. Bueno, todo eso no importa, Leopoldo María y Eduardo y Gonzalo están muertos ya desde hace tiempo. Pero que Zalo me llamara cipresito me molestó en ese momento. Luego lo pensé, y me siguió molestando, pero tuve que reconocer para mis adentros que era verdad. Que era una verdad inmensa. Que sí, que yo era una tristura de ser humano, una lechuga ajada, un lamento sin lágrimas. Estaba siempre cabreado, contra el gobierno, contra los partidos, contra las mujeres, contra el trabajo y contra mí mismo. El cabreo y yo éramos una misma cosa. Yo me gustaba a mí mismo así, radical, insobornable, con las ideas muy claras. Qué mal me habría llevado conmigo mismo si viviera ahora y me encontrara con ese Enrique. Él me habría llamado burgués y vendido al capital, y yo le habría mirado con displicencia, con superioridad, aburrido de sus monsergas y su cortedad de miras. No habríamos sido amigos nunca. Nos habríamos despreciado el uno al otro.

Hacerse viejo en parte es eso: aceptarse y despreciarse, en presente y en pasado. Dos por dos, cuatro. Cuatro valoraciones contradictorias, complementarias. Cómo me gusta descubrir que a veces lo contradictorio es complementario. Es un placer mínimo, atontolinado, ya lo sé, pero de pronto son diminutas anagnórisis (esa palabra jode, ¿a que sí?), pequeñas iluminaciones, relámpagos de lucidez que alumbran una piedrecita del camino. Pero a mí me vale. Otros prefieren descubrir nuevos bulbos a punto de germinar en los bonsáis, el punto de levadura para las magdalenas de chocolate, o la manera de pagar menos a Hacienda a través de donaciones al deporte de competición. Cada cual se la pela a su manera, ¿no?

A los 14 años fui al cine que estaba en López de Hoyos, a la altura de Prosperidad, cerca de la calle Cartagena. Ya no existe, claro, porque todos los cines de sesión continua de los barrios de Madrid han desaparecido. En la prensa había dos columnas de cines. Una, la de los estrenos, en la Gran Vía, y en la calle Luchana y Fuencarral, donde ponían eso, películas de estreno, una sola, con un nodo delante en el que podíamos ver a Franco inaugurando un pantano. Dejó España empantanada. Esos cines, los de estreno, eran caros, con asientos numerados y sesiones de hora exacta. Allí solo iba cuando nos invitaban nuestros padres dos veces al año. Así pude ver Marcelino Pan y Vino, Mary Poppins, Chitty Chitty Bang Bang, La pantera rosa, Sonrisas y lágrimas, El violinista en el tejado, 2001 Una odisea en el espacio, Helga El misterio de la vida, Doce del patíbulo, El puente sobre el río Kwai, El hombre que pudo reinar, Los hijos del capitán Grant, Las minas del rey Salomón, Infierno en el Pacífico, El desafío de las águilas, Los cañones de Navarone, Un hombre para la eternidad. A mi madre le gustaban las de Charles Bronson. Tengo memoria exacta de cada una de ellas, no sé por qué esas películas de la preadolescencia se quedan grabadas en la retina de manera tan brutal, pero en buena parte creo que fueron las responsables, o las culpables, de que con los años decidiera que mi vocación era ser escritor. Porque esas eran las películas, qué maravilla, que yo veía con mis padres. Una selección extraña, visto con la distancia, bastante diversificada. Un acierto. Pero el aluvión de películas fueron las de sesión continua en los cines de barrio. Películas malas, en general. De piratas, gladiadores, indios y vaqueros, Tarzán, Fred Astaire, Chaplin, el Gordo y el Flaco. Entrabamos en el cine en cualquier momento, después de comer, a mitad de cualquier película, y veíamos la mitad de esa película, la siguiente en su totalidad, y la mitad que nos faltaba de la primera. A veces, si yo iba solo, que era bastante frecuente, me quedaba a ver la primera película entera, porque de pronto había antecedentes que no había visto antes, y que explicaban comportamientos posteriores. Bueno, porque me gustaba el cine, vaya. En realidad me quedaba hasta que tenía que salir corriendo a casa, para la cena, porque si no me caía una buena regañina. Una de ellas, no recuerdo el nombre, trataba de un mundo futuro en el que a partir de los 40 años a los habitantes se les retiraba, se les desconectaba de la vida, por viejos, por inútiles. Y los jóvenes se rebelaban contra esa injusticia, hasta que lograban que la muerte sucediera para todos no a los 40 años, sino a los 30.

Con mi madre, los dos solos, no sé por qué, en un cine de verano con pantalla al aire libre, vi Dos hombres y un destino, con Paul Newman, Robert Redford y Katharine Ross. Esa noche me la pelé acordándome de Katharine saliendo de un tonel que hacía de bañera. Vi mucho más de lo que enseñaba en la película. Y recuerdo otra película tristísima, de Aldrin, el tercer astronauta del Apolo XI, después del alunizaje, su vida posterior. Descubrí que había otras vidas después, que eran poco heroicas, pero reales. Mucho tiempo después de las hazañas. Y El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas, otra película personal dirigida por Paul Newman, pero sin Paul Newman, inquietante, ajena a las películas normales, olvidables. Y Tristana, de Buñuel. Y La Celestina, con trece años, en el cine Roma, que me generó tanta excitación al ver las tetas de las criadas de la Celestina, que esa misma noche me masturbé por primera vez pensado en ellas. Todo lo que quieras, de cintura para arriba, les dijo Celestina. Tetas fuera, menuda orgía.

 

 


 

052

VALE, SÍ ES verdad: llevo años estudiando diferentes sistemas de suicidio, para encontrar el menos doloroso, el más rápido, y el más accesible. No es fácil. En el mundo los suicidas lo hacen de muy diferentes maneras, y en general tiene que ver con la disponibilidad de materiales que tengan a mano. Los norteamericanos, sobre todo de la zona central republicana, con buen acceso a las armas de fuego, lo hacen con sus rifles y pistolas. También los policías y los militares, si tienen un arma reglamentaria a mano. Después de muertos ya no les van a reclamar el mal uso de su arma. Algunos sospecho que se resisten porque queda en evidencia de que ha sido un suicidio, y las compañías de seguro ponen pegas para pagar las posibles pólizas de vida contratadas. Las familias de los suicidas no tienen derecho a cobrar, pero si la muerte sucede por el error médico, accidente, asesinato, o una agonía lenta y dolorosa, entonces sí. Los suicidas con convicciones religiosas también tienen problemas de conciencia, porque los curas no dejan que se entierren sus cuerpos en los camposantos. Tienen que irse a los cementerios civiles, afuera de las tapias del cementerio donde están sus amigos, sus abuelos y sus padres. Y además, depende de dónde lo hagas, un tiro puede ser una buena mancha para la familia, y no digamos para la tapicería del sofá del salón.

Se suicidó. ¿En serio? Pero, ¿qué vida infernal le estaba dando su pareja para que se quitara la vida? ¿Es que nadie en esa familia se dio cuenta de lo que pasaba? ¿Están todos ciegos?

Se suicidó. ¿De verdad? ¿No estaría limpiando la pistola, y se le disparó sin querer? ¿Se equivocó de frasco, y se tomó las cincuenta pastillas sin darse cuenta? ¿Fue un acto de locura, una enfermedad insoportable, por desamor, se arruinó? ¿Era homosexual? ¿Qué delitos tenía pendientes para ser juzgado? ¿Tenía denuncias? ¿Sufrió abusos en la infancia? ¿Defraudó a Hacienda? ¿Perdió la fe? ¿No creía en Dios? ¿Nadie le dijo que los suicidas van al infierno de cabeza?

Se suicidó. Casi no me lo puedo creer. ¿Será hereditario? ¿Sus hijos e hijas tienen esas tendencias? ¿Sus padres también eran suicidas? ¿Mató a alguien antes de matarse? ¿Fue por celos? ¿De verdad era tan infeliz?

Se suicidó. Nunca se lo perdonaré. No le tengo lástima: los suicidas son cobardes, incapaces de luchar por su vida. Cuando Dios cierra una puerta, siempre abre una ventana. La vida es patrimonio de Dios, y de nadie más. Suicidarse es la salida fácil. Es un acto de egoísmo: en lugar de luchar y solucionar los problemas, se quitan la vida, y destrozan la de los demás.

Se suicidó. Menos mal. Ya era hora. Eso que nos ahorramos. Un idiota menos en este mundo. Habrá dejado algo en herencia a sus hijos, al menos. ¿Ni siquiera dejó pagado el entierro? Pues que lo entierre la beneficencia. Creo que el Ayuntamiento tiene un servicio de esos para los indigentes. O que donen su cuerpo a la Facultad de Medicina, que los estudiantes necesitan cadáveres para practicar, por lo menos que haga algo útil, aunque sea después de muerto.

Se suicidó. No, donación de órganos, no. ¿Quién va a querer que le trasplanten el corazón de un suicida? Yo no, madre mía, vaya futuro me esperaría. Imagínate, con pesadillas todas las noches. O que me trasplanten su mano, la que apretó el gatillo, que a saber qué otras cosas terribles tocó a lo largo de su vida. Quita, quita, prefiero que me dejen con el marcapasos y el muñón, que de ese no me fío.

Se suicidó. Me suicidé. ¿Y sabes por qué? Pues por nada de lo anterior, listo del parchís. Que lo sepas. Ni siquiera porque esté harto de todos vosotros, conocidos y desconocidos, humanos e inhumanos, y eso que dais motivos de sobra para quitarse uno de en medio. No me creo mejor que los demás, ni te lo pienses, pero ser igual de bobainas que los demás no es suficiente para seguir con vida. La verdad es que, lo creas o no, soy feliz. Y lo he sido durante toda mi vida, a rasgos generales. Hubo disgustos, claro que sí, vaya aburrimiento una vida sin altibajos, sin alguna que otra bofetada. Pero he tenido más besos que golpes, muchos más. Y en esta última etapa de mi vida, los que más. Si me dicen que cuáles han sido los años más felices de mi vida, no me queda duda: Los 20 últimos años. Los que he vivido con Bea, y en gran medida, en un 90%, gracias a ella. Gracias a ella he logrado ser quien soy ahora mismo: un hombre feliz que se quiere a sí mismo y se siente querido. Y ese es el motivo por el que me suicidaré, no hoy ni mañana, sino algún día que calculo que puede ser dentro de 10 años, más o menos. Cuando tenga 75 años, que quizá sea con 70, o quizá con 80. Dado que mi esperanza de vida, por el hecho de ser diabético tipo 1 desde los 35 años, es 10 años menor que la del resto de la población, y sabiendo que el resto de la población española, de media, muere a los 80 años, pues a mí me toca a los 70 años. Aproximadamente. Mis padres no murieron a los 80, sino a los 90. Y mi hermano Gonzalo con 41. Yo no tengo prisa, de verdad. Ni siquiera tengo interés en darle la razón a las estadísticas, pero ahí están, para hacerte una idea, para planificar un poco tu vida, el resto de tu vida. Yo quiero planificarla, hacerme una idea del tiempo que me queda. No el tiempo hasta que el cuerpo diga basta y reviente, sino el tiempo con calidad de vida, con felicidad. Cuando en el cuerpo haya más dolor que placer, cuando mi memoria se tambalee, cuando necesite ayuda para moverme, cuando Bea y yo lo decidamos de común acuerdo porque la vida comience a caer por el precipicio, me iré, nos iremos, sin hacer ruido. Final Exit. Sit tibi terra levis. Alegraos por nosotros, fuimos felices, ni la muerte pudo separarnos. Nuestra muerte no fue una agonía, sino un último canto feliz a la vida.


 

053

AUNQUE ESTE TEXTO, que ya empieza a ser un poco leñoso y redundante, esté escrito sin guion ni escaleta, lo cierto es que yo soy de los novelistas que escriben con guion. De los que planifican la novela, y saben qué va a suceder en el primer y en el último capítulo antes de escribir el primer borrador. Lo titulo con el 00 al final del nombre del libro. Por ejemplo, Abdel00 es el armazón, los andamios, el archivo que contiene el resumen de Abdel antes de que escribiera la novela Abdel, con un resumen de cuatro líneas para cada capítulo, y una breve biografía de los personajes. Tres o cuatro páginas en total, no más. Luego empezaron a aparecer Abdel 01, Abdel 02, Abdel 03, y así hasta la última versión que haya. Ese es mi método de trabajo, el que he seguido hasta ahora en todos mis libros, incluso de los que no están publicados, como 120 kilos y En otra piel, mis dos novelas acababas y no publicadas, hasta ahora. Puede que nunca. No son malas, creo yo, pero entiendo las reticencias de los editores, porque son las más políticamente incorrectas. Hablan de temas como la homosexualidad, el bullying, la anorexia, los muertos y las guerrillas latinoamericanas. También seguí ese esquema de trabajo con Cabeza rapada, Cartas para una novia, La segunda muerte del fantasma, y Pacto de sangre, todas inacabadas, porque a la mitad me quedé atascado, perdido. No me convencía dónde había llegado, y no supe seguir. Se quedaron ahí, a medio formar, abortos prematuros.

Con los viajes hago otro tanto. Me dejo sorprender en el camino, claro que sí, como al escribir, pero antes de salir, antes de subirme al primer avión, ya sé en qué países y ciudades voy a dormir cada noche, qué hoteles están reservados, y cuál es la fecha de regreso. A veces hay pequeños cambios, como el tener que renunciar a visitar La Paz y el salar de Uyuni por culpa del mal de altura, por el apunamiento que sufrimos en Puno, en la frontera entre Perú y Bolivia, después de subir a Cusco y Machu Picchu sin problemas. O cuando no pudimos entrar en China en marzo de 2020 por culpa del coronavirus, y adelantamos el regreso a Tenerife desde Saigón, en lugar de Pekín. Pequeños cambios que apenas se notan en el paisaje global del viaje.

Las reformas de la casa, de arriba abajo, cambiando puertas, ventanas, suelos, techos, tabiques, pintura, luz, armarios, desagües, baños, muebles, cocina y exteriores, estuvo planificado como una novela, como un viaje.

¿Cómo no hacer lo mismo con lo que nos queda de vida? ¿Cómo no sacer el billete de regreso a la nada, regreso a la inexistencia, con anterioridad? ¿Tendré que esperar que el dolor y el deterioro, inevitable con el curso natural, me maten, sin que pueda yo decidir dónde, cómo y cuándo morir? De eso nada. A mí no me amarga el viaje de la vida nadie, y menos aún el final del viaje. No pienso dejarlo en manos de desconocidos de moral dudosa. Me refiero a los médicos, y a Dios, si es que existe y está por ahí escondido dedicado a torturar viejos en los últimos momentos de su vida. Que no, que a mí no me van a estropear los últimos momentos. Quiero disfrutar hasta el final, hasta el último día. Y cuando ya vea que lo que queda de vida no es más que una cuesta abajo llena de piedras y pedradas, llena de dolor y pérdida de control y de conciencia, antes de que otros se ocupen de administrar mi dolor, yo ejecutaré mi retirada, mi muerte sin dolor, mi suicidio. Satisfecho, feliz, burlándome del dolor innecesario, en plenitud. Bea dice que se viene conmigo, que ella no quiere vivir una vida en la que yo no esté. La comprendo. La entiendo perfectamente. A mí me pasa lo mismo. Yo moriré a través de un suicidio indoloro cuando vea que lo que me queda de vida ya no vale la pena, porque el dolor, la incapacidad o la amnesia hagan la vida invivible. La ausencia de Bea haría insoportable la vida en el mismo momento de su ausencia. Yo no querría vivir ni seis horas más en su ausencia. Hasta me cuesta separarme de ella tres horas, si se va al Corte Inglés a devolver un pañuelo y yo me quedo en casa escribiendo. Lo aguanto porque sé que no va a tardar, que puedo ir haciendo la comida, y no se va a enfriar. Pero en el caso de que Bea muriera antes que yo por lo que sea, accidente, enfermedad, asesinato, yo me iré con ella a toda prisa. Cagando leches. Nada ni nadie me retendrá en un mundo donde ella no esté. Ese es un mundo que no me interesa lo más mínimo. Ciao, bambino. Ella dice lo mismo que yo, pero dada la vuelta. Que si yo me muero, ella la palma. Me asombra un poco. Creo que me quiere de una manera tan enfermiza como yo la quiero a ella. Debe de ser eso. Es una enfermedad de la que no nos queremos curar, que nos hace felices.

Antonio Guerrero se suicidó de un tiro en la cabeza. Tenía cáncer, irrecuperable. Jaime fue a visitarlo a su casa, en Caracas, unos días antes del suicidio. Antonio lo esperó, quería haberse suicidado antes, pero esperó a Jaime para despedirse de él, y a través de él, de todos nosotros, sus hermanos adoptivos. Lo tenía todo preparado. Lo tenía muy claro. El cáncer lo iba a matar de dolor, los hospitales lo arruinarían, y no podría dejar ni un céntimo a su hija. Así que, aunque estaba divorciado desde hacía años, se volvió a casar con su mujer, para que así ella pudiera cobrar la pensión de viudedad. Esa no te la quitan porque tu marido se suicide, la viuda no tiene la culpa de que el marido sea un cabrón suicida, claro. Antonio era homosexual, así que lo de divorciarse, muchos años antes, fue lo normal. Lo raro es que se hubiera casado, y que tuviera una hija, pero hablamos de los años 60, en Venezuela, donde la homosexualidad, por principio, no existía. Era impensable, incluso para los propios homosexuales. Así que se casó. Y también aprobó el examen para la cátedra de Física Nuclear en la Universidad Central de Caracas, la Simón Bolívar. Y tuvo una hija. Pero luego se divorció, claro. Eso no era sostenible, no era vivible. Y como buen catedrático de Física Nuclear, él era un inútil para las cosas cotidianas. Antes de divorciarse, con frecuencia se quedaba a dormir en su despacho de la Facultad de Físicas. Allí tenía un pequeño sofá. Cada vez pasó a quedarse más noches a dormir en el seminario, en la segunda planta, al fondo del pasillo. El cuarto de baño quedaba cerca, eso era una suerte. Al final, después de dos semanas, se compró una colchoneta y una almohada, que guardó con disimulo detrás de sofá. Así podía dormir un poco más a gusto, al menos hasta que encontrara un piso donde instalarse. Tres meses después, cuando el guarda de seguridad ya le había sorprendido media docena de veces, se fue dando cuenta de que no era el único que vivía de manera clandestina en la Facultad. El adjunto a la cátedra de Astrofísica también vivía allí, oculto como él, como garrapatas bajo la piel del edificio. Y la secretaria de Nóminas, y cuatro estudiantes que se encerraban en el aula 305. Pasaron cinco años más antes de que se pegara un tiro en el paladar.

—¿Y por qué un tiro? —le preguntó Jaime—. ¿Crees que es la mejor manera de suicidarse?

—Mira, yo preferiría una sobredosis de heroína, o de morfina, o de cualquier anestesia —respondió Antonio—. Pero cada cual tiene que buscar las cosas que le resulten más fáciles de conseguir. Yo no tengo ni idea de cómo comprar drogas ni anestesias, no conozco a nadie de ese campo. En cambio una pistola, aquí, en Caracas, es muy fácil de comprar. Nadie hace preguntas. Están por todas partes. Te vas a las calles que están detrás de la Torres del Silencio, y te las ofrecen a cada paso.

—¿Y te quieres suicidar dónde, en casa de tu hija? —preguntó Jaime.

—No, no, que va. Si te suicidas dentro de una casa, llega la policía, destroza la casa y roban todo lo que pueden. Es una idea pésima.

—¿Entonces?

—Aquí, en la Universidad, pero no en el Departamento, que lo dejarían revuelto hasta más no poder. Lo mejor es en el Campus, pero fuera de edificio. Al aire libre, para que me encuentren los guardias del Campus, no la policía. Y con una nota manuscrita dirigida al juez que se ocupe del caso. Así no molestarán a mi mujer ni a mi hija.

Lo encontraron tres días después de muerto, porque estaba un poco oculto, debajo de un ficus, no tan a la vista como para molestar a los estudiantes con el espectáculo. Su hija ya sabía que se había muerto, que se había suicidado, porque se lo dejó escrito en un papel sobre su mesa del despacho. Y con las instrucciones de qué hacer, a quién llamar, qué decir, cómo gestionar la solicitud de pensión para su madre y para ella. Y un email ya redactado que debería enviarme a mí, a Enrique, para que yo me encargara de contárselo a mis hermanos. Yo supe que había muerto antes de que lo encontraran los guardias. Antonio y yo dormimos en la misma cama decenas de veces, en Quinta Loló, cuando él se quedaba por la noche porque se le había hecho tarde. Yo era de los pequeños, entre 10 y 12 años, y él era amigo de los mayores, de Javier, Tito, Coque y Nacho. De hecho, cuando todos regresamos a Madrid, él se quedó viviendo con Javier, compartiendo casa en Caracas, hasta que Javier se casó con Betty, y la cosa salió mal, y Javier se vino a Madrid, dejando a Antonio solo en Caracas. Entre Antonio y yo nunca hubo sexo, él estaba demasiado reprimido, y yo aún no había tenido mi primera eyaculación, que pasó en Madrid, ya en 1968, con trece años, y por culpa de La Celestina. Bueno, de la película de La Celestina. ¿Cómo no dedicarse uno a escribir, si hasta los inicios del sexo fueron literarios?

Luego se suicidaron más. Diego Parra, lanzándose desde lo alto de su propio edificio de trabajo, en Bogotá. La madre de Rosa en la piscina, ahogada. La mujer de Harry Debelius por la ventana, desde un piso 14 en Arturo Soria. Gonzalo en la mesa del quirófano, él sabía cómo morir sin dejar rastro, para eso era médico. Cada cual se suicida como puede. Robin Williams ahorcado en la puerta del armario de su casa. Dicen que la mayoría, por número en el mundo, se ahorcan. Es feo el aspecto posterior, pero dicen que no duele tanto. Nadie habla por experiencia propia, claro, pero se sabe. La mejor manera, según los teóricos y estudiosos del suicidio, es un cinturón explosivo, como los de los mártires yihadistas, o con dinamita de las minas. Sin dolor, pero con los fragmentos del cuerpo repartidos por todas partes. Un asquito, no para el muerto, sino para los que tienen que limpiar después. Los yonquis mueren de sobredosis. Lo tienen fácil. Las enfermeras de Inglaterra con Paracetamol, pero con mucho paracetamol, no sé cuántas cajas. Los diabéticos con insulina, aunque a mí no me apetece mucho eso de la sobredosis de insulina, porque estoy harto de las hipoglucemias. No me creo que los japoneses se suiciden haciéndose el harakiri, eso solo pasa en las películas. Cortarse las venas es un estropicio, y no me creo que no duela, como lo de ahogarse en el mar, aunque otros dicen que no duele. No sé. Yo estuve a punto de ahogarme hace dos veranos, en Santander, y me asusté mucho. Tendría que estar muy borracho. Además, hace frío en el mar. No me gusta. Tirarse desde un puente, o por la ventana, me da vértigo. Tendría que hacerlo de espaldas, de frente no podría. Y tendría que beber bastante whisky antes. Y con gas de helio, o mejor nitrógeno, también podría ser. Mejor que todo lo anterior, desde luego.

 


 

054

SIEMPRE ME LLAMÓ la atención la famosa foto en blanco y negro de Stefan Zweig y su esposa Lotte, abrazada a él, muertos en la cama, tras suicidarse con una sobredosis de Veronal. Sucedió en Petrópolis, Brasil, el 22 de febrero de 1942. Stefan Zweig tenía 60 años recién cumplidos. Lotte era su segunda mujer. Según la autopsia se suicidaron a las seis de la mañana, primero él, y luego ella. No descubrieron sus cuerpos hasta tirar la puerta debajo de su dormitorio a las cuatro de la tarde. Singapur acabada de rendirse a los japoneses, y tanto Zweig como su mujer estaban convencidos de que Hitler y el tercer Reich iban a conquistar el mundo entero. Ellos eran judíos, y no estaban interesados en vivir ese mundo que se les abría a sus pies. En la nota de despedida, Zweig decía que estaba cansado, que 60 años eran muchos años, y ya no quería seguir reconstruyendo su vida, huyendo siempre, ni quería ver en qué se convertía el mundo dirigido por Hitler. No es de extrañar. Si eres judío, tienes sesenta años, estás exiliado, y ves que los nazis se apoderan del planeta, lo mejor es hacer una pedorreta y tomarse una sobredosis de Veronal. Los libros que he leído de Stefan Zweig me han mostrado a un escritor con una capacidad de empatía y profundización increíbles. Sus personajes, muchas veces torturados mentalmente, inseguros, llenos de remordimientos, son espejos de los momentos más tensos o intensos de nuestras propias vidas. Le acusaron de no ser suficientemente explícito en su denuncia contra el nazismo. Los demás siempre deciden lo que cada cual tiene que pensar y decir. Zweig buceaba en la mente de sus personajes, y les daba una profundidad que ni la mitad de las personas reales tiene. Zweig era capaz de psicoanalizar la derrota, las pasiones, las frustraciones y el desamor. Carta a una desconocida. Solo los rusos, Toltoi, Chéjov, han sido capaces de profundizar tanto, y con tanta sinceridad, en los personajes, en las personas. Estoy convencido de que igual que Zweig son muchas las parejas que mueren juntas, que se suicidan en una misma ceremonia. No sale en los periódicos, no se cuenta, ni siquiera los familiares lo dicen, porque suicidarse siempre es un pecado, una mancha en la familia, en el recuerdo, en la religión. Un atentado contra Dios, que ha sido desposeído de una de sus mejores prerrogativas, la de quitarle la vida a todos y cada uno de sus vasallos cuando y como a Él le dé la gana. Los hay rebeldes, insumisos, insurgentes, que deciden quedarse con ese poder, arrebatárselo a Dios, un deicidio, y poner fin a sus vidas cuando ellos deciden, haciendo uso de su libertad, que para eso la tienen.

Yugos os quieren poner 

gentes de la hierba mala,

yugos que habéis de dejar

rotos sobre sus espaldas.

Crepúsculo de los bueyes

está despuntando el alba.

Bea ha comprado una botella de vino Glögg en Ikea. Se toma caliente. Después de macerarlo con almendras, higos turcos, ciruelas, jengibre, canela, pimienta, anís, clavo y azúcar. Un rato a calentar en la olla, y un trago por la garganta. Qué rico. Al tercer trago hemos empezado a cantar villancicos, y de pronto se han levantado en medio del salón cinco mercadillos navideños de Centroeuropa, todos a orillas del Rin. Con el resto haremos mermelada, y así podremos empezar a cantar desde por la mañana.

Dentro de tres días acaba noviembre, y acaba el NaNoWriMo. Se supone que el reto de escribir un libro en un mes habrá sido cumplido. Las bases hablan de 50.000 palabras, pero a estas alturas yo ya llevo 63.000, así que me he pasado tres pueblos y cinco pedanías. Puede que llegue a las 66.666 pasado mañana, cuando termine noviembre, y eso es cien veces el número de la bestia. Lo que no sé es qué voy a seguir haciendo, escribiendo, a partir de ese momento, en diciembre. Ya he cogido la costumbre, velocidad, vicio, y me gustaría seguir avanzando hacia ese no lugar al que me lleva la escritura. A lo mejor encuentro algo. No lo creo, la verdad, pero sí que me creo que por el camino recogeré algunas setas, caracoles, castañas, moras y margaritas silvestres. No quiero más. No busco más. Sé que para encontrar algo, muchas veces hay que dejar de buscarlo, abrir los ojos, y dejarse sorprender. Ya sé que esto es demasiado abstracto, demasiado intangible. Creo que en algún momento me aburriré de dar vueltas y vagabundear entre las líneas de estas páginas virtuales, y en ese momento me sentaré a la sombra de una palabra esdrújula, junto a un punto y coma, bajaré la vista al suelo, y entre mis zapatos, casi confundida con la tierra, me encontraré una llave. La llave. Miraré a uno y otro lado, por si hubiera alguien cerca que pudiera haber perdido esa llave, que no piensen que si me la cojo del suelo es porque quiero quedarme con algo que no es mío. Sé que no habrá nadie, porque después de sesenta mil palabras ya le he dado el esquinazo a todos los policías ceñudos que habitan en la comisaría que se aloja en mi interior, entre el bazo y la cola del páncreas.

Esto es el sprint final, y aunque cayera fulminado por un rayo en este instante, hace días que mi objetivo ha sido cumplido. He escrito cada día durante un mes, y el total rebasa las cincuenta mil palabras. Punto. No existen más condiciones. Solo me queda cerrarlo, y que el cierre no sea lo peor del texto. Tampoco busco fuegos artificiales ni redoble de tambores, como en las sinfonías clásicas. Ya me conoces, yo soy más de Chéjov, aunque sin exagerar eso de los finales abiertos. Una cosa es que la vida continúe, que no se acabe el relato como los cuentos de Poe, con un golpe seco de la tapa del ataúd que se cierra, y otra cosa es que el lector, que no es ninguno, sino yo mismo, al menos de momento, piense que se le ha perdido una página del manuscrito, la que hace que se dispare la pistola que aparecía colgada de un clavo en la pared en el primer párrafo de esta historia. Ya sé que no había ninguna pistola, no la busques, es solo una pistola imaginaria, un consejo de escritura de Chéjov. Es raro porque el consejo parece más de Poe, cuando aconseja que la pistola que aparece en el primer párrafo debe dispararse y matar al protagonista en el último. El universo del relato es cerrado, incluso para los rusos. El lector tiene que decir FIN antes de llegar a leerlo. Y no por aburrimiento, sino por saciedad, porque comprende que la historia está completa, ha terminado, y ya puede regresar a su vida monótona, con la sonrisa triste del que vuelve a casa después de una infidelidad que nunca debería confesar.

Al empezar este proyecto, este escrito, tenía que darle un título provisional al manuscrito. Lo titulé Kale borroka, revuelta callejera en euskera, terrorismo de baja intensidad. Así es como el doctor Blanco llamaba a mis hermanos. Él no conoció a ninguno de ellos, excepto por referencias, las mías. Así que, con los datos que yo le daba, él decidió que los momentos en que nos juntábamos, en vacaciones o en navidades, más que una reunión de hermanos era una kale borroka. El doctor Blanco no era especialmente bromista, y en los siete años que duró el psicoanálisis siempre nos llamamos de usted, él a mí y yo a él. Nunca nos sentimos incómodos llamándonos de usted. Nos respetábamos el uno al otro lo suficiente como para no importarnos el tratamiento, y sí la autopsia de mis sueños, deseos y frustraciones. Yo le dije que necesitaba esnifar una raya de cocaína antes de cada reunión con mis hermanos, para poder soportar la intensidad, para anestesiarme. No era porque los odiara, ni mucho menos, sino porque las reuniones siempre fueron una competición de testosterona, a ver quién mea más lejos, a ver quién la tiene más grande, a ver quién es el último en llorar, en derrumbarse. No queríamos hacernos daño, al menos de manera consciente. Solo queríamos sobrevivir, mostrar a los demás que éramos guerreros curtidos, que nada ni nadie nos podría dañar. Ni siquiera los unos a los otros. Patéticos huérfanos, llorica manteles, aunque nuestros padres estuvieran delante, sentados en el sofá, o presidiendo la mesa del comedor.

La cocaína me anestesiaba la conciencia, me inmunizaba, me añadía una capa de piel gruesa a mi esqueleto desnudo. Los latigazos, los puñetazos, las cuchilladas no me llegaban hasta debajo de la piel, por fin. Yo no sangraba. Tras el psicoanálisis, con una piel nueva, construida con palabras y deconstrucción de sueños, pude dejar la cocaína. Fue hace 20 años. A mediados del 2000. No fue fácil, tuve que pasar casi una semana en la cama aguantando el mono, pero no fue tan terrible como las curas de desintoxicación que tenían que soportar los que de verdad estaban enganchados a la heroína. Yo jamás probé la heroína, ni el LSD. No lo echo de menos. Incluso, al dejar de consumir cocaína, me sobraron tres o cuatro gramos, yo compraba casi al por mayor, me abastecía para varios meses, y le devolví el resto a Ismael, mi camello. No quise que me devolviera el dinero, ni que lo consumiera él, sino que lo tirara, o lo vendiera a otro, eso me daba lo mismo. Yo no lo quería, y ahí terminaba mi necesidad.

 


 

055

EN EL RASTRO de Madrid, a mediados de los 90, me compré un pequeño depósito de metacrilato transparente, al que la gente del oficio, del oficio de esnifar coca, quiero decir, lo llamaba Arturito. Era una broma friqui, porque el aparatito se parecía en miniatura al robot R2D2, de la Guerra de las Galaxias. Ar-tu-di-tu, en inglés. De ahí la broma. Se le giraba una canilla de la parte superior, se le daba la vuelta a Arturito, y con ello se recargaba para un tiro de coca, menos que una raya, quizá una cuarta parte, y al girarlo de nuevo podías meterlo en la nariz, con disimulo, delante de 50 personas. Aspirabas, y nadie se daba cuenta. Solo te habías rascado la nariz con discreción. Hasta podías estar hablando delante de un micrófono y 300 personas, y solo los dueños de otros arturitos se darían cuenta de la operación. Yo nunca conocí a nadie que lo tuviera. Tampoco es que lo fuera enseñando, ni preguntando. Nunca fui un drogadicto social, de los que usan la coca o los porros para socializar, para las fiestas, para compartir la felicidad. Nunca. Yo era de los egoístas, de los que consumían en secreto, sin que nadie lo supiera, sin jamás ofrecer a nadie. A veces lo usaba para escribir, después de echarme una siesta, a media tarde, me despejaba con un tiro de coca. Otras veces para anestesiarme en reuniones familiares, ya lo he dicho. Y algunas también en las clases de la tarde, para no dormirme, para estar más espabilado. Y por último, en las noches de karaoke, cuando salía con los alumnos a cantar y beber en el karaoke del parking de la plaza de Los Mostenses, después de cenar en el Da Nicola. Yo ya sabía que mi máximo eran tres whiskies con hielo, o a veces con cocacola. Pero nunca más de tres. Sabía que el cuarto me podía tumbar en el suelo, cogorza total, cantos a la amistad y al buen rollito, así que nunca pasaba del tercero, y cortaba el comienzo de la borrachera con un tirito de coca. A veces dos. Y si la noche se alargaba, hasta tres. No seguidos, claro, sino espaciados, uno por hora. Como los cubatas. En una ocasión una alumna me lo detectó, no a Arturito, sino la coca. Ella consumía, y conocía bien los efectos.

—Tú tienes coca. Te lo noto. Podías invitar, ¿no?

—¿Coca yo? Tú alucinas. Ni de coña —mentí.

No sé si la convencí o no, pero lo que sí sabía es que no estaba interesado en entrar en el circuito de los consumidores sociales, en los que pasaban la noche buscando su dosis, invitaciones, fiestas, yo conozco a uno que… Me aburría ese mundo antes de conocerlo. Historias del Kronen, de José Ángel Mañas. Pasando. No lo critico, allá cada cual, pero no tengo por qué ser un consumidor como los que otros dicen que debes ser. Como si bebes solo o en pandilla. Allá penas. Cada uno que beba, fume o esnife como le dé la gana. Yo sabía bien lo que quería, y lo que no quería. Así que mi paso por el mundo de las drogas ha sido más bien efímero y utilitarista. Los porros de hachís me mareaban, los de marihuana no me hacían efecto, el LSD ni lo probé. Las pastillas para dormir jamás, las anfetaminas sí, para estudiar, la mitad de las asignaturas de la carrera de Filosofía se las debo a la Centramina, que se compraba en farmacias sin receta. Era muy barata. Baratísima. La Dexedrina no me gustaba, me parecía demasiado suave, me quedaba dormido igual aunque me la tomara. No me hacía efecto. Después del examen, y de la noche en vela estudiando, tenía que acostarme con una especie de bajón, de resaca sin alcohol. Y por la tarde, como nuevo. Eran los años 70. Las anfetaminas se compraban sin receta, pero las píldoras anticonceptivas no. Para eso necesitabas un médico, y de los privados, porque los de la Seguridad Social ni de coña iban a recetar anticonceptivos. ¿Tú estás loco?

Supongo que debería matar a todos mis hermanos, como prometí. La pistola de Chéjov, recuerda. Matarlos en papel, que de verdad ya se ocuparán ellos mismos, o los médicos, aquí no se salva nadie. Ellos sé que no lo harán, nunca han tenido ni el más mínimo interés en el suicidio. Javier, como mucho, dice que si tuviera un botón rojo para desconectarse, junto a la cama, un botón que con solo pulsarlo, de modo automático, sin dolor ni agonía, se quedara muerto al instante, igual que se apaga una bombilla, que entonces sí, que entonces lo apretaría más de una vez. ¿Pero cómo lo vas a apretar más de una vez? ¿Es que acaso uno se puede morir varias veces? No, ¿verdad? Eso solo nos pasa a los diabéticos, con las hipoglucemias. Al resto no. El resto tiene un muerte y punto. Se acabó la fiesta.

Recuerdo que ya los maté a todos un par de veces. En Pacto de sangre, desde luego. Si es un antojo, pues vale, se acercan las navidades con Coronavirus, así que es un buen momento para las orgías de sangre.

A Tito le podía haber estrellado en su avioneta, un día de bruma, dándole golpecitos con el dedo al altímetro que de pronto no funciona, y así, de golpe, saliendo de la nada, aparece la tapia del abrevadero del tío Honorio. Catapún. A Tito le hubiera gustado, y poder contarlo, exagerando. Pero no se puede estar en misa y repicando. No puedes morirte de risa y contar el chiste tú mismo. Bueno, eso sí, pero lo de la tapia no. Pero ahora Tito ya no vuela. No creo que se acuerde siquiera de dónde tiene aparcada la avioneta, ninguna de las dos. Pero lo podemos tirar por un acantilado con su BMW. O pedirle prestada la tapia al tío Honorio otra vez. Pero no. Tito murió cayendo por las escaleras del Auditorio de Santander, como el cochecito del niño de El acorazado Potenkin, después de escuchar la mejor interpretación de la Novena Sinfonía, qué barbaridad, con la Orquesta Filarmónica de Berlín dirigida por Herbert von Karajan, aunque esté muerto hace más de 30 años. Un esfuerzo, qué más te da, Herbert, sacude la batuta, acuérdate de que Tito es mi padrino, es el que me tiene que defender y proteger cuando mis padres se mueran, y ya se han muerto, mecachis. Si no puede ser, pues nada, que se atragante con el hueso de una aceituna. Qué cosa más tonta, morirse así. Uf. No quiero ni pensarlo. Si es que no somos nada, no somos nadie.

A Javier, en escena. Ja, eso quisiera él. O atropellado por un autobús al caerse de la bicicleta. O con el cáncer de próstata inundándole todo el cuerpo. Qué pena, así no. Eso no mola nada. Mejor como Macuquilla, que se quede dormido y no se despierte. Así de fácil.

Coke también hace teatro ahora. Herencia de nuestra madre, que era muy teatrera, ella, de lágrima fácil y manipulación emocional bien aprendida. Sus dos hijas aprendieron bien. Los hijos menos, los hijos aprendimos a no mostrar nada, a callar, a anestesiarnos. Coke se caerá de un árbol, o un árbol se caerá encima de Coke. Las dos valen. También puede recibir un golpe de azadón de un paisano pasiego cabreado porque nunca le dio permiso para construir una choza en el monte.

Nacho morirá por mordedura de una serpiente a las afueras de la Pousada do Taxo, cerca de la playa de Siriú. O de un sartenazo en la cabeza que le dará Vania, por tener la boca cerrada durante tres semanas seguidas. O, lo más probable, que yo he viajado como copiloto en su coche, estrellado contra otro, un kamikaze gemelo a él, pero que venía en dirección contraria, entre Florianópolis y Garopaba, o entre Buenos Aires y Bariloche, aunque él no esquía, pero sus hijos y nietas sí.

Jorge de un infarto. Se lo está ganando. No necesita más que ver una buena pelea de boxeo en televisión, o que su hija le diga que se ha quedado embarazada y no sabe de quién, o que Ana le confiese que tiene un amante que trabaja como auditor de empresas farmacéuticas, o policía de proximidad. También puede ahogarse en el Nilo, pero eso ya lo ha hecho, y desde entonces tiene pesadillas una vez a la semana.

A Gonzalo lo resucito. Y que se case, en terceras nupcias, con una trigueña venezolana de metro ochenta. Zalo era bajito, así que con eso se compensa. ¿Qué otra cosa puedo hacer, si ya está muerto? En la cama del hospital de Valdecilla, el día anterior a que le operaran de corazón abierto, la víspera de su muerte sobre la mesa del quirófano, me pidió que le llevara al hospital una papelina de cocaína. Para entonarse antes de la operación, o para después. No sé. Años antes, cuando vivía en la plaza de la República Dominicana, de vez en cuando él me traía unos gramos de cocaína, él no consumía, ni yo tampoco, pero algunos pacientes o clientes le pagaban con papelinas. Manda huevos. Y yo se las vendía a Hilario Camacho. Se las llevaba a su casa de Chamberí. Hilario decía que era buena. No sé, yo no la probé. Hilario murió en el 2006, Zalo en 1993.

La Nena morirá de cáncer, aunque sé que no quiere. Prefiere otra muerte. Lo sé. Querría morirse como Macuquilla, dormida en su cama, con el desayuno preparado para el día siguiente y la casa recogida. Pero creo que no. Me da que nos va a enterrar a todos, que será la última. Ya sé que tampoco lo quiere. Tal vez se caiga de la moto y se rompa la crisma contra el asfalto. O quizá se tome el cianuro que le preparó su amigo químico catalán, harta ya de las migrañas y de sus hijos garrapatas.

Enrique, ese soy yo, lo tiene más claro que el agua: 25 gramos de Nitrito de sodio, con un poco de metoclopramida y diazepam un poco antes. Si no, Fentanil, Valium, Amitriptilina, aunque por encima de todos ellos en pentobarbital, ya lo he dicho. Y si no, como último recurso, helio, nitrógeno, tubos de escape, y night night. No tengo vidas suficientes para probarlos todos. Ninguno me parece genial, pero bueno, morirse nunca es fácil. El que diga que quiere la píldora mágica, que sepa que no existe. Se necesita mucho investigación y recursos mentales, económicos y hasta físicos para llegar a una buena muerte. Hay que trabajársela. ¿Por qué crees que soy miembro de Derecho a Morir Dignamente y del foro de Sanctioned Suicide desde hace años?

A Jaime, angelito, medio metro, tan necesitado siempre de compañía, tan a disgusto consigo mismo, el otro miembro de la sociedad en comandita que fundamos en Caracas, cuando compartíamos cuarto, morirá de viejo, aunque no tan viejo. Pongamos que con 83 años. ¿Ochenta y tres años, y no tan viejo? Bueno, ya se sabe, los viejos nunca dicen que son viejos. De muerte natural, parada cardiorespiratoria. Pues estaba hecho un claval, dirán de él. Yo no lo diré, vive Dios, porque yo ya habré muerto diez años antes. De viejo, con perdón. Mi tía Pilar, con noventa años, cuando la llamaban “señora”, ella, muy ofendida, respondía siempre.

—Señorita, oiga. Que aún estoy soltera.

Y Peancha, la última, no sé bien. Quizá de dolor. De tristeza por sentirse abandonada. Quizá viva mucho, y ojalá que sea feliz. A los nietos los verá poco, y Basilio estará siempre a su lado, aún después de muerto. Puede que Peancha se muera atragantada con una espina de pescado, pobre, con lo cuidadosa que es ella siempre con las cosas de la comida. O un cáncer de cerebro. No son migrañas, pero tantos años enganchada a la codeína le provocaron daños irreversibles.

Para todos ellos, y como resumen, parada cardiorrespiratoria. Nos ha jodido. A ver quién sigue vivo después de que se le pare el corazón y deje de respirar. Los médicos son estupendos, buscan palabrotas cojonudas para decir simplezas y obviedades. Todas las simplezas son obvias, y las obviedades simples. Lo anoto para ahorrarte la crítica del texto, al menos en estas dos líneas.

Bueno, todos muertos no, que a Zalo lo resucito para que pueda escribir la historia. La pena es que no sabía escribir, ya lo he dicho antes, pero era el más alegre, el único que sabía cocinar, y el que le sacaba más placer a la vida. Era nuestro condenado a muerte, y él lo sabía, así que tuvo que darse prisa en vivir, en dar la vuelta al mundo, en desobedecer. Y en morirse pronto, qué remedio, lo tenía escrito en la frente desde el momento de nacer, con ese corazón desvencijado.

Y ahora me voy a cenar, que me lo he ganado.

056

Y COMO ES el último día de noviembre, el último día del NaNoWriMo, se supone que debería hacer una fiesta, un guateque. Ya he matado a todos mis hermanos, y a mí mismo. Tendría que matar a mi hijo Elías y a mis nietos, para dejar así todo bien recogido, pero es que me da un poco de pereza. Les queda mucho tiempo por delante, y espero que lo hagan mejor que yo. Bueno, si no lo hacen mejor, que eso siempre es subjetivo, que lo hagan distinto y que sean felices. Y que me perdonen si no les hice mucho caso cuando me tocaba. Soy de una generación antigua, de dinosaurios, que daba un empujón a los hijos para que se independizaran en el momento que les empezaba a salir pelo en los huevos. He creído, y seguro que hay tantos que piensan como yo como gente que piensa lo contrario, que a los hijos se les educa con el ejemplo, más que con las palabras. Y no solo a los hijos. Cuando daba clase a los niños de EGB, y había momentos en que se quedaban milagrosamente todos en silencio, dibujando, o haciendo alguna tarea que les hubiera mandado, con movimientos lentos, para no sobresaltarlos ni despistarlos, sacaba de debajo de la mesa un libro, el que estuviera leyendo en esos momentos, y me ponía a leer, sin disimulo. A veces, si el libro tenía toques de humor, se me escapaba una risita ahogada. Y no pasaban nunca más de cinco minutos antes de que alguno de mis alumnos o alumnas reptara hasta mi mesa, y que se quedara mirando con ojos grandes, asombrados. Yo hacía como que no lo veía. Al final me preguntaba:

—¿Qué estás leyendo?

—Ah, nada. Un libro. Una novela.

—¿Es divertido?

—Sí. A veces es divertido. ¿Ya has terminado la tarea?

—¿Luego me lo prestas?

—Vale. Ahora vuelve a tu sitio, anda.

El libro desaparecía de mi mesa poco después. Yo ya lo sabía. Lo suponía. Pasaba siempre. Después lo encontraba encima de algún pupitre de mis alumnos. No querían llevárselo a casa, solo querían curiosear, así que yo aprovechaba para leer libros que a ellos les podían interesar, igual que a mí. Ese era uno de mis métodos preferidos de animación a la lectura. Y cada vez que he dado un curso a profesores o maestros sobre métodos de animación a la lectura, mi primer consejo es lee. El profesor que no lee, el padre que no lee, muy difícilmente va a convencer o conseguir que sus hijos o alumnos lean. El placer de la lectura se trasmite por contagio, no por imposiciones. Como casi todo. El placer de cocinar, de dibujar, de escribir, de cantar, de viajar, de vivir. No es que no se pueda hacer sin tener modelos previos en la escuela, en la familia, o al menos en el barrio, pero es más difícil.

Así que, regresando a lo que estaba diciendo (vaya dos gerundios seguidos horrorosos), intenté inculcar la libertad siendo libre, la independencia independizándome, la lectura leyendo, y el valor combatiendo (no con armas de metal, claro, sino con las de papel). Es lo que he querido hacer, es lo que he hecho, para bien y para mal. Pero hay tantas cosas que no he sabido hacer, que alucino. Elías aprendió de muchas fuentes, menos mal, y mis nietos beberán de muchas otras, eso espero.

Yo que me quedo aquí, con Bea, planeando los próximos viajes para finales del 2021, porque ahora no nos dejan salir. Encerrados por el coronavirus, como todos, aunque yo me escapo entre las líneas de la escritura, y viajo en el tiempo y el espacio. El viajero inmóvil, decía Neruda. Nos iremos en barco a Martinica. Y luego a Venecia, Atenas, Chipre, Dubai. Siempre hay lugares por conocer, playas donde bañarse, comidas que saborear. Y siempre tendré de qué escribir, unas veces mirando hacia afuera, al mundo que me rodea, y otras veces mirando hacia adentro, garganta abajo, hasta llegar a las entrañas, el corazón y la inmundicia.

No sé cómo empezar el mes de diciembre. Podría continuar escribiendo como lo vengo haciendo desde hace 30 días, sin plan ni brújula, guiándome por el olfato, las ganas, el azar. Pretender que mañana es 31 de noviembre, y 32 el día siguiente, y 33, y así hasta el día 427 de noviembre, o el 3728. Esa sería una solución, y no creo que sea la peor. Qué más da que los días tengan uno u otro nombre. ¿Por qué no morir el 3728 de noviembre del año 2020? Javier lleva más de 25 años quitándose años. Se paró en los 49, dijo que ya no cumplía más, y ahí sigue, aunque el calendario diga que ya tiene 75. Yo podría continuar el NaNoWriMo diez años más, hasta llegar a seis millones de palabras. Más de 100 libros. Eso ya no es un grifo roto, sino más bien uno de esos cuadros de los restaurantes chinos con luz detrás y una cascada de agua infinita. Yo sería el gato dorado de la suerte, con el brazo moviéndose arriba y abajo sin descanso, hasta que la pila se agote, hasta que la muerte me detenga.

También podría estrenar nuevos proyectos. Una novela cada mes, al menos durante un año. Aunque sean malas, eso no importa. Haz ejercicio, entrénate, camina, aunque sea a la pata coja. Cuantas menos expectativas tenga, mejor. Cuanta menos ambición, cuanta menos pretensión, más posibilidades de que el proyecto se realice. Es como cuando Bea y yo empezamos a salir, pero sin pretenderlo.

—Oye, tú no te vayas a enamorar de mí, ¿vale? A ver si la vamos a joder.

—No, no. Ni de coña. Yo contigo no quiero nada. Ni somos novios, ni pareja, ni nada de nada.

—Vale. Así, sí. Estamos de acuerdo. ¿Seguro?

—Segurísimo. Yo no me meto en una nueva relación ni a punta de pistola. Que no quiero nada contigo, vaya. No te lo tomes a mal, ¿eh? Mira que me caes muy bien.

—Qué peso me quitas de encima. Ahora por lo menos ya tenemos las cosas claras.

—Clarísimas.

—¿Quedamos mañana?

—Vale. Por mí, bien.

—Genial, entonces. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

—Oye, espera, estoy pensando…

—¿Qué?

—Bueno, es un poco tarde, ¿no?

—Uf, sí. ¿Por qué?

—Pues… ¿Por qué no te quedas a dormir?

—No sé. ¿Tú crees?

—Pues claro. Sin compromiso, claro.

—Bueno, vale. Pues me quedo.

—Perfecto. Vamos a la cama.

—Vamos.

Y así pasaron 20 años.

Y los que faltan.


 



Parte 3: La memoria del abeto

 

 

057

BUSCAR UN POCO más allá, detrás de las palabras, detrás de las trampas del lenguaje. Más allá, donde ya no hay caminos, sino campo abierto, mar adentro, garganta profunda. Descubrir el otro lenguaje que se esconde más allá, lo que no se puede nombrar, lo que no está dicho. Lo que no se puede decir, porque con solo nombrarlo, como sucede con los verbos performativos, el milagro ocurre, el rey está desnudo, la anagnórisis, Babel descifrada. 

Si yo soy todos mis hermanos, si cada uno de ellos se esconde dentro de mí, disfrazado de Enrique, juego de espejos deformantes, caricaturas, esperpentos, avatares. Si yo estoy multiplicado en cada uno de ellos, si vivo sus vidas en universos paralelos, entonces estoy ya muerto desde hace treinta años en el cuerpo y la piel de Gonzalo, mi hermano siguiente, el número seis, mi modelo, mi futuro. Mis cenizas se hundieron en el Cantábrico. Las arrojó al mar mi hijo Gonzalo, el marqués. Fue hace quince años desde un barco de alquiler en la bahía de Santander, un día de viento y nubes. Desde entonces soy plancton para algas, rape, rodaballo, lubina, mero y cabracho.

Puede que mi vida, y la de todos, esté ya escrita en las vidas de los demás. En la de mis hermanos, mis padres, mis amigos, y en mi propia vida, larga como una serpiente emplumada. Solo hay que saber leer, saber interpretar las señales, como en el I Ching, la astrología, el tarot, o el psicoanálisis. Somos unos analfabetos funcionales, y desgastamos los años sin llegar a ver, a leer, sin quitarnos las orejeras que nos fuerzan a mirar en una única dirección. Hasta en el refranero español hay pistas de que la escritura de la vida, de nuestra vida, está a la vista, a nuestro alrededor:

Cuando las barbas de tu vecino veas afeitar, mete las tuyas en remojo.

Puta la madre, puta la hija, puta la manta que las cobija.

De tal palo, tal astilla.

Somos reconstrucciones de otros, versiones, avatares de otras vidas, los mundos paralelos que conviven no en otras dimensiones, sino en otros cuerpos que también son los nuestros, pero en otras versiones del tiempo el espacio y las decisiones personales. Somos una colmena, que pretende tener hormigas diferentes, autónomas, independientes, cuando en realidad somos todos uno solo, con filtros de fotografía que nos hacen fantasear con que somos diferentes. No somos nadie. Somos todos. Somos el Soldado Universal, que cantaba Donovan en 1965:

Mide un metro ochenta y ocho

y mide un metro noventa y cinco.

Lucha con misiles y con lanzas.

Su edad es ya 31 y sólo tiene 17.

Ha sido soldado durante mil años.

Es católico, hindú, ateo, jainita,

budista y baptista y judío,

y sabe que no debe matar,

y sabe que siempre lo hará.

 

Quizá seamos todos los hombres y mujeres del mundo pasado, presente y futuro. Soy La masa de César Vallejo, y el hombre infinito de Hojas de hierba, de Walt Whitman. Soy todo lo que ha sido y será, como los Límites de Borges, Uno y siete de Gianni Rodari, y el prójimo de Cristo.

El problema al ser tantos, al ser todos, es que no pueden ser nombrados o diferenciados todos los seres de mundo, y tengo que reducir el universo a un espacio diminuto, manejable. Ceñirme a un mundo conocido y cercano, y al mismo tiempo desconocido y lejano. Lo que otros, mis hermanos, han vivido, que son yo con certeza, sin ser yo en absoluto.

Y esto tiene que ver con que me estoy muriendo otra vez. Tito, el mayor, el mascarón de proa, machomán, number one, mi padrino, el que marca el camino y el destino de todos nosotros, que somos uno y diez, como Dios es uno y trino, se muere. La cabeza ya está devastada. La demencia con cuerpos de Lewy ha secuestrado su cerebro, y ahora vive, y vivo, con alteraciones en el pensamiento, movimientos incontrolados, ataques de furia y el estado de ánimo. Tiene, tenemos, alucinaciones visuales, vemos cosas que no están allí. Los cuerpos de Lewy le han robado la voz, le han quitado la palabra, nos han dejado incomunicados, hablantes de un idioma de balbuceos incomprensibles. Tito se muere, y todos sus hermanos nos estamos muriendo, nos morimos con él. Sabemos que ese es nuestro destino, y que Tito, como hermano mayor y heredero del destino de nuestros padres, solo nos muestra el camino del que no podremos escapar.

Morir cansa. Morir agota. Me pregunta mi hermana Aurora, la Nena, la número siete, si iré al entierro de Tito. Le digo que no lo sé, que me cuesta mucho acudir a mis entierros. Nuestros padres murieron hace ahora catorce años, también en Santander, y poco faltó para que nos enterraran a todos con ellos.

En realidad sí que nos enterraron, y estamos muertos desde entonces. No del todo, y no siempre, pero sí muchas veces, y en pequeñas dosis. El último hilo de aire que respiramos, la última gota de la clepsidra que nunca veremos caer, es solo el rayajo final en el certificado de defunción. Cuando eso sucede ya estamos mucho más muertos que vivos. Como Tito.

La última vez que vi a Tito, en Santander, el último verano, apenas pude entender ninguna de las palabras que intentaba pronunciar, aunque el tono y el ritmo daban a entender que estaba diciendo algo, no se sabe qué. Así es desde hace tres años. La barrera del lenguaje se rompió, y solo se le entiende un grito final de “a por ellos”, o “y los machacamos, así y así” mientras golpea el aire con el puño cerrado. Pero aquel día, en Santander, en casa de Coke, llamó la Nena por teléfono, y le pasamos Tito el teléfono, no para que él hablara con la Nena, eso es imposible, Tito ya no habla, sino para que la Nena hablara con él, porque parece que entiende algo, o el timbre de las voces de mis hermanos y hermanas despierta memorias ancladas en un pasado común, una infancia interminable, grabada sobre piedra como las inscripciones de los templos romanos de hace veinte siglos. Luego el teléfono siguió rodando lejos de Tito, pero él, después de meses o años de incomunicación, logró decir con claridad:

—Dile a la Nena que quiero verla. Que venga a verme. Que no tarde. Ya no me queda mucho tiempo.

Después volvió al mutismo, al fondo del pozo del cerebro donde está atrapado desde hace años, cada vez más abajo, cada vez más lejos, cada vez más muerto.

Nacho, el cuarto de mis hermanos, escribe desde Buenos Aires:

—Decidle a Tito que aguante, que iré a España en mayo del año que viene.

Nacho vio a Tito a principios del verano pasado, antes de que nos fuéramos a Noruega e Islandia en un crucero de Norwegian Cruise Line. Sabe lo que hay. Sabe que está muriendo, que lo que queda de Tito ya no puede llamarse Tito. Que ni lo reconoce ni es capaz de decir “Hola, Nacho. ¿Cómo estás?”

Nacho sabe que se muere con Tito, al mismo tiempo. Como yo. Como todos sus hermanos. Nacho no quiere saberlo, pero me preguntó en Reykjavik, en el Museo de las Auroras boreales:

—¿Cómo se hace para contratar el suicidio asistido en Suiza? Creo que te ayudan a morir a partir de dos mil dólares.

Es un paso al reconocimiento de la mortalidad, desde luego. Pasamos de ser inmortales, a ser lo siguientes en morir dentro de la cadena trófica. Ya no queda nadie de la generación de nuestros padres. Solo Dalia, casi centenaria, viuda de nuestro tío Samuel desde hace cincuenta años. Era de las pequeñas. Si mi padre aún estuviera vivo, tendría 105 años. No es necesario sacar los muertos a la calle, como en Rantepao, el país Toraja de las islas Célebes. A fin de cuentas, cuando nuestros padres murieron, en el 2008, nos enterraron a todos con ellos. Nos incineraron y nos arrastraron a su columbario. A cambio resucitaron dentro de nuestros cuerpos, como aliens teletransportados, en un truco de magia que se repite siempre, desde tiempos inmemoriales, con cada muerte de los padres.


 

058

NO CREO QUE sea necesario desvelar todos los secretos de mis hermanos. Todos mis secretos. Están ahí, y el hecho de que sean secretos solo tiene que ver con la vergüenza propia, con la no aceptación de la vida vivida, o de algunos fragmentos de la vida que hemos vivido. El que comete un asesinato es un criminal, el que mata a un millón es un conquistador. Da igual que los desvele o no, son todos míos, y los míos son suyos. Todas sus mentiras, sus triunfos, sus traiciones y sus actos de generosidad son compartidos, y la moral o el qué dirán importa menos que un grano de arroz perdido en los humedales de Vietnam.

Tito dice que sus hermanos le robaron la infancia. Javier dice que sus hermanos son unos vendidos a la iglesia y al capital. Coke dice que sus hermanos se aprovechan de él. Nacho dice que sus hermanos no le quieren. Jorge dice que sus hermanos le tratan como a un extraño. Gonzalo dice que sus hermanos provocaron su muerte. La Nena dice que la madre jamás la ayudó a sentirse mujer. Enrique dice que sus hermanos son unos bravucones acomplejados. Jaime dice que Gonzalo era un hijo de puta. Peancha dice que sus hermanos la han abandonado.

Todos tenemos heridas, todos somos víctimas, todos somos torturadores, todos somos uno solo, con rostros cambiantes, culpables de ser nosotros mismos, y de ser los otros. El hambre nos convierte en asesinos, y mataremos a nuestros hermanos, a nuestros hijos y a nuestros padres. Les cortaremos las manos para quitarles el trozo de pan que tratan de llevarse a la boca. Tú dices que no, porque nunca tuviste hambre. No tienes ni puta idea. Tú eres como todos. Saturno devorando a sus hijos. Hannibal Lecter desayunado el hígado de sus pacientes con chantilly, nata batida. Abraham degollando a su hijo Isaac junto a la zarza ardiente. Eres como todos, mataste a tus padres para heredar, y morirás a manos de tus hijos carniceros.

Mi madre, nuestra madre, la madre de todos los hombres y mujeres, idiotas, que aún no os habéis enterado de que estamos todos contaminados, que todos somos culpables y víctimas, joder, nuestra madre le ordenó a la Nena que, en su ausencia, se iba a una reunión con los marcianos o algo parecido, tenía que hacer las camas de todos sus hermanos varones. Ella, la Nena, era la séptima, y no le quedaba muy claro que por el simple hecho de tener chocho y no picha, le tocara hacer todas las camas de sus hermanos mayores y menores. ¿En qué parte de su chumino estaba escrita o escondida la ley de tener que hacer las camas a los que tuvieran picha? ¿Tendía ella acaso las sábanas, las almohadas, los embozos, las mantas y los pijamas dentro de la vagina? Nunca lo había descubierto. Así que con 15 años se rebeló contra su madre, insurgente contra las leyes de dominación del hombre contra la mujer. Así que nos hizo a todos la cama petaca: una sola sábana para cada uno, doblada por la mitad para sacar el embozo junto a la almohada. Camas petaca para varones tullidos.

La rebelión estaba en marcha, y los chicos, supongo que yo también, que era de los pequeños, pero no de los valientes, se quejaron al que en ausencia de nuestros padres, tenía el mando: Tito.

—Tito, que sepas que la Nena nos ha hecho a todos la cama petaca. A ti también. Ha desobedecido las órdenes de mamá —le dijeron, le dijimos.

Y Tito le ordenó a la Nena que rehiciera las camas con dos sábanas, como dios manda. La Nena dijo que no. Tito la amenazó con la mano abierta y el cinturón. La Nena dijo que no. Tito le dio una bofetada que la tumbó al suelo. La Nena se tragó las lágrimas y dijo que no. Tito le dio una paliza que le dejó marcas durante siete días. La Nena dijo que no.

Cada uno se hizo su cama. La Nena no pudo dormir del dolor de la paliza recibida.

Al día siguiente nuestra madre, tu madre, le obligó a la Nena a pedir perdón a Tito por haber desobedecido. La Nena dijo que no. La madre, mi madre, nos exigió a Gonzalo, a Jaime y a mí que habláramos con la Nena, y la convenciéramos de que le pidiera perdón a Tito. De lo contrario nos castigaría a nosotros, los pequeños, por ponernos del lado de la Nena. Nosotros lo hicimos, le suplicamos a la Nena que diera su brazo a torcer, que le pidiera perdón a Tito, que obedeciera, o de lo contrario el castigo sería para nosotros. Nosotros fuimos el escudo humano, los inocentes utilizados para torcer el brazo de la Nena. Y lo hicimos, acobardados y al mismo tiempo dueños del poder del sexo masculino.

La Nena cedió al fin. Comiéndose el orgullo le pidió perdón a Tito por desobedecer. De la paliza no hacía falta hablar: se la merecía, por insubordinada. Han pasado más de cincuenta y cinco años de aquello, y la Nena, que le pidió perdón a Tito, ella aún no lo ha perdonado. Tito no lo sabe. Tito no sabe nada ya, está muriendo. Pero imagino que Tito, entonces, en su poder absoluto de almirante del barco de esa casa, pasó miedo, estuvo a punto de perder la autoridad para siempre a manos de una mocosa que tenía diez años menos que él. La lucha por los derechos de la mujer, hablando de España a files de los años sesenta del siglo pasado, aún siquiera había empezado. Franco, la Falange, los obispos y la Sección Femenina aún vivirían unos cuantos años más, pero la Nena ya empezaba a dinamitar el poder masculino desde sus cimientos, desde la base y el núcleo de la familia.

No creo que la Nena vaya al entierro de Tito. No creo que la Nena perdone jamás a Tito, ni a su madre, por la larga humillación y el negacionismo de su sexo durante la larga adolescencia, durante el eterno paréntesis de búsqueda de la identidad, entre la niñez y la vejez.

Tito fue un cabrón. Tito también fue la víctima. A Tito lo condenaron a ejercer de padre sin ser padre, a gobernar sin galones, a contener el orden sin uniforme ni pistola, sin formación para el control de daños, ni paciencia, ni habilidad, ni diplomacia, ni tan siquiera inteligencia. Tito acorralado por la Nena. Tito desbordado, con el mando arruinado, sin poder responder a la tarea de mantener el orden con la que se le había ungido desde el Olimpo de los padres. Tito pegando a la Nena con miedo, con el pánico del derrotado, sabiendo que los puños solo demostraban que había perdido la batalla, que había sido derrotado, y que nunca más podría restaurar su autoestima masculina. Siempre estaría a merced de mujeres dominantes, como lo era en aquel momento la Nena, sin saberlo. Tito abocado a obedecer hasta la muerte lo que sus mujeres, sus amantes, sus parejas, decidieran. Tito títere desde aquel momento, decapitado para siempre. Emilia le daba órdenes, y él obedecía. Ahora, a punto de morir, y desde hace años, todo lo decide Sonia, que ya ni siquiera es su amante. Sonia decide si Tito come, si se baña, si duerme o si puede ver a sus hijos o a sus hermanos. Sonia decide todo acerca de su vida: dónde tiene que vivir, a quién puede ver, en qué silla se puede sentar, quien le va a cuidar, y hasta dónde puede ir, y cuándo y cómo puede morir. Tito es la marioneta cuyos hilos hace mucho que manejan otros.

Otras, en realidad. Son mujeres a las que él negaba autonomía y capacidad de rebelión. Tito derrotado, Tito humillado desde aquel día, hace cincuenta y cinco años, en que decidió plantar batalla a una niña orgullosa. Perdió la batalla como David contra Goliat, como las bacterias contra los invasores terrestres en el relato La guerra de los mundos de H. G. Wells.

Y nosotros, el resto de los hermanos, somos también Tito. Somos su espejo, su prolongación. Todos derrotados, todos sometidos. Fanfarrones sin fuerza, perros ladradores, bocachanclas.

059

HACE MUCHOS AÑOS, quizá veinte, tumbado en el diván del doctor Blanco, aprendí que lo que más detesto y desprecio de los otros, de los demás, de los que no son yo, mis hermanos, mis amigos, es cualquier tara que en realidad es mía, quizá un poco más exagerada, pero mía en toda su extensión y profundidad. Son mis defectos, mis incongruencias, mis lacras más o menos latentes, o bastante obvias a poco que rasques, las que me resultan insoportables en los demás. La torpeza que descubro en ti, me resulta inaguantable porque desnuda la mía, porque la hace visible, y me muestra vulnerable.

La barriga de los gordos que Jaime no soporta es solo su negativa a aceptar su propio cuerpo tal y como es ahora, tan distinto del David de Miguel Ángel, tan distante de su cuerpo a los veinte años.

La negación de Aida a aceptar que su padre, Coke, tenga una nueva mujer, Lucía, y que ya no sea Nieves, sino Lucía la que duerma cada noche en la cama de su padre, tabula rasa, es tan insoportable que ni siquiera es capaz de reconocer el mismo patrón en su propia vida, cuando su nuevo novio en Madrid tiene un hijo que no soporta a Aida por haber ocupado el lugar de la cama que estaba reservado a su madre. Aida convertida en Lucía, por arte de magia, sufriendo el mismo rechazo en carne propia que ella ejerce sobre la mujer de su padre. No puede ser casual. No ha sido el azar. Aida vive lo que más odia de otra persona. No es el destino, ni la rueda de la fortuna, sino la repetición de la historia, las caras desenmascaradas.

Si yo digo que mis hermanos son unos bravucones acomplejados, que compiten por ver quién la tiene más gorda y quién mea más lejos, en realidad no estoy hablando de ellos, sino de mí mismo, que a través de las palabras trato de someterlos, darles por el culo, llegar más lejos, torcer su brazo y robarles su vida. No tenéis vida, les digo: me la quedo yo, el meón de la familia, el inútil, el invisible, el que duerme enroscado como las serpientes y lanza su veneno por diversión, por puro morbo, por crueldad disimulada. El rencor, quizá. La falta de autoestima. ¿No era eso de lo que Enrique les acusaba a sus hermanos? ¿Es ese su talón de Aquiles? Pues seguro que sí. Y no solo ese: tiene que tener más. Tiene que tener muchos. Qué cojones, los tiene todos el hijo de puta. Calígula disfrazado de cordero, el ángel de la muerte bendiciendo la mesa, el que se inventa derrotas ajenas para disimular las propias.

En algún lugar que recuerdo perfectamente maté a todos mis hermanos, de uno en uno. Por orden de mayor a menor. Y con detalles, muchos detalles. Los maté tres veces, de tres maneras distintas, y resucité tres veces al único que está definitivamente muerto desde hace treinta años, a Gonzalo. Yo también moría, ojo, que tampoco quería ser una excepción en la carnicería, aunque siempre me tocaba morir por mi propia mano: un suicidio sin dolor.

Luego les mandé a todos una copia de su acta de función, por triplicado. Solo se quejó Coke, al que por un descuido había matado solo dos veces. Le pedí perdón y lo rematé por tercera vez cortándole la yugular con un CD de Ópera, una de las que le gusta mucho. Ya estábamos en paz.

Eso fue hace dos años.

Ahora pienso que si todos son el mismo, y todos en realidad soy yo, de algún modo estaba intentando suicidarme tres veces multiplicado por nueve. O tal vez quería deshacerme de ellos para que sus reflejos distorsionados dejaran de deslumbrarme al mirar al horizonte. El doctor Blanco los llamaba el Kale borroka, la revuelta callejera. Yo les puse de nombre Los esqueletos cuando me presenté al Premio Biblioteca Breve, y a veces Necropsia. Hablo de mis muertos, de mis hermanos. Hablo de mí mismo muerto, en el cuerpo de mis hermanos. Hablo del millón de cadáveres de Madrid, según las últimas estadísticas, que recitaba Dámaso Alonso en sus versos salmódicos de Hijos de la ira.

Al poco de morir Franco, en la prehistoria de hace casi cincuenta años, supe, supimos de golpe, que las verdades incorruptibles, los principios fundamentales del Movimiento, la razón, la propiedad, el sexo, la historia, el poder, la familia, la moral y hasta las relaciones personales se sostenían sobre una base de mentiras insoportables formuladas por mentirosos sin escrúpulos, beatos abusadores, generales cafres, y adoradores de la estulticia. No nos podíamos fiar de nada. Todo era mentira. El mundo, nuestro mundo, nuestro pequeño mundo, tendría que reconstruirse a partir de cero. Lo antiguo era falso. Y en caso de duda, porque siempre hay dudas, habría de hacer lo contrario de lo que se hacía antes. Ese era un punto de partida quizá aceptable, algo más que razonable. Mucho más que el del continuismo, desde luego.

—¿Qué hago ahora? No quisiera equivocarme.

—Es muy fácil. ¿Qué hubieran hecho en este caso tus padres, tus abuelos, tus profesores?

—Pues tal, y cual, y Pascual.

—Muy bien. Pues ya lo tienes claro: haz lo contrario.

Así de simple. Así de concreto. Prohibido prohibir no era suficiente: había que hacer precisamente lo prohibido hasta el momento, romper las cadenas, arrancar las mentiras de cuajo.

De pequeños nos decíamos:

—Si yo soy yo, y tú eres tú, ¿quién es el más tonto de los dos?

—Tú.

—Pero tú eres tú, así que tú eres el más tonto.

—No, no, pues entonces yo soy el más tonto.

—Pues claro, ya lo sabía.

No había solución. Tú y yo terminaban siempre en el mismo cuerpo, y el que respondía la pregunta acababa siendo el tonto.

¿Acaso tenemos escapatoria?

Mis padres, mis tíos, mis abuelos no fueron ni más tontos ni más listos, ni más cobardes ni más valientes, ni más revolucionarios ni más conservadores. Eran lo que les tocó vivir, y nadie puede, desde la atalaya de finales de 2022, juzgar lo que hicieron otros en otro mundo, en otra época, en otro país. ¿Acaso no seríamos todos musulmanes de haber nacido en Indonesia? ¿No seríamos racistas en los estados del Sur de Estados Unidos en el siglo XIX? ¿No seríamos todos homófobos en la España de 1890? ¿No seríamos machistas en México del siglo XVII?

Charlas de bar. Filosofía de barra. ¡Camarero, pónganos otra ronda, que hoy mi amigo está inspirado y está a punto de resolver los enigmas de universo!

Darle la vuelta a todo. Tripas fuera. Intestinos a la intemperie. Abrir el esternón con una sierra radial circular de 2000 W para ver el corazón que palpita. ¿Habría sido diferente mi vida en el caso de que mi padre no fuera Alfredo, sino Buenaventura Durruti, o Enrique Lister? Who knows? La hija de Almudena Grandes y Luis García Montero, dos escritores de la ultraizquierda española, Elisa García Grandes, se presentó a las elecciones en la lista de Falange. Toma bofetada. Meses después Almudena se murió, incapaz de aguantar el disgusto. Qué menos.


 

060

CUANDO VIVÍA EN el Colegio Mayor Chaminade, los dos primeros años de Filología en la Complutense, veía cómo al final de la tarde el sol recorría lentamente los lomos de los pocos libros que tenía en las estanterías de mi cuarto, dejándolos apagados después de un último resplandor rojizo. El movimiento era tan lento, que en algún momento imaginé que el sol se estaba leyendo los libros, que se interesaba por los poemas de Neruda, León Felipe y Walt Whitman. Que recorría en mundo antiguo y los indios Puebla de la mano de Margaret Mead. Que se demoraba en el Tratado de ontologías regionales de Luis Cencillo. Que daba un brinco con el Trópico de Cáncer de Henry Miller. Que se reía con las barbaridades de Pierre Louÿs. Que se asustaba con La ciudad y los perros de Vargas Llosa. Que contaba las sílabas de los sonetos de Garcilaso. Que repasaba el Quijote y el Lazarillo una vez más. Que se sublevaba con el Romancero de la Resistencia Española de Ruedo Ibérico. Y se lo conté muy contento en una carta a mis padres: que ya tenía un compañero de cuarto, el sol, con el que compartir lecturas. A veces pedía libros prestados, para que no leyera siempre los mismos, para que pudiéramos intercambiar puntos de vista. El sol era muy callado, pero eso no me importaba. La gente que habla mucho, como Flor Carrillo, me aturde, me aburre. A ellos también les aplico la máxima de Marshall McLuhan: El exceso de información produce desinformación.

Mis padres estuvieron a punto de sacarme del Colegio Mayor e ingresarme en un frenopático. Me libré por los pelos, porque no parecía peligroso, porque nunca más les hablé de mis visiones, y porque escribía poesías. ¿Qué se puede esperar de uno que escribe poesías?

Desde entonces disimulo. No hay que dar pistas. Y para disimular lo que hago es exagerar. Multiplicar los escritos. Desbordarme. En los últimos 25 años he escrito poco, Marinella Terzi me regañaba, y Elsa Aguiar también, y era verdad, escribía poco. Muy poco. Apenas unos cuentos dispersos, tres novelas cortas, y algunas páginas de diarios. Poca cosa. Morir de inanición. La excusa era plausible, por supuesto: dar clases de escritura, que me robaba la inspiración. Clases creativas, donde los alumnos me quitaban las ideas y las ganas. Como pasa con los hijos: les mandamos a hacer lo que nosotros hemos sido incapaces de hacer. Les pasamos el muerto.

—Hale, ahora tú, que eres muy listo y muy guapo, haz lo que yo no supe. Y hazlo bien, pronto y con buena letra.

No te jode. Y después de las clases, los vídeos de Youtube. Muchos vídeos. Seiscientos o setecientos vídeos. Ciento sesenta millones de visitas y medio millón de suscriptores. ¿Quién puede decir que eso no es un trabajo, que no es creativo, que no es publicar? Así que yo les decía: Publicar es hacer algo público, por lo tanto, si mi libro Mucho cuento ha sido publicado en papel y han vendido 500 ejemplares, y en el canal de Youtube ha tenido medio millón de visitas, ¿dónde ha sido publicado, o más publicado y publicitado? La diferencia es tan grande, que la duda desaparece. En Youtube, maestro, en Youtube.

¿Me engañaba? ¿Me sigo engañando? Pues no lo sé. Es posible. Casi que da lo mismo. Todos nos pasamos la vida dándonos la razón a nosotros mismos, justificando nuestros actos, exagerando nuestras hazañas, poniéndonos medallas, que dice la Nena.

Buceo por internet, y me encuentro con que Germán Sánchez Espeso no ha muerto, aunque tiene 82 años, y que ha escrito, bueno se la ha escrito una tal Anabel Sainz Ripoll, que recuerdo que fue alumna mía del Taller, una biografía hagiografía, que ni los santos se la hacen así. Él es el más chachi, el que mejor escribe, el que más ha viajado, el que más sabe de religión, yoga, cultura clásica, latín, cine, sexo y técnicas narrativas. Ahí queda eso. Pues claro, ¿para qué te vas a amargar los últimos días o últimos meses de tu vida? Pues para nada. Tú eres lo más de lo más, y te mueres tan contento, Germán. Y el que venga detrás, que se busque la vida.

Al mismo tiempo sale en cine, en Netflix, la película Blonde, con Ana de Armas haciendo de Marilyn Monroe a partir de una novela de Carol Oates Joyce. La ponen a parir, porque, a lo que dicen, Santiago García Clairac y otros, muestra una Marilyn rota, perdida, golpeada, maltratada por sí misma. Una biografía de luces y sombras.

Pues yo creo que esas son las buenas. Las de verdad. Yo no quiero una biografía como la de Germán, ni como la de los papas o Teresa de Calcuta, todo bien, todo bien, peace and love, peace and love, sino algo que se parezca más a la realidad. No tiene que haber asesinatos ni violaciones, yo no las he vivido, pero al menos que haya dudas, que haya tensión, misterio, placeres y cabreos, malas épocas, y hasta errores, aunque lo de los errores cada vez me parece que no existen, a no ser que te pegues un tiro en una mano, atropelles a alguien y lo mates, o consigas que tu hijo sea un desgraciado por no hacerle caso, o por hacerle demasiado caso, que a veces se llega al mismo sitio por dos caminos contrapuestos.

Empezamos ayer por la noche a ver la película Blonde, pero era un poco lenta, y nos quedamos dormidos. No sé si le daremos una segunda oportunidad. No es necesario. Tenemos tantas cosas que hacer, que escribir, que planificar de viajes, que vender (la casa).

Nos queda dinero para tres años, según lo que estamos gastando en los últimos diez años. Dentro de tres años tendremos que vender la casa, y marcharnos de alquiler a alguna parte. Bea quiere comprar una casa más pequeña, y más barata, quizá en la península, en Andalucía o Valencia. Yo me apunto más a lo de alquilar, para que la mochila no sea tan pesada, pero reconozco que lo de tener una casa pequeña en un monte, o en un pueblo, o un ático qué sé yo dónde, pues también mola. No se puede tener todo. Si compramos una casa o ático en Alicante, doscientos mil euros, ya solo nos quedarán trescientos mil para gastar. Bueno, quizá dé para ocho años. Trescientos mil entre ocho da a 37.500 euros al año. Puede valer. Con la pensión se pondrá en cincuenta mil al año. Más que suficiente, desde luego. Pero hay que morirse a los 78 años. Bea a los 63. Para mí es tarde, pero para ella es pronto. No sé bien cómo no hacerle la putada de morirme cuando ya quiera morirme, ni cómo hacerme a mí mismo la putada de vivir cuando ya no quiera vivir más. Lo que sí tengo claro es que no quiero que me cuiden, ni Bea ni Elías ni una enfermera tetona. Muerto se está más tranquilo.

Espero haber escrito para entonces todo lo que quiero escribir, por más que sé que eso tampoco es posible. No lo consiguió ni Quevedo ni Umbral, ¿por qué yo sí? A lo mejor esa es la imposibilidad de la escritura, la de la muerte, la fractura, el final del camino. Y casi es peor que a los cuarenta años escribas la obra final de tu vida, como García Márquez con sus Cien años de soledad. ¿Cómo seguir escribiendo después de eso? ¿Cómo escribir después de El Quijote?  No me extraña que Shakespeare se fuera al campo a cuidar ovejas, si ya había terminado Hamlet, Romeo y Julieta, y más, y más, y más.

Aunque casi es peor el medio éxito. Germán Sánchez Espeso, por ejemplo, a los 28 escribe Narciso, gana el Nadal, y después algo, pero poco. Casi nada. Libros descatalogados desde hace décadas. Olvido. Y eso hasta los 82 años que tiene. Le quedan los viajes, eso sí. Y los polvos, digo yo. Y una biografía falsa, de San Sebastián crucificado y cubierto de las flechas de sus enemigos.

Ay, es verdad, que también me leí la biografía de Andrés Sorel, y más de lo mismo. Él solo es la historia, la intrahistoria de España y Europa, la izquierda final, la razón con patas. Venga ya. Un poquito de autocrítica lo hace más creíble. ¿Pero no erais escritores? Joder, ¿pues cómo construíais a los personajes? ¿Cómo se puede mirar hacia afuera si existe una miopía feroz a corta distancia, hacia adentro?

Ni siquiera yo, que de tanto en tanto dudo y hasta me pongo a parir, me creo a mí mismo. Puf, como para creerte a ti, vamos, no me jodas.

 

 


 

061

EN CIERTA OCASIÓN Eric Ambler escribió: “Solo un idiota cree que puede escribir la verdad sobre sí mismo”. Borges dijo que todo escrito de ficción de más de cincuenta páginas es autobiográfico. Vargas Llosa añadió que solo se escribe la verdad a través de las mentiras. Pues lo tenemos claro.

Peancha tenía cuatro años cuando nos fuimos a vivir a Caracas, y mi madre metió en su maleta peleles, jesusitos, patucos, monos, batones y un faldón de cristianar por si se volvía a quedar embarazada. Fue el 13 de junio de 1964. Mi madre tenía cuarenta y siete años recién cumplidos, y aún creía que podía traer más hijos al mundo. Los que Dios quiera.  Yo pensaba que en todo caso jamás iba a poder batir el récord de San Luis, que tenía cien mil hijos. A mí no me salían las cuentas, porque setenta años de actividad sexual, un hijo al día, solo le llegaban a 25.000 hijos, 25.000 días, sin fallar uno. Para tener 100.000 hijos tenía que follar al menos cuatro veces al día, no fallar nunca el tiro, y hacerlo con por lo menos 2.500 mujeres diferentes para no disparar con la polla a las que están embarazadas o a las que ya les llegó la menopausia. Es difícil, desde luego, sobre todo cuando a los setenta años tienes que continuar con cuatro polvos al día con una fertilidad infalible. Y llegados a ese punto, con cien mil hijos, ¿cómo cojones un papa de Roma decide canonizar al multi follador San Luis? Puede que fuera una hazaña heroica, jamás repetida en la historia, pero de ahí a la santidad hay mucho que andar. Los milagros sí que los podían contar, un montón de ellos, muchos miles. Supe entonces que de puede ser santo por muchos caminos, y el de San Luis, los designios del Señor son inescrutables, era una de ellos. Cansino, eso sí. Yo prefería los leones del Coliseo de Roma, San Ignacio de Antioquía, reza por nosotros, porque era un camino mucho más rápido, seguro y descansado que el de San Luis para llegar al cielo.

Mi madre, nuestra madre, mis hermanas transmutadas en mi madre, no tuvo ningún hijo en Venezuela. Nos quedamos sin el número once, que a lo mejor era el que tenía la clave para descifrar este acertijo, el mapa del laberinto. ¿Sería chico o chica? ¿Tal vez gemelos? ¿Le daría tiempo a tener más de uno, el doce, el trece? Una de mis hermanas nonatas seguro que se llamaría Carmen, como la abuela, como Belamen. Y uno de los chicos Samuel, como su hermano. Tendríamos un Samuel Páez, el venezolano, que con el tiempo se dedicó a cultivar aguacates en El Ejido, o narcotraficante en las rías gallegas, o diseñador de ropa, por fin un homosexual entre los hermanos rebosantes de testosterona, o simplemente el cura que buscó nuestra madre con tanto empeño. Un cura, por Dios bendito, aunque sea jesuita. Mejor sería que fuera franciscano, o dominico, como Juan Rafael, pero tampoco nos vamos a poner exquisitos. Como si salía carmelita descalzo, y hasta evangelista. Lo que sea, por favor, un hijo sacerdote, funcionario de Dios en las fronteras del cielo, donde sellan los pasaportes para la vida eterna. Una recomendación, un pequeño enchufe, después de tantos hijos y todos bautizados.

Y nuestra hermana Carmen, la nonata, acuérdate, que sí, que tienes una hermana más, quizá dos, de las que no te acuerdas porque no nacieron, por eso son no nonatas, cojones, a ver si prestas atención, digo, que mi hermana Carmen, venezolana ella, bailando joropos y cumbias desde la cuna, con un poco de cataratas de mi padre y otro poco de menopausia de la madre, saldría de la tribu de las pendonas, un putón verbenero. Y además drogata. Pero ojo, no drogata light, aburguesada, como Zalo y yo mismo esnifando cocaína de a poquitos, o Javier fumándose porros para dormir o follar, o las dos cosas pero el otro orden: mejor follar y luego dormir, que si no se van las ganas antes del desayuno. No, lo de Carmen, menos mal que no nació, era de yonqui de callejón oscuro, de polvos a cambio de un pico de heroína, de centros de desintoxicación, proyecto Humano, iglesias evangelistas y comisaría todas las semanas. Menos mal que no nació, la pobre, que vaya vida le esperaba. Tito habría intentado solucionarlo:

—Déjamela a mí, que esto lo arreglo yo con un par de hostias.

Y Salud habría tratado de comprenderla. O defenderla:

—Pobre niña. Déjala tranquila. Si es un pedazo de pan. Lo que pasa es que se junta con ese mulato, el Kevin y sus amigotes de las maras, y allí aprende todo lo malo.

—Salud, no fastidies, Carmen sabe muy bien dónde se mete, no te engañes —dirá Nacho.

—Lo único que necesita la niña es comer como Dios manda, que se está quedando en los huesos —zanjará Salud.

Así, con una hermana yonqui, otro hermano homosexual, con sida, que habría que sacar a empujones de las saunas y los cuartos oscuros del Chueca, y un tercer hermano delincuente de poca monta, macarra de bajos fondos, tatuado con una lágrima y tres puntos en forma de triángulo en la cara, el resto de los hermanos ya estaríamos santificados. Todos seríamos buenos o muy buenos, en comparación, claro.

Así pues, nuestra madre se equivocó. No tenía que rezar para pedir un hijo sacerdote, que luego habría que ir a defenderlo al tribunal eclesiástico de la Rota por pedofilia, sino tres hijos más: uno delincuente, Samuel Páez Mañá, un cabrón sin fisuras, de los que te esperan con la navaja abierta a la vuelta de la esquina. Después Carmen, la hermana drogata, ladrona, y más puta que la reina Isabel II, la de los tristes destinos. Y el tercero Antonio, el maricón chapero, con pluma y sida. Entre los tres, por caminos diferentes, que tampoco es necesario acudir al incesto, podrían dejarnos cinco o seis hijos bastardos, escoria de los polígonos, residentes de los callejones sin salida, sobrinos pedigüeños en cuanto supieran que tenían una decena larga de tíos universitarios, nacidos en Madrid, a los que exprimir y extorsionar.

Sería un pequeño impuesto revolucionario que nos permitiría a todos los hermanos restantes respirar tranquilos y dormir a pierna suelta.

—¿Hijo puta yo? No sabes de lo que hablas. Espera que te presente a mis hermanos pequeños, Samuel, Carmen y Antonio. Te vas a enterar tú de lo que es ser un hijo de puta.

Pero no es así. Nuestros padres no tuvieron más hijos, no hubo una descendencia caraqueña, y nos dejaron sin hermanos parias, sin hermanos destrozados por un rayo, sin despojos a los que aborrecer, y a veces redimir, y salvar, y de los que apiadarnos por su mala suerte en la vida.

Tener tres hermanos que son un destrozo, una vergüenza, que viven una vida deplorable, es muy útil. Después de eso ya tenemos permiso para hacer lo que nos dé la gana, y un terreno fértil donde ejercer la caridad bien entendida. Es como tener un hijo con síndrome de Down, o autista, o tetrapléjico: podemos dedicarle nuestra vida entera, 24 horas al día los siete días de la semana, y con ello no solo ganar el cielo, que ya es un premio gordo de la lotería, sino también el respeto reverencial de todos los que nos rodean, familia, amigos y vecinos. Tener un hijo inútil, de los que requieren nuestra atención constante, es la mayor bendición que nadie puede tener. Un hermano también sirve, y un padre o madre, y hasta la propia pareja, si vamos al caso. Se acabaron las dudas. Se acabó el temor al futuro. Se acabó la lucha por la vida y la independencia. Se acabó la búsqueda de la identidad, el sentido de la existencia, y hasta el amor. El hijo tonto lo ocupa todo, lo llena todo, lo justifica todo. ¿Tienes un hijo Down, un padre con Alzheimer, un marido tetrapléjico, un hermano yonqui? Te tocó el premio gordo: tu vida ya tiene sentido. Disfrútalo.

Que no lo digo de broma. Que no se trata de humor negro. Que estoy hasta los huevos de las Teresas de Calcuta reencarnadas y regurgitadas en la piel de marujas y marujos de andar por casa. Si necesitas un entretenimiento, si te aburres, si quieres darle sentido a tu vida, cómprate un perro, pero deja que los moribundos mueran en paz sin que tú les alargues la agonía para llenar el vacío que te asfixia, para darle sentido al sinsentido de tu vida.

Dicho de otro modo: Sonia, deja en paz a Tito, no le alargues la agonía, cómprale la puta silla de ruedas, haz las obras en el cuarto de baño para que pueda entrar en la bañera sin hacer malabarismos, contrata a tres enfermeras cualificadas que hagan turnos, deja de doparle para que duerma sin vigilancia, deja de sacudirle para que se mantenga despierto y alerta, déjale morir en paz, cojones, deja de alargar su agonía innecesaria, y tú búscate un taller de macramé, haz senderismo, o apúntate de voluntaria en la Cruz Roja boliviana. Aparta tus sucias manos de Mozart, diría Manuel Vicent.

Ya me he cabreado, ¿lo ves? Si es que no hay más que darme un poco de carrete, tocarme un poco los huevos, decir a todo que sí como un gilipollas (el que calla otorga, ¿no?), y ya está liada. Como dice Jaime, Enrique entra al trapo como un chipirón, ya lo has visto. No hay que hacer demasiado para que caliente motores: tú te callas, le dejas hablando solo, a su puta bola, y él solo se enreda y acaba llamándote hijo de puta. Lo has visto, ¿no? Pues ya está. No hay que decir nada más.

Me acuerdo de cuando me divorcié de Marisa, después de doce años viviendo juntos. Me acuerdo de muchas cosas, claro. Doce años da para mucho. Mis recuerdos son sobre todo buenos, agradables, nunca violentos. Ni siquiera nos separamos como se separa la mayoría de las parejas después de muchos años de convivencia, a hostias. Con dolor sí, qué remedio, pero sin rencor. Qué raro, ¿verdad? Bueno, pues a la que iba, nos separamos de mutuo acuerdo. Hicimos inventario de la casa, el coche, los muebles, las figuritas de decoración, los cuadros, los libros, las plantas, los cubiertos, las mantas, los recuerdos de viajes, los álbumes de fotos, las lámparas, las toallas, el equipo de música, el televisor, las cacerolas, las sartenes, los manteles, las cortinas y la vajilla. Todo contabilizado y valorado en su precio justo, sin regatear ni tratar de engañar ni de sacar provecho. Como tiene que ser. Como debería ser.

Pero es imposible, ¿a que sí?

Marisa se fue. Yo le compré la mitad del piso a precio tasado por el banco en esa fecha, sin regatear. Ella se llevó la mitad del contenido de la casa, de común acuerdo. Se llevó, entre otras cosas, la vajilla que nos había regalado sus padres para la boda: platos llanos y hondos, platos de postre, fuentes, sopera y vasos. No problem.

Pero quince días después regresó a casa con una caja de cartón de las que había usado para llevarse sus libros. Dentro estaba la sopera grande de porcelana, con su tapa. Y el cucharón también.

—Esto te lo quedas tú. No lo aguanto más. Lleva dando vueltas por mi casa desde que llegué, de estante en estante, y ya no sé qué hacer con ella —me dijo poniéndome la sopera en las manos.

—Es una sopera muy bonita, y hace juego con el resto de la vajilla. ¿Seguro que no la quieres? —le pregunté.

Marisa miró hacia el suelo y empezó a mover al cabeza diciendo que no. Luego dijo:

—A ver cómo te lo explico. Es una sopera grande, y vacía. Tiene una tripa enorme. Tú y yo hemos estado viviendo doce años juntos, y no hemos tenido hijos. ¿Y ahora que nos separamos crees que quiero quedarme con la sopera vacía, que nunca podré llenar viviendo sola? Ni de coña —me dijo, casi furiosa.

Escuché, detrás de sus palabras, la voz sensata de su psicoanalista. Era muy buena, tuve que reconocerlo.

—Podías haberla tirado a la basura —sugerí, para tratar de calmarla.

—¿Que tire yo a la basura la sopera, el símbolo del vacío, el hijo que no tuvimos? Tú eres un hijo de puta. Lo tiras tú, si tienes huevos —me dijo. Se dio la vuelta y se fue.

Han pasado veinte años. Yo tengo otra vida con Bea, la mejor de las vidas que siquiera pudiera imaginar. En el garaje, dentro de una caja de cartón y envuelta en papel de estraza, tengo la sopera. No he tenido huevos para tirarla. Que la tire mi hijo Elías, o alguno de mis nietos, o el que compre la casa, pero que dejen ya de tocarme los cojones.

 

 


 

062

LOS HERMANOS QUE no tuvimos, los amigos que no existieron, los hijos que no nacieron, los amores que no fraguaron, los besos que no dimos. No somos solo lo que hemos hecho, lo que hemos dicho, sino también, por ausencia, el vacío que nunca llegaremos a llenar, lo que nunca hicimos, lo que no dijimos, lo que no dejamos que pasara, lo que ni siquiera intentamos por miedo, por vergüenza, por pura cobardía.

¿Qué habría pasado si Coke, después de una larga noche de risas y vinos con la pandilla de compañeros de la escuela de Arquitectura, en aquel ascensor del barrio de la Concepción, donde se encontró a solas con Maria Pilar, la paraguaya de los ojos grandes, se hubiera armado de audacia y le hubiese dado un beso en los labios a esa veinteañera de cara redonda que le ponía la piel de gallina y las hormonas alborotadas? Lo más probable es que María Pilar no protestara, que le devolviese el beso. Y al día siguiente Coke la llamaría por teléfono

—Qué tal estás. ¿Has dormido bien? ¿Te esperaban despiertos tus padres? —preguntaría Coke con un poco de miedo.

—Uf, he dormido fatal, estaba intranquila —respondería María Pilar con voz arrulladora—. No sé qué nos pasó anoche, tal vez el vino, o las canciones de Serrat. Estoy hecha un lío. No sé qué pensar. 

—Bueno, yo también he dormido mal, pero feliz —diría Coke—. Creo que no es necesario pensar nada, solo vernos otra vez, y ver qué pasa.

—Yo no sé cuáles son tus intenciones. Vamos muy rápido. No quiero que me hagas daño —se quejará María Pilar a la defensiva.

—Jamás te haré daño, lo juro. Al menos a propósito. Solo quiere verte otra vez. Y otra más. Quiero que salgamos juntos, para dejarlo claro —diría Coke—.  Si tú quieres, por supuesto.

—Eso mejor lo hablamos cara a cara, no por teléfono, ¿no crees? —diría María Pilar.

—Pues claro. Por eso te estoy llamando. Para que volvamos a vernos y hablar de todo lo que tenemos que hablar. Necesito verte. Ayer cambió todo para mí, ya sabes a lo que me refiero —diría Coke.

Quedarían para verse en una cafetería tranquila de Arguelles, o del barrio de Salamanca, en Viena Capellanes, o en California 47. Y se cogerían de la mano. Y tardarían en darse el segundo beso, porque eso ya sería la confirmación de que iban en serio, que había un compromiso, el inicio de un noviazgo en toda regla.  

—¿Y cómo se lo vamos a decir a los del grupo? Nos van a tomar el pelo a base de bien —diría Maria Pilar, preocupada.

—Yo creo que lo medio saben. A mí Pablo me toma el pelo siempre que puede. Creo que lo ha notado, que se me notaba un poco —diría Coke.

—Pues bien calladito que te lo tenías. Creí que nunca me ibas a besar. Que no te gustaba. No sabes la rabia que me daba. Si no me llegas a besar en el ascensor, habría jurado que eras homosexual, que en realidad te gustaba Aúpo, porque a él sí que se le nota que le gustas, lo saben todos —confesaría María Pilar.

—Venga, no te rías de mí, que Aúpo quiere meterse a dominico —diría Coke.

—Pues eso. Y yo a monja carmelita si no me besabas de una vez, tonto —terminaría María Pilar.

Y entonces, otro beso. Y el camarero que se acerca y les dice que por favor, que guarden un poco las formas y el decoro, que están en un lugar público, y hay que saber comportarse. Estamos a finales de los años sesenta.

Y los dos bajan la cabeza, sonríen, se ponen colorados, y piden perdón y la cuenta. Salen de la mano de la cafetería, felices, con el corazón a mil por hora, dispuestos a ser felices hasta que la muerte los separe.

Después boda, tres hijos con nombre de arquitectos famosos: Frank, Óscar y Lina, seguidos de un lento descenso a los infiernos de lo cotidiano: monotonía, desamor, infidelidades, divorcio, bofetadas, y Coke que se casa con su abogada consejera, de nombre Lucía. ¿Ya estamos otra vez? ¿Hemos llegado al mismo punto? ¿La historia se repite por más que uno trate de esconderse? ¿Libertad, destino o karma? Nadie lo sabe.

Son tantas las vidas que no hemos vivido, tantas las bifurcaciones del camino que cambian en un segundo, los universos paralelos en los que fuimos otros, que da vértigo solo imaginarlo.

 


 

063

¿HABRÍA TENIDO YO un hijo de nombre Pablo si hubiese seguido con Mayte, mi novia de los diecisiete años? Mayte, Chu Mía, así la llamaba Javier, por el zortziko vasco, me escribió hace dos semanas felicitándome por mi nueva novela En otra piel. Supongo que me encontró en Facebook, o en Twitter. Le he pedido su dirección y le he enviado el libro dedicado a Pontevedra, a su casa, medio siglo después de que fuéramos novios. ¿Quién será Mayte ahora? ¿Cómo será, y no digo físicamente, sino en su cabeza? ¿Y quién seré yo en la suya?

Mayte, Chu Mía, tomaba apuntes a una velocidad de vértigo, con letra clarita, redonda y sensual. Al tiempo que tomaba apuntes, sus pulseras metálicas, tres o cuatro, hacían música como de sonajero. A Piti, a Victoria, a Salva, Jorge o Manolo les ponía de los nervios el ruido, pero a mí me hacía cosquillas en la punta de la polla. Tilín, tilín, tilín. Y eso que nunca llegamos a follar. Yo se la pasé al siguiente novio, que no sé quién fue, tan virgen como me llegó a mí. Quizá un poquito magreada, pero ni tanto. Ni siquiera le comí un pezón. Como mucho, le apreté las nalgas y le estrujé una teta. Qué buenos que éramos entonces, tan inocentes y respetuosos.

Mayte tenía una hermana pequeña, más bajita y gordita, un padre muy guapo, marino de profesión, y una madre como todas, con zapatillas de fieltro y bata de guatiné. También tenía unos tíos, hermanos de su madre, con una tienda en la calle Ferraz, muy cerca de lo que años después sería la sede del PSOE: Mantequerías Ordoñez. Y una amiga, Patricia, que vivía en una comunidad de vecinos de Pío XII, con piscina. A veces fuimos allí a bañarnos. Patricia tenía un bañador de una pieza en el que se le marcaba la uña de camello del sexo, pero yo procuraba no mirarla.

Recuerdo también que Mayte tenía un biquini negro, que cuando se tumbaba al sol boca arriba, hacía un puente entre los huesos de la cadera, dejando una abertura gigante en dirección al monte de Venus, que nunca vi. Su padre me salvó de morir ahogado en Plencia, cruzando el abra del puerto, porque me dio un calambre a la vuelta. Menos mal. Y qué humillación que tu suegro te salve la vida. ¿Cómo no iba a tener Mayte un Edipo, o Electra, como un piano de grande? Creo que se casó con un marino, que no era su padre, pero como si lo fuera, y tuvo un hijo de nombre Pablo, que era el nombre que le queríamos dar a nuestro hijo común cuando lo imaginábamos en la época en que fuimos novios.

Una vez hice como que me asfixiaba y me moría de golpe, tumbado en la arena de la playa de Plencia, y Mayte estuvo haciéndome el boca a boca y golpeándome el pecho para resucitarme. Yo seguí disimulando, respirando tan flojito que no se notaba, encantado con todas las maniobras de reanimación boca a boca, cuerpo contra cuerpo. Cuando al fin resucité y deshice la farsa, me llevé una buena regañina y una llorera de Mayte.

—¿Y qué era lo que más te preocupaba de mi muerte?

—Que no sabía cómo decírselo a tu madre. Que igual me echaba la culpa a mí —me dijo.

Los ojos como platos. Así me quedé. El mayor problema no era mi muerte, que yo ya no estuviera vivo, sino la bronca que mi madre le iba a echar por morirme delante de ella, y que no hubiera podido salvarme la vida. Toma ya.

Bailábamos mucho, sobre todo en una pequeña discoteca que estaba en el sótano de Núñez de Balboa o Claudio Coello, casi esquina con Goya. Pasamos interminables tardes en cafés del barrio de Salamanca, bebiendo café con hielo, cocacola, Baileys o cuba libre. Nunca cruzamos más allá de la Castellana, excepto cuando fuimos a ver Luces de Bohemia al teatro que está debajo del Círculo de Bellas Artes. Aún recuerdo la definición de esperpento: “Es el reflejo de los héroes clásicos en los espejos cóncavo convexos del callejón del Gato”.

Una vez, cruzando el puente de la ría de Plencia, el viento era tan revoltoso que le levantaba la minifalda a Mayte a cada paso, y ella no tenía manos suficientes para sujetar su falda ligera y plisada de lunares blancos sobre fondo negro. Me pidió que le ayudara a sujetar el vuelo de su falda con mi mano derecha. Y cruzamos el largo puente de hierro así, ella con las dos manos en el culo, y yo con la mía rozando la vulva de su entrepierna. Jamás cruzar un puente fue tan erótico como aquella vez. Cincuenta años después aún me acuerdo.

En las discotecas, casi siempre la misma, podíamos pasar horas besándonos hasta hacernos heridas en los labios, y yo acariciando su pierna, el muslo externo, hasta el borde de las bragas. Luego me dolían las pelotas, por la noche, y me la sacudía a su salud sin demasiada dificultad. Nunca se me ocurrió decirle cómo tenía que vestir, pero por alguna razón que ahora me resulta un poco más evidente que entonces, ella siempre prefería minifaldas de vuelo y tela muy fina, aunque hiciera un frío de pelotas. Para el invierno tenía un abrigo largo cruzado de paño verde. También tenía zapatos de plataforma, y un top azul claro que se cruzaba entre los pechos, que hacía que sus tetas fueran gigantescas.

Ahora no sé quién es. Me cuesta imaginarla, porque desde luego su vida ha sido otra muy distinta a la mía. Ni mejor ni peor. Tal vez podíamos haber compartido nuestra vida, pero ya con diecisiete años la dejé dos veces, y no fue para irme con otra. No recuerdo los motivos. Yo ya era muy de izquierdas, eso es verdad, y ella lo toleraba, no entraba al trapo, iba a su bola, como si Franco no existiera, como si no yo estuviera soltando sapos y culebras contra el poder a todas horas.

¿Habrá sido feliz, con quien sea, o sola, da lo mismo? Eso espero. Eso le deseo. Yo escribía poemas, sobre todo endecasílabos y romances, leía a Neruda, a León Felipe, y a Luis Cernuda. Bueno, y a Blas de Otero, Celaya, Miguel Hernández, García Lorca, Nicolás Guillén, César Vallejo, Aleixandre, Ángela Figuera, Gloria Fuertes, Walt Whitman, Borges, Leopoldo Panero (padre e hijo), y a mi amigo José Luis Morales. Los devoraba a todos. Y a los clásicos también, Góngora, Quevedo, Garcilaso, Lope de Vega, Bécquer, y hasta Moratín padre, el Arte de las putas.

No me acuerdo del nombre de la amiga más amiga de Mayte, pero hubo una, con la que yo no me llevaba bien, porque ella estaba celosa, lo normal, porque le había quitado a Mayte, su mejor amiga. Creo que se llamaba Patricia, la que vivía en Pío XII. Un día subimos al pueblo del norte de Madrid, no me acuerdo del nombre, donde los satélites, las antenas gigantescas para captar las señales, no es Guisando, ni Torrejón, vale, ya me acordaré, y al salir de la casa de verano de Mayte, de pronto se le escapó:

—Vamos a ver si está Carlos en el bar.

¿Carlos? Carlos era mi competidor, un cachas del pueblo que le escribía poemas para competir conmigo. El enemigo. El antagonista. Y Mayte, en un lapsus, preguntaba por él, confundiéndome a mí con su amiga. El amor empezó a hacer aguas. Yo no era su único amor. Podía haber otros. Los celos me mataban. Buitrago de Lozoya, lo he tenido que buscar en Google, puto Alzheimer. Un día Mayte me enseñó un poema que le había escrito Carlos:

 

La forma de querer tú

es dejarme que te quiera.

El sí con que te me rindes

es el silencio. Tus besos

son ofrecerme los labios

para que los bese yo.

 

Y yo me llevé el primer cabreo de mi vida por robo de derechos de autor. No me jodas: el hijo puta estaba copiando a Pedro Salinas, La voz a ti debida, para tratar de cepillarse a Mayte. Con dos cojones. ¿Cómo podía yo competir con Pedro Salinas? A ese Carlos le deseé una muerte lenta. Ahora, cincuenta años después, a lo mejor se casó con Mayte, y han sido felices gracias a Salinas. Pues que les quiten lo bailado, que seguro que mi relación con Mayte habría sido tortuosa, tóxica, llena de reproches interminables. Casi seguro que con buen sexo, porque las de derechas decían que follaban bien, pero debajo del crucifijo y rociándome la polla con agua bendita antes de empujar, eso sí.


 

064

YO DE PEQUEÑO quería ser mártir en el Coliseo, marino mercante, San Pancracio, misionero en África, arquitecto, santo, soldado en las cruzadas, escritor, el Capitán Trueno, mi amigo Chris, y mi hermano Coque, que ahora se llama Coke, igual que Quique ahora es Kike, y Nacho Natxo.

Tito siempre fue Tito, menos para su mujer Emilia, aragonesa y cabezota, para la que Tito era Alfredo, por dios, que no es un crío. El que llamáramos Titito a su hijo mayor era como para pegarse un tiro. Eso ya la dejaba sin aliento. Le entró un cáncer y todo, y se murió del cabreo. Mi sobrino Titito, que ya tiene los cincuenta bien cumplidos, se casó con Eva, y no le puso de nombre Alfredo a ninguno de sus hijos. A joderse, se acabó la fiesta, con las ganas que teníamos todos de llamarlo Tititito.

No estoy seguro de si hagas lo que hagas, siempre vas a repetir tu historia, aunque con otros nombres y profesiones. Determinismo a saco. La astrología dice que sí, que de algún modo la vida está escrita en las estrellas, por más que Santo Tomás y Agatha Lys maticen que los astros influyen, pero no determinan. Recuerdo a María Dolores de Pablos, y a su hijo José Luis, contando cómo el mismo día y hora en que nació el que con el tiempo se iba convertir en el rey Jorge V de Inglaterra, nació en los sótanos del palacio el hijo del zapatero. Sus vidas correrían paralelas para siempre, marcadas por la misma configuración astral, la misma carta natal, y posiciones planetarias. Gemelos astrales, les llaman. Tan fue así, que se casaron el mismo día, y el mismo día que Jorge V ascendió al trono, el hijo del zapatero heredó la zapatería. Lo que está arriba es como lo que está abajo, decía una de las leyes herméticas de Hermes Trismegisto, aunque él no se refería a los aposentos reales y los sótanos del palacio, sino a los astros y los humanos.

Dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Destino, ADN, herencia genética. Quien nace para martillo del cielo le caen los clavos. Según eso da igual que te cases una o tres veces, porque te estarás casando siempre con la misma, que además es tu madre, tu abuela, tu hermana y tus hijas. Poligamia transversal.

Todos mis hermanos se han casado con mujeres fuertes, dominantes. Será que les gusta. ¿Y no será también porque así era nuestra madre, que en paz descanse? Pues yo juraría que sí, que repetimos el modelo, edipos resucitados, para casarnos otra vez con nuestra madre, y disputársela a nuestro padre.

Y además, para colmo, y eso siempre me pareció alarmante, las exmujeres siempre se quedan solas, no rehacen su vida, se convierten en tierra baldía, castradas, incapaces de inventar y vivir una nueva relación de pareja. Algunas mueren, la soledad final, la negación absoluta. Emilia, Betty, Elena, Nieves, Marisa, Begoña, Deme, Marisa, y posiblemente Rosa. Dos muertas (sin pareja en el momento de morir), y siete que viven solas. ¿Qué les hacemos todos los hermanos, y yo no me escapo de la regla, para al terminar la relación dejarlas estériles, despojadas de su sexo y de su vientre, como los romanos rociado con fuego y sal las tierras de Cartago? Nunca lo hemos hablado, y quizá deberíamos. Fueron mujeres que nos amaron, que fecundaron sus vientres con nuestro esperma, y a las que dejamos mutiladas, ablación mental. Donde orinamos no vuelve a crecer la hierba. Algo pasa, y no huele bien. Yo solo lo digo, por si alguien tiene la respuesta.

Las niñas no. Las niñas mandan. Me refiero a Peancha y la Nena. Siempre han mandado, por más que disimulen y se hagan las tontas. Como nuestra madre, la gran manipuladora, la experta en la mano izquierda, en conseguir lo que quieren convenciendo al otro de que lo que quieren es en realidad el deseo del otro. Ellas solo le hacen un favor a su marido. Consienten, porque son así de buenas, de sumisas, y se salen con la suya. Maquiavelo transmutado, sirenas, mujeres espejismo, lobas con piel de cordero, brujas malabaristas. Las quiero mucho. Son como yo, como mi madre, serpientes enroscadas, hechiceras, supervivientes en esta batalla feroz de testosteronas desatadas.

 


 

065

ESTÁN LOS HIJOS que no nacieron. Vale, en rigor no están, nunca estuvieron, pero está su ausencia, el vacío de su no existencia. Y están también los que iban a nacer, que ya tenían billete y asiento en el autobús del útero, y se reventaron en el camino: los abortos. Entre Jaime y yo, que nos llevamos dos años y tres meses, cabe un niño muerto. O dos, si son gemelos. O mellizas. ¿Tuvo mi madre un aborto un año después de nacer yo? Si lo hubiera tenido nunca nos lo habría dicho, sería un secreto que se llevó a la tumba, ella y mi padre, al igual que los abortos ilegítimos de mis tías, si los hubo. ¿Cómo habría sido mi infancia si, además de la Nena y Peancha, hubiese tenido otra hermana más, Laura, casi gemela, un poco más pequeña que yo? Haber nacido entre dos hermanas mimosas que me hubiesen amariconado un poquito más. Me habrían hecho hueco para jugar con sus muñecas en lugar de tirachinas, y habrían suavizado con sus flujos vaginales el exceso de testosterona y lefa que corría y resbalaba por los pasillos de la casa. Yo siempre quise ser lesbiana, lo descubrí a los veinte años. Me gustaban las mujeres, y que a mí me acariciaran las mujeres como a otra mujer. Mujer contra mujer, la rebelión de las hormonas. Lástima que Marcelo nunca me gustó, ni Manolito, ni Antonio, ni Morera, ni Luis, ni Mario, ni Fabián. Habríamos hecho locuras en el cuarto oscuro del El Refugio y en la fiesta de la espuma, a calzón quitado.

En Barcelona, y luego en Madrid, desde la muerte de Franco hasta siete años después, Deme y yo compartimos escasez y paro. No llegamos a pasar hambre, eso nunca, pero sí monotonía de pan y patatas. Yo escribía artículos para la revista Exprés Español, que se editaba en Alemania y se distribuía clandestinamente en España. Pagaban poco y tarde, pero pagaban. También daba clases extraescolares dentro del colegio San Felip Neri, en el barrio gótico. No llegaba ni a medio sueldo. Pero Deme tenía más suerte. Pudo trabajar a jornada completa en Correos, durante las navidades, y el Galerías Preciados durante las rebajas de enero y julio. Y más tarde, ya en Madrid, de higienista dental y enfermera en la clínica dental de dos argentinos, Walter y Graciela, en el barrio de la Concepción. Yo conseguí apenas medios trabajos en la Librería Naos de la calle Quintana, poniendo cervezas y copas en el bar de Pipo los fines de semana, organizando encuentros literarios, y redactando y dibujando cartas astrales para mis amigos y sus hijos. Mi sueldo, sumando todo lo que hiciera, nunca llegaba ni para pagar la mitad del alquiler. El grueso de los ingresos venía del trabajo de Deme. Siempre fue así. A nosotros no nos importaba, porque éramos anarquistas, militábamos en Mujeres Libres y en la CNT, y más tarde en la CGT.

En un viaje a Cuenca, en el coche de Manolo Oliveira, el que después me pasó el trabajo de la librería Naos al heredar la editorial Gredos, recogimos a unos argentinos haciendo autostop, Viviana y Claudio. Nosotros íbamos a recoger una moto Lambretta plateada que nos regalaba Tomás, el hermano de Deme. Ellos eran turistas mochileros, y querían visitar el nacimiento del río Cuervo, las casas colgantes de Cuenca, y las piedras de la Ciudad Encantada. Nos hicimos amigos, por supuesto. Con el tiempo Viviana, psicóloga, fue mi primera psicoanalista. No me cobró nada hasta que consiguiera trabajo. Cuando me empezaron a pagar en la librería Naos, empecé a pagar mis sesiones. No fueron muchos meses. Pagaba tan poco por mi análisis que Viviana finalmente se buscó la excusa de que tenía que derivarme a otro psicólogo que no fuera amigo, y que además tuviera más experiencia. Yo no podía pagar, y hasta veinte años más tarde no retomé las sesiones de análisis con el doctor Blanco.

Todo esto tiene que ver, esta larga introducción, donde el factor esencial es el económico, con la dificultad que tuve entonces para conciliar el hecho de ser varón, la masculinidad, con la menor ganancia de dinero. Yo no lo sabía, ni siquiera lo podría haber admitido, pero pasados los años creo que hubo una huella invisible, una herida en la autoestima, al mismo tiempo que una rebelión contra las funciones y estereotipos masculino y femenino impuestos desde generaciones anteriores. Si en el modelo anterior de pareja, él trabajaba y ganaba dinero para mantener el núcleo familiar, mientras ella organizaba la casa, como nuestros padres; en el nuestro las cosas tenían que cambiar, eran distintas, fueron distintas, y nos alegrábamos por ello. Aute cantaba por aquel entonces la división del trabajo que nos habíamos otorgado a nosotros mismos:

 

Nos ocupamos del mar,
y tenemos dividida la tarea:
ella cuida de las olas
yo vigilo la marea.

Es cansado, por eso al llegar la noche
ella descansa a mi lado
y mi voz en su costado.

Todas las cosas tratamos
cada uno según es nuestro talante:
yo lo que tiene importancia,
ella todo lo importante.


La propiedad privada tenía que abolirse. Nadie podía ser rico sin haber robado. Yo dibujaba y vendía carteles de una litografía de la Guerra Civil con un mensaje que decía: El pan no se mendiga: se arranca.

 


 

066

ÉRAMOS INSOBORNABLES. ÉRAMOS indestructibles. Pero también éramos vulnerables, y no lo sabíamos. La propiedad privada no se podía ejercer sobre la propia pareja, sobre la compañera, eso ya sería el colmo. Agustín García Calvo escribía, y Amancio Prada cantaba, aquello de:

 

Libre te quiero,
como arroyo que brinca
de peña en peña.
Pero no mía.
Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera.

 

Y lo llevábamos a su cumplimiento con disciplina de soldados vietnamitas. Hasta que Deme no fue solo mía, ni de ella misma siquiera, sino del azar y las circunstancias. Un amante esporádico en las Ramblas de Barcelona, de los que vendían en una mesita plegable pulseras y abalorios de artesanía indígena, fabricados por él mismo, exiliado porteño. Luego un director de cine chileno, no sé si Patricio Guzmán, algo me suena. Y más tarde un italiano, Paolo, que se hacía pasar por homosexual en un viaje a Tailandia. También un pintor con su hijo, de viaje a Italia con Rosa. Y un adolescente llorón, con bicicleta y casco, escondido bajo la cama. Y un bohemio con chiringuito de playa, en Alicante.

Los primeros fueron los más dolorosos, por la aparición de un dolor incomprensible. ¿Cómo era posible que doliera tanto, que escociera tanto una infidelidad consentida? ¿Acaso no imaginamos incluso intercambios de parejas con Viví y José Antonio, o con Montse y Salva? ¿Acaso no nos habría gustado hacer tríos con Carmen Morente, o Sandra? ¿Por qué dolía tanto aquello que nunca podría llamarse infidelidad, ni engaño? ¿No era verdad entonces eso de que la propiedad privada sobre el cuerpo del otro estaba abolida? ¿Seguía existiendo, y doliendo, por más que quisiéramos negarlo?

Yo no puedo decir que no tratara de curarme las heridas del modo más tradicional: sexo a mansalva, casi siempre insatisfactorio. La jodienda no tiene enmienda. Por más que yo follara con todo lo que se moviera, el dolor no desaparecía. Yo no podía entender, y casi que sigo sin entenderlo, por qué razón Deme me lo tenía que contar, con detalles. Por qué tenía que dejar tantos rastros evidentes de sus amores furtivos.

Solo muchos años después lo supe: en realidad me buscaba a mí, me llamaba, me reclamaba, de esa manera tan rara y torcida que era la de acostarse con otros para luego contármelo. Para que la viera. Para que la descubriera. Para que la echara de menos. El amor y las relaciones son tan retorcidas, tan envenenadas, que es raro que la humanidad no se haya extinguido ya entre sacudidas de pollas y coños.

Al final llegamos a un trato: tuve que prohibirle follar con otros, a no ser que lo hiciera con tal exquisita invisibilidad, que yo nunca me enterara jamás. Ni podía dejar rastros, ni llamarme en un acto fallido con el nombre de otro, como ya había pasado, ni contárselo a quien ella sabía que después me lo contaría a mí, que también había sucedido. Si su objetivo era follar con otros para que yo lo supiera, la fiesta se había acabado. Y además, yo sí que me cepillaría a las que quisiera, y ella no se enteraría. Ojos que no ven, corazón que no siente. Si no era capaz de eso, a tomar por culo, rompíamos la relación y nos separábamos.

Nos separamos varias veces, cinco o seis. Unas veces me fui a vivir a casa de Jorge, en Avenida de América, otras a casa de Asunción Rebés, al otro lado de la M-30. Cuando llegó la definitiva, ya nadie se lo creía, pensaban que era una más. Yo también. ¿Qué habría pasado si se hubiese quedado embarazada una vez más, después de separados? Habríamos decido, sin duda, que el aborto era la única salida, y esa habría sido la firma definitiva de la separación. Un aborto en la clínica Quirón, en Sor Ángela de la Cruz, cerca de doctor Fleming. Yo me quedaría con Elías mientras ella iría a la clínica a hacerse el legrado. Me diría que el feto era una niña. La hija que no tuve, la hermana de Elías, Malena, que ahora tendría treinta y dos años, y quizá dos hijos, y uno más en camino, los otros nietos que no existieron. Después de eso, de la navaja recorriendo mi cuerpo al tiempo que le hacían el raspado a ella. Después me fui a Nueva York con billete solo de ida, sin vuelta, a cambiar de vida, a otro universo, a tomar por culo.

No sé cómo se sobrevive a un aborto, tanto el padre como la madre. Quizá la madre más, no lo puedo saber a ciencia cierta. Hay una parte propia que muere con el feto, la amputación de una vida que no es solo la que no nace, sino la que no comparte y convive años y años con sus padres, con sus hermanos, porque nunca existió. Una vida que, al no existir, deja un cráter imposible de llenar, un agujero infinito, y la sensación eterna de tener unas hojillas de afeitar arañando la piel, desangrándola poco a poco, borrando a cada instante las memorias de lo que no ha existido, de lo que no has vivido, de los miles de instantes devorados por la ausencia, pero que estaba allí, de camino, empujando en el bajo vientre de una madre embarazada.

Sigo pensando que tiene que haber un universo paralelo, o unos cuantos en realidad, donde se desarrollan las vidas que nunca existieron. Y no me refiero solo a las nonatas, sino también a las nuestras que pudimos haber vivido si hubiéramos seleccionado otras opciones, si hubiéramos viajado a otros lugares, si no hubiéramos renunciado a ciertos sueños, si hubiéramos abierto esa puerta, y cerrado aquella.

 


 

067

BEA Y YO vamos a poner la casa en venta. Queremos vivir en otros lugares, otras vidas. Vivir tres meses, o un año, en Atenas. Otros tres meses, o seis, en Berlín, Bangkok, Nueva York, Penang, Alicante, Sydney, Gijón, Oporto, Copenague, Bolonia, Kuala Lumpur, Helsinki, Marrakech, Pangkor, Budapest, Cádiz, Estambul, Tokio, Dublín, Hanoi, Toronto, Salvador de Bahía, Puerto Limón, Luang Prabang, Ciudad del Cabo, Córdoba, San Diego, Donosti. No tenemos años suficientes para vivir en todos esos lugares, y unos cuantos más.

Nos queda la duda de si comprar una casa refugio, para los momentos en los que no estemos de viaje, o si alquilarla. Bea dice comprarla, yo digo alquilarla. No nos damos más de diez años de vida, a contar desde ahora, y se trata de vivirlo lo mejor posible, de gastarnos el dinero del banco y de la casa. Dilapidarlo, pero a ritmo lento. Los primeros años, los cinco primeros años, los próximos, deberían que ser los que más viajes acumularan, porque aún tenemos fuerzas, somos menos viejos, con mejor movilidad física. Cruceros, vuelta al mundo, barcos fluviales, ciudades, campos, playas y montañas. Necesitamos sesenta mil euros al año, y por la casa nos podrían dar quizá ochocientos mil. Nos da de sobra, con un colchón de hasta cuatro años si fuera necesario. Yo no voy a vivir más allá de los ochenta. Ni loco. No quiero, directamente. Veo a mis hermanos, a mis amigos, a mis vecinos, y sé que soñar con maravillas después de los ochenta es un espejismo que ni con siete pastillas de LSD se alcanza. Seamos realistas: disfrutemos lo posible, y luego muramos en paz, sin dolor, con plenitud, y sin dar el coñazo a la familia, que no tiene la culpa. Tampoco dejaremos herencia, a no ser que sea la herencia inmaterial del modo de vivir y morir, y la calderilla de los derechos de autor. No la necesitan, por fortuna.

Ya estamos viendo casas posibles. Después de veinte años viviendo en chalets independientes, con jardín y sin vecinos, y con vistas generosas al mar y a horizontes distantes, no podemos vivir en pisos de interior, ni en calles estrechas, ni con vecinos en el techo. Como poco, un ático de un edificio alto. O una casa independiente, un chalet, con un jardín pequeño y vistas a lo que sea, montaña, mar o desierto. Sin vecinos ruidosos. Sin perros ladradores. Sin malvados maleantes en los alrededores. Puede ser una casita en el bosque, a las afueras de una ciudad, o un ático en el casco viejo. De alquiler podríamos pagar hasta mil seiscientos euros al mes, que es mucho en España, muchísimo en Asia, y demasiado justo en Nueva York. Y viajar. Y disfrutar. Y cambiar. Y descubrir.

Tal vez escribir. O leer. O escuchar música con los ojos cerrados. O recortar las ramas del bonsái. O tumbarse en una hamaca colgada bajo una acacia.

Germán Solís, de la Escuela de Escritores, me dice que es el primer caso que conoce de alguien que calcula cómo gastarse el dinero antes de morir, que planifica el final restando, gastando, el lugar de ahorrar para poder tener una vejez desahogada, sin apreturas económicas. Yo tampoco he conocido a nadie así, pero estoy más que seguro que los hay y los ha habido. Tal vez no sea el mayor porcentaje dentro de la población, porque el miedo manda mucho.

En Japón el bosque Aokigahara es conocido como el bosque de los suicidios. Está situado en la base del monte Fuji, y se conoce también por el sobrenombre de Jukai, o “mar de árboles”. Desde hace décadas los que quieren suicidarse prefieren hacerlo dentro de ese bosque silencioso, con pastillas o con una soga. Los esquimales, cuando ya eran demasiado viejos para ser útiles, se marchaban por su propio pie para recibir en los hielos el abrazo del frío mortal.

En Japón, había pueblos que conducían a sus ancianos de setenta años a la cima de una montaña, donde se creía que habitaban las divinidades, y los abandonaban a su suerte, en manos de los dioses y del frío.

Algunas culturas adoptan la decisión de no esperar a la muerte, sino de salirle al paso. Morir de forma natural en la vejez les parece una profanación, un acto de cobardía, una vergüenza capaz de despertar las iras divinas, y de hacer caer en desgracia a una familia. En La balada de Narayama, una mujer, Orín, la abuela de la casa del árbol, de la familia Tatsue, a punto de cumplir setenta años, fecha límite de la vida, espera contenta que llegue el momento de su muerte. Como tiene una salud excelente, se arranca los dientes poco a poco para poder ser considerada inútil, y justificar así su traslado a la cima del monte Narayama. Allí morirá de frío, y dejará hueco en la mesa para el nuevo hijo de Tatsue, que vendrá a sustituirla. Dejar espacio, cuencos de arroz y tareas a los que tienen que llegar. Setenta años es el límite, según la tradición japonesa. Mis siete hermanos mayores ya han cumplido los setenta. Solo quedamos los tres pequeños, haciendo las maletas a regañadientes.


 

068

SIEMPRE ME ENTRA la duda del desorden de la memoria. La vida es sucesiva, consecutiva, diacrónica, obediente a las agujas el reloj; pero la memoria es sincrónica, llena de agujeros negros, pozos profundos que se tragan los recuerdos, y agujeros de gusano, puentes de Einstein-Rosen que nos transportan a distintas épocas, y conectan hechos distantes, sinapsis temporales, anagnórisis a destiempo, más vale tarde que nunca.

Mi mesa de trabajo está desordenada, atiborrada. Los cajones de mi mesa también. Sé que es lo que hay en cada hueco, y más o menos dónde está cada cosa. A veces tardo un poco en encontrar la insulina, o una goma, la tarjeta de la Seguridad Social, el estudio de personajes que hice para la última novela, el boli rojo, pero al final lo encuentro. Casi siempre. Yo soy mi mesa. Mi memoria es una lagartija, un saltamontes que conecta décadas, resucita muertos y le quita de un zarpazo la máscara al guerrero del antifaz.

Tengo recuerdos fragmentados, y muchos, muchísimos, que ya se han perdido. Debería echarlos de menos, pero es que no los recuerdo. ¿Y si de verdad han dejado de existir, si son irrecuperables, no nos queda tan siquiera la huella en los sueños, en los actos fallidos, en las respuestas automáticas ordenadas desde el hipotálamo, como el reflejo de lucha, o huida? Sé que he vivido vidas que no recuerdo, y sé que Freud advertía que olvidamos recuerdos como mecanismo de defensa, para evitar el sufrimiento. No sé si es amnesia, Alzheimer, o simple mecanismo de protección del inconsciente. Otra vez viene Borges, en Límites, a recordarnos el olvido con endecasílabos:

 

Si para todo hay término y hay tasa

y última vez y nunca más y olvido

¿quién nos dirá de quién, en esta casa,

sin saberlo, nos hemos despedido?

[...]

Para siempre cerraste alguna puerta

y hay un espejo que te aguarda en vano;

[...]

Hay, entre todas tus memorias, una

que se ha perdido irreparablemente;

[...]

Creo en el alba oír un atareado

rumor de multitudes que se alejan;

son lo que me ha querido y olvidado;

espacio y tiempo y Borges ya me dejan.

 

Así que no sé si estoy tratando de justificar el desorden de estos párrafos, echándole la culpa a que reflejan en su estructura laberinto el caos mismo de la memoria, o si mi escritura ahora mismo es un ejemplo de inconsistencia, timón roto, palos de ciego, pero en todo caso el resultado es este que estás leyendo, una amalgama de recuerdos, desvaríos, hipótesis, sinapsis y desencuentros. Si no refleja la vida en su orden cronológico y sensato, puede que muestre el sótano, el inconsciente al final del camino. Trato de decir lo que no puede ser dicho, porque siempre será reprimido y censurado, a no ser que sea de este modo tramposo, confuso, por la espalda, a traición, borracho de palabras.

Lo que no sé, y de algún modo me sorprende, es por qué los fragmentos de memoria o de fantasía en mundos paralelos, surgen en forma de escenas nítidas, autónomas, casi desconectadas de su pasado y su futuro, a pesar de ser símbolos más que visibles de la vida que relatan. 

 

He buscado en Facebook a Viví Sanjurjo, mi gran amiga desde la adolescencia, para mandarle un ejemplar dedicado de En otra piel. Le encontré, aunque hace bastante que no usa el Facebook, como le pasa a Elías o a Jorge. Bueno, le dejé un mensaje, que no sabía si leería. Pensé en enviarle de todos modos el libro a Víctor Andrés Belaunde, 22, 28016-Madrid, donde vivía desde que nació, y donde seguía la última vez que la vi, en su cincuenta cumpleaños, recién casada con Claudio. Pero pensé, a lo mejor se había mudado a un sitio más cálido, como yo. Así que la busqué en Google, y me encontré que colaboraba con un equipo de terapeutas de Gestalt en Granada.

Vale, pues ahí se lo mando. Antes llamé por teléfono, para confirmar que trabajaba allí. Qué guay, se ha ido a vivir a Granada, una ciudad preciosa. Pero no me cogieron el teléfono. Seguí buscando, y vi que colaboraba, con foto y todo, con un gabinete de terapeutas de Murcia. Coño, se fue a Murcia. A no ser que vaya dando cursos por ahí, como yo, o como mi sobrino Alex. Tampoco me cogieron el teléfono allí. La hora de la comida. Qué desastre. Pero al fin encontré un tercer dato, en la Asociación de Gestalt de Madrid. Una nota escueta que decía:

 

“8 de febrero de 2018. Ha fallecido Mª Victoria Sanjurjo. Queridos colegas, Hoy Viví, Victoria Sanjurjo, nos ha dejado, se ha ido, por fin ha descansado, tras varios meses de dura lucha con la enfermedad. ¿Quién no conoce a Viví en la asociación? Quizás los nuevos. Viví para los de toda la vida era eso, Viví, revoltosa, ruidosa, divertida, rebelde, rigurosa, estudiosa y un sinfín de cosas más, por las que se hacía querer y por las que la queríamos. Luchadora infatigable y contadora de historias, siempre tenía algo con lo que sorprenderte. ¡Te queremos Viví, allá donde estés ahora! El velatorio está situado en el Tanatorio de La Paz, km 20 de la carretera de Colmenar Viejo (M-607) Madrid, y mañana se celebrará una misa en la capilla del tanatorio a las 12h.”

 

Y ahora no sé qué hacer con el libro dedicado, ni con mi luto. No se murió ayer, sino hace cuatro años y medio. ¿Cómo se maneja el luto o la pérdida de alguien que murió hace cuatro años y medio? No, Viví no era alguien desconocido. Viví fue mi amiga más amiga desde los trece hasta los diecisiete, toda la adolescencia, cuando me convertí en lo que soy ahora.

El primer beso. La primera amiga. Los guateques, las excursiones, los viajes, los amigos, la pandilla, su casa, sus padres, sus dos hermanos Lolo y Joaquín, sus amigas Mª Ángeles, Leticia Spinoza, Marisa Buzón. Viví en Guisando, en el río, con José Antonio y Deme. Viví en el salón de su casa. Los guateques. Los amigos comunes, Josema Fortes y Rafa, Marisa Buzón, Barsén Valdecantos, José Antonio Ruiz de novio, Mariano de los Ríos, Juan Antonio Durán, el tío Danilo Hernández, Enrique Mondi, Luis Buzón, Ana y su hermana Rosa García Camarillo, Pablo el del kiosco, Javier Ponce, el ecuatoriano guapo, Míchel Melcón a la batería, la falda de cuero negro de Viví, los cigarrillos compartidos, el grupo de los Mad-ones y los Egg-men. El piso donde vivía, 5ºA, y luego el 5ºB. Juanito, el portero de su casa. El laboratorio de fotografía. Las fiestas, las sesiones con yumbina, las de astrología, los astrólogos amigos, Irina, José Luis de Pablos en su piso de Ópera, Mª Dolores de Pablos. Entresijos, las primeras revistas en papel sobre astrología. El nacimiento de Elías en el Clínico, jugando con sus cartas de tarot. Su divorcio con José Antonio. Un verano en su casa tirado en una colchoneta en su salón. Andrés Sorel en su casa. El pueblo de Huesca, Ayerbe, en verano. El año que no hablé con ella porque no quiso bailar conmigo una canción y me sentí rechazado. Viví en Pintor Ribera, con Jaime, con Zalo, con Nacho. Viví estudiando Geografía. Viví dando clases de tarot a Flor Carrillo. Claudio Naranjo y la Gestalt. Viví casada con el taxista. Viví muerta. Tu puta madre.

 


 

069

TAL VEZ TENDRÍA que empezar a pensar en la autobiografía desmadrada, deconstruida, exagerada a veces, confusa en otras, mezclada entre distintos personajes. Mi vida paralela, la vida fantaseada, la vida temida, la vida no vivida, la vida recordada de modo distinto por mí y por los otros.

Apenas tengo recuerdos anteriores a los siete años, pero los podría reconstruir, como hace el autor de Las cenizas de Ángela, que no me creo que tenga esa memoria de cuando era así de pequeño. Yo me lo invento, lo imagino, lo reconstruyo, y tú te lo crees. Como Javier Marías, muerto con setenta años, apenas tres más que yo ahora.

Es un buen proyecto, porque eso limpiará la cabeza de fantasmas. Necesito conjurar fantasmas. Asesinar mucho, antes de que se mueran todos por su cuenta, porque es mucho más difícil matar a un muerto que a un vivo. Matar a los muertos parece un acto de venganza a destiempo, aprovechando que no se puede defender. Pero tendré que hacerlo, porque la mitad de los que conocí ya están o muertos o de camino, apuntando su nombre en la lista de los difuntos. Yo estoy entre ellos.

Empiezo a ver la serie francesa Las mariposas negras, desconfiando, porque a veces, demasiadas veces, los franceses se ponen en plan plasta, lento, con humor antiguo, de los de Louis de Funes, o de diálogos costumbristas imposibles, y me cargan. Pero no, mira tú, aunque es un típico escrito dentro del escrito, cuaderno encontrado, encargo de escritura a un novelista bloqueado, la historia de dentro empieza bien, fuerte, intensa. Mola. Luego juega a una historia secundaria que ni fu ni fa, que en algún momento se engarzará con la principal, y hasta con la del narrador (que hace de marco), pero bueno, eso será en los siguientes capítulos. De momento los dos personajes outsiders que se enamoran y se apoyan, y son violados y asesinan, van bien. A hostias, así hay que empezar las historias. Si no, ¿para qué?

Me presento a un premio absurdo, de autobiografías, en México. Por tocar las pelotas, na más, porque el premio es de cincuenta euros. ¿Tú estás tonto, o qué te pasa? Y yo qué sé. Me la pela. No es por los cincuenta euros, desde luego (el banco se los queda, sin más, como gane y pretendan pagarme), sino por gastar circuitos de Internet, y horas de lectura de alguien en algún lugar. Repito: que no lo sé. Yo escribo, me presento, y sigo. Eso es lo mío. Escribo, y lo lanzo. Me lo quito de en medio, lo escupo al espacio, o en una botella al mar. Lo rechazo, lo extraño, lo destierro, lo aborto, le doy pasaporte, lo echo de casa. Que te vayas, joder, pesao.

La autobiografía a puñetazos me apetece. ¿Tendría que sacar mis comecocos? ¿Tendría que vaciarme? Ya sé que no es para nadie, ni siquiera para los que retrato, o mato, o insulto dentro de sus páginas hipotéticas. Sería para mí, entonces. Para saber más de mí, a través del desnudamiento y del desbordamiento y la deconstrucción. ¿Y para qué? ¿Y para qué? ¿Y para qué? (Tengo que decirlo tres veces, sí, para que la repetición intensifique la indignación de la pregunta). Yo que sé. Porque sí. Porque es lo que sé hacer. Porque eso es lo que soy, cada vez más dolor y menos futuro. Cada vez más amnesia, y más cadáveres a mi alrededor. Tal vez yo soy el muerto, el psicólogo de El sexto sentido.

 

Yo no me di cuenta, o no supe, que mi padre fue durante toda su vida algo asustadizo, de color gris, inseguro y descafeinado hasta que lo vi reflejado en mí mismo, y supe que lo había heredado, que estaba en mis genes, cosido a la espiral de mi ADN. Qué decepción. Pero saber que mi padre había triunfado en la vida, al menos todo lo que un ser mediocre puede triunfar, también me dio ánimos para seguir su ejemplo. Si mi padre, con tan poca aptitud para el triunfo, había conseguido ser vicerrector de la Universidad de Santander, decano de una Escuela de Ingenieros de Caminos, publicar dos libros gordos sobre hormigón armado y pretensado, casarse con el zorrón de mi madre, y tener diez hijos y 25 nietos, sin perder la dignidad, yo también podía hacerlo. Yo también lo hice.

Bueno, lo de los diez hijos no, que con uno, Elías, ya me pareció que tenía más que suficiente. Y hasta me pareció que uno eran muchos. Lo de los libros, en cambio, lo compensé con creces, porque aunque a mí me salen 31, según los cálculos de Cedro son 79. Se pasan mucho los de Cedro, te lo digo yo.

Viajar también he viajado un poco más. Digamos que seis veces más, porque he pisado sesenta países en los cinco continentes, y él apenas estuvo en diez.

Él hacía puentes. Bueno, el diseño de los puentes, no lo puentes en sí, físicamente. El software. Con ello conseguía unir y acercar dos puntos que hasta ese momento estaban más distantes. Acortaba distancias. Facilitaba encuentros e intercambios.

Yo también. Mis libros son puentes entre lectores y personajes, entre el mundo de los lectores y el mundo, muy distinto, de los personajes de mis novelas. Tiendo puentes hacia otros mundos, otros modos de pensar y de resolver conflictos.

Mi padre escribió dos libros para enseñar a futuros ingenieros cómo diseñar los puentes que se construirán en el futuro. Un manual de técnicas de construcción.

Yo escribí un Manual de técnicas narrativas para futuros escritores, para que aprendan a escribir novelas, cuentos, y hasta haikus que funcionen como puentes sintácticos de las ideas.

Mi padre me enseñó a escribir, pero él nunca lo supo. Ni yo lo supe tampoco. Hasta ahora.

¿Es esto una competición entre hijo y padre, a ver quién la tiene más larga? Pues claro que sí, vaya descubrimiento.

De niño adoraba a mi padre, era el más listo, el más guapo, y el que mejor olía de entre todos los padres del mundo. Luego lo odié. Sentí que me había traicionado. Bueno, tampoco es tan raro que pensara eso si me había echado de casa a los veinte años, cuando en esa época, 1975, aún era menor de edad y apenas había salido de la adolescencia. Ahora, muerto el perro se acabó la rabia, y me doy cuenta de que mi padre no era ni bueno ni malo, sino solo miedoso; y que no era ni blanco ni negro, sino gris. Como yo: miedoso y gris. Eso me reconcilia con él, estamos hechos de la misma pasta, dos caras idénticas de la misma moneda, porque de los mansos será el reino de los cielos, la gloria, la cornucopia. Él, con sus limitaciones, que fueron muchas y variadas, llegó mucho más allá de lo que cualquiera hubiera esperado de él. Yo, con las mismas dudas y torpezas, repetí el modelo, y triunfé en lo que es más difícil de conseguir: he sido feliz. Que me quiten lo bailado.


 

070

FRANK MACCOURT CUENTA en Las cenizas de Ángela toda una infancia detallada gracias a una memoria más que envidiable. El libro es magnífico, desde luego, pero no me creo que se acuerde de todo eso. Así que el libro es mentira. Pero es mejor. No tiene por qué ser verdad, sino ser creíble, consistente. ¿Es una autobiografía falsa? Ja. Como si las otras no lo fueran. Como si existiera, en realidad, una autobiografía verdadera. Ni aun citando a Karl Ove Knausgärd, Annie Ernaux y Charles Bukowski. Ni aun queriendo, vaya. Así pues, si renuncio de antemano a la posibilidad de escribir una autobiografía fiel a la realidad, que por cierto, es tan múltiple y simultánea como ojos que la observan. Podría empezar a reconstruir mi infancia con mentiras. La verdad de las mentiras, que decía Vargas Llosa.

En la terraza de cemento y ladrillo que daba al gigantesco patio de nuestra casa, en Goya 118, sobrevolando el techo a dos aguas de un aparcamiento que llegaba hasta las orillas del edificio de enfrente, de la calle Povedilla, había un tragabolas, con una trampilla de madera pintada de verde oscuro. Salud, o cualquiera, podía levantar la trampilla, y tirar por ella la basura, o lo que sea. Los restos de comida, sin bolsa de plástico que lo contenga, se tiraban directamente por ese desagüe de sólidos. El olor a podrido y descomposición era intenso en al menos dos metros alrededor. En la pared de enfrente, al otro lado del patio gigante, en el otro edificio, había una mancha gris en la pared blanca de tres pisos de altura, y su forma recordaba a un pulpo gigantesco que me amenazaba las noches de insomnio.

Con las páginas satinadas del ABC dominical hacíamos flotas de barcos, armadas invencibles que navegaban por el pasillo rumbo a la cocina. A la cabeza iba la nave del almirante, la portada del ABC, a todo color. Al fondo del pasillo esperaba Jorge con su almacén, una santa Bárbara de sandalias y zapatillas. Al grito suicida de “¡Medina Sidonia!”, Jorge entraba en furia, y empezaba a descargar su arsenal de zapatos sobre la valiente flota de barcos. Una escabechina.

 

El doctor Blanco, mi psicoanalista, durante los primeros tres años, tres sesiones por semana, me escuchaba desde atrás, desde la pequeña butaca de pana verde que colocaba en la penumbra, junto a la cabecera del diván donde me tumbaba. Yo no lo veía, solo oía de vez en cuando su voz, que provenía de un mundo oscuro un poco más allá del hipotálamo.

—¿Qué cree usted que significa ese sueño que acaba de contarme? —me preguntaba.

Y yo trataba de desmontar las imágenes oníricas, interpretarlas. Así aprendí a leer por segunda vez: La m con la a, ma. El desnudo en plena calle, la vulnerabilidad.

 

Fue mi amigo Alfonso Fernández Burgos el que me dijo que hay que leer las equis del discurso del diván, del monólogo, casi fluir de la conciencia, que uno deja escapar tumbado en el diván del psicoanalista.

—Se leen las equis. Tú vas hablando y hablando, soltando un hilo de palabras que no se interrumpe apenas. Vas contando sueños, anécdotas, ideas que te asaltan, recuerdos, quejas, deseos, discusiones. Y no importa lo que digas, sino las equis que se repiten, el ruido de fondo, lo que no dices de modo directo, pero que se te escapa, los actos fallidos, que se repiten en el discurso: l k j x a s d j x o i q u w e q n x j k l s o l k x l o i u o a s d j x r t.

No es una repetición literal, sino analogías. Son actos metafóricos que desnudan la realidad, la verdad oculta. Como en aquel chiste viejo y malo:

—Caramba, Follardo, cuánto tiempo sin verte.

—Me llamo Gerardo.

—Uy, perdón. No sé en qué estaría pensando.

 

Mi infancia anterior a los ocho años son mitad recuerdos reales, y mitad visiones de fotos y películas de ocho milímetros en blanco y negro, comentadas por mis padres y hermanos en reuniones de salón, con los álbumes de fotos y el proyector de cine mudo frente a la pantalla con trípode. La manada se reunía después de cenar, con la tripa llena, y se jaleaba en las fotos a los gloriosos soldados que montaban bicicleta sin manos, hacían piruetas, se colgaban de los árboles, y le sacaban la lengua a la cámara. Éramos la flor y nata de la juventud sana, que cantaba Montañas nevadas,/ banderas al viento,/ el alma tranquila./ Yo sabré vencer.

En el cuarto de baño de Goya 118, en el costado inferior de la bañera, pegando al suelo, había una baldosa suelta, que acabó siendo una baldosa ausente. Detrás de la baldosa había una llave de paso, y un agujero negro que recorría el subsuelo de la bañera. Un nido de monstruos, el origen de las manos que te podían agarrar por los tobillos y arrastrarte a lo más oscuro si te pillaba desprevenido. Si me castigaban encerrado en el cuarto de baño, solo podía quedarme mirando fijamente el origen oscuro del miedo, la baldosa rota, el agujero abismal detrás del cual solo podía haber oscuridad, arañas, gusanos, terror y silencio. El sótano húmedo del subconsciente.


 

071

HABLO CON JAIME por teléfono. Está hecho un lío. Lleva nueve meses separado de Rosa, incluso han firmado el divorcio, pero sigue dudando de si ha hecho bien o no al separarse.

—Yo tenía una familia estupenda —me dice—. Una mujer que me quería, cuatro hijos, una casa que diseñé yo mismo, y ahora no tengo nada.

Le digo que la madre de Bea también es estupenda, que se quieren mucho, pero que no podrían vivir juntas. Son incompatibles.

—Pero me siento responsable del dolor que le provoco a Rosa —me dice Jaime—. Si yo volviera, ella sería feliz, como antes.

—Y tú no, como antes.

—Ya. Bueno, yo tampoco era infeliz —reconoce—. Solo a veces necesitaba un poco de aire —y empieza a reescribir la historia del pasado sin darse cuenta.

Le digo que es como si un león hambriento quisiera comerle, y él se sintiera responsable por matarle de hambre al no dejarse comer.

—No es así. Rosa no me quiere comer entero. Solo un brazo —dice.

—Rosa tiene muchas cebras en la sabana para saciar el hambre —le digo—. No tiene por qué comerte un brazo, aunque sea tu brazo lo que más le gusta para desayunar. Si se muere de hambre, tú no serás el responsable. No te culpabilices.

—¿Y todo lo que he perdido? La mujer, los hijos, la casa, la tranquilidad… —se queja.

—Siempre se pierde algo, y se gana algo —le digo—. Es una transacción, no un embargo. Hay un canon que tienes que pagar. Es un toma y daca, tit for tat. Tienes que aceptar que hay que dar algo, perder algo, para conseguir otra cosa que necesitas. 

Refunfuña, e insiste en que lo pasa mal, sobre todo porque Rosa llora. No le consuela saber que la manipulación domina todos sus movimientos.

 

Creo que debería ahondar en el asunto de los hermanos espejo, los otros yo que no son sino versiones posibles en otras vidas. Lo que me molesta en ellos es casi seguro que es porque lo tengo dentro, oculto, disimulado, y me da miedo que se vea, que me descubran. Y las casas, que reflejan a sus habitantes, pero que quizá no han sido hechas por ellos, sino que son las casas las que tienen domesticados a sus dueños. Son las casas, las viviendas construidas con el tiempo, largamente vividas, las que en realidad han hecho prisioneros a sus habitantes. Son sirenas que cantan con melodías seductoras, sibilinas, hechiceras, hasta que caemos como moscas en la tela de la araña. Una casa-prisión hecha a la medida, ajustada a nuestras necesidades y gustos, para que no podamos escaparnos, no queramos escaparnos, y pensemos que no tienen cerrojos ni paredes, sino que somos libres dentro de ellas, síndrome de Estocolmo, y que podemos escaparnos siempre que queramos. ¿No dicen eso los yonquis, los que están enganchados a las drogas, que ellos lo dejan cuando quieran, que son libres, que no están pillados ni enganchados? Pues claro.

También se dice de la pareja, de la familia, del pueblo en el que vivimos, de la patria, del idioma, de nuestra religión y nuestras creencias. Somos los mejores a la hora de fabricarnos cárceles invisibles, dependencias, nudos, servidumbres. Me voy a la piscina, a ver si me aclaro con cloro.

 

Me siento delante del teclado del ordenador, y pasan dos y tres horas en las que no consigo escribir, como si tuviera un atasco, un estreñimiento feroz. Sigo sentado, esperando, porque no sé si este estreñimiento sintáctico es porque estoy a punto de decir algo oscuro, o si solo estoy seco, y ya no tengo nada más que decir. Sé que no tengo por qué escribir, por qué decir nada, añadir nada a lo que ya he dicho. A nadie le importa, nadie lo necesita, nadie me lo pide, nada va a cambiar ni en el mundo ni en sus habitantes diga lo que diga, o calle lo que calle. Y sin embargo siento la necesidad, que no es de otros sino solo mía, de hablar, de escribir, de decir, de explicar, de pontificar. Agua en un cesto, ya lo sé. Es posible que no me sirva ni a mí mismo, que lo único que esté haciendo sea levantar costras, arañar heridas, y no para curarlas, sino solo por puro masoquismo.

Haz un esfuerzo: acuérdate de lo todo lo malo que has vivido. Rescátalo del olvido en que tu inconsciente lo ha enterrado, y revívelo, recuérdalo. Etimología de recordar: re-cordis, volver a pasar por el corazón, que es donde antiguamente se pensaba que se almacenaban los recuerdos. ¿Y para qué, en concreto? ¿Es necesario, sirve de algo recordar la paliza que me dio aquel compañero de clase a los nueve años? ¿Me ayuda en algo revivir en la mente el dolor de las infidelidades? ¿Saco algo de provecho si resucito las discusiones familiares, las del trabajo, las políticas? ¿No será simple masoquismo el volver a tragar sapos y culebras?

Tengo que rebuscar, será que aún me mimo, para encontrar episodios del pasado en los que yo pueda decir: me equivoqué. No consigo ni uno. Y está claro que es imposible que no los haya, en buen número, además. No es que sean más abundantes los errores que los aciertos, puede que no, pero la idea de que no existan errores se me hace impensable. Será más fácil preguntarles a los otros, que no me tienen tanta ley como yo a mí mismo, para descubrirlos, o reconstruirlos. Y de nuevo pregunto: ¿Para qué? ¿Para quién?

 

Normalmente Bea y yo no nos molestamos al escribir. Podemos estar varias horas por la mañana, comer a toda prisa, ver un capítulo de alguna serie de Netflix, y luego regresar a la escritura sin apenas dirigirnos la palabra, excepto alguna duda gramatical, o geográfica. Casi siempre. Pero a veces no. Ahora, por ejemplo, a las 14:20 horas, yo me levanto de la silla y me voy a la cocina a preparar la comida. Alcachofas rehogadas con ajo y un huevo frito. De acuerdo.

 —¿Quieres que añada también cebolla al sofrito? —le pregunto a Bea.

Sé que a veces no le gusta la cebolla. O le gusta menos que a mí, en todo caso.

—Sí, claro, no hay problema —me dice.

Y empiezo a hacer la comida. Recuerdo que hay cebollas blancas en algún sitio, que aún no hemos usado. Encuentro una, pequeña. Perfecta. Pelo un ajo grande y lo hago láminas. Pongo la sartén grande, la blanca, al fuego, con un poco de aceite de los tomates que estaban rehidratándose y ya nos hemos terminado, y otro poco de aceite nuevo. Después pelo la capa exterior de la cebolla, la parto por la mitad y empiezo a trocearla.

Llega Bea, que estaba enfrascada en su escritura, y me regaña por usar la cebolla blanca, porque según ella esa era una cebolla especial para ensaladas. Arrugo la frente, empiezo a enfadarme. Me molesta que me interrumpan el proceso de hacer la comida, casi tanto como el de la escritura. No me importa hacerla, pero sí me importa que me compliquen e intervengan en el proceso. Yo usaré lo que quiera para hacer la comida. La cebolla blanca no tenía ninguna advertencia de uso, y la cocina es muy pequeña. ¿Cebolla para la ensalada? Hace meses, o años, que no echamos cebolla a las ensaladas. Incluso cuando vamos a la cafetería Samoga y pedimos una ensalada, le decimos:

—Sin cebolla y sin atún, por favor.

Salgo de la cocina y dejo a dentro a Bea.

—Haz tú la comida, si no te gusta cómo la hago yo.

Y me voy a mi mesa, enciendo el ordenador, y empiezo a escribir lo que estás leyendo.

¿Cuándo la pelea alrededor de media cebolla blanca al cocinar se convierte en un conflicto de pareja? ¿Cuántas cebollas hacen un divorcio? ¿Son las peleas minúsculas las que van desgastando una relación de pareja, o es la superación de una minicrisis la que hace que la relación sea más estable? ¿Nos peleamos porque nos aburrimos, y necesitamos un poco de vértigo en la relación, o es porque la vida entera sigue siendo una lucha de poder y despotismo hasta la muerte?

 


 

072

LE PREGUNTO A Raquel, mi editora de Malas Artes, si se han vendido muchos ejemplares de En otra piel. Me dice que la primera edición, de 150 ejemplares, está casi agotada. Cuarenta ejemplares los he regalado yo (aún me quedan 12), cuarenta se vendieron en la presentación de La Casa del Libro en Madrid, hace dos semanas, y pongamos que aún les sobren veinte. Eso querría decir que hay cincuenta que los han comprado por ahí, cincuenta tiros al aire, cincuenta desconocidos que tienen el libro. Sé que uno lo compró Itziar, mi prima; otro Javier, el primo de Bea; y otro más José R. Cortes, un lector especializado. Los demás son anónimos, al menos para mí.

No deja de sorprenderme que mi novela Abdel haya vendido trescientos mil ejemplares en los últimos treinta años. La semana pasada me enviaron un correo desde la editorial SM para decirme que sacaban la edición 49, con otros 6.600 ejemplares más. Lo hacen una o dos veces al año, todos los años, desde 1993. También recibí ejemplares de cortesía de la tercera edición en Alemania. No me pregunto quién lee Abdel, sus lectores son mil veces más numerosos que los de En otra piel, que están contados, numerados, controlados. Abdel es un buen libro, me alegro por él, y por mí que cobro derechos de autor desde hace treinta años, pero creo que En otra piel es mejor. Me da pena que no tenga la difusión que tiene Abdel, y no por el dinero, las regalías, sino por el mensaje que encierra, las vergüenzas que destapa.

 

Tres o cuatro veces cada noche me tengo que levantar para ir al baño, haga frío o calor, y no importa si estoy cansado o no. Es la vejez, me dice el cuerpo. Otra señal de alerta. Incontinencia urinaria. Quizá la próstata. Hiperglucemia. Casi añoro la época de los cero a los trece años, en la que me meaba todas las noches en la cama sin llegar a despertarme nunca. Solo me daba cuenta por la mañana, cuando descubría mi pijama y las sábanas aún mojadas, y un olor intenso a amoniaco flotando en el cuarto. Jaime, que dormía en la cama de al lado, nunca se quejó del olor, porque él también se meaba, aunque menos que yo, y además era más pequeño, dos años y medio menos, así que no le convenía enfrentarse a su hermano mayor, el mayor meón de la familia, si no quería llevarse un guantazo.

A lo mejor por eso escribo desde que dejé de hacerme pis en la cama. Antes escribía, protestaba, con el pito. Hasta llegar la adolescencia y descubrir que las palabras son líquidas. A partir de los trece años empecé a escribir y a eyacular, y dejé de mearme en la cama. No lo necesitaba. Ya podía hacerlo en otros lugares, en otros papeles, y hasta podía sentirme orgulloso de mis meadas, de mis escritos. Incluso me dieron premios, y pagaron dinero por lo que escribía, por lo que expulsaba de mi cuerpo, por mis fluidos corporales.

Hay donantes de sangre, donantes de semen, y donantes de tinta. Yo ya no tengo pis, ni lágrimas, ni pus, ni sangre, ni semen: solo tinta, y en esa tinta de bolígrafo, de pluma, de impresora, mezclo todos mis líquidos orgánicos que he ido vertiendo desde la cuna hasta la tumba: lágrimas, pis, sangre, pus y semen. Solo me falta el líquido amniótico, pero de ese no tengo nada, tendré que pedirlo prestado. Solo me falta quedarme preñado, y empezar a parir hijos en lugar de libros. No, gracias.

En 1990 ya tenía treinta y cinco años, y vivía solo en la calle Limonero de Madrid, un piso diminuto, pero con cuatro balcones a la calle y suelos de madera. Siempre he necesitado luz, he buscado la luz en las casas en las que he vivido.  En la calle Manuela Malasaña 33, en Madrid, tenía cuatro balcones, y en la de la plaza del Dos de Mayo de Madrid tenía cinco balcones, toda la esquina en el cuarto piso del edificio. Ahora, en Tenerife, en El Sauzal, dicen que nuestra casa es una pecera, con grandes ventanales del techo al suelo hacia los cuatro puntos cardinales: el mar al frente, y a la izquierda el Teide. Todas las tardes me siento a ver cómo muere el sol, ahogado en el horizonte del mar, y sé que algún día, más pronto que tarde, yo moriré con él, y el amanecer no volverá a iluminar la casa. No para mí.

Cuando vivía en el barrio de Tetuán, en la calle Limonero, estrenando vida de divorciado, después de separarme de Deme, un día vi unas señales de metro abandonadas en las vías. Eran señales de la parada de Sol, metálicas y romboides. Preciosas. Estaban cambiando todas las señales de las estaciones de metro, y sustituyéndolas por unas nuevas rectangulares, de madera prensada, con fondo azul. Las antiguas, las de toda la vida, irían a un vertedero municipal. Decidí llevarme una. Esperé hasta el casi cierre del metro, a la una de la noche, y regresé con una tela grande, india, de color azafrán con dibujos de árboles, y un cartón grande, del tamaño de la señal de metro, para ocultar dentro la señal del metro Sol. Cuando pasó un tren, bajé a la vía, recorrí los apenas diez metros que me separaban de las señales, y cogí una. Regresé al andén, pero vi como un pasajero del andén de enfrente hacía gestos de que me había visto, que no estaba de acuerdo, y se dirigió a la caseta que aún existía donde estaba el jefe de la estación. Salí corriendo, y busqué otro anden, otra línea. Supe que me perseguían, que me buscaban, y casi logré escaparme, llegué a estar dentro de un vagón que me alejaría de allí, pero detuvieron el convoy, y me obligaron a salir.

—¿Qué hace usted con esto? ¿Por qué se lo lleva? ¿Quién le ha dado permiso?

El jefe de estación era un hombre gordo, con bigote, de unos 55 años de edad. Estaba cansado, era el final del turno de tarde. No sabía si regañarme o denunciarme.

—Estaba tirado en el suelo. Me lo llevo para colgarlo en el salón de mi casa. Me gusta mucho —le dije.

—No es suyo. Esto es propiedad de Metro. No se lo puede llevar. Eso es un robo.

—La van a tirar, estaba en el suelo. Iba a ir a la basura. Ustedes ya no lo necesitan. Yo lo colgaré como una obra de arte en mi casa.

—Le repito que esto no es suyo. Es de la compañía Metro. A usted no le importa lo que vayan a hacer con la señal. Quizá la fundirán y será un fragmento de una nueva vía del tren.

—No lo harán. Va a ir a la basura, usted lo sabe –insistí, sabiendo que ya no iba a poder recuperarlo. Me habían pillado infraganti.

—Enséñeme su carnet de identidad —exigió el jefe de estación.

Otros dos guardias del Metro, mucho más jóvenes, los que me habían sacado del vagón de Metro, nos miraban intrigados, sin saber cómo iba a terminar aquello.

Por aquel entonces, finales de los 80, en el carné de identidad de todos los españoles se reflejaba no solo el nombre, dirección, nombre de los padres y estado civil, sino también la profesión. En mi carné ponía: “Escritor”. En mi carnet anterior ponía “Estudiante”, pero ya había terminado la carrera de Filología, y estaba decidido a ser escritor, así que desde entonces como profesión siempre he puesto “Escritor”, aunque trabajara de profesor, astrólogo, librero, editor o contable.

—En lugar de robar la señal de metro, escriba un cuento sobre eso, y deje las señales en paz —dijo el jefe de estación.

—¿No puedo llevármela? —dije, en un último intento desesperado.

—Claro que no. Váyase, si no quiere que llame a la policía.

Era ya más de la una y media, su turno había terminado, y todos estábamos cansados. A fin de cuentas, el delito no era tan grave. ¿Qué me iban a hacer, ponerme una multa? Aquel hombre tenía ganas de acabar ya de una vez su jornada laboral y meterse en la cama, así que me dejó ir. ¿Para qué perder más tiempo? ¿Acaso era yo un tipo peligroso? Me dejó marchar, con las manos vacías y sin denunciarme, pero aún echo de menos aquella señal del metro. Todavía la tendría colgada en mi salón, habría vivido conmigo el resto de la vida, y mi hijo Elías la habría heredado con gusto. Qué pena. Nunca escribí esa historia, hasta ahora, pero preferiría no tener las palabras que acabo de escribir, y sí la señal.

Regresé a casa, y dudé no solo de mis habilidades como ladrón de señales de metro, sino incluso de mi habilidad para escribir. Había publicado con otros seis poetas la 7x7 Antología en Bilbao, un par de cuentos que quedaron finalistas en algunos concursos, un libro de poemas autoeditado, Acércate al rincón de la tiniebla, con dibujos de Paco Campos y una edición de cien ejemplares, de los que aún conservo dos, y nada más. Pero era escritor. Me consideraba escritor. Lo ponía en mi carnet de identidad. ¿Dónde estaban mis libros, mis novelas?

Esa noche me forcé a escoger profesión: Si era escritor, tenía que tener al menos una novela escrita, no digo ya publicada. Y si no era capaz de escribirla, tenía que dejar de soñar, de fantasear, de fanfarronear con eso de que era escritor. Lo quitaría hasta de mi carné de identidad. A tomar por culo. Era un ultimátum.

En los tres meses siguientes escribí mi primera novela: Devuélveme el anillo, perlo cepillo. Han pasado más de treinta años, se han vendido doscientos mil ejemplares y sigue en las librerías y en los colegios como lectura obligada. Lo conseguí, llevo más de un millón de libros vendidos y treinta libros escritos, pero aún dudo de si soy escritor. Creo que todos lo hacemos.

¿Me ayudó aquel jefe de estación a convertirme en escritor? Es posible. Nunca se sabe a ciencia cierta el porqué de los caminos que recorremos.

 

 


 

073

JAIME ESTÁ CABREADO con Gonzalo, y eso que Gonzalo está muerto desde hace 28 años. Me enteré durante el último crucero que hicimos Jaime, Rosa, Coke, Lucía, Bea y yo desde Barcelona hasta Sint Marteen, en las Antillas holandesas. Qué bonitas las Antillas, qué bonito el barco, MSC Seaview, cinco mil pasajeros de los que no íbamos más que mil quinientos por las restricciones y el miedo al coronavirus, más mil setecientos tripulantes.

En el viaje, una noche Jaime me contó que Gonzalo era un cabrón, un hijo puta, una mala persona. Y que además la tenía tomada con él, con Jaime, que le puteaba, que le hacía la vida imposible. Que le intentaba robar las novias, los amigos, lo que fuera.

—Dime una chica que te guste, pero que no hayas hecho nada con ella, y yo me la follo. Venga, dime un nombre. ¿Qué nos apostamos? —decía Gonzalo.

Y a Jaime se le llevaban los demonios. Y repetía:

—Que te digo que Gonzalo era un hijo de puta, y punto.

Un día, en casa de mis padres, en el salón de Luis Martínez, hace cuarenta años, Gonzalo le dijo a Emilia, que entonces aún estaba viva y casada con Tito:

—Tito se está follando a tu hermana Noemí, que lo sepas.

 Eso era poco menos que imposible. Yo no me lo creo. ¿Tito enrollado con Noemí? No sé, no me encaja. Lo más probable es que Emilia tampoco se lo creyese del todo. Emilia tenía los huevos más grandes que los de Tito, y aquello trajo cola. Hubo movida. Faltó muy poco para que Tito no le partiera la cara a Gonzalo.

Le pregunté a Jaime:

—¿Te alegraste cuando murió Gonzalo? 

Y no quiso, o no pudo, responder. No se puede desear la muerte de un hermano, está prohibido en cualquier moral de cualquier época, es Caín y Abel, es impensable, pero de un modo no tan opaco, casi manifiesto, Jaime lo deseaba.

¿Y cómo se mueve uno por la vida deseando que tu hermano se muera? ¿Y cómo se sigue uno moviendo cuando ya está muerto, de modo prematuro? ¿Cómo se aguanta uno con la mala conciencia de haberle deseado la muerte, y de modo mágico haberlo conseguido, haber acabado con él, meterle en una tumba en el cementerio de Santander?

Quince años después hubo que sacar a Gonzalo de la tumba, porque la tierra del cementerio se movía bajo sus pies, y los féretros empezaban a emerger y quedar al descubierto. Gonzalo dando por culo después de muerto, como el Cid en Valencia luchando contra los moros. Así que lo incineraron, y su hijo Gonzalito, el marqués, fue el encargado de tirar al mar las cenizas por la borda del barco en la bahía de Santander. Fue un día de frío y viento, al atardecer, con el cielo de color casi obispal. Marta dejó rodar una lágrima por el padre al que apenas recordaba a través de las fotografías que le mostraba su madre. Coke dijo unas palabras de despedida respetuosa. Jaime pronunció un apenas audible “hasta la vista, Zalo”.

Y fue entonces cuando Gonzalo, desde el más allá, cambió el rumbo de la ventisca, en el último momento, para que todos los que estaban asomados a la borda en el estribor del barco: sus tres hijos, además de Jaime, Rosa, Coke, Tito, Lucía, Sonia, Marimé y Salud, se tragaran sus cenizas nada más abrir la caja de Pandora, la urna con sus cenizas, y se les encharcara la vista con los restos calcinados de su cuerpo. ¿Qué esperabais de él? ¿Que dibujara en el aire la sonrisa del gato de Cheshire con sus cenizas? Pues va a ser que no, claro que no.

 

Hay amigos que un día dejan de ser tus amigos, y ya no los quieres, como si fueran pompas de jabón desintegradas. A veces hay motivos: Te traicionaron sin venir a cuento, quisieron follarse a tu novia, dejaron de hacerte gracia sus chistes malos, hablaron mal de ti a tus espaldas, su forma de pensar te parecía cavernícola, su monotonía te empezó a resultar insoportable, y ya nunca pudiste dejar de bostezar a su lado. Tal vez no los abandonamos nosotros a ellos, sino que fuimos nosotros los abandonados, y aún no nos hemos dado cuenta, aún nos preguntamos qué pasó, por qué dejamos de vernos. Desaparecen sin más, sin motivo aparente. Solo se van de nuestro lado, como si fueran un sombrero que un golpe de viento nos arranca de la cabeza y se lo lleva demasiado lejos, mar adentro, donde habita el olvido.

Los amigos desaparecen sin darnos cuenta, con la misma rutina con la que se cierran y se curan las heridas. Pero siempre nos queda la cicatriz, nos queda el recuerdo. ¿Qué habrá sido de Montse y Alfredo, seguirán juntos todavía? ¿Y Barsén, habrá sido feliz, estará vivo, tendrá hijos, nietos? ¿Le seguirá gustando la música de Allman Brothers, Chicago y el flamenco? ¿Seguirá fumando porros? ¿Y qué pasó con Roberto, el argentino, y Karmele, Bedir, Eduardo, Toti, Carmen la de BUP, Andrés, Sole?

Las plantas se mueren, aunque hay dragos que viven mil años. Los perros y los gatos también se mueren, y nos da tanta pena. No tenemos que hacer nada, solo sentarnos a esperar y ver cómo mueren nuestros abuelos, nuestros tíos, nuestros padres, y a veces hasta los hermanos, la pareja, y los hijos. Aquí no se salva nadie. A no ser que trabajemos en una maternidad, a lo largo de la vida veremos más gente que muere que gente que nace. Da lo mismo que arranquemos a vivir dando gritos, y dejemos de respirar en silencio. 

 

Julián, teniente coronel del Ejército de Aire, era cuarenta años mayor que Leire. Calvo, seco, feo, piel arrugada, voz ronca, ceño fruncido y pocas palabras. Las justas, decía él. Pero Leire se enamoró de él. Nadie se explicó el porqué de ese capricho absurdo. Ni la propia Leire. Ni Julián, desde luego. Parecía como si Leire hubiese descubierto un paraíso escondido tras la espalda de Julián, un jardín botánico que sólo ella era capaz de ver y disfrutar. Y Julián era feliz con ese regalo que el capricho de los dioses le habían regalado. Cada día, en el mismo momento que Julián veía acercarse a Leire, una sonrisa asombrada se le dibujada en los labios, y Leire abría los brazos de par en par como si quisiera abrazar el mundo. Desde fuera, los observadores ajenos solo veían a un viejo y una adolescente en un juego perverso.

Julián y Leire se fabricaron dos corazas para aislarse del resto del mundo. Apenas necesitaban hablarse: con solo rozarse, con sentir la cercanía, ambos temblaban, y todos los poros de sus cuerpos comenzaban a expulsar cualquier líquido que pudieran contener: sudor, lágrimas, saliva, orines, mucosidades, sangre y, finalmente, líquidos seminales. Un aquelarre de amor y sexo. 

Amor prohibido. Tuvieron que escapar, y durante nueve meses lograron esconderse de todo y todos. Una tarde de agosto, la más caliente en los últimos cien años, fueron arrestados y juzgados por un tribunal militar convocado con urgencia. Julián fue ejecutado al amanecer, mientras Leire moría desangrada en un parto prematuro.

Nació una niña. Aunque las autoridades lo intentaron, nunca pudieron someterla. Se escapó del cuartel antes de cumplir los trece años. Unos dicen que es la primera de una nueva especie. Otros dicen que no existe. Yo creo que solo se esconde. Está esperando.

 


 

074

SI HAGO UN esfuerzo mental, sacando punta a la memoria, estrujando las neuronas, tercer grado del interrogatorio, igual que he perdido recuerdos soy capaz de tener recuerdos de lo que no ha existido. Si me los repito más de tres veces, se quedarán grabados en la memoria, y hasta podré dar todo tipo de detalles. ¿No te ha pasado nunca que dudas de si hiciste o no algo con cierto peso, con sustancia? No me refiero a comerte un plato de macarrones, sino a comerte una polla, o un conejo, por poner un ejemplo semigastronómico. A mí me pasa. Soy capaz de mentirme a mí mismo, así que no te fíes. Decía Antonio Machado en Proverbios y Cantares:

 

Se miente más de la cuenta

por falta de fantasía:

también la verdad se inventa.

[…] ¿Dijiste media verdad?

Dirán que mientes dos veces

si dices la otra mitad.

[…] En mi soledad

he visto cosas muy claras,

que no son verdad.

 

A lo mejor por eso me acuerdo del día en que murió mi hermana Laura, la pequeña. Desde que murió, no ha pasado un solo día que no me acuerde de ella, mi sombra. A veces hablo con ella, sin palabras. Le cuento mis dudas, mis mentiras, mis cabreos. Otras veces la insulto, la maldigo. Pero desde el mismo día del accidente siempre la echo de menos, siempre me falta. Si voy a contar lo que nunca he contado, tendré que empezar por ese día, a comienzos del verano. Yo aún llevaba mi pantalón corto de cuadros, y Laura su vestido rojo de lunares desteñidos. Ese día, el 28 de junio, yo quería que mi hermana aprendiera a montar en bicicleta de una vez. No podíamos pasar otro verano más sin hacer excursiones más allá de donde nos llevaran las zapatillas.

—Enrique, la bici me da miedo. Siempre me caigo —me dijo Laura.

—Yo te sujeto. Confía en mí —le dije—. Si aprendes a montar, te dejarán la bici de Milena este verano. Mamá me lo ha prometido. Nos podremos ir hasta el cruce siempre que queramos.

En casa solo teníamos mi bicicleta roja. A lo mejor era un poco grande para Laura, pero si lograba mantener el equilibrio encima de ella, las demás bicis serían aún más fáciles de manejar. Yo no podía entender cómo no sabía montar a los nueve años. Creo que ni siquiera lo intentó nunca, hasta ese día. Para todo lo demás, saltar desde diez escalones, tirarse de cabeza o desde el trampolín más alto de la piscina, subir a los árboles, lo que sea, era más lanzada que yo. Pero con la bici, no. Quizá sabía que esa era la frontera prohibida para ella, la línea roja que no debía cruzar nunca, sin saber cómo ni porqué. Yo tampoco lo sabía.

—Nos vamos a la cancha. Le voy a enseñar a Laura a montar en bici —le grité a mi madre.

—Con mucho cuidado —dijo mi madre —. Y nada de venir llorando porque se ha caído.

—Yo no voy a llorar, porque no me voy a caer —dijo Laura.

—Enrique, cuida de tu hermana. Te hago responsable. Cuidado con los coches —dijo mi madre.

Fuimos hasta la cancha de baloncesto, que a veces se usaba para jugar al frontón, y otras para fulbito. Yo iba subido en la bicicleta, muy despacio, dando vueltas alrededor de Laura, para que viera cómo mantener el equilibrio.

—Si vas demasiado despacio, el equilibrio se pierde y te caes hacia un lado. Pero en cuanto vas un poco más deprisa, ya no te caes. Es muy fácil —le dije, aunque sabía que yo también me había caído unas cuantas veces al principio.

Ya en la cancha, Laura se subió a la bicicleta, siempre con un pie en el suelo. Intentaba subir el pie y enderezar la bici, pero con la bicicleta parada era imposible. Le sujeté el manillar para que no se cayera. Laura no dejaba de mirar al suelo, a sus pies.

—Tienes que mirar al frente, no abajo —le dije.

Luego me puse detrás, y fui empujando la bici sujetando el sillín para que no se cayera. Dimos una vuelta entera a la cancha muy despacio, pero Laura no conseguía controlar el manillar, ni pedalear. Empujé más fuerte, corriendo detrás de la bicicleta.

—No mires al suelo. Sujeta el manillar. Pon los pies en los pedales —le gritaba.

Cuando ya casi no podía seguir la velocidad de la bicicleta, y me pareció que Laura ya controlaba el manillar, di un último empujón, solté el sillín y dejé que siguiera su camino. Y siguió, tambaleándose durante unos metros. No conseguía controlar el manillar, y se fue torciendo hacia la derecha, cayendo hacia el terraplén que bajaba hacia la calle.

—¡Para, para, frena! —le grité viendo el peligro.

Pero Laura estaba bloqueada, agarrotada, no sabía cómo frenar. Ni siquiera sabía cómo doblar el manillar y enderezar la bicicleta sin caerse al suelo.

Los segundos siguientes, porque no pudieron ser más de diez o quince segundos, son la película de terror que lleva dando vueltas en mi cabeza desde entonces, tanto de día como de noche, en las pesadillas.

Laura bajó a velocidad imparable hacia la carretera por la mayor pendiente de todas, atravesando el seto. No podía controlar la bicicleta.

—Tírate al suelo. Salta de la bicicleta —gritaba yo corriendo detrás de ella, sin poder alcanzarla. Si la hubiese alcanzado, le habría dado un empujón para hacerla caer.

Laura, las manos y los brazos agarrotados al manillar, sin poder girar, ni caer, llegó como una flecha sin rumbo hasta el cruce de la carretera, en el mismo momento en el que un camión de mudanzas La asturiana giraba a velocidad excesiva para encontrarse de frente con Laura y la bicicleta descontrolada.

Lo siguiente fue un ruido espantoso, un golpe seco, ruido de huesos y cristales rotos, frenazos y gritos. Y sangre, mucha sangre. Llegue apenas cinco segundos después, para arrodillarme ante el cuerpo de Laura que estaba en una postura imposible, el brazo derecho roto en el codo, los ojos abiertos de par en par, la frente sangrando como jamás he visto sangrar a nadie. El vestido de lunares se le había levantado, y mostraba las bragas blancas de algodón manchadas de sangre y restos de aceite de la furgoneta y de la carretera. Le bajé la falda del vestido para que dejara de enseñar las bragas, como si eso tuviera alguna importancia, y traté de despertarla, que diera una señal de vida, que se quejara.

— Laura, despierta, que estoy aquí. Ya pasó todo. Háblame —le dije, de modo incoherente.

Luego me separaron de su cuerpo, me sentaron el en suelo, en el bordillo de la calle, tratando de impedir que siguiera mirando a mi hermana tirada sobre el asfalto, rodeada de gente y de gritos.

Llegaron mis padres, vecinos, la ambulancia, la policía, los curiosos. Taparon a Laura con una manta color plata, la subieron a una camilla y se la llevaron en una ambulancia. A mí me preguntaron una y otra vez qué había pasado, quién era yo, quién era Laura, y yo no podía hablar. Solo podía mirar hacia la camioneta de mudanzas, sin ver a nadie, sin saber dónde estaba, ni qué había pasado, ni casi quién era yo, ni qué hacía allí, sentado en el bordillo, con una manta sobre mis hombros y la cabeza a punto de estallar.

La escena se repite una y otra vez en mi cabeza desde hace años, desde entonces. Muchos días me despierto con el ruido de un golpe seco, y creo que estoy allí, de nuevo, corriendo detrás de la bicicleta roja, y me echo a llorar, hasta que me doy cuenta de que me acabo de despertar en mi cama, y que Laura murió hace tanto tiempo que parece que nunca existió, que solo existe en mis pesadillas y en mi imaginación.

Las palabras se me quedan atrapadas en la punta de los dedos, como lefa incontinente, se agarrotan, se contaminan y se pervierten. Aleluya. El futuro de la lengua no puede estar encarcelado en la gramática ni en la pureza, sino en la turbulencia de las aguas sucias, contaminadas de vida misma, incontrolada y desesperanzada.


 

075

ALGUNA VEZ HE dicho, he pensado, que El Quijote, La Odisea, Los cuentos de Canterbury, Cuatro muertes para Lidia y Abdel son una misma novela. Road movies, idénticas a la vida: sales de aquí y llegas allá, y por el camino vives, aprendes, maduras y envejeces. Siempre es así, y así son las mejores novelas, las mejores vidas. Y me gustaría volver a escribir otra road movie, volver a vivir otra vida, que es de lo que se trata, que es el verdadero oficio de la escritura: vivir más vidas, aunque al final todas sean la misma. Zalo decía que no quería poner más años a su vida, sino poner más vida a sus años.

Escribir es vivir simultáneamente en otros universos paralelos, como viajar. ¿Será que desde que viajo mucho es lo que me hace escribir menos, porque ya estoy viviendo otros mundos, otras vidas? Desde luego, eso me pasaba mientras me psicoanalizaba, tal vez no porque estuviera viviendo otras vidas hacia afuera, sino hacia adentro, garganta adentro, a las entrañas, desentrañando la infancia y los mundos ocultos que, ya lo sabemos, están en este.

Tampoco pude escribir apenas durante los años en los que daba clases de escritura, porque los alumnos me robaban la sangre, la energía, las ganas de escribir. Ya lo hacían ellos por mí, ya vivía yo sus vidas a través de sus escritos.

 

Podría empezar a reconstruir la vida de mi abuelo Antonio Páez, que nació en 1875 en Madrid, hijo único y mimado. Con el tiempo ingresó en el ejército hasta llegar a ser un sargento bajito, rechoncho y bromista, con calva prematura, veterinario y solterón. El verano de 1912, con 33 años, se enamoró de mi abuela Carmen mientras paseaba por El Retiro. Ella estaba sentada en un banco de granito y daba de mamar con sus enormes tetas a su hijo Luis, insatisfecha y semiabandonada por su marido Luis Calero, un putero de mucho cuidado y larga trayectoria. Mi abuelo Antonio consiguió seducirla tras muchos meses de halagos y comidas que sacaba a hurtadillas de las despensas del ejército, y al fin escaparon los dos a Melilla después de una larga semana en que su marido no apareció por casa ni una sola vez.

Se instalaron a hurtadillas en el Peñón Vélez de la Gomera, Regimiento de Ingenieros nº 8, dependiente del Capitán Arenas.  En 1920 mandó construir en el centro de Melilla una pequeña casa con jardín y verjas negras de hierro fundido, que se fueron oxidando con el tiempo, y que mi padre mantuvo sin habitar hasta 1964, que por fin la vendió para pagar los 13 billetes de avión de Madrid a Caracas para sus diez hijos, su mujer y Salud, a la que rescató de su exilio alemán.

 

A los once años, cuando vivía con todos mis hermanos y mis padres en las Colinas de Bello Monte, en Caracas, la última época en la que vivimos todos juntos en un Paraíso perdido, quise cambiarme el nombre por el de Wenceslao. Con ese nombre podría ser alguien, podría degollar dragones, escalar torres, y someter al turco. Por aquel entonces leía cada noche, en novelas o cómics, las aventuras de Los caballeros de la Tabla Redonda, los Tres mosqueteros, Veinte años después, Sandokán, El Cid, El Capitán Trueno, El Jabato, Rintintín, El Llanero solitario y Dick Turpin. Para competir con ellos tendría dejar de ser Quique, y convertirme en Wenceslao, que igual me servía para apuntarme voluntario a Las Cruzadas, ir de misionero al Congo Belga a redimir negritos, y acabar servido de merienda dentro de caldero gigantesco, junto con un explorador del National Geographic, perejil, nabos y zanahorias, para dar de comer a una tribu entera de caníbales ateos. Yo quería ser santo, y subir al cielo con un cohete metido por el culo. Tenía prisa. No podía entender esta pérdida de tiempo de vivir una vida entera, llena de peligros y tentaciones, que siempre podía tener la mala suerte de cometer un pecado justo antes de que me cayera en la cabeza un tieso en plena calle. Adiós, Kike, no te dio tiempo a arrepentirte, así te irás de cabeza al infierno por toda la eternidad. Haberte marchado de misionero al Congo, de guerrero cristiano a las cruzadas.

Si me hubieran dejado escoger, yo habría preferido que los leones me devoraran en el Coliseo de Roma junto a San Pancracio, que tenía cara de niño bueno. Las inconsistencias históricas y los viajes en el tiempo era un problema menor en esos momentos. Pero el padre Celerino, el dominico amigo de Juan Rafael, me dijo que no, que tenía que esperar, que debía ser bueno en cada momento durante toda mi vida, y no empujar, porque para entrar en el cielo había cola. Me dijo que Jesús le había dicho a sus discípulos: «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de los Cielos». San Mateo 19, 23-30.

Esa tarde, con el costurero de mi madre abierto en canal, con todas las tripas al aire, tomé varias agujas, las más grandes, y las miré con desesperación. ¿Cómo iba a entrar un camello por ahí? Las posibilidades de ir al cielo empezaron a ser remotas. Mi madre decía que no éramos ricos, pero vivíamos en un chalet de dos plantas con jardín y vistas al valle de Caracas, teníamos dos chicas de servicio, una planchadora, tres coches aparcados en la puerta, y todos los amigos de mi padre usaban corbata. Eso era vivir peligrosamente, me estaba jugando mi futuro, la eternidad en el infierno. No tenía muchas salidas a ese embrollo. Creo que entonces fue cuando me hice comunista. Nadie me había hablado antes del pensamiento divergente. Pura intuición.

 

La semana pasada estuve tratando de leer Un océano para llegar a ti, de mi antigua alumna del Taller de Escritura, Sandra Barneda, que quedó finalista del último Premio Planeta. Sandra, la recuerdo, era muy guapa, y muy alta, pero no duró mucho en mis clases. Debió ser hace más de quince años, porque esos son los años que llevo fuera de Madrid sin impartir cursos de escritura. Digo que no estuvo mucho tiempo, tal vez un par de meses, una pena, debería haber estado más, porque su novela no la he podido terminar de puro empalago, reiteración y pesadez. Es como las de Sara Mesa, pero aún más lenta, más intrascendente, más plana. Un aburrimiento infinito, que ya me entran ganas de acelerar, pero no había manera. Para leer una puta carta se tira diez páginas lentas, de sobreentendidos, de lenguaje fático, creo que se llamaba así a la función de un diálogo centrado en el medio y no en el mensaje, en el que se alarga y se contesta solo para mantener el contacto, la vía de comunicación, como si dijeran todo el tiempo

—¿Se me oye? ¿Estás ahí? ¿Me escuchas?

—Sí, sí, te oigo alto y claro.

—Ah, bueno, pues yo estoy aquí, ya ves.

—Qué bien que estamos en contacto, ¿a que sí?

Pero resulta que Sandra ha escrito, y ha publicado, unas cuantas novelas más. No las he leído, pero puedo imaginar que van por la misma línea: Corín Tellado, pero en malo y largo. Casi seiscientas páginas, que podría condensar en un cuento de veinte páginas siendo generoso.

¿Por qué, entonces, queda finalista del Premio Planeta? Bueno, desde luego una parte fundamental es porque sale mucho en la tele, y eso significa que va a vender mucho. Y además es mujer, y lesbiana, y guapa: eso ahora vende también mucho. Nada que ver con la literatura, y mucho con los factores comerciales. Pero de todos modos hay lectores, y sobre todo lectoras, que se lo leen, y que dicen que les gusta. ¿Por qué iban a mentir? Será verdad que les gusta. ¿Y por qué a mí no? ¿Ser un lector avanzado hace que me aburran más libros? A mí las novelas experimentales me espantan, me aburren, las detesto. Y estas también. ¿Tengo un nicho de lectura cada vez más pequeño? ¿Las orejeras se me van cerrando y cada vez veo menos, disfruto menos con las lecturas, les pongo más peros?

En realidad me pongo a leer y, lo juro, me dejo llevar, dejo que me arrastre la corriente, el flujo de palabras, me dejo llevar de la mano a donde el autor me quiera llevar. Es lo que creo que hay que hacer. Igual que con la música. Vale, de acuerdo, si alguien a quien yo estimo me dice que es muy bueno, muy bueno, hago un esfuerzo mayor para tratar de entender y disfrutar, para no perderme ese placer por un juicio demasiado rápido. Pero si después de veinte, o cuarenta páginas, no me engancha, pues va a ser que es que ese libro y yo no somos compatibles, que disfrutamos de temas y ritmos diferentes.

Aún así, me regaño a mí mismo y digo: que no, que lo que pasa es que no te enteras, Enrique, que has perdido el hilo y el pulso del mundo actual. Que eres cien años más viejo de lo que crees, y te parece que solo lo que tú lees y escribes es bueno.

No lo digo, ni me lo creo. No del todo. Desde luego escribir seiscientas páginas en una novela es algo que nunca he hecho, y eso me parece en sí mismo una heroicidad. Olé tus tetas, Sandra. Pero, por dios y la virgen María, ya que estás en el camino, cuéntame algo que tengo un poco de chicha, no me recites el rosario de forma monótona una y otra vez para ver si se me cierran los ojos. Para dormir, eso sí que puede que esté bien. Lo que pasa es que a mí no me duerme, porque me cabrea.

Debería probarlo, en vez de protestar. Échale huevos, Quique: escribe sin parar seiscientas páginas de una historia sin sustancia. Intenta matar de aburrimiento a una pared que se reseca al sol, cuéntanos con detalle el crecimiento de la hierba en tiempo real. Uf, qué cansancio, imagínate, y voy y lo presento a un premio y me lo dan y se publican, y yo con esa carga de conciencia, con ese pecado a cuestas hasta que me muera. No hay dinero suficiente para pagar esa traición.

 


 

076

EN PRIEGO DE Córdoba nos quedamos en el Hotel Casa de Baños, en el barrio antiguo, estilo árabe, con patio interior y baños húmedos, tres piscinas de frio/calor y sauna finlandesa en el sótano. Nos dimos un masaje, nos lo dieron, quiero decir, y nos quedamos como nuevos. Por la tarde Bea tuvo que impartir un Taller de Cuentacuentos en Almedinilla, y luego una sesión de cuentos en el Coliseo del pueblo, que imita al romano, pero hecho en el siglo XXI y sin leones ni cristianos. Al día siguiente, sábado 26, Bea llenó el Teatro Victoria de Priego, con lista de espera, y el último día Taller de Cuentacuentos en Carcabuey y actuación de cuentos en las tapias de la iglesia. Lleno de nuevo, y gente de pie. Engordamos un kilo de tanto que comimos: flamenquines, turrolate, aceite picón, salmorejo, calamares, rosada, alcachofas, bacalao, hamburguesas, pulpo, berenjenas y collejas verdes.

Los tres días siguientes estuvimos en Málaga, en Benalmádena, en casa de Isa y de Carlos. Viven desde hace ocho años con la abuela de 86 años, que no da mucha guerra, pero que está ahí, todo el día en la casa, en medio, hablando y comentando. Y casi siempre la nieta, Lorena, de diez años. Carlos trabaja con su hijo y con su hija en la panadería industrial que tiene montada desde hace treinta años. Incapaz de jubilarse. Ahora tiene cincuenta y cinco años, y se está quedando ciego.

Las vacaciones en una roulotte con su nieta Lorena recorriendo España, pero no demasiado tiempo por no dejar sola a la abuela. Sus dos hijos, él y ella, de treinta y cinco años de edad, viven en casas que les ha comprado Carlos, muy cerquita, a quinientos metros. Hijos garrapata, madre garrapata, vecinos garrapata que le dejan el periquito cuando se van de vacaciones y le cambian la plaza de parking porque son muy torpes aparcando.

Yo intentaba escuchar a Carlos, su discurso simple y repetitivo, y trataba de entender esa otra vida, esa vida que yo no querría vivir, y que sin embargo se supone que es una vida de éxito, con inmuebles valorados en más de un millón y medio de euros, que podrían vivir de las rentas el resto de sus vidas y tres vidas más que tuvieran, pero que jamás saldrán de esa vida enmarañada, porque en el fondo eso es lo que les llena, lo que les hace felices, que los hijos, la madre, los nietos y hasta los vecinos dependan de ellos. La madre gallina clueca.

Y por más que lo escuchaba, seguía sin entenderlo. Yo echaría a la madre de casa, despediría a los hijos del trabajo, vendería sus pisos, dejaría de ocuparme de la nieta todos los días, y viviría mi vida viajando y gastándome la pasta sin miramientos. Pero eso a ellos no les haría felices, estarían con dolor de corazón por haber abandonado a los hijos cuarentones, y a la madre dependiente.

Bea me dice que somos distintos, que ella no podría vivir con sus padres, ni con los dos ni con uno, por muy mal que estuvieran, y menos aún si estuvieran mal. Yo tampoco. Ni con ninguno de mis hermanos ni hermanas, ni con mi hijo Elías, ni con mis nietos. No podría soportar tener que ocuparme de nadie, y menos aún que alguien tuviera que ocuparse de mí, a no ser que esté contratado y bien pagado y muy agradecido. No aguanto la dependencia, ni hacia adentro ni hacia afuera.

Y sin embargo soy tan dependiendo de Bea, que si ella da un Taller de cómo contar cuentos durante tres horas, yo me echo a dormir en la cama, o en el coche si estoy fuera de casa. No me interesa la vida sin ella. No quiero comer, ni desayunar, ni caminar, ni dormir, ni trabajar, ni vivir si ella no está a mi lado. Ni vivir, insisto. ¿Ella no va a estar de ahora en adelante, sea por lo que sea, se murió, se fugó con otro? Yo me tomo mi sobredosis de Diazepan, o los polvos de Nitrito de Sodio, una caja de Amitripcilina, tres jeringuillas de insulina rápida, o hasta la horca night night, sentado cómodamente sobre un cojín, y hasta aquí llegó mi vida. Hemos terminado. Quedaos con lo que tenga en los bolsillos y en el banco, que a mí ya no me va a hacer falta.

Lo que creo que es un poco diferente de esas dependencias, es que la mía la reconozco, la declaro, no me avergüenza. Y lo más raro es que a Bea le pasa lo mismo. Estamos contaminados. Es una enfermedad grave, mortal, lo sé, y nos importa un huevo.

 

Termino de leer los Diarios de Ricardo Piglia, los de sus primeros años, de los 16 a los 25 años, más o menos, y me harta lo fanfarrón y argentino en el peor sentido de la palabra que puede llegar a ser. Es posible que pase con todos los diarios de todos los autores: que son las mayores fantasías, vidas de santos, héroes, relatos magnificados. Todo es interesantísimo. Aquí no caga ni la caga nadie.  Nadie comete errores. Todos son dioses, listos, triunfadores, guapos e iluminados. Venga ya. A mamarla, a Parla.

Leo que Emilio Salgari, arruinado después de escribir 84 novelas de éxito, se suicidó a los 49 años haciéndose el harakiri seis días después de la muerte de su mujer Ida, que estaba encerrada en un sanatorio psiquiátrico. Su padre también se había suicidado años antes, y también lo hicieron dos de sus hijos. Joder con los escritores de éxito.

 

De pronto pienso: “Lo he intentado”. Todos lo hacemos, ya lo sé. Y hasta me parece un buen título para un libro de memorias. Ayer recibí el pago de la jubilación. 890 euros al mes, de aquí hasta que me muera. La verdad es que con ese dinero podríamos vivir sin problemas en un montón de lugares de Asia y Latinoamérica, así que el futuro no debería preocuparme. No debería. Pero me preocupa, y sospecho que le pasa a todos, incluidos los yonquis, las monjas y los millonarios.

Leyendo Dinero de Martin Amis descubro que me empieza a aburrir la descripción de la vida de John Self, y no me parece que el dinero ahí esté presente, por más que lo nombre, que diga que eso es lo importante, y le dé billetes de cincuenta dólares de propina a los botones de los hoteles. Cada vez me creo menos las historias que leo o que me cuentan, aunque me las cuente un autor aplaudido o mi hermana. Bueno, si me las cuenta mi hermana me las creo un poco menos, que la conozco y ya sé de qué pie cojea. Así pues digo que lo he intentado. Vivir, quiero decir.

Vivir es avanzar en una larga carrera de metas volantes: estudiar en la escuela, sobrevivir a los hermanos, cruzar la adolescencia, encontrar pareja, perder pareja, encontrar otra, estudiar más, trabajar, crecer, comprar, vender, venderse, tener ideales, traicionarlos, superar enfermedades, recibir y dar cuchilladas, crear, multiplicarse, viajar, tener dinero, gastarlo, perder amigos, perder la salud, hacerse viejo, reflexionar, dejar de creer en tantas cosas, y morirse sin saber cómo ni para qué hemos vivido ni por qué hemos luchado por tantas nimiedades. Al final del camino no hay satisfacción por el trabajo bien hecho y la herencia espiritual que legamos al mundo futuro, sino dolor, soledades, desconcierto, lamentos, y un arenoso sabor a derrota en la garganta.

Lo he intentado, pienso, y miro con aburrimiento los torpes movimientos de los que son más jóvenes que yo, y no les envidio lo más mínimo, me da pereza solo pensar en lo que les queda de vida, en lo que aún tienen que luchar, pelear, traicionar, para no llegar a ningún lugar, para volver a la tierra convertidos en compost, cenizas en el aire. Se les recordará cinco minutos, me recordarán cinco minutos, no más. Finalmente desaparecerá hasta el nombre, y a nadie le importará un bledo. Ni al muerto.

Pero lo habré intentado. Aún no sé el qué, tal vez ser feliz, ser bueno, ser útil, ser honesto, ser algo, ser alguien. Cabeza de ratón o cola de tigre. Ni eso. Tal vez solo cola de ratón. Qué más dará.

077

DECÍA UMBRAL EN un fragmento de Mortal y Rosa que los escritores tienden a ponerse solemnes cuando escriben. Y que él, no. Una polla. Incluso eso lo decía con solemnidad, qué remedio, porque la palabra solemne siempre está contaminada de ceremonia pomposa, por más que Umbral se inflara de dandismo y se ahorcara con su bufanda. Y de todos modos, en esa mentira inevitable hay una verdad, y es que nos sentamos a escribir, él ya no, se le acabó la tinta, con un objetivo en los dedos que va más allá de la sinceridad, el placer y dolor de la escritura, la búsqueda de la verdad y la identidad, la necesaria originalidad, y el desenmascaramiento de las mentiras que nos dicen y nos decimos todos los días por pura supervivencia.

Escribir es todo eso, por supuesto, pero por encima de todo ello está la necesidad de no repetir lo que otros han dicho ya, de dar otro paso, de escribir algo nuevo, algo propio, que no sea de nadie más, que nadie lo sepa, que nadie lo diga, que nadie se atreva, que no haya sido descubierto. Una tarea imposible, por supuesto, pero al menos que las líneas derramadas no caigan en tierra yerma, no estén muertas ya en el mismo momento de nacer, fruta podrida, semen salpicado sobre la mano abierta, que no nos deje la fotografía fea de un papanatas engolado, un catedrático de la nada, asfixiado por sus propias flemas.

Mejor seguir mudo que repetir como un loro las mentiras aprendidas.  Hemingway decía que el mejor don que puede tener un escritor es un radar detector de gilipolleces a prueba de golpes. (“The most essential gift for a good writer is a built-in, shockproof, shit detector. This is the writer's radar and all great writers have had it.”)

Me cuenta por teléfono mi hermano Javier que después de seis meses de su operación de próstata, eunuco de bisturí, añorando el sexo de los años pasados, la vida dura lo que dura dura, decía siempre que se ponía filosófico después de fumarse un porro, puso el otro día una película porno en casa, y se empezó a masajear la banana hasta que se le puso casi dura, casi a punto, memorias del orgasmo. Finalmente llegó el momento en el que alcanzó la eyaculación, la explosión imprevista, sorprendente.

—¿De dónde sale eso —me dijo—, si me han realizado una prostatectomía radical y eliminación de los nervios erectores, rebañando a fondo, y me han cauterizado los conductos seminales?

El caso es que el líquido que salió no era semen, los milagros no existen, sino un líquido espeso, turbio pero no blanco, de olor penetrante cercano a la lejía, denso y abundante, casi como las babas de Alien, el octavo pasajero. La almohada que tenía cerca, el cojín, la camiseta quedaron acartonados por el contacto, impregnados de un olor imposible, casi inservibles después del derrame.

Andrés Sorel me contó hace muchos años, cuando él aún vivía y éramos amigos, que Pio Baroja había muerto así, sentado ante su mesa camilla, con la foto de La bella Chelito sobre el mantel, y masturbándose por última vez como homenaje. Todos los escritores mueren eyaculando, o al menos lo intentan. La escritura es eso, una eyaculación de palabras incomprensibles, casi dolorosas, que salen de rincones de nuestra cabeza que ni siquiera sabíamos que existían.

 

 

A los once años yo tenía un sueño repetido, una pesadilla surrealista, que siguió repitiéndose durante varios años. Ya no. Aparecía un dibujo a tinta china de un coche antiguo, con líneas muy finas, perfectas en el grosor y la intensidad, y poco a poco las líneas se hacían gordas y peludas, como las de una tiza o un carboncillo gordo, y se iba emborronando cada vez más, desdibujándose el coche desde su interior, pudriéndose, deformándose hasta quedar irreconocible. En ese momento yo siempre soltaba una carcajada nerviosa, histérica, que no tenía nada que ver con la felicidad, sino con los nervios desatados. En cinco años de psicoanálisis no pue descifrarlo. Ahora que lo escribo, empiezo a entenderlo, y sospecho que es gracias a que ya no tengo once años, sino sesenta y siete, y me parezco más al coche desdibujado y putrefacto que al diseño estilizado y limpio de los inicios. Un dibujo cambiante que me representa en su deterioro progresivo, en su derrota. La risa no sé a qué viene, excepto como puro disfraz de la histeria y el miedo.

Y un segundo sueño, siempre a continuación del anterior, me colocaba desnudo, haciendo el pino, paralizado, manteniendo el equilibrio y dando botes con la cabeza sobre una banqueta alta de barra de cafetería. Estaba en una habitación inmensa, con la banqueta alta en el centro sobre la que daba botes con la cabeza, desnudo y agarrotado, mirando con pánico hacia la lejana puerta, por la que en cualquier momento podría entrar cualquiera de mis hermanos, mis padres, el que fuera, y me descubriría allí, en el centro de una habitación vacía, dando botes con la cabeza sobre una banqueta demasiado alta, y sin poder desatar la parálisis. Supongo que sigo siendo yo, que sigue siendo mi escritura, desnuda y perpleja, aunque por aquel entonces aún no había empezado a escribir. Solo hacía preguntas incesantes a mis padres, a mis hermanos, y empezaba a entender que el mundo era un lugar injusto, demasiado egoísta y egocéntrico. Como yo, desnudo, rompiéndome la cabeza contra la banqueta de madera con el mundo al revés.

 

 

Han vuelto las golondrinas. Esta mañana volaban como locas frente al ventanal. Eran muchas, y los cernícalos no se atrevían a asomarse. La unión hace la fuerza. El mirlo negro de siempre ha vuelto a la tapia que nos separa con Dácil, porque hay unas flores pequeñas que le gustan mucho. Viene siempre solo, siempre el mismo. Es un macho, negro y con el pico naranja. La hembra lo espera en el alerón del tejado. Son muchas golondrinas, y eso sí que es un anuncio del verano.

Lolo, el jardinero alumno de TaiChi de mi sobrino Alex, vino esta mañana, y nos dijo que rociáramos con Fairy diluida en agua las hojas con puntos blancos del aguacate, porque está enfermo. Ya asoman algunos frutos del tamaño de aceitunas, por fin este año tendremos aguacates, dentro de tres meses calculo yo, pero antes hemos tenido que enjabonar las hojas enfermas, y en dos días tendremos que lavarlas con agua a presión. Y no mirar a los frutos de frente, que Ulises dice que los aguacates son muy tímidos y se ponen nerviosos si los miras de frente o los señalas con el dedo, así que solo los miramos de soslayo, para que crezcan sanos y gordos, y no piensen que les estamos haciendo bullying.

He acabado de montar el vídeo de Cómo reconocer a un monstruo de Gustavo Roldán narrado por Bea. Es divertido. Me acuerdo de cuando conocí a Gustavo, de cómo se enfadaba por las adaptaciones de los libros argentinos al español de España, allá en Rosario, Villa Giardino, en el Congreso de Literatura Infantil y Juvenil al que fui con Alicia Barberis, organizado por el sindicato Luz y Fuerza de Argentina, hace veintidós años, qué cosas. Un buen tipo, Gustavo, y el ilustrador Itsvan, y tantos otros. Qué jóvenes éramos todos entonces, qué viejos y cuántos están muertos ahora, veintidós años después. Los que quedamos no somos supervivientes: somos agonizantes. No te hagas ilusiones.

Quiero escribir, al tiempo que montan la piscina y arreglan el jardín en este mes, pero no sé si retomar la novela que abandoné en enero, la de Sara huyendo de su propia vida; o escribir unas nuevas memorias, Kale borroka II; o no escribir, dejar las palabras en paz, y leer, o ver puestas de sol, o series de televisión; o nada, no hacer nada, el dolce far niente.

De momento, mientras lo pienso, voy a hacer la cena, ensalada y huevo frito, y después ya veremos. Dios dirá. No, que soy ateo, y hace tiempo que le he quitado a Dios su Palabra, por cabrón, por hijo de puta.

—Que no existo —dirá Él.

Pero como no existe, no puede decirlo, y aunque lo parezca, no seré yo el que lo invente para que ejerza de martillo del poder.

 

 


 

078

DENTRO DE TRES horas tengo que hacer la presentación y firma de En otra piel en el Corte Inglés de Tenerife, Ámbito Cultural, 7ª planta. Bea me hará de maestra de ceremonias, y le pediré que cuente el cuento de la princesa, la rana y el príncipe desnudo. Sospecho que irá poca gente. Quizá tres personas, o cinco. No sé. Luego Bea y yo nos iremos a cenar, para celebrar que esa era la última presentación, que ya no habrá que hacer más. Yo estoy contento con el libro, aunque no se venda apenas. Mi trabajo era escribirlo, lo mejor posible, y lo he cumplido con creces. El resto, promoción, venta, machaque, ya no me corresponde. Lo que me toca es escribir más, desollarme, y eso es lo que estoy haciendo ahora mismo, al tiempo que se resbalan las palabras.

Tengo cuadernos manuscritos desperdigados por las estanterías y en algunas cajas del garaje. Casi ninguno está terminado, pero todos están empezados. A veces abro uno al azar, y descubro proyectos de viajes, cuentos breves, inicios de novelas, diarios y gimoteos. Estos doce microcuentos, por ejemplo:

 

1. El niño ahorcado siente escalofríos si le cuentan historias de miedo, como la de que hay cientos de vivos tomando el sol a orillas del Mediterráneo.

2. Al niño calcinado le asusta resucitar, y su madre le promete cada noche que nunca le dejará en manos de médicos crueles, capaces de inyectarle sangre de cuerpos calientes.

3. El niño ahogado duerme en paz durante el día, hasta que anochece, y si por casualidad se despierta al mediodía, se asusta y se tapa con la losa para tranquilizarse.

4. El niño electrocutado prefiere dar un rodeo para no acercarse demasiado a las escuelas de los terroríficos niños vivos.

5. Al niño putrefacto no le gustan las leyendas de terror que aseguran que en los hospitales pueden golpearte el corazón hasta que comience a palpitar y bombear sangre por todo el cuerpo.

6. El niño decapitado juega con fantasmas, tiene un amigo zombi, y espanta las pesadillas abrazándose a los cadáveres de sus antepasados.

7. La niña muerta de tuberculosis juega al escondite y al tú la llevas con otros muertos de la morgue, en la funeraria y en el tanatorio, y se asusta cuando llegan las visitas y se enseñan unas a otras fotos de cuando estaba viva.

8. Los niños muertos en los bombardeos se intercambian brazos y piernas para engañar a sus madres, y nunca les hace gracia el tren de la bruja en el Parque de Atracciones.

9. Las niñas que murieron de hambre en los orfanatos tienen hambre atrasada, y a veces se comen a sus hermanos, o a sus primos cuando están dormidos, pero sus tripas agujereadas no mantienen la carne que comen.

10. Los niños suicidas, que también los hay, juegan a la ruleta rusa con la pistola cargada con seis balas, y una en la recámara, y no paran de reír cuando se revientan los sesos.

11. Los niños muertos en la cuna asustan a los más pequeños simulando que resucitan, y asegurando que todos ellos volverán a la vida tarde o temprano.

12. Los niños asesinados no comprenden por qué los niños vivos juegan a la guerra con pistolas de plástico, y no con las de metal y pólvora, o con cuchillos carniceros.

 

 

Busco a antiguos amigos en Facebook, para ver si aún están vivos, para saber cómo son ahora, cómo les ha tratado el tiempo, y ver en el espejo de sus caras cómo me verán ellos a mí si me buscaran, porque sé que yo me miento a mí mismo, y que ni siquiera yo puedo reconocerme en la cara que tenía a los trece, a los diecisiete, o a los veinticinco. Encuentro a Barsén Valdecantos, Marisa Buzón, Raflex Pedalier, Ana de Paso, Mariano de los Ríos, Chris Debelius, Manolo Sanjurjo, Víctor Claudín, Ramón J. Blázquez, y no reconozco a ninguno. Si hago un esfuerzo, achino los ojos y me dejo llevar, puedo llegar a distinguir un lejano rastro de lo que fueron cuando yo los conocí. Si me vieran, ellos pensarían lo mismo de mí. Es inevitable. Quid pro quo.

Así que a lo mejor estoy escribiendo unas memorias que no son las mías, sino las de un inquilino que me habitó, al que he desalojado de su cuerpo, lo he deteriorado hasta dejarlo irreconocible. Le robé la identidad y los recuerdos. El que escribe ahora se cree que es Enrique, aquel que quería ser devorado por los leones en el Coliseo, que recitaba versos de León Felipe a voz en cuello, y que tuvo un hijo al que puso el nombre de Elías. Pero no es verdad. No es el mismo. Es un impostor, un okupa, un envidioso que ha invadido su cuerpo para deteriorarlo, no hay más que verlo, y ha usurpado de su mente para meterlo en vereda, para reeducarlo. Big brother is watching you.

 


 

079

¿OS HE CONTADO que perdí la virginidad en un autobús escolar? Supongo que no, porque esas cosas no se cuentan.

Yo tenía solo quince años, y Greta, la hermana de Sandrino, andaba detrás de mí provocándome a todas horas. Y yo a ella, por supuesto. Nos desafiábamos a lo que fuera, para rebajar la tensión, pero con eso solo conseguíamos que aumentara.

—A que no te atreves a ir donde esa chica gordita de la frutería, la que está subida al taburete, y le das un azote en el culo, pero con ganas —me dijo un día.

—Si tú te quitas las bragas y me las dejas para que las lleve en mi bolsillo hasta llegar a casa —le respondí.  

 La de la frutería me persiguió con un palo durante media manzana de casas, y yo no le devolví las bragas a Greta hasta el día siguiente.

Pero fue en la excursión al Monasterio del Escorial donde sucedió lo que no tenía que suceder. Nos sentamos juntos en la penúltima fila, en la parte de la derecha. Yo estaba del lado de la ventanilla, y Greta en el asiento que daba al pasillo. A cada rato se echaba encima de mí con la excusa de que había una curva, que quería ver una fuente, o un edificio, o una moto con sidecar. El autobús iba dando pequeños botes, el conductor era un poco torpe.

A la altura de Torrelodones Greta ya estaba sentada encima de mí, moviendo su culo encima de mi polla endurecida.

 —Quítame las bragas —me dijo incorporándose un poco, inclinándose hacia izquierda, y subiéndose la parte de atrás de su falda.

—¿Estas loca? —le dije.

Miré hacia todos lados. Detrás nuestra estaba Mateo, jugando con el móvil, y Sandra, que parecía que se había quedado dormida viendo la partida de Mateo. A nuestra izquierda Carolina y Yésica, a su puta bola, hablando como loros.

—O me las quitas o te monto un pollo —repitió.

Y se las quité, todo lo deprisa que pude. Menos mal que Greta tenía mucha flexibilidad, y se movía como una lagartija.

Después se volvió a colocar encima de mí, de espaldas, recostada contra mí y mirando por el cristal, viendo los coches pasar, y apretando y aflojando los músculos de las nalgas de manera rítmica.

Al cabo de un rato, levantando su muslo derecho, puso su mano derecha en mi entrepierna, me bajó la cremallera del pantalón, rebuscó en mis calzoncillos y me sacó el pito fuera de su madriguera. Lo tenía tan hinchado como una morcilla de Burgos. Luego se volvió a sentar derecha, recolocando mi polla entre sus muslos, rozándole la entrada de la vagina. Abrió un poco las piernas, metió su mano por dentro de su falda, me agarró la polla y empezó a acariciarse los labios de su vulva con la punta de mi cipote.

Los dos que estaban sentados delante nuestro, Armando y Fredy, tenían puesta música de reguetón en uno de sus móviles, no sé si Bad Bunny o Daddy Yankee, un espanto, pero Greta seguía el ritmo de la batería, con suaves golpes de su coño desnudo contra la punta de mi picha tiesa. Poco a poco sus labios inferiores fueron cediendo, dejando una abertura por la que la punta de mi polla se asomaba apenas, solo la punta, siguiendo la música, a pequeños empujones. Greta parecía que iba cabalgando sobre mí, pero solo movía su cintura, adelante y atrás, para rozarme la punta, para que se asomara al abismo de su coño apenas la mitad de la cabeza de mi polla. Dos centímetros, como mucho, pero a punto de estallar. Greta de vez en cuando me agarraba el miembro y se mojaba los labios de la vagina, arriba y abajo, con el lubricante transparente que yo soltaba, mezclándolo con el suyo. Era un juego temerario, dejar los labios de su vagina abiertos, mojados, delante de mi polla tiesa, sin entrar en ella. Los dos éramos vírgenes, y a los dos nos gustaba el peligro.

Greta arqueó la espalda, levantó un poco las nalgas, se apoyó en el respaldo de delante. Se colocó de modo que la punta de mi polla se colocaba como un tapón entre los labios dilatados de la entrada de su vagina, pero sin llegar a entrar. Asomándose al abismo. Yo tenía la polla a punto de estallar. Miré a mi alrededor, por si alguien nos estaba mirando. Todos estaban ocupados en sus asuntos, sin levantar la vista de sus móviles. Bueno, todos no, porque Sandra, sentada detrás nuestra, se había incorporado un poco y nos miraba atentamente, con los ojos achinados. Cuando nuestras miradas se cruzaron ella hizo un gesto de asombro y desaprobación, y yo negué con la cabeza, para que se mantuviera en silencio. Apoyé mis manos en las caderas de Greta y la empujé un poco hacia adelante y hacia atrás, sin penetrarla nunca, para que la punta de mi picha, a punto de estallar, le diera pequeños empujones a su coño, besos subterráneos, caricias del subsuelo.

En ese momento un coche o una moto se cruzó delante del autobús. El conductor no pudo esquivarlo, pero sí frenar de golpe, a fondo, con una sacudida violenta. Mi polla se coló hasta el fondo dentro del coño de Greta al mismo tiempo que eyaculaba. A ella se le rompió el himen, y a mí el frenillo. Los dos dimos un chillido de dolor, sorpresa y placer, todo junto, que se mezcló con los gritos de alarma y susto de todos nuestros compañeros del autobús.

Yo tenía enterrada la polla hasta la empuñadura en el coño de Greta, y seguía teniendo sacudidas de placer, mientras notaba cómo ella me apretaba con sus labios y el interior de su vagina, con convulsiones incontroladas de dolor y gozo a partes iguales. Cuando dejamos de sentir las sacudidas, cuando paré de eyacular, nos quedamos quietos, sin saber qué hacer, mientras todos nuestros compañeros de autobús empezaban a buscar sus móviles, bocadillos y bolsas de patatas fritas por el suelo del pasillo y debajo de los asientos.

El mundo, el autobús, la luz que entraba por la ventanilla, nosotros mismos ensartados por una estaca de placer, mi polla, en ese momento me pareció que había cambiado de golpe, que habíamos cruzado a otra dimensión, que habíamos traspasado una puerta invisible. Nos habíamos colado en un universo paralelo, el de los adultos, donde los colores eran más intensos, y donde ya no importaban las notas escolares, ni las regañinas de los padres, ni los juegos en el patio. Nos quedamos así un buen rato, hasta que nuestro tutor, don Marcelo, llegó comprobando que todos estábamos bien, y le dijo a Greta:

—Greta, vuelve a tu asiento y ponte el cinturón de seguridad. No podéis sentaros uno encima de otro, ya lo sabes.

Mientras don Marcelo volvía a recorrer el pasillo en dirección al conductor, Greta y yo nos separamos. Greta volvió a su asiento. En ese momento solo notamos el dolor del frenillo y el himen roto, y la mancha de sangre y semen que manchaba mi pantalón.

—Menudo cristo habéis montado —dijo Sandra desde atrás aguantando la risa.

—Ni una palabra a nadie —le dijo Greta con una mirada furiosa.

Yo me guardé la polla en su refugio, y traté de limpiarme con una servilleta de papel que llevaba en la bolsa del bocadillo que me había preparado mi madre. Greta se limpió la sangre de los muslos y la vulva con las bragas que le había quitado, y luego me las dio:

—Guárdamelas, anda, que no puedo volver a ponérmelas —me dijo en un susurro. Empezaba a ser una costumbre que yo almacenara sus bragas.

Saqué mi bocadillo de jamón y queso de la bolsa de plástico que traía, metí las bragas de Greta dentro, con la servilleta usada, y me lo guardé en el bolsillo de la sudadera.

—¿Nos comemos el bocata? —le pregunté.

—Vale. Tengo hambre —me dijo.

Le di la mitad, y seguimos el viaje en silencio mientras nos comíamos el bocadillo a grandes dentelladas, cada uno perdido en sus pensamientos, que casi seguro que eran los mismos para los dos, con pequeñas variantes.

Al bajar del autobús Greta y yo tuvimos que caminar despacio, porque las heridas nos escocían mucho. Me di cuenta de que Greta tenía tres gotas grandes de sangre que habían teñido su zapatilla izquierda, tal blanquita cuando salió de casa esa mañana.

En el Patio de los Evangelistas del Monasterio de El Escorial, a la sombra, apoyados en la pared, nos dimos nuestro primer beso. Nunca lo habíamos hecho, aunque los dos acabábamos de perder la virginidad por culpa de un frenazo en el autobús. Fue un beso de añoranza, a contratiempo, con el que nos despedimos de una infancia interrumpida de golpe, con un zarpazo de placer. 

A partir de ese día dejamos de jugar, y empezó la otra vida, la que hay que tomarse en serio. Qué pena. Qué bien. Siempre se pierde algo, y se gana algo. Toma y daca. Vivir es eso.

 

 


 

080

HE BAJADO AL apartamento para escribir. Tengo abierta la puerta corredera de cristal que da a la terraza, y escucho, a lo lejos, el ruido de las olas. El horizonte marino, en esta mañana de agosto, se confunde con el cielo. Dicen las noticias que hoy va a ser el día más caluroso del verano. A mí el calor me gusta, me siento protegido, menos huérfano. Desde que murieron mis padres nos hemos trasladado a vivir al extremo sur de España, fuera de la península, en Canarias, frente a las costas del Sáhara occidental.

El frío de la muerte no desaparece nunca, ahora lo sé. El cadáver de mi padre, que ahora solo tiene escamas de ceniza, sigue siendo un viento frío que se cuela por debajo de la ropa. Recuerdo que le apreté la mano, los dedos largos y huesudos de su mano, cuando ya llevaba 18 horas muerto. Dos mil doscientos kilómetros y un mar nos separaban. Murió en casa de Jaime, en el salón, tumbado en una camilla, a las tres de la tarde, en silencio, sin hacer ruido, sin siquiera un último suspiro que alertara a los que estaban a su lado. Simplemente dejó de respirar, sin más. Punto final. La soledad de la muerte sucede incluso en mitad de multitudes.

Cuando llegué al tanatorio de Santander, tras una noche de viaje sin dormir, viaje al fin de la noche, pedí que abrieran el féretro, y que me dejaran a solas con él. Estaba tapado con sábanas blancas, con una toca cubriéndole la cabeza, con solo el rostro y las manos por fuera del manto blanco que lo cubría por completo. Me recordó a las novias, y a las novicias, pero no me pareció ridículo. Tenía intacta toda la dignidad de un padre muerto. Alrededor de su cuerpo, como pétalos de flores blancas, amarillentas y de color estraza, estaban las cartas de la guerra. No pude saber cuántas, pero eran decenas. Todas las cartas que mi padre le había escrito a mi madre desde el frente de batalla, primero desde el bando republicano, y luego desde el nacional.

 

Querida Coquina: Aquí te escribo, desde Torrequebrada, sin demasiadas novedades en la trinchera. Espero que tú y los tuyos estéis bien. También espero que ese tal César, el amigo de tu hermano, te respete...

 

Cartas rasgadas, con sello de haber pasado la inspección militar, y con algunas tachaduras de censura. No hay que dar pistas al enemigo. Y junto a ellas, intercaladas, sobres de cartas de color rosa pálido, las contestaciones de madre, desde Madrid, desde Vitoria, a través del Socorro Blanco.

 

Querido Alfredo: No te preocupes, ya te he dicho que César no tiene malas intenciones. No seas tonto. Ya sabes que lo mucho que te echo de menos...

 

Cartas que mi madre guardó durante más de setenta años en la mesilla de noche, en el cajón de abajo, y que fueron leídas mil veces, según llegaban los hijos, desde los dieciocho años hasta los noventa y uno. Cartas que fueron incineradas con él, papel y carne, mezclando la ceniza de sus letras con las de su corazón y sus pulmones.

Traté de calentarle los pómulos de la cara fría, le eché el aliento sobre los dedos de la mano, pero no hay calor en la tierra que caliente el cadáver de un padre muerto.

Al día siguiente, cuando me dieron el cofre con las cenizas, abrí la caja y me sorprendió ver que mi padre se había quedado reducido a un puñado de polvos grises y plateados, en forma de pequeñas escamas. Hundí mi mano en la profundidad del pequeño arcón que contenía las cenizas de mi padre, apenas migajas de lo una vez fue un padre soldado, todopoderoso, y me pareció, por una vez, que las cenizas estaban calientes. Tal vez fueran los rescoldos de la incineración, tal vez un mensaje desde ultratumba. Mi padre estaba allí, y como el Cid después de muerto, me calentaba los dedos de la mano por última vez.

 

 

Hay una mano que no puede ser mía, pero que habita al final de mi brazo, que escribe disparates y confiesa crímenes irracionales. No puedo controlarla. Miente mucho. Se inventa las cosas. A veces me inculpa de delitos de sangre que yo jamás he cometido, y se crece con detalles que jamás podré rebatir. Otras veces desvela secretos vergonzosos de mí que nadie sabe, excepto yo mismo, y tengo miedo de que se entere mi familia, el jefe, los vecinos.

He tenido que exiliarme muchas veces. No puedo echar raíces en ninguna parte, porque siempre tengo miedo de que esa mano delatora me incrimine en cuando crimen absurdo se le ocurre, y que confiese mis pensamientos clandestinos a los cuatro vientos. A veces, y eso es lo que más me asusta, escribe sobre mí como si fuera yo, y cuenta cosas que me cuesta reconocer, pero que al leerlas descubro que son así, y que esa mano sabe de mí más que yo. Estoy a su merced. Quiere arruinarme la vida.

He intentado pedir ayuda, pero tengo miedo de acabar en la cárcel o en el manicomio. Esa mano no es mía, lo juro. No le hagas caso. Miente. Se lo inventa todo, y no sé de dónde lo saca. Hay días que me gustaría amputarla y arrojarla a la olla del cocido. Me desnuda. Me estrangula. Me está matando. A veces me deja notas con órdenes tajantes en la puerta del frigorífico: haz esto, o aquello. No lo soporto más. Lo último que ha escrito es el colmo: Dice que quiere escribir una novela. No sé qué hacer. De vez en cuando le doy el mando del televisor, para que se entretenga. A ver si se calla. 


 

081

TE ENCUENTRAS UNA tortuga en el buzón. Es una tortuga verde oscura, del tamaño de la mano de un niño de diez años. No sabes cómo ha llegado hasta allí, porque las tortugas no trepan por las paredes, y además esa tortuga no cabe por la rendija de las cartas, eso salta a la vista.

No sabes qué hacer, no te la puedes llevar a la oficina, te juegas el puesto. Marta, la jefa, es una histérica, y no soporta ni a las moscas. Aún te acuerdas del día en que el hijo de Walter se presentó en la sucursal con una lagartija que saltó de sus manos a la moqueta. Tardasteis media hora en recuperarla, mientras Marta chillaba y pataleaba encima de su mesa, y se levantaba las faldas sin darse cuenta de que la visión de su tanga rojo os hacía perder más tiempo del que necesitabais.

La tortuga de tu buzón parece más tranquila, desde luego. Con tal de volver a ver el tanga rojo de Marta te la llevarías sin dudarlo en el bolsillo de la chaqueta, pero no te atreves. Además, a la tortuga se le caza en seguida, y la fiesta se acaba pronto.

Te la quedas mirando sin saber qué hacer. Ella también te mira. Tiene la cara triste, y parece como si quisiera hablar, como si quisiera decirte algo. Ella o él, porque averiguar el sexo de una tortuga no es nada fácil. Ni siquiera cuando eras un enano y jugabas con las dos tortugas de tu amigo Óscar lo llegaste a saber. Si tuviera un pequeño palillo colgando de dos guisantes peludos sabrías que era un macho, y si tuviera una herida que sangra cada mes cerca del culo, hembra. Pero no, las tortugas no facilitan pistas. Son travelos biológicos.

Cierras el buzón con la tortuga dentro y vuelves a subir a casa a la carrera. Vas a llegar tarde al trabajo, pero no puedes dejar a la tortuga allí encerrada todo el día muriéndose de hambre y sed. Tampoco la puedes dejar en casa, en un cajón, porque no es tuya, porque acabaría cagándose en todas partes, y porque no aguantas su olor de agua estancada. Ni tú ni Alfonso, que se pondría a dar gritos como una loca. De la cocina coges una hoja de lechuga, y rellenas con agua la tapa de un bote de mayonesa de cristal. Bajas al portal. Por el camino se te cae la mitad del agua, pero no puedes hacer más. Se te está haciendo tarde.  Abres el buzón y le pones a la tortuga la lechuga y el agua dentro. Si muere no va a ser por tu culpa.

—No sé cómo cojones has llegado hasta aquí, pero a mí no me vas a arruinar la vida —le dices a la tortuga antes de cerrar la puerta del buzón con llave.

Has cometido el primer error, aunque todavía no lo sabes. Has hablado con la tortuga, como si ella pudiera entenderte. Ya solo te falta ponerle un nombre.

En el coche, en el trayecto hacia la oficina, te haces preguntas sin respuesta. ¿Quién ha metido una tortuga en tu buzón? ¿Alguien que te quiere gastar una broma ridícula? ¿Alguien a quien debías haber contestado una carta y aún no lo has hecho, y te dice que eres como una tortuga? No es posible. Nadie esconde tortugas en los buzones para sugerir sin ofender que debías contestar una carta desde hace tiempo. Ni siquiera en las pesadillas surrealistas sucede eso.

Podría haber sido un vecino. Alguno que quiere deshacerse de la tortuga de su hijo, harto de encontrarse pequeñas bolitas de mierda por toda la casa, y que no se atrevió a matarla ni a tirarla por una alcantarilla. Dicen que la respuesta más sencilla suele ser la correcta. Una tortuga abandonada, como si fuera un recién nacido depositado en el torno de un hospicio. El que haya sido en tu buzón quizá se deba al azar.

Tendrás que estar atento a si algún niño llora en la comunidad de vecinos, y reclama su tortuga perdida. Tendrás que aplicar la oreja a las paredes y las puertas. Llamarán a la tortuga por su nombre, todos los animales familiares tienen nombre. Incluso los cuñados y las primas de Valladolid tienen nombres, así que mucho antes el niño le habrá puesto nombre a su tortuga. Casiopea, Aquiles, Clementina, Fittipaldi. No hay tantos nombres para tortugas. Gertrudis, Burocracia, Casimiro. Suelen ser nombres sonoros y antiguos, a juego con la especie.

Pero nadie tiene la llave de tu buzón, al menos que tú sepas. Tal vez los anteriores inquilinos de tu apartamento, pero tú ya llevas mucho tiempo viviendo allí. ¿Para qué va a regresar alguien desde el pasado a depositar una tortuga en tu buzón?

En cierto modo los cerrojos de los buzones tampoco son mecanismos complejos de cajas fuertes, así que cualquiera podría abrirlo. Cualquiera con unas mínimas habilidades manuales, claro. Tú no. A ti te cuesta abrir hasta una caja de galletas, así que de una cerradura mejor no hablamos.

Pero ¿quién va a querer meter una tortuga en tu buzón? ¿Será una tortuga-bomba, una tortuga yihadista? ¿Será un regalo? No, no tienes enemigos, al menos no tan exquisitos como para andarse con rodeos de ese tamaño. Tampoco está cerca tu cumpleaños. No tienes respuestas para el enigma.

La tortuga tampoco ha podido llegar allí ella sola. No es posible. Tampoco puede haber crecido dentro, que estuviera allí desde hace tiempo, y se ha hecho tan grande que ya no puede salir por la rendija de las cartas. No puede ser porque está en tu buzón, lo abres a diario, y una tortuga no crece meses y meses dentro de tu buzón sin que te des cuenta. No eres tan ciego. No de esos, al menos.

La tortuga es un aviso, concluyes. Una advertencia. Un mensaje cifrado, tan grave que no puede ser dicho de golpe, así por las bravas. Si averiguas qué quiere decir, qué significa, habrás descubierto el acertijo.

Llegas tarde al trabajo, como sospechabas. La jefa, Marta, te echa una bronca de cuidado. Ha dormido mal, y decides capear el temporal. Pasas el día atontado, pensando en la tortuga. Marta te persigue y te machaca con que cada día eres más torpe, que si tienes meningitis. Gruñe como un conejo, y muerde los lápices hasta dejarlos astillados.

Al final te cabreas. Tiras una remesa de facturas al suelo, y te pones a recogerlas despacio, solo para mirar debajo de las mesas y comprobar si hoy también lleva el tanga rojo. Pero no, hoy lleva bragas blancas de algodón, con una mancha roja en el centro. Parece la bandera de Japón, pero no lo es: tiene la regla. Estás jodido. Hoy la bruja no te va a pasar ni una. Pero tú no puedes controlarte. La tortuga te tiene sorbido el seso.

¿Qué coño te quiere decir la puta tortuga? No lo sabes, y ahora eres tú el que se come todas las uñas antes de que llegue el mediodía. El día transcurre con lentitud agonizante, y el nudo del estómago cada vez te asfixia más. A última hora sales disparado. Ya tenías todo recogido media hora antes de que terminara la jornada. Te vas sin despedirte, no vaya a ser que te entretengan.

Te subes al coche con taquicardia. Quieres regresar a casa cuanto antes. Quieres volver a ver a la tortuga encogida dentro del buzón, no vaya a ser que te la hayas imaginado. La revisarás a fondo, a ver si tiene algún mensaje escrito en el dorso de su caparazón y que no hubieras visto por la mañana. Te fijarás en los detalles, preguntarás a los vecinos, a Alfonso, a tus hermanas. Esa tortuga no va a poder contigo. Si es preciso le retorcerás en cuello y le taladrarás el caparazón con un berbiquí hasta que cante.

—¿Qué tienes que decirme? ¡Habla ya, hija de puta! —Sabrás cómo tratarla para que confiese.

El semáforo está en rojo, pero no lo ves. Te lo saltas a más de noventa kilómetros por hora. Te estrellas contra una furgoneta de reparto de Electrodomésticos Bezoya. Y es entonces, un segundo antes de morir, cuando se hace la luz y de pronto lo ves claro. Era un mensaje evidente, venido del más allá. Una advertencia, tal y como sospechabas, al que no has hecho caso, y eso a pesar de que era más que evidente:

—Que vayas más despacio, o acabarás antes de tiempo.

Con suerte, eso sí, te reencarnarás en tortuga, y te enviarán a cumplir una misión clandestina en el buzón de algún amigo.

 

 


 

082

DICE LA NENA que cuando vendamos la casa no metamos nada en un trastero. Que lo vendamos, lo regalemos, lo tiremos. Que ella conservó un montón de cajas al vender su casa de Barcelona, las almacenó en un trastero dos años, y ahora, al recuperarlas, se da cuenta de que la gran mayoría de cosas no las necesita. Que se podrían haber hundido en el barco camino de Tarragona, y no habría pasado nada. Que solo algún pequeño objeto le trae recuerdos de un viaje feliz, o de la infancia de sus hijos.

Hoy Javier cumple setenta y seis años. Un viejo. Todos mis hermanos, menos los tres pequeños, tienen ya más de setenta años. Viejos reviejos. Como no me dé prisa ni siquiera van a poder leer estas líneas, porque serán polvo de crematorio, o no sabrán ni donde tienen las gafas y los ojos. Ahora que aún estamos a tiempo podríamos hacer una funeral colectivo, como el proyecto ese que una vez imaginamos, Hamar Anaia, diez hermanos en euskera, un terreno a las afueras de Bilbao donde vivir todos juntos el sueño de La Casa de la Pradera. Bueno, pues si no fue la vida, que sea la muerte. Nos podíamos estrujar unos a otros, imitando al cuadro El Abrazo de Genovés, y decirnos que nos echamos de menos, ahora que estamos muertos, casi muertos.

—Fuiste un buen hermano, hijo de puta, aunque te callaste demasiadas cosas a lo largo de tu vida, qué le vamos a hacer.

—Yo también te quiero, cabrón, y eso que eres un bocazas de los que no callan ni bajo el agua.

No soy el biógrafo de la familia, porque ni siquiera sé cómo ser biógrafo de mí mismo. Solo soy el quejica, o a lo mejor el cura seglar que nuestra madre siempre quiso, y he venido a daros la extremaunción civil con este exceso de palabras.

—A ver qué va a contar de mí, que le corto la polla —dirá Jorge, o Nacho, o Peancha, o cualquiera.

Tito ya no, Tito ya solo habla el lenguaje de los bebés, con lengua de trapo. Se encoge, se arruga cada día un poco más, busca la postura fetal para regresar al útero materno y desandar el camino, regresar a la caverna de los líquidos amnióticos. Ha olvidado que su madre está muerta, y su vientre convertido en cenizas.

Gonzalo tampoco dirá nada, porque sólo se aparece en forma de fantasma los veintitrés de cada mes para recordarnos que está muerto. Nunca llegó a cumplir los cuarenta y dos. Es con diferencia el más pequeño de todos nosotros, pero tendría ya más de setenta años y tres divorcios si aún estuviese vivo.

 

Hace no tanto tiempo, quizá quince años, escribí un microcuento que siempre ha estado dándome vueltas en la cabeza. Ahora, mientras escribo, creo que sé por qué: Trata de mí mismo, claro que sí, siempre es así, pero también trata de mis hermanos, muertes de hermanos, reparaciones, venganzas, fidelidades, y hermandades de maras. Lo titulé Una lágrima tatuada, y decía así:

 

EL MISMO DÍA que cumplió los once años, Camilo presenció la muerte de su hermano Wálter, el único en el que confiaba. El flaco Vargas, un debutante de la mara Barrio 18, le abrió el vientre de arriba abajo, y colgó sus intestinos de la canasta de baloncesto del parque. Esa noche Camilo se tatuó la primera lágrima, y supo que en algún momento tendría que reemplazar el hueco que su hermano Wálter había dejado en la mara Salvatrucha.

Nada más cumplir los trece, Camilo pidió entrar en la mara, y aguantó “el brincado” durante trece segundos: la mayor paliza de su vida, de pie y sin caer al suelo. Trece veteranos de la Salvatrucha le golpearon sin piedad con la mano abierta, patadas, cadenas, palos y mordiscos. Sobrevivió gracias a que nunca dejó de pensar en los intestinos de su hermano Wálter chorreando de la canasta del parque. En la segunda prueba tuvo que cortarse las venas y confiar en que sus compañeros le resucitaran.

Para completar la iniciación, solo le quedaba matar con pistola o con navaja a un marero de Barrio 18. Eligió el cuchillo, y también a la víctima. Llevaba dos años esperando. Con trece años la voz de Camilo era lo bastante femenina como para confundir por teléfono al flaco Vargas. Lo citó en el parque, bajo la canasta de baloncesto, con promesas de amor y sexo salvaje.

—Soy Carolina, mi amor, y ya no me aguanto las ganas —le dijo.

Lo esperó detrás de un arbusto.

—Acércate, flaquito, que estoy aquí.

Le reventó la cara con el bate de béisbol de su hermano. Le colocó unas esposas a la espalda, encadenadas a los pies, le tatuó con el cuchillo el nombre de su hermano sobre el pecho, y le cortó uno a uno todos los dedos de las dos manos con unas cizallas de podar viñedos. Lo dejó gritando y desangrándose bajo la canasta de baloncesto, seguro de que nadie acudiría a su llamada hasta después del amanecer.

Camilo ascendió rápido en la jerarquía Salvatrucha, pero cuando supo que el flaco Vargas tenía un hermano con una lágrima tatuada, comprendió que tenía los días contados.

 


 

083

YO SOY CAMILO, ahora lo tengo claro. Aunque también soy Wálter y el flaco Vargas. Solo pude escribir ese microcuento a condición de no saberlo, de no reconocerme en los personajes. Las palabras salieron solas, como en el diván del psicoanalista, como en los sueños, como en las borracheras rabiosas, y consiguieron decir, a través de las metáforas, lo que no puede ser dicho, lo que está prohibido.

 

Ayer, en la sesión de rehabilitación de mi hombro congelado, capsulitis adhesiva y desgarro en tendón supraespinoso para aquellos que la terminología científica se la pone dura, mi fisioterapeuta me preguntó si era distinta la escritura y lectura en los nuevos ereaders y tablets. Le dije que no. “El Universo está hecho de historias, no de átomos”, decía la poeta Muriel Rukeyser. El hardware que las contiene siempre cambia. Hasta hace cinco siglos, con oralidad primaria, eran los abuelos y los juglares los que contaban historias. Luego fueron los libros. En el siglo XX el teatro se transformó en cine, y en el XXI el cine se convirtió en Netflix.

Los libros se mantienen, en papel o en pantallas led de tinta electrónica, como narraciones interpretadas un único instrumento, el hilo de palabras enlazadas. El teatro, cine y vídeo utilizan un pentagrama de varios canales para narrar las historias: el guion, la voz, la música, los actores, la iluminación, los movimientos de cámara, los efectos de luz y sonido. El cine es una orquesta, y el libro un solista. No son incompatibles. A veces el minimalismo del libro es más placentero que la potencia orquestal del cine. Al final depende de la historia, y de quién la cuente mejor.

Eso le dije. Pero luego, al día siguiente, hoy mismo, pensé que había otro factor importante que diferencia el cine del libro. En el libro, el lector hace la mitad del trabajo, y construye la historia a medias con el autor, poniendo cara a los personajes, atrezzo, decoración, música, luces, ritmo, caracterización, actuación y tonos del diálogo: todo lo que el cine pone, y que no está en el libro. El espectador del cine está desarmado, la obra está terminada en su totalidad, y él solo tiene que disfrutarla o soportarla, sin poder intervenir en ella. En el libro el lector es el coautor de la obra, y solo se representa y existe con su auxilio.

 

Los viajes en el tiempo no existen, pero esto es un viaje en el tiempo. O una montaña rusa en el tiempo. En todo caso, si pudiera fijar una fecha y viajar a ese momento, ¿le diría algo al otro yo que aún está por vivir lo que yo ya he vivido? Estaba a punto de abrir la boca para decir que sí, que le diría… y la he vuelto a cerrar. Viajar a los diecisiete, por ejemplo. Lo más seguro es que me sorprendiera, por más que se trate de mí mismo al ver cómo es, cómo habla, cómo piensa, qué hace, qué le preocupa a ese niñato que fui yo con diecisiete años, un manojo de agonías y cabreos.

—¿Ibas a decirme algo? ¿Un consejo? —me preguntaría el adolescente de pelo rizado con la mirada arrogante.

—No. No hace falta. Ya te apañarás tú solo —diría mi yo de ahora, después de una breve duda.

Y lo mismo haría con mi yo de siete, veintisiete y cuarenta y siete años. Me miraría asombrado y divertido por el ojo de la cerradura del tiempo, y lo dejaría todo intacto, tal y como está, porque cualquier cambio del pasado, por pequeño que sea, podría provocar cambios en mi futuro. “El batir de las alas de una mariposa puede provocar un huracán en otra parte del mundo”, y yo no quiero quedarme sin los años vividos, tal y como los he vivido, y no estar sentado junto a Bea, como estoy ahora mismo, escribiendo las palabras que lees, o que nunca leerás.

No es verdad. Haría algunos cambios. Me diría a principios de enero de este mismo año:

—Enrique, no bajes por esa pequeña cuesta de tierra mojada, que te vas a resbalar, y la leche que te vas a dar te va a dejar un hombro congelado y dolorido durante más de un año.

Y que no diera esa charla a los alumnos del Instituto de Villanueva de la Cañada hace diez años, porque la paga no compensaba los disgustos. Y me diría a mí mismo, el de hace treinta años, que no intentara dar un salto en la última bajada con los esquíes en Andorra, porque me rompería la bola del hombro. Y que no le diera una bofetada a Elías con nueve años. Y que no le tomara el pelo a Leo en la Avenida del Manzanares en el verano de 1967. Y que no fuera tan rápido con la moto a las afueras de Phuket, en Tailandia, hace quince años, o me partiría tres costillas. Y que no me guardara tan adentro la tensión de la separación final con Deme, o mi páncreas reventaría en diabetes tipo 1. Pero si de todo se aprende, y yo necesitaba pasar por esos trances para llegara donde estoy, me quedo con el paquete entero, incluyendo las enfermedades crónicas físicas y psíquicas. Las taras, vaya.

Tengo la sospecha sin fundamento de que muchos sí tratarían de cambiar su historia y su vida. Pedirían una alteración, otra oportunidad, por favor, como sea, por dios, aparta de mí este cáliz. Si yo no fuera Enrique, sino Enrique metido en la piel de Tito, Javier, Coke, Nacho, Jorge… cualquiera de mis hermanos, mis abuelos, mis tíos, mis cuñados y cuñadas, y hasta mi hijo Elías, me apuntaría al cambio. Me desharía de algunas cartas, como en el mus y el póker, y pediría otras al azar, que tal vez fueran peores, nunca se sabe, pero que sean otras, joder, por lo menos intentarlo, que la vida que les tocó vivir a mí me parece insoportable. A veces no, por supuesto, muchas veces fueron felices, estoy seguro, y puede que aún lo sean a ratitos, pero yo tiraba casi todas las cartas. Tabula rasa. Empezar de cero. Dame los dados otra vez, que en esta tirada me ha salido una mierda, y necesito una segunda oportunidad para ser feliz, como Enrique, diría Enrique trasmutado en cualquiera de esos cuerpos.

Pero igual me miento, sé poco de los demás, y tal vez ellos piensen de ellos mismos que han sido felices, que lo son todavía, y que no cambiarían nada de sus vidas en el pasado, para así poder llegar al presente luminoso en el que viven ahora. Es posible. Incluso el consejo absurdo de “más vale malo conocido que bueno por conocer” se aplica todavía, no es tan raro.

 


 

084

SI A LOS doce años quería ir al Congo, en busca de la eternidad en el cielo a través del atajo en una tribu de caníbales ateos que me meterían en una cazuela, a los quince con los curas comunistas del país vasco, a los diecinueve me quería alistar con los tupamaros, la banda Baader-Meinhof, al ejército rojo japonés o al Frente Polisario, ¿por qué ahora no me apunto ni a una manifestación pacífica en apoyo a las ballenas, las mujeres mapuches, la sanidad pública, la república? ¿He renunciado? ¿Me he aburguesado? ¿Le he pasado el testigo a la siguiente generación? ¿He perdido la fe? ¿Ya me importa un bledo todo eso? No lo sé, pero es así. Creo que he pagado mi deuda de poner mi granito de arena por una sociedad mejor, y no un granito, sino unos cuantos sacos de arena, y creo que la sociedad futura no será mejor. Tampoco peor, como no lo es esta con respecto a la de hace un siglo, o diez siglos. Nuestra presencia o ausencia suma cero. Nuestros actos acumulados añaden y restan cero al total. No somos nadie. No somos nada. Nos creemos que somos la leche, la última pepsicola del desierto. Vaya zarandaja.

 

Mi madre cosía. Cada tarde, al regresar del colegio, yo me sentaba junto a la mesa camilla repleta de hilos, cremalleras y botones, sacaba mi cartilla para hacer los deberes, y colocaba junto al plumier y los cuadernos, mi bocadillo de pan con sobrasada o con tres onzas de chocolate hundidas en su interior. Mi madre cosía y tarareaba canciones de María Dolores Pradera mientras yo hacía garabatos en el cuaderno de dos rayas, siempre pegado a su falda. Yo intentaba concentrarme en la tarea, pero tenía muchas preguntas pendientes:

—Mamá, si Dios conoce el futuro de todos los hombres, ¿Por qué deja nacer a los que van a ir al infierno, si ya sabe que van a ser malos y se van a condenar?

Mi madre detenía en el aire la puntada sobre el calcetín, y me decía:

—Porque nos quiere tanto que nos hizo libres, incluso para ser malos y condenarnos.

Yo regresaba a la caligrafía y los quebrados, sin tener claros los motivos de Dios. Luego lo olvidaba, ocupado en recordar los afluentes del Tajo y buscando el mínimo común múltiplo entre mordiscos de sobrasada.

—Anda, enhébrame este hilo, que yo no atino con el ojo de la aguja.

Mi madre tenía una cinta blanca de tela con los números del uno al diez bordados en rojo. Recortaba un ocho y me lo cosía en todas las camisetas, calzoncillos y pantalones. Pero antes de que acabara, yo volvía a preguntar:

—Mamá, si sólo los que están bautizados pueden ir al cielo, ¿dónde van todos los demás?

—Al limbo, Quique. Van al limbo, como los niños recién nacidos que mueren antes de ser bautizados —me respondía impaciente.

Yo ya me había acabado el bocadillo, y veía cómo mi madre se revolvía inquieta en la silla temiendo que, tal vez, siguiera con el interrogatorio teológico. No quería enfadarla. Estaba llegando al límite, lo sabía, y no deseaba que me expulsara, como a Adán y Eva, de aquel paraíso en que mi madre, al menos por unos momentos, era sólo mía, y no de mis hermanos mayores ni de mi padre. Recuerdo que yo trataba de frenar mis dudas metiéndome en la boca unos cierres de goma rosa que años después supe que se usaban para sujetar las medias con ligueros. Pero no podía dejar de preguntar:

—Y entonces, ¿allí están todos los chinos, y los negros, y los árabes, y los esquimales? ¿No te parece que son muchos, mamá? Y si ellos no tienen la culpa de no haber sido bautizados, ¿por qué nunca van a poder ir al cielo?

Más de una vez acabó pinchándose en el dedo, como la Bella Durmiente, a pesar de los dedales abollados con que cubría su dedo corazón.

—¿Ya has acabado los deberes? Pues hala, vete con tus hermanos al cuarto de juegos, que tu padre está a punto de llegar.

Años después recuerdo escenas similares mientras comíamos cortezas de naranja recubiertas de chocolate junto a las Torres del Silencio, en Caracas, o haciendo cola para la matrícula en decenas de colegios, o merendando tortitas con nata en California 47.

Y yo entonces, no sin pesar, recogía mi cartera, mis cuadernos y mis lápices, y regresaba a la selva de los hermanos, de la que no he podido, no he sabido, o no he querido, salir todavía.

 

 


 

085

CUANDO LA CONOCÍ, Begoña era la novia oficial de Elena, pero a pesar de ello a mí me gustaba mucho. Fue hace treinta años, porque yo vivía en la calle Manuela Malasaña. Que dos chicas fueran novias no era frecuente. En realidad era muy raro, pero no estaba mal visto entre la gente del teatro y los cuentacuentos. Era exótico, y hasta un poco morboso. Sobre todo porque Begoña no era el modelo clásico de lesbiana marimacho, de pelo corto y pantalones militares. En absoluto. Begoña tenía las tetas grandes, muy visibles debajo de las camisetas ajustadas que le gustaba llevar, llevaba pendientes grandes, y se pintaba los ojos y los labios con trazos finos. ¿Para qué más? Con 23 años, un cuerpo de modelo y una cara de rasgos delicados no necesitaba otra cosa. Era guapa, muy guapa.

He dicho que se llamaba Begoña, pero quizá no se llamaba así, sino Anabel. Joder, es que no me acuerdo. Manda huevos que me acuerde del nombre de su novia, Elena, que era más sosa, y más fea, y no me acuerde del nombre de Begoña. O de Anabel. Creo que tenía una “B” en el nombre. Antes de acabar de contar esta historia seguro que me acuerdo.

El caso es que Elena, la novia, que sí que era lesbiana, trabajaba de técnico de sonido en el Teatro Real. Era buena en su trabajo, según decían, y me imagino que era también el elemento masculino de la pareja. Un día Elena le regaló a Begoña una camiseta muy cachonda que ponía: “Yo no soy lesbiana, pero mi novia sí”.

A mí Begoña me gustaba mucho, no lo podía remediar, y se lo dije. Se lo conté en dos cartas. Quizá tres. Cartas anónimas, deslizadas en el bolso después de los ensayos de teatro, para que se las leyera de camino a casa. Cartas que no eran esta, pero que se le podrían parecer:

 

“Querida Begoña (o Sofía, o Anabel, que no me acuerdo, joder): cuando leas esta carta te preguntarás que quién coño te ha metido un sobre cerrado en el bolso, pero como tampoco hay demasiados enfermos por la escritura en tus alrededores (me refiero a amigos o amigas, y no es que los conozca a todos, simplemente es que los que hacemos estas bobadas somos pocos, ya lo sabes), casi seguro que te estarás imaginando que soy yo el que escribe esta carta inoportuna. Cualquier carta que no se espera es inoportuna. Estoy pensando que más que una carta a ciegas, es un tiro al aire. Es como cazar perdices con los ojos cerrados y sin tener ni idea de cómo se dispara una escopeta. Será que tengo vocación de masoquista, o de bocazas, o de hacer el ridículo. Sé que tú y yo nunca llegaremos a revolcarnos en la cama (ahora, 30 años más tarde, me maravilla esa clarividencia de entonces, no sé si se lo dije en la carta, probablemente no, pero me acuerdo de que siempre lo supe con certeza). Nunca seremos novios, ni amantes. A fin de cuentas yo tengo pareja, Carolina, ya la conoces, es estupenda; y tú también, Elena, muy maja ella, qué envidia le tengo.”

“En fin, que a estas alturas estarás poco menos que estrujando este papel, tratando de leer muy deprisa por si hay algo revelador, fundamental, una especie de anuncio radical, de esos que te cambian la vida. Puede ser una promesa o una amenaza, o solo una torpe declaración de amor no correspondido, un perdigonazo en la distancia. Por si acaso sigues leyendo, nerviosa, mirando de soslayo no vaya a ser que alguien más esté descifrando las líneas por encima de tu hombro, o que Elena se entere, no, no está aquí, pero si lo lee le da un ataque, y eso que no es celosa. Bueno, a fin de cuentas, pensarás, tú no tienes la culpa, no eres tú la que ha escrito esta carta, no eres tú la que se está exponiendo así en público.”

“Bueno, no tan en público, pero un poco sí, porque podrías enseñarle esta carta a Carolina, o a Elena, o a Daniel y a Félix, y que empiece el cachondeo. Pero, joder, ¿cómo coño se le ocurre escribir una carta así? A este tío se le ha ido la olla a Camboya. Piensas, y estás en lo cierto, que no has dado pie a nada, que no te has insinuado, que no has estado provocando, así que no eres culpable de esta demencia, de esta declaración enfermiza que aún no sabes dónde termina, ni lo que intenta. Mierda, qué difícil, ¿por qué me tienen que pasar estas cosas a mí, con lo tranquilita que voy yo por la vida?”

 

La carta era un ejercicio de omnisciencia narrativa, un truco de palabras enhebradas ideado para ablandar su posible resistencia, y que me permitiera acercarme al barranco de sus tetas. Eso Begoña lo supo siempre, porque tonta no era. Pero como yo no le caía mal, le parecía buen chico, aunque era el novio de Carolina, que era amiga suya, o casi, siguió leyendo.

—Veamos que quiere este capullo, aparte de echarme un polvo, como todos, que en eso la cosa no cambia, diga lo que diga la puta carta. Qué nervios.

Así que Sabrina, o Begoña, Sofía, Anabel, continuó bebiendo las líneas de la carta hasta llegar a la propuesta: "Que por qué no nos tomamos un café", decía el cabrón en la carta (ese soy yo). Pensó que tenía que estar enfermo. Estaba segura de que ya se le asomaba (me asomaba) la punta de la polla por los agujeritos de la bragueta, aunque en la carta decía solo que quería tomar un café.

—Vale, pues venga, un café. Te vas a enterar —dijo Anabel, quizá Sofía, o Begoña.

Y en el Café del Nuncio me contó que el verano anterior, estábamos ya en octubre, aún con manga corta, había estado practicando intercambio de inglés con un hombre mayor, un profesor retirado. Era un viudo de setenta años, un profesor de Historia Antigua de la Universidad Complutense, ya jubilado, que vivía cerca de Plaza Castilla. Un investigador que le contaba unas historias preciosas de Grecia y de la India.

Begoña me dijo que no sabía por qué, pero que el viejo le caía bien, y que siempre la recibía con unos piropos tan graciosos, que de pronto se encontró con que los dos estaban jugando a la seducción, a pesar de que ella tenía novia, y solo veintitrés años, y él setenta cumplidos.

—Ponte minifalda, que hace mucho calor, y seguro que tienes las piernas muy bonitas —le dijo él.

Y Anabel, o Sofía, quizá Begoña, al día siguiente se puso minifalda, y él le acarició la rodilla mientras hablaban en inglés. Nunca la forzó, que va, era todo un caballero, pero poco a poco, días tras día, la mano subía muslo arriba.

—Pero vamos a ver, ¿tú no tienes novia? ¿Elena no es tu novia? ¿Tú no eres lesbiana? —le pregunté yo al borde del infarto escupiendo en la taza del Café del Nuncio. Y probablemente también se lo preguntó el viejo, al borde de otro infarto con más posibilidades de ser mortal.

—Pues no, qué tontería —me dijo Anabel/Sofía—. Yo estoy con Elena porque me gusta ella como persona; pero si Elena se hubiese llamado Germán y fuese un chico, me habría enamorado de Germán. Yo me enamoro de las personas, no de su sexo.

Y levantó la barbilla en un gesto de orgullo.

Y a mí la picha se me puso a reventar. Vamos, no me jodas.

El caso es que poco a poco, según me contó, la mano del viejo llegó hasta las bragas, después se las quitó, y acabó en la cama con él. Sí, sí, con el de setenta años. Y no una vez, sino dos veces por semana, como poco. Begoña, o Anabel, me cago en dios, decía que esos días él le daba una propina de dos mil pesetas por haberse portado bien.

—Venga ya. Eso se llama prostitución —le dije enfermo de celos.

—Oye, no te pases. Yo lo hacía porque no me importaba, y a él se le veía tan contento que no sabía cómo pararle —me dijo Begoña, o como coño se llamase.

—Pero vamos a ver, ¿tú no estabas contratada para hacer intercambio del idioma inglés? —le pregunté casi suplicando para que rectificase la historia.

—Al final ya ni hablábamos en inglés ni nada —me dijo pegando la espalda al respaldo de la silla—. Según entraba por la puerta me empujaba hasta la cama, me desnudaba deprisa y me echaba un polvo. Después, más tranquilo ya, nos tomábamos un té, y hablábamos del calor que hacía en verano en Madrid. Antes de irme él me metía un billete de dos mil pesetas en el bolso, o por dentro de las bragas, y nos despedíamos hasta la próxima. ¡No sabes qué energía tenía el tío, con setenta años!


 

086

YO CASI NI me lo podía creer. Allí estaba Sofía, o Begoña, tan tranquila, contándome cómo se lo montaba con un tío de setenta años sin que Elena, su novia lesbiana, se enterara de nada.

—¿Y aún sigues yendo a su casa? —le pregunté, sabiendo que no era posible.

—No, ya no. Al final me enfadé con él. Era un cerdo —reconoció.

—¿Por qué? ¿Qué pasó? —yo estaba al borde de un infarto sexual.

Anabel, o Sofía, dudó unos instantes. No sabía si contármelo o no. Parecía que le daba vergüenza.

—Bueno, un día llegué y me encontré con que estaba con un amigo un poco más joven que él, tendría unos sesenta y siete años, pero se conservaba bien. Me dijeron que se conocían desde la mili en Ceuta. Al principio me dio un poco de mal rollo, porque su amigo tenía la cara salpicada de huellas de viruela y ojos de viciosillo.

—No sigas por ahí, que vamos mal —le dije en un susurro, pero Begoña no me escuchó.

—El caso es que me dijo que era su cumpleaños, el de su amigo —siguió contando Belén, quizá Francisca—, y que había pensado que yo era un buen regalo. La verdad es que me sentó mal, porque no había contado conmigo para nada.

—La madre que te parió —me quejé resoplando.

—En fin, que como el tío siempre lograba convencerme, me vendaron los ojos y jugamos a que yo tenía que adivinar quién era quién.

—Quién era quién, ¿el qué? —empecé a pensar que me tomaba el pelo.

—Bueno, ya sabes, los juegos típicos, adivinar quién me tocaba el culo, o las tetas, o quién era el me la metía...

—¿El que te metía el qué? No me jodas. No te creo —le dije sujetándome a la mesa.

—...escuché varias veces el ruido del disparador una cámara de fotos, y notaba el flash a través de los ojos vendados. Yo casi nunca pude adivinar quién era el que me tocaba, o quién me penetraba, pero es que hacían trampa. Cuando me quitaron la venda allí no había dos, sino tres tíos agotados y sonrientes. Ese día en lugar de dos mil, me dieron cinco mil pesetas, y volví a casa con la vulva escocida.

Pensé que aquello era el colmo. La cabrona de Inés, Paloma, Begoña o como cojones se llamara, ya me había hinchado las pelotas. Joder, yo solo quería meterle la mano entre las tetas, no que me contara una película de porno duro.

Me levanté de golpe. El bulto de mi polla tropezó con la taza de café y me dejó una mancha en los pantalones que tendría que lavar nada más llegar a casa, antes de que la descubriera Carolina. Antes de marcharme miré a Begoña con miedo, o con asco, o con ganas, o con todo al mismo tiempo:

—Mira, tú eres una hija de puta. Eso de los viejos follando contigo es una historia que te has inventado solo para joderme. Si no querías saber nada de mí, haberme dicho que me la cascara en el baño. Haberme mandado a tomar por culo. Haberme puesto una denuncia. No me jodas. Ahora ¿qué quieres que haga yo con esta historia?

—Tú sabrás —me dijo la hijaputa de Begoña, o Bárbara, después de darle el último sorbo al café—. No te la va a creer nadie, así que vas a tener que callarte.

Han pasado treinta años, quizá más, pero no muchos más, y aún sigo sin saber si fue verdad o fue mentira. Lo que es seguro es que yo nunca follé con Bernarda, Begoña, Esperanza, Sofía, cago en dios, ¿cómo se llamaba?, Mercedes, Marta, Casandra, Clotilde, Carajota, Berta, Sabrina. Si hasta me sabía el apellido, pero ahora ni eso. ¿Fornes? ¿Falcón? ¿Fasca? ¿Furcia? Su apellido tenía dos sílabas, y había una “F” dentro. Pero su nombre era más fácil, joder, se llamaba Blanca, Viridiana, Mirena, Natacha, Bámbola. Su puta madre, que no me acuerdo.

Dejé de verla. Poco a poco la fui olvidando. Me volvió a llamar una vez hace seis o siete años, y me dijo que se había casado con un ejecutivo de BMW y chalet en Majadahonda, y que estaba embarazada. Ya no era novia de Elena, y había descubierto que eso de ser lesbiana era una tontería.

La colgué. Manda cojones. Aún me acuerdo de ella. Me soltó la historia y se marchó. Que conste que no envidio a su marido: esa es capaz de cualquier cosa. A mí me dejó tiritando al borde del abismo sin tocarme un dedo. Se llevó hasta su nombre, y ahora no sé ni cómo cabrearme con ella.

 

Ringo y Pepa se han pasado casi toda la noche ladrando alrededor de la casa. Bea escucha sin poder dormir.

—¿A quién le ladran? ¿Estará intentando entrar alguien? —me pregunta cuando yo ya estoy roncando.

—No pasa nada —le digo—, están persiguiendo a los topos y a los conejos del monte.

Poco a poco se tranquiliza, y cuando estamos a punto de dormirnos, los mastines dejan de alborotar.

—Ya no ladran, ¿les habrá pasado algo? —me pregunta sacudiéndome el hombro.

—Sí, claro que les ha pasado algo: que se han dormido; y nosotros deberíamos hacer lo mismo —le contesto.

—Voy a ver —dice, levantándose de la cama.

A tientas la escucho moverse a oscuras hacia la ventana. Descorre la cortina, abre, se asoma a la noche y los llama en voz baja, para que los posibles intrusos no la oigan:

—¡Ringo, Pepa!

Casi al momento los perros responden con ladridos secos, obedientes, y se sientan bajo la ventana.

—Están bien, no les pasa nada —me dice regresando a la cama.

—Estupendo, le digo, ¿ya podemos dormir?

Bea me mira frunciendo el ceño:

—Bueno, vale, pero no sé cómo puedes estar tan tranquilo, con la cantidad de bandas organizadas que hay asaltando casas por la noche, los muertos en Kenia, las mujeres violadas en Ucrania, los niños abandonados en Brasil, las lapidaciones en Somalia y los torturados en las comisarías.

—Es verdad —le digo.

Al rato la escucho respirar profundamente dormida. Y yo, con los ojos como platos.

 

 


 

087

TODOS MIS HERMANOS y hermanas, al menos de Coke para abajo, han sido unos meones. Y yo, el que más. Medalla de oro. Campeón mundial de enuresis nocturna. Hasta los trece años, bien cumplidos. Ahí se cerró la fuente, al mismo tiempo que se abría otra, alimentada ya no por los riñones, sino por las pelotas. Un mismo cañón para disparar municiones diferentes.

Lo que yo no podía entender es por qué razón me regañaban cada mañana, al levantarme y descubrir mi pijama y las sábanas empapadas.

—¿Ya te has vuelto a mear? Eres un cochino. Te vamos a tener que hacer un nudo en el pito. ¿Por qué no te levantas y lo haces en el retrete, como la gente normal? —me decía mi madre.

—¿Y cómo me voy a levantar, si estoy dormido, y ni siquiera después de mearme me despierto? —me defendía yo.

—Tu cuarto apesta. Nadie quiere dormir contigo. ¿Cómo vas a ir de campamento? ¿Te compro unos pañales?

Afortunadamente no me compraron nunca pañales, y Jaime aguantaba en la otra cama del cuarto por la sencilla razón de que él también se meaba. Los hules de color azul bajo las sábanas fueron mis compañeros de cama durante la larga infancia.

Luego supe que también los mayores, y hasta las niñas, se meaban hasta bien avanzada edad. Yo no era una excepción. Solo conseguí ser el más exagerado, el más longevo.

Recuerdo que muchas noches me acostaba vestido, tirado sobre la cama, sin llegar a ponerme el pijama, porque llegaba tan dormido a mi cuarto que solo caía sobre la cama y me quedaba dormido. A nadie le preocupaba eso. A mí tampoco. Ni entonces, ni ahora. Diez hermanos asilvestrados pueden con la paciencia de cualquiera, y ni mi madre ni Salud podían aguantar tanto, así que el que yo me durmiera vestido, con la misma ropa que había llevado durante el día, no tenía la menor importancia.

Pero yo me meaba, con pijama o sin pijama, vestido o desnudo, así que amanecía vestido y mojado. No necesitaba vestirme ya, porque ya lo estaba. En Caracas siempre hacía calor, así que cuando llegaba a la cocina para tomar el desayuno, sin ducharme, mi ropa ya estaba seca. Todo arreglado.

Alguna vez incluso me fui al colegio así, tal cual. Mi olfato no notaba nada. Y alguna vez, tampoco puedo decir que muchas, tal vez cuatro o cinco veces en total a lo largo de los años, algún compañero de pupitre, nos sentábamos de dos en dos en los pupitres de madera de los años sesenta, me dijo que olía mal, a pis.

—Qué tontería —decía yo—. Eso es imposible. Tú tienes la nariz estropeada.

Yo sabía muy bien qué es lo que olía. No era tan difícil de descubrir. Me reñía a mí mismo por no haberme cambiado de pantalones, camisa y camiseta, y me aseguraba de que no volviera a pasar. Normalmente Salud me ayudaba, me conocía bien, y me mandaba cambiarme de ropa antes del desayuno. Pero alguna vez se le pasó, o yo me escapé.

Todos esos años me parecieron años de injusticia, porque yo nunca me hice pis despierto, por pura pereza. Jamás ocurrió, ni de niño ni de adulto. Como recuerdo, una vez al año, hasta ahora, ya jubilado, sigo meándome en la cama. Y sigo sin despertare hasta que ya estoy empapado.

Lo más curioso es que ahora si sé qué es lo que lo provoca, y el sueño que tengo justo antes de mearme. Sé que es un mecanismo de defensa para no despertarme. Mi cuerpo está tan cansado, tan necesitado de dormir a pierna suelta, que mi subconsciente evita que me despierte aunque tenga inmensas ganas de hacer pis. Y lo hace provocándome un sueño en el cual yo me acerco a una taza de váter, me saco la picha, y meo dentro. Y me da gusto y placer. Incluso noto que me salpica un poco. Pero después de mear en el sueño, noto que aún sigo teniendo muchas ganas, que mi vejiga está llena, y entonces meo con más fuerza, con más intensidad. Y entonces sí, en ese momento noto el placer de la vejiga que se vacía, que el chorro de pis es mucho más potente, y me despierto casi en seguida mojado, porque ahora, a mis años, sí que me despierta la humedad entre las piernas. Me he vuelto a mear en la cama, y lo más normal es que mi meada le alcance a la que en ese momento duerme conmigo.

—Me has meado —me dice.

—Ya lo veo. Lo siento —contesto.

—Bueno, pues nada, cambiamos las sábanas y ya está —me suele contestar mientras se levanta.

Menos mal que es solo una vez al año. A veces en hoteles, de viaje, y otras veces en casa. No hay aviso previo. No hay pautas. Es así, pero al menos ya nadie me regaña.

 

Todos los hermanos nos seguimos meando, aunque ya no tanto en la cama, pero sí en todo los demás. Los esfínteres los tenemos un poco descontrolados. Con frecuencia la cagamos. Tenemos hijos incontinentes, aunque solo sea incontinencia verbal. Yo sigo meándome en todos los libros, y Jaime en todos los bares. Meamos desde el trampolín de la piscina, meamos a nuestros empleados, meamos a nuestras mujeres y a nuestros hijos. Nos meamos en el trabajo, en la escuela, en el banco, y en las urnas de votación; pero sobre todo nos meamos a nosotros mismos, nos bautizamos a diario con nuestro propio caldo.

Si alguna vez me ascienden a Capitán General, quiero que todos los soldados de mi regimiento hagan torres de castellers y me saluden desde las alturas con una lluvia de pis fosforescente.

 

Testamento real. Así debería ser: Lego mis traumas a mi hijo Elías, sobre todo los que desconozco. El dinero y las cosas materiales le durarán poco, pero el legado inmaterial de las heridas le durará siempre, hasta la tumba. Él no lo sabe, pero se los dejará en un testamento no escrito a Kiros y a Maika. Son invisibles, nunca le he hablado a él de ellos. A nadie. Casi que ni a mí mismo, pero asoman su cabecita ciega, como un topo, cada vez que escribo más de cien palabras seguidas. Vienen disfrazadas, vestidas de microcuentos, de personajes secundarios en cualquier relato, de obsesiones repetidas en todas las novelas. Me gustaría llevármelos a la tumba, que murieran conmigo, que se convirtieran en polvo inofensivo después del crematorio, pero es imposible: los traumas, las taras, las heridas, las debilidades, sobreviven a los muertos, se acoplan al ADN, y como en la película La invasión de los ultracuerpos se apoderan de los que están más cerca. Sin la menor duda se incrustan bajo la piel de los hijos como un cáncer imparable. Metástasis generacional.

¿Yo lo he heredado de mis padres? Vaya, no sé. ¿Acaso soy envidioso, arrogante, autista, obsesivo, lento y competitivo como mi padre? Pues sí, claro que sí. No soy tan brillante como para haberme inventado yo solito todas esas distorsiones a partir de la nada. La herencia es importante. De tal palo tal astilla. Hay una pequeña parte que heredé y de la que me he deshecho, maravillas del psicoanálisis, y otra parte que la he amplificado. Incluso he incorporado novedades, quebrantos que antes no existían, y que ahora puedo dar fe de que están ahí, fruto de mi habilidad para empantanar lo que antes era una charca de agua clara. A veces.

También le lego a Elías, y a mis nietos a través suyo, alguna habilidad que les será de provecho. La paciencia no, esa Elías la debió heredar de su madre, o se la fabricó por su cuenta. La creatividad, tal vez. La dificultad de someterse a los jefes y la autoridad (para algunos eso es un defecto, para mí una virtud). Y algo más, eso creo. Eso espero. Y esta confesión que nadie me ha pedido que hiciera.

Mi amigo Ángel Zapata, que sabe mucho, porque al ser tartamudo tiene que pensarse bien qué es lo que va a decir antes de abrir la boca, no vaya a desperdiciar palabras innecesarias, con lo difícil que es arrancarlas de su garganta, me diría que lo que escribo no es para que lo lean otros, porque esos otros, incluido mi hijo Elías, no tienen ninguna necesidad de leer mis escritos. Que soy yo el que necesita decirlo, y dárselo. Soy yo el que necesita que este mensaje llegue hasta él, hasta mi hijo, hasta mis hermanos, hasta los lectores, y que lo hagan suyo, que me lean, para así apropiarme de ellos, contaminarlos, instalarme dentro de su cuerpo, y hacerme eterno a través suyo. No es su deseo, sino el mío. No es su necesidad, sino la mía. No es un regalo, sino una petición. No es una herencia ni un legado, sino la necesidad de que me lean, y me vean, y así sentir que me quieren, y que nunca moriré. O al menos creérmelo.

 


 

088

LOS PERSONAJES DE mis cuentos y novelas siempre son trasuntos de los que he conocido en la vida real, y en su mayor parte soy yo mismo, disfrazado, o algunos aspectos de mí mismo trasladados. Inyecto mi propia sangre en los personajes para darles vida, o bien les doy mi sangre y espíritu para que yo siga vivo a través de ellos. Es un truco muy viejo. Hasta Cristo lo intentó, en la última cena:

—Comed y bebed todos de él, porque esta es mi carne y esta es mi sangre. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.

Y así lo repiten en cada misa los sacerdotes en la magia de la transustanciación durante la consagración.

Hasta ahí, vale. Lo compro. Madame Bovary c’est moi. De acuerdo. Pero un poco más allá, hoy, leyendo a Angela Ackerman, en su libro The Emotion Thesaurus: A Writer’s Guide to Character Expression me encuentro con que los personajes imitan a las personas reales, y también las personas imitan a los personajes.

Para la construcción del personaje literario, hay que indagar en su pasado, y ver quién y cómo les ha influido para que se comporten del modo que lo hacen, y qué experiencias han vivido para que su modo de actuar y de expresarse sea el que es. Yo busco un personaje, y me encuentro a mí mismo representado en él. Ackerman pone un ejemplo, para que los torpes, como yo, la entendamos: Si un padre ridiculiza y se ríe de su hijo pequeño cada vez que llora, ese personaje tenderá a ser evasivo, y a ocultar e incluso a mentir acerca de sus emociones en el futuro, porque tendrá miedo a que le juzguen y le ridiculicen.

Yo lo leo, para aprender y aplicarlo a mi tarea, que esto no se acaba nunca, y no lo interpreto como una manera adecuada de construir un personaje literario, sino como un espejo de lo que yo he vivido en mi infancia. Me han descubierto. La jodida Angela Ackerman se ha enterado, no sé cómo, alguien se ha tenido que chivar, de que en el cuarto de juegos de mi infancia, en la calle Goya 118, ante la ausencia de mi padre, seis padres sustitutos, mis hermanos mayores, me cantaban a corrillo cuando un balonazo se estrellaba en mi cara:

—Llorica manteles, tres cuartos me debes, si no me los pagas, llorica te quedes.

Y yo salía corriendo, buscando un refugio que no existía, mientras mis hermanos seguían gritando:

—Mamá, que me mira la mosca.

—Mosca, no mires a Enrique.

Al final me escondía en el cuarto de baño. A oscuras, porque el interruptor de la luz estaba fuera, y la apagaban en cuanto cerraba la puerta. La luz que se filtraba por debajo de la puerta era suficiente, y al cabo de unos minutos ya me había a costumbrado a percibir las formas y las sombras. Entonces me sentaba en la taza del váter, y cagaba. Y allí sentado, después de soltar al pasajero que se había instalado en mis intestinos, me quedaba pensando, no sé bien qué, con los codos apoyados en las rodillas. Yoga fecal. Pasaba tanto tiempo así, que cuando llamaban a la puerta, tal vez media hora más tarde, recordaba que aún no me había limpiado con el papel higiénico, y lo intentaba a toda prisa. Pero ya era tarde: estaba todo reseco alrededor del ojete, caca endurecida, imposible de arrancarlo de la piel, como un moco que se ha quedado pegado y duro.

—Pues ahí se queda. Ya se irá dentro de tres días, cuando me bañe —me decía a mí mismo subiéndome los pantalones y abriendo la puerta.

 

También cuenta Ackerman que si otro personaje ha vivido una experiencia diferente, por ejemplo ha visto cómo su hermano mayor expresaba sus emociones con libertad, y de ese modo conseguía influir en los demás, sacar provecho y seducir a más chicas, ese primer personaje tal vez se muestre dispuesto a mostrar sus sentimientos para conectar con otras personas. Mis hermanos no me lo enseñaron, ellos no lo saben hacer. Ni mi padre ausente. Pero sí los libros que acumulé en mis encierros, en mis huidas de la selva enmarañada donde mis hermanos mayores practicaban lucha libre de gladiadores suicidas.

 

Supongo que morirse antes de tiempo es una putada, pero nunca lo sabrás. ¿Si Gonzalo hubiese sobrevivido, si no se hubiese muerto a los cuarenta y uno, habría podido ser feliz en Madrid, o en Santo Domingo, con otra pareja nueva que aparece de pronto, después de los cuarenta y cinco años, como me pasó a mí, o a Coke? Él no lo sabe. Ni yo. Pudiera ser, como podría ser que su vida fuera un infierno perpetuo hasta el momento de su muerte, a los ochenta. ¿Y mi hermana Laura, y Diego Parra, y Luis Buzón, y el hermano pequeño de Chitín?

Si Diego se tiró desde la terraza del piso catorce en Bogotá, hace cinco años, sería porque estaba hasta los huevos, los espantos se habían instalado en su cabeza, y estar despierto resultaba insoportable. Si Antonio Guerrero se pegó un tiro en Caracas fue para no sufrir el deterioro imparable del cáncer. Si Gonzalo se dejó morir en Valdecilla fue porque lo que le esperaba para el resto de su vida ya no era disfrute, sino divorcios, dolor y vendettas. A veces sabes a dónde conduce el camino, y decides no ir. Que les den por culo, que tú te apeas. O, como dicen los americanos, coges el autobús. Bea y yo nos bajaremos en marcha, a la chita callando, cuando estemos cansados de vivir, mucho antes de que llegue la agonía.


 

089

LA CARA ES el espejo del alma. Una frase hecha, que no me creo. No del todo. He visto caras angelicales que encubrían torturadores. He visto caras brutales que encerraban almas cándidas. Dicen que en las líneas de la mano se puede leer el futuro. Y en los posos del café, o del té. Y en la posición de los planetas al nacer. Y en las cartas del tarot tiradas al azar. No sé. Tengo mis dudas. Yo me dediqué a la astrología durante algunos años, levantaba cartas, alineaba planetas, buscaba conjunciones y tránsitos, y con eso diseñaba una vida entera que acababa de nacer. Annie Pinto me encargó la carta de su hija Marta, y su hermana Bárbara de la su otra hija. Hice las cartas natales de mis sobrinos, y las cartas paralelas de los hermanos y amigos que se casaban. Escondí al cabeza bajo la almohada en los tránsitos de la Luna sobre Marte y Saturno, y me fui de fiesta cuando Venus se ponía a buenas con Júpiter, triangulando a 120 grados con el sol. Quise adivinar el futuro, y el futuro se escondía. No sé, no me acuerdo de las vidas que anunciaban los astros, y tampoco sé dónde están las vidas que viví, hace ya tanto tiempo, en otro cuerpo, con otra cara, con otras manos.

 

Imagínate que esto es una novela. Ah, que no lo parece. Bueno, es que ya van muy camufladas, o distorsionadas. No se puede uno fiar de las apariencias. Una novela es la ficción de una vida, o muchas lo intentan. Pero esas novelas organizadas, bien estructuradas, sin dejar cabos sueltos ni inconsistencias de los personajes, no reflejan la vida tal y como la conocemos. Nuestras vidas no están tan organizadas, no son tan coherentes. La mía, por lo menos, no lo ha sido. Y las de los que conozco, no demasiado. Hay vidas que sí, que están bien estructuradas. Suelen ser las más aburridas, las que menos se podrían novelar. Vidas quizá felices, es muy probable, pero como argumentos de novela son una mierda. Las buenas novelas narran vidas insólitas, peleonas, fuera de lo común, con salpimentados que hacen de su lectura un algo entretenido, donde soñar e imaginar lo que nunca hemos vivido, pero nos intriga.

Pero yo no hablo del argumento de la novela, ni de la vida, sino de la estructura, del orden y el caos, tanto en la vida como en la novela. Una vida real, que ahora son muy largas, vivimos demasiado, no como hace diez o quince siglos, encierra varias vidas, varias novelas en su interior. Y no está todo tan articulado como en las novelas. No todo es causa-efecto. No se cierran las historias secundarias en la vida real, porque dejamos a novias, amigos y hasta hermanos tirados por las cunetas. El protagonista real, el de carne y hueso, no es tan equilibrado como el de las novelas, y su arco dramático es mucho más amplio. Así que esto que estás leyendo, un poco laberinto, un poco tiros al aire, es una novela mucho más cercana a la realidad que las que están tan bien sistematizadas y orquestadas. La vida es mucho más caótica, y esta novela, porque esto es una novela, te lo digo yo, tiene la rara virtud de imitar a la vida en su desconcierto. Tendrá otros defectos, no digo yo que no, pero el caos no es uno de ellos. Aquí el caos es un acierto. 

Y aún así, como escritor, sería capaz de poner puntos de giro en el caos de la vida novelada. Por ejemplo, el protagonista, yo mismo sin ir más lejos, pierde la virginidad y entra en otra fase que ya no es infancia, sino juventud, o el desmadre. Luego, años después, en un nuevo punto de giro, se enamora, se casa, se asienta, amuebla la casa, trabaja, se reproduce, se harta, entra en crisis. Bueno, aquí, como en las tres pruebas del guardián del umbral, o los tres cerditos, o las negaciones de Judas, se puede repetir tres veces, así que me casé tres veces, pero hay que contarlo como una sola. Repetí curso, vaya. Tres veces. Se ve que con las relaciones de pareja soy torpe, no como vosotros, listillos, que os estoy viendo cómo os partís la caja. A la tercera va la vencida, ¿no? Pues eso, a la tercera fui feliz, y pude pasar al siguiente punto de giro, el que abre el desenlace, la traca final, la muerte. Toca morir, pero ahora ya sí he aprendido la lección, sé de qué va, ya soy el que soy, el hombre nuevo, el ser superior, redimido, liberado de sus cadenas. Y como ya no queda nada que hacer, porque ya lo he hecho todo, y estoy un poquito hasta los huevos de aguantar tanta tontería, me muero. Adiós. Ciao.

 

¿Cómo se cambia de vida? Fácil: cambia de casa. Ayer llamamos a la inmobiliaria Engel & Voelkers para poner en venta nuestra casa de Tenerife. Bea está asustada, porque no sabe dónde vamos a vivir después de vender la casa, y le aterroriza pensar que no le va a gustar el lugar, o la casa, o todo. Yo le digo que para ganar algo, libertad, vivir en otros lugares, hay que perder algo, tranquilidad, una casa preciosa. Es un riesgo pero no creo que sea suicida. No es todo o nada: es vivir más vidas, otras ciudades, otros países. Ya no queda tanto para coger el autobús, catch the bus, morir, y tenemos ganas de hacer más cosas, visitar Alaska y Japón, dar la vuelta al mundo, vivir unos meses en Estambul, Luang Prabang, Atenas, Berlín, Nueva York, Alicante, Palermo, Chester, Gijón, Puerto Viejo de Talamanca. No tenemos vidas para todo. De momento, como estamos en noviembre, toca terminar las novelas. Las dos: la suya y la mía. Los dos hemos cruzado el ecuador de las veinticinco mil palabras, así que solo nos falta el sprint final.

Amaneció sin lluvia, luego cayó un chaparrón a las once, y a las doce salió el sol, a todo trapo. El clima aquí es entretenido, eso es un plus. Yo tengo ganas de viajar, y de empaparme de otras ciudades, de otros acantilados. Bea también, ella es la que está más tiempo buscando cruceros transatlánticos, auroras boreales y ciudades que nos sorprendan. Yo busco cordilleras, playas, áticos que sobrevuelan las ciudades, bosques umbríos. Casas, casas. El cuerpo refleja nuestro interior, y nos hacemos un esguince cuando no queremos salir a caminar por el campo. A mí me pasa. Y la casa es el otro cuerpo, el exoesqueleto que nos refleja, que nos protege, que nos desnuda. Somos nuestra casa, y nuestros ojos han aprendido a confundirse con las ventanas, y nuestros pies con el suelo que pisamos. Nuestras venas cañerías, nuestros huesos pilares de hormigón, nuestros dientes los cajones de la cocina, nuestra lengua está hecha de fibra óptica y habla en wifi el lenguaje binario de ceros y unos. Tengo hambre, y ya he hecho la comida, pollo con pimientos, cebolla, jengibre y curry. Vamos allá.

 


 

090

DENTRO DE UNA hora tengo que ir a rehabilitación, a que Jerónimo me masajee el hombro congelado, ultrasonidos, descargas eléctricas y ejercicios activos y pasivos. Hora y media. Me acabo de tomar un Nolotil, porque me dolía ya, de antemano, y no es por anticipación, sino que a veces me duele. No tanto como hace seis meses, que el dolor era constante, seis nolotiles al día, e incluso desenterré del altillo una de las dos cajas de Valium que me había comprado en Camboya, en Nom Phen, y poco a poco me la fui tomando. Nada que ver con el Valium que recuerdo que me tomé cuando me rompí el hombro esquiando en Andorra, hace ya algo más de treinta años, que me dejó dormido en profundidad durante todo el viaje en coche a Madrid con Marisa conduciendo y yo tumbado en el asiento de atrás. Los valiums de ahora, 10 miligramos camboyanos, o están caducados, o son de mentira, o no me entero mucho porque siempre me los he tomado por la noche, y me duermo. Tendría que probar uno de día, pero si funciona me deja desconectado todo el día, y ¿para saber qué, exactamente? ¿Que no tiene mucho efecto? Pues ya me da igual. Yo los compré para una posible sobredosis y morir en paz, pero con un efecto tan pequeño no me fío, a mí me da que no me dejará ni medio dormido, y para eso no hemos venido aquí, oiga, así que prefiero el nitrito de sodio o la Amitriptilina.

Vivir en otros sitios es vivir otras vidas. Todos mis hermanos, y yo, hemos vivido durante tres años una vida en Caracas, en los años sesenta. Bueno, tal vez Peancha no, porque era muy pequeña, de los cuatro a los siete años, casi seguro que no tiene más recuerdos que los de las fotos, anécdotas exageradas y películas familiares de super ocho. Poco más. Pero el resto claro que tenemos recuerdos. Existió un universo que ya no existe, desapareció, se lo tragó el mar, o un meteorito, en el que vivíamos en un país tropical, con un salón abierto al Valle de Caracas y al Monte Ávila, donde estábamos todos juntos y éramos felices. Esa es la frase que más em repetían en Caracas hace siete años, cuando regresé y les contaba a los que querían escucharme que yo ya había vivido allí en los años sesenta, en la época del adeco Raúl Leoni: Entonces éramos felices, y no lo sabíamos. Otros dirán, y tendrán también razón, que Leoni fue la prolongación de Rómulo Betancourt: la represión salvaje contra la izquierda, el comienzo de los desaparecidos, mucho antes que Videla los institucionalizara en Argentina. Yo era tan pequeño que solo estaba interesado en los raspados, la serie de Batman en Venevisión, las perinolas y los boy-scouts. 

Lisa Cron, en Story Genius, dice que en cualquier escena hay que marcar de qué va la escena, y la subtrama con la que se entremezcla. Además está la causa, qué ocurre en la escena, un resumen; y el efecto, es decir, las consecuencias de lo que ha pasado en la escena; además del tercer raíl, que trata de expresar porqué esa escena importa; y finalmente la realización, el resultado; y después, ¿qué?  Vaya chapuza de resumen. A mí me suspenden en esta evaluación, eso seguro.

Bea y yo calculamos:

—¿Por cuánto crees que se venderá la casa?

Ella quiere ponerla a un millón doscientos mil euros. Yo creo que es mucho, que con novecientos mil euros ya iríamos bien servidos, porque pagamos por ella 325.000 euros hace catorce años, y le añadimos cien mil de reformas hace dos años, y eso suma 425.000 euros. Duplicaríamos el valor de la casa, además de haber vivido en ella catorce años sin pagar, que sería como otros 200.000 euros de ahorro en alquiler. Al final, si es que se vende por 860.000 euros, habríamos ganado cuarenta mil euros al año sin hacer nada, más que vivir aquí. A eso se le llama especulación, creo, y a mí me da igual, no siento remordimientos, porque el que pague casi un millón por esta casa, es que lo tiene, y le sobra. Y con eso que le sobra, nosotros, Bea y yo, vamos a vivir y a morir de puta madre. Sin rencores. Sin culpabilidades. By the face.

El sol se pone otra vez, como cada día, y ahora sé que voy a echar de menos estas puestas de sol apocalípticas, pero que veré otras cosas: El río Mekong, los pueblos de Sierra Nevada, las calles de Santiago de Compostela, las playas de Malasia, los títeres de Hanoi, las auroras boreales, Canal Street en New York, los glaciares de Alaska, los templos de Kioto, los teatros West End de Londres. Tanto que ver, y tan poco tiempo.

 

Nos escribe Ana Sanfil, de Engels & Volkers, para decirnos que ha calculado el valor de nuestra casa, y que ronda los 600.000 euros en el precio de mercado. A nosotros nos parece poco, y se lo decimos.

—Queremos venderla por 850.000 euros mínimo —le cuento por email—. Si no, déjalo, que ya la intentaremos vender nosotros por nuestra cuenta.

El seis por ciento de comisión que se lleva la agencia es muy jugoso, cerca de cincuenta mil euros, así que nos llama de vuelta y nos dice:

—Lo he hablado con mis jefes, y podemos ponerla a la venta por 750.000, y ver si se puede vender en seis meses. Por más es muy difícil.

Aún no le hemos dicho nada. Lo estamos pensando. En todo caso es mucho más que lo que imaginábamos hace dos años. Con ese dinero podríamos comprarnos un ático en Alicante, con vistas al mar, y aún nos quedaría medio millón para gastar en diez años, a cincuenta mil euros al año, viajando cinco meses al año y viviendo en una casa preciosa, a nuestro ritmo, que tampoco es el de comprar caprichos, ir al casino, o ir a restaurantes caros cinco veces por semana. Más de diez años no vamos a vivir, eso está claro. Y si se nos acaba el dinero antes, pues nos morimos antes y ya está, que lo que hemos vivido ya es más que suficiente. Hace tiempo que estamos viviendo la prórroga del partido, y solo nos queda la tanta de penaltis.

 

Blake Snyder cuenta en Save the Cat que los personajes, en especial los protagonistas, deben tener varios defectos, resistencia al cambio entre ellos; un problema que de golpe se les presenta y les hace salir de su zona de confort; quieren conseguir o resolver algo concreto (Historia A); y necesitan resolver un conflicto no físico, sino mental, que puede que ni siquiera sean conscientes de él (Historia B). A partir de ahí el personaje podrá empezar a actuar, a moverse, a luchar contra los obstáculos, a tratar de solucionar el problema, a conseguir el objetivo con el que sueña, y a aprender algo por el camino al tiempo que resuelve sus conflictos y supera sus flaquezas. Pero primero, en las primeras escenas, debe salvar un gato, mostrarse generoso, ayudar a su abuela, o sea, demostrarle al lector que él es alguien del que uno se puede fiar, que es buena persona. Después de eso ya puede sacar el cuchillo y degollar a quien sea, porque en el fondo sabemos que es un personaje tierno que salva gatos.

Luego, dentro de unas cuantas páginas, te contaré la historia de cómo maté un gato con ayuda de mi amigo Barsén, y cómo algunos lectores me amenazaron de muerte por salvaje.

El caso es que si uno puede diseñar un personaje a partir de unas características que han sido observables en los seres humanos, también se le puede dar la vuelta, y analizar a las personas a partir del estudio de los personajes. La realidad imita a la ficción.

Tito tiene virtudes y defectos. Claro. El mejor contador de historias, generoso, divertido, elegante. También es cabezota, renuente al cambio, fanfarrón, alexitímico, clasista, torpe, indeciso, desnortado y no puede hablar. Tiene un problema: los cuerpos de Lewy que le devoran el cerebro. Lo que él quiere es valerse por sí mismo, controlar su propia vida, sus movimientos, su cabeza y su lengua. Tiene una necesidad: aceptar que no es ya el que fue, que está incapacitado, y que se está muriendo.

Javier es silencioso, amable, vividor, desprendido, comunista; pero también egoísta, fundamentalista, narcisista, autista, no respeta a los demás, psicópata, clasista y mentiroso. Su problema, además de un cáncer de próstata que lo ha dejado impotente, es que no quiere hacerse cargo ni de sí mismo. Lo que quiere es hacer teatro, triunfar en las tablas. Necesita ser empático, aceptar otras ideas, y ser menos autista.

Coke es muy generoso, familiar, cuidadoso, paciente, conciliador y amante de las artes; pero es otro autista, como todos, lento, cerrado a otras opciones, egocéntrico, clasista, centrado en sí mismo. Su problema es que confunde su casa con su esqueleto, calcula mal, y se deja manipular. Quiere ser un artista reconocido, de lo que sea, pintura, arquitectura, ópera o teatro. Necesita bajar a pie de obra y verse a él mismo y a sus hijos como son. 

Nacho es humanista, solidario, el rey de los autistas, llorón, afectuoso, necesitado de cariño, con su punto ratita y generoso.

Y no sigo, que me canso. No llego ni a mí mismo, el octavo, tan lejos, y no es por cobardía, ni arrogancia, ni pudor. He perdido por el camino mis virtudes y defectos, mis armaduras y bufandas, mis medallas y pecados. Aspiro a no ser nada, a no ser nadie, Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris, dust in the wind.

 

 


 

091

BUSCAMOS CASA MIENTRAS vendemos la nuestra. Cambiamos de caparazón. Jaime dice que nos vayamos a vivir cerca de la familia, a Madrid, o a Santander, que no podemos ser tan raros, tan extraterrestres como para no buscar el calor de la familia y los amigos, que no se lo cree. Él está pensando comprar un piso en el puto centro de Santander, con vistas a la plaza del ayuntamiento, subido a la coronilla del alcalde, para poder tener todo cerca: hijos, amigos, amantes, cervecerías y tiendas de bisutería. Necesita estar acompañado, la presencia de los otros. Le espanta la soledad. No se soporta solo, no sabe cómo se hace, y no puede entender que nosotros la busquemos, incluso en los viajes.

—No puede ser. Tú eres un alienígena, un geranio —me dice.

—Que no. Que lo que pasa es que estoy con Bea, y con eso ya estoy cubierto —respondo. 

Y resopla. Sabe que es verdad, que hemos construido un universo paralelo, los mundos de Yupi, y que somos autosuficientes en cuanto a relaciones con los otros. O casi, porque de tanto en tanto Bea echa de menos a sus padres y hermanos, y yo a los míos, pero sin agobiar, que no hace falta amontonarse ni vivir muy cerca unos de otros.

Las casas que buscamos son muy diversas, pero cada vez vamos acotando más la búsqueda. Puede ser una casita del campo, independiente, con un pequeño jardín y piscina, casi como la de Caperucita Roja; o puede ser un ático en una ciudad no demasiado grande, ni fea, ni fría. Mejor si tiene mar.

La casita es difícil que esté en un centro urbano. No puedes vivir en el en centro de una ciudad en una casa independiente y con jardín. No es compatible. Si estás en el centro de Alicante, Londres, Gijón o Santander, no tienes jardín ni casa aislada, sin vecinos. Y si tienes jardín, bosque e independencia, entonces no podrás ir andando a la panadería ni al restaurante, porque necesitarás un coche. Hay que renunciar a algo. Las dos cosas juntas no caben.

Pero tal vez podamos vivir unos años, tres pongamos por caso, en un ático cerca de una playa y de centros comerciales, y tres años en una casita a las afueras de un pueblo, con jardín y piscina. Tal vez así sí.

 

Las casas somos nosotros. Mi amigo José Luis Morales, con el que a los veinte años en el Colegio Mayor Chaminade competía en escribir versos, él era mejor poeta que yo, lo cuenta así (es imposible no pensar en La Casona de Coke):

 


EVOCACIÓN DE UN HOMBRE SINGULAR, FRENTE A

LA FACHADA EN RUINAS DE SU CASA (Padre)

 

Me duele este desastre permitido,

esta ruina anunciada tantas veces

y negada otras tantas.  No se cae,

será un tirante suelto.  No hay ceguera

mejor que no mirar.  Te tengo dicho

que esta casa es eterna.  Mas la esquina

del dormitorio principal  Parece

una grieta sin más.  está vencida

hacia fuera y caerá. Eso se tapa

con un poco de yeso y ni se nota.

Pero la casa entera está cediendo,

hundiéndose en sí misma como un pozo

seco que busca el agua.  Con dos manos

de pintura se arregla.  Las goteras

fueron más ese invierno, y tú pusiste

unos cubos debajo...  En primavera

repasaré el tejado. Son los pájaros.

Pero los dos sabíamos que aquello

no era cuestión de pájaros. La casa

se abría por los cuatro  Cuando vengas

me ayudarás. A veces, ¡ay!,  costados.

me duele respirar. Serán los bronquios.

Paso mal los inviernos.  Y tampoco

era el invierno, padre, sino el frío

de un corazón a punto  Si pudiera

yo solo no esperaba.  de abatirse

lo mismo que el tejado.  Hace unos años

ya estaría arreglado.  Hace unos años,

hace sólo unos años, te creías

casi inmortal.  Tu madre no me deja

subirme ya al tejado.  Porque madre

sabe que estás mayor,  Si la entretienes,

y no quiere perderte.  en un instante

repongo yo las tejas  Te asfixiabas

al hablar.  que estén rotas.  Y es que, padre,

tu corazón de toro  Cuando vuelva

del hospital, los dos  estaba herido

de muerte.  en una tarde lo arreglamos.

Pero ya no hubo tiempo: lo primero

en ceder fue una viga,  Mientras tanto

cuida tú de la casa  luego el muro

del dormitorio sur  ¡es tan hermosa

y se agrietó el dintel  y hemos luchado

tanto por ella!  y se venció la esquina

del dormitorio principal.  Recuerda

que has de cortar la luz cuando te vayas.

Pero ya no hizo falta, padre, tú

perdiste la batalla por tu vida.

Y mientras madre y yo te sepultábamos,

se derrumbó la casa.

 

 

Después de leer el poema, me he vuelto a acordar de la muerte de mis padres, en el 2008. He visto las entradas que puse en mi blog de entonces, y me asombra la intensidad del dolor en aquellos momentos en los que, como ahora, estaba cambiando de casa. Aún no nos estamos cambiando, pero el proceso ya ha comenzado, y es imparable. Bea, después de unos días de angustia por la pérdida futura, me dice ahora que empieza a estar ilusionada por el cambio de casa y vida. Yo tengo el hombro despellejado por unos esparadrapos que me puso el fisioterapeuta el viernes, que me han hecho reacción y me han levantado la piel, dejándola un poco desconchada, como las rodillas de los niños que se caen de bruces y se arrastran por el suelo levantándoles la piel por la inercia. Y como ellos, también quiero llorar. Me da miedo, claro que sí, porque no sé si mis padres se van a morir otra vez, catorce años después.

Le decimos a Ana Sanfil, de Engels & Volkers, que no vamos a bajar el precio de ochocientos mil, y que sin exclusiva. Ella nos dice que al menos le dejemos tres meses de exclusividad. Le decimos que sí, hasta el 20 de febrero del 2023 será. A ver qué pasa. Hay muchas casas que nos gustan a orillas del Mediterráneo, por unos trescientos mil, y con el resto nos quedaría más que suficiente para seguir viviendo y viajando diez años. Y si se nos acaba el dinero, vendemos la nueva casa, y nos la comemos.

 


 

092

TRATO DE TIRAR cosas que no voy a necesitar, y me voy con una bolsa de basura muy convencido al cuarto de los juguetes, pero después de abrir y cerrar varias cajas y cajones, y revolverlo todo por dentro buscando cosas que tirar, no consigo meter nada en la bolsa de la basura. Así nunca podré hacer una mudanza. Esta casa está tan llena de libros, objetos, chismes, trastos y adornos de toda una vida de coleccionismo desordenado, que me parece imposible hacer ese trabajo. Me voy al garaje, que es nuestro almacén de cosas que no usamos, y solo logro tirar una cortina antigua y rota, un jamonero de madera vertical, tres focos de fotografía sin estrenar, una lagartija muerta al fondo de una caja, medio kilo de cemento y un cojín despelujado. Me desespero. Bea me dice:

 —Tú no te preocupes. Las cosas tuyas las tiro yo, y las mías las tiras tú, pero sin preguntar.

—Vale, de acuerdo —le digo, un poco más tranquilo.

Pero sé que empaquetar una casa es un trabajo demoledor. Tirar recuerdos es como arrancarse la piel a tiras. No sé cómo harán las empresas de mudanzas para guardar en cajas las posesiones de los dueños de una casa si los dueños están delante. Acaban a bofetadas, seguro. Entiendo ahora la costumbre gitana de hacer una hoguera en el patio y quemar en ella las cosas que pertenecían a los recién muertos. Separarse de los objetos, o mejor dicho, meterlos en una bolsa de basura y tirarlos al contenedor es peor que arrancarse las uñas. Antes dije la piel. Dentro de un rato diré los ojos.

Pero al mismo tiempo resulta que si nos vamos de viaje, no nos importa dejar todo atrás. Y si el viaje se complica, y se alarga, y la felicidad hace que nos quedemos allí, en un lugar en el que no esperábamos quedarnos, pero que de repente sucede que sí, que queremos quedarnos por encima de todo, entonces nos olvidamos de lo que está atrás, de nuestra vida anterior, y desde luego de los fetiches de esa vida que nos aguardan acumulando polvo año tras año en una estantería, o en las cajas numeradas de un guardamuebles. Y si alguna vez regresamos, y abrimos las cajas, nos extrañaremos, no sabremos porqué guardamos esto y aquello, ni para qué, qué importa.

Cuando tiré las cosas del cuarto de mi madre, el de la residencia, donde vivió los últimos años de su vida, dos días después de enterrarla, ninguno de mis hermanos quería hacerlo, para mí eran objetos incomprensibles, pero eran los pocos que mi madre había atesorado en los pequeños armaritos de la residencia. Una toquilla andaluza bordada a mano, probablemente por mi abuela, o mi bisabuela, un secador de pelo de los años sesenta, las cartas que le escribió mi padre durante la guerra, setenta y tantos años atrás en el tiempo, diez sobres con los primeros dientes de leche de cada uno de sus hijos, y diez rizos de pelo de cada uno de nosotros al cumplir los dos años, el velón de cera de mi madrina, Mari Balaca, con los doce apóstoles tallados en la cera amarillenta, unas cintas casete de Los Sabandeños, pero sin reproductor. Fotos de sus hijos y sus nietos. Diez pulseras de hojalata bañadas en oro, los pendientes de nácar y de perlas cultivadas Majórica, un rosario de latón con baño de plata, los recordatorios de nuestras primeras comuniones, de sus diez hijos, y algunos de bodas y bautizos, un cenicero de estaño, tallado por mi madre cuando empezaba a tener artrosis.

Abrí una de las cartas de mi padre, que dormía en el cuarto de al lado para morir dos semanas más tarde: Querida Coquina, te escribo desde el frente de Teruel. Los días pasan lentos, y me acuerdo de ti a todas horas, y de nuestros paseos por El Retiro, antes de que me llamaran a filas…

—No las leas. Te harán daño—me dijo Bea—. Están escritas veinte años antes de que tú nacieras, y ellos ahora están muertos o muriendo. Es un conjuro peligroso.

 

La vida es una verbena llena de chuches y muñecas chochonas que lloran cuando les estrujas una teta. Si tienes mala suerte, viene un manilargo y te quita la cartera. Si la tienes buena, la reina del baile te dice que sí, y tú te arrimas. Y por lo demás, coches de choque, polvo, luces de colores, empujones, el tren de la bruja y niños corriendo de un lado para otro. Entras por una puerta y sales por otra, y parece que la feria es la misma todos los años. ¿Reencarnarse y vivir de nuevo? Qué fatiga. Otra vez al cole, a los deberes, a las collejas en el patio, a los mocos, a los granos, al miedo, a las novias que te engañan, a los padres que se mueren, a los cabrones que te timan, a las enfermedades, a los golpes, al hambre, a las heridas. No me jodas. Yo no estoy deprimido, pero con una vida basta.

 

Vladimir Nabokov dijo “Nuestra existencia no es más que un cortocircuito de luz entre dos eternidades de oscuridad”. Puede que eso sea así en tiempos astrofísicos, pero desde el punto personal y egoísta esa eterna oscuridad anterior y posterior no son nada más que memoria de lo que no se ha vivido y ciencia ficción, así que todo lo que nos queda es el puto cortocircuito en el que nacemos, crecemos, comemos hamburguesas, nos enamoramos, viajamos, trabajamos, nos cabreamos y morimos. Apenas un parpadeo, un calambrazo, pero de una intensidad acojonante. U ochenta años de calambrazos. En ese tiempo, de término medio, según National Geographic, cada persona se come 4 vacas, 21 ovejas, 15 cerdos y 1200 pollos. Es solo un promedio, sospecho que yo como más. En una vida humana hay 415 millones de parpadeos, y se derraman 61,5 litros de lágrimas antes de morir. Los polvos están contados: 4.239 veces en toda la vida, aunque los que no usen los curas y las monjas nos los podemos repartir los demás para subir la cuota. Leeremos 533 libros y 2.455 periódicos (yo ya me he pasado, pero me temo que ese cálculo es demasiado optimista). Pronunciamos 4.300 palabras por día, es decir, aproximadamente, más de 123 millones en toda la vida. Los políticos más, pero con menos sustancia.

Nos espera un año jodido. Nos espera un año estupendo. Abriremos y cerramos los ojos en más de cinco millones de ocasiones, así que tenemos cinco millones de oportunidades para el asombro. No las desperdicies.

 

 


 

093

TENGO UNA DUDA. En algún lugar leí una vez que un teórico (o sea, uno de esos que le da vueltas a la pelota por oficio, como una manía, sin necesidad de ser argentino), decía que si un abeto nace, crece y cae fulminado por un rayo en la tundra siberiana sin que nadie jamás lo haya visto, tal vez ese abeto no exista. Más o menos lo que le pasó a Estados Unidos durante toda la Edad Media. Mi padre me enseñó a desconfiar de aquellos países que no hubiesen vivido el Medievo. No sé si tenía razón, porque él lo dijo en una época en la que lo políticamente correcto no se había inventado aún, así que podía también despreciar todos los deportes, con excepción del “viril deporte del ajedrez”.

Veo que se me va el hilo, y me pierdo.

Decía que tal vez ese abeto caído en Siberia sin ser visto, quizá no haya existido. La matemática del caos y el efecto mariposa dirán que sí que ha existido, pero que lo que sucede es que no sabemos interpretar las causalidades. Eso dicen también los astrólogos deterministas, los budistas y los obispos preconciliares, que amenazaban con infiernos, calvicies e impotencias a todos los que se masturbasen en el cuarto de baño pretendiendo ser invisibles como un abeto en la tundra siberiana. De eso nada: el ojo de dios todo lo ve, desde la muerte del abeto hasta la paja adolescente. Nada se oculta al Gran Hermano Fisgón.

Pero ya me estoy perdiendo otra vez por los cerros de Úbeda.

El caso es que del mismo modo, alguien podría escribir una gran novela, no dejársela leer a nadie, esconderla bajo siete llaves durante cuarenta años (¡Ha sido Salinger, el cabrón!), y luego quemarla sin rencor ni remordimientos. Después morirá sin desvelar el secreto a nadie. La novela no existe, aunque la lea Dios, el cotilla universal, y solo podrá ser editada con la pulpa de papel del abeto que murió en Siberia. Nihil obstat.

Este escrito, como todas las páginas escritas, solo existirá mientras alguien lo haya leído, y de uno u otro modo lo recuerde. Dejaría de existir si una vez borrado, todos los lectores lo olvidaran a corto o medio plazo, y no generara ninguna huella posterior, un palimpsesto mental. Así pues, el no-existir cada vez está más cerca, habida cuenta del Alzheimer que asola el planeta desde hace décadas.

Creo que de nuevo se me ha ido la olla a Camboya.

O no. Puede que el solo hecho de leer, aunque solo sea el prospecto de las aspirinas, sea un acto que, en sí mismo, por imposibilidad física de hacer dos actos complejos a un mismo tiempo, impida ejecutar otras maniobras más o menos impuras. Como bombardear Gaza, o hacerse pajas en el cuarto de baño a hurtadillas. En ese caso la lectura ha existido, y el texto que estaba detrás también, porque hay un niño palestino que aún no está huérfano, o un adolescente con dolor de huevos.

Tal vez el teórico cuántico que hablaba del abeto siberiano fue el gato de Schrödinger, aburrido ya de estar encerrado en una caja sin saber si está vivo o muerto. O quizá fue un argentino.

 

A veces me acuerdo de mi abuelo Antonio, que me llevaba al parque de San Telmo los domingos por la tarde, y me compraba una bola inmensa de algodón de azúcar de color azul. Los hilos de azúcar se me quedaban pegados en la punta de la nariz y en los carrillos, y tenía que quitármelos rápido antes de que mi abuelo se diera cuenta, porque si no él sacaba del bolsillo de su pantalón un pañuelo gris con sus iniciales bordadas, lo mojaba con saliva y me rascaba la cara hasta dejármela escocida. Otras veces me compraba un palulú, o regaliz negro, o un chicle bazooka de tres pisos. A mi abuelo le olía la mano a tabaco, tenía la punta de los dedos y los dientes de color amarillento, y usaba jerseys abiertos de pico con botones grandes. Por la noche me leía las aventuras de Simbad el marino, Riquete el del copete y La llamada de la selva. Ponía la voz muy grave cada vez que hacía hablar a los malos, y yo me escondía debajo de las sábanas para que no me descubrieran. Si la historia daba mucho miedo, esa noche me meaba en la cama, y mi madre le echaba las culpas al abuelo. Cuando cumplí seis años me regaló un barco de plástico insumergible con motor y pilas, y en mi primera comunión una bicicleta BH plegable. Lo quise mucho, mucho. Todavía lo echo de menos. Debería acordarme de su muerte, pero no puedo, porque sucedió tres meses antes de que yo naciera.

 

Una carta de mimbre acumula desengaños desde que dejaste de soñar, pero tal vez un beso mortal te regrese a las cafeterías. Aquel árbol sindicalista devolvió el carnet en otoño, harto de hipotecas y de aguantar las meadas de los perros. No te cortes las venas todavía, huye en un barco mercante, seguro que bajo la arena de otra playa, y en el interior de una jeringuilla azul, volverás a encontrar adoquines, bragas sucias y poemas de Cernuda. La uña de tu cuaderno araña la pizarra en las tardes tristes, y los murciélagos te atraviesan el pecho a todas horas, sin que puedas abrazarlos. Hay un túnel de hojarasca bajo tu vientre, una espada sin sangre tiritando bajo tu almohada, una postal que nunca fue escrita, una lágrima enquistada que debiste derramar, y que ahora pregunta, desorientada, por su futuro negado, la frontera del amor, y el desasosiego.

 

El hambre de luz me taladra el páncreas con plomo intermitente. Una luciérnaga etíope parpadea junto a la biblioteca de Babel. Hay un niño que nunca nació que pregunta a todas horas por sus zapatos. La vertical del miedo, desde el patio del colegio hasta el olvido, te inmoviliza los brazos y las piernas cada vez que intentas enamorarte a través de otro espejo del callejón del gato. Los elefantes no solo son contagiosos: también caducan detrás de los semáforos. Un beso de agua te araña la memoria, y nunca sabrás de quién eran las espadas ni los labios. Bajo la escalera, junto al cesto de ropa sucia, se esconde la fotografía en tono sepia del deseo y lo negado. Ya no puedes acordarte de quién ibas a ser, ni de quién fuiste, tantas vidas sin vivir, cuando las palabras todavía no engañaban, no eran escudos de saliva frente al mar. Hubo una vez que fuiste humano, tal vez no fueras tú, pero entonces ¿quién movía los músculos por debajo de tu piel?

 

Las trampas de la memoria nos permiten tener un pasado largo, tórrido y tormentoso con aquella que nunca nos hizo caso, aquella a la que imaginábamos cuando llenamos de lefa nuestros calcetines adolescentes al meternos en la cama. Las trampas del olvido niegan que la piedra que le reventó el ojo a nuestro vecino saliera de nuestra mano, y que el pie con el que tropezó en lo alto de la escalera aquel amigo que nos insultó, fuera el nuestro.

Yo estoy seguro de que he matado a alguien, lo juro, pero no me acuerdo. No fue por placer, eso seguro. Tampoco fue premeditado, no soy de esos, ni siquiera al escribir. Trato de hacer memoria, esas cosas solo se olvidan si son traumáticas, y de algún modo lo sé porque conservo el trauma, sin saber a quién adjudicarlo, dónde colocarlo. Quizá el muerto se lo merecía, porque no guardo la culpa, y ni siquiera me arrepiento. Pero tampoco tanto, porque no guardo el rencor, que siempre sobrevive a los cadáveres, muchos años después de muerto. Lo tuve que matar en un arrebato, ya lo he dicho. A veces me caliento muy rápido, y pierdo el norte. Bea me lo dice muchas veces, pero nunca he intentado estrangularla. A lo mejor lo maté sin darme cuenta, una puñalada al aire, mientras miraba hacia otro lado. Es raro, ¿verdad? O tal vez fue con una palabra, con un desaire. Hay palabras que matan, y hay gente hipersensible. ¿Quién sería el culpable en ese caso? Le dije: Tú eres tonto, y me quitó la vida por mi culpa. A lo mejor por eso no siento la culpa, pero sí el trauma. Se mató para joderme, para devolverme el insulto, de malos modos. ¿No hay gente que se mata por estas tres palabras?: No te quiero. También sirve la variante Quiero a otro, que añade leña al fuego. O un poco más agresivo: Te odio. O con una sola palabra: Olvídame. Y hasta con ninguna palabra: el puro silencio, la ausencia, el abandono. ¿Será una mujer a la que yo he matado y no me acuerdo, no me quiero acordar, necesito olvidarlo? Eso tendría sentido, porque asesinamos a diario, de a poquito, sin darnos cuenta, a los que tenemos a nuestro lado, y a nosotros mismos, por ausencia, por molicie. Los alexitímicos, los autistas, somos asesinos en serie, pero no lo sabemos, porque somos supervivientes, y no les acompañamos en su viaje a la estratosfera.

 


 

094

HE ENVIADO POR correo postal mi novela corta Ucrania en llamas a SM, a Bruño y a Alfaguara. Ayer salió el fallo del Concurso Vila d’Ibi y no lo he ganado yo, sino una chica de 24 años, no sé cómo se llama, no me acuerdo. Se habían presentado 268 novelas. No sé cómo se hace la selección, quien descarta, no cómo, ni porqué. Yo estaba cerca de creerme que iba a ganar el concurso, porque el libro está bien, y el tema candente, pero está claro que el jurado ha pensado una cosa distinta. O igual el libro de esa chica está genial, ¿por qué no? Cuando yo gané el Lazarillo, hace ya treinta y dos años, no me conocía ni mi padre. Normal: fue mi primera novela, así que solo los adivinos, tarotistas y astrólogos lo sabían. Yo mismo lo desconocía, y ya ves, aquí estoy, con trescientos mil ejemplares vendidos de esa primera novela que escribí antes de saber escribir, y con cincuenta ejemplares de la última, tras muchos años de experiencia y quince libros publicados. El mundo al revés, o yo cada día más tonto, no lo sé.

Bea me dice: ¿acaso preferirías vender ahora mucho y vivir en Madrid tú solo? Y le digo que no, que me quedo como estoy, escribiendo lo que me da la gana, aunque no se publique ni se lea, y al mismo tiempo feliz como una perdiz, viajando, con Bea, y viendo puestas de sol a diario desde mi sillón junto al mar. Yo ya fui famoso, vendí varios cientos de miles de libros, me tradujeron a diez lenguas, y ahora me toca ser anónimo y feliz, viajar con poco equipaje, y ver cómo se mueren, uno a uno, todos mis amigos y mis hermanos.

Y es por eso, porque me da pena que se mueran, y todavía más si lo hacen despacio, con dolor, por lo que procuro matarlos aquí, en estas páginas, con dinamita de palabras, para así sufrir menos cuando suceda de verdad, porque para entonces tendré un escudo invisible, habré hecho el luto por adelantado, como sucedió cuando murieron mis padres, y meses antes escribí Cuatro muertes para Lidia. Usando sus propios nombres maté a Gonzalo de fiebres tifoideas a los siete años, y dejé que a mi padre lo devoraran los lobos y la gangrena. Enterré a mi padre bajo las piedras en un campo desolado, un desierto apocalíptico, como el dolor ante la muerte.

Leo en una entrada de su blog a César Mallorquí hablando de la muerte de su padre, que se suicidó de un tiro cuando él tenía 19 años. La edad de mi padre cuando murió su padre, mi abuelo, justo al inicio de la Guerra Civil. Dice César que él estuvo años enfadado con su padre por haberse suicidado, y que le costó perdonarlo y perdonarse.

No puedo imaginar cómo afectará mi muerte, y la de Bea, a mi hijo Elías, a mis nietos, a mis hermanos, a los padres de Bea, a sus hermanos, a los sobrinos, a los amigos. La muerte siempre es algo extraño, ajeno, inoportuno, y de algún modo vergonzoso. Morirse, para los que quedan vivos, es un abandono, una traición, una muerte compartida. Y si la muerte es por suicidio, el que más y el que menos sentirá cierto sentimiento de culpabilidad. No es que ellos hayan ejecutado al amigo o al hermano muerto, pero como poco no lo habrán evitado, les cogerá por sorpresa, no estará previsto, por más que fuera una muerte anunciada. ¿Cómo no pensar que el que se mata lo hace deprimido, harto, solo, abandonado? ¿Le habría podido ayudar? ¿Si le hubiese llamado por teléfono, si hubiese ido a verle, si le hubiera hecho más caso, tal vez no se habría suicidado? Porque si es así, ya empezamos a sentirnos cómplices de la muerte, disparadores del gatillo por delito de omisión del socorro.

Incluso cuando Mila leyó mis Fragmentos de una autopsia, me dijo que se había sentido culpable de no haberse dado cuenta de que yo consumía cocaína en la época en la que éramos compañeros de noches de farra en Malasaña. Me pedía disculpas, treinta años después, por lo que no hizo, por lo que no sabía.

—Tenía que haberme dado cuenta, debería haberlo notado, y ayudarte, pero ni siquiera lo imaginé.

Y yo la escuché, como si estuviera hablando de alguien que estaba enfermo, que necesitó ayuda urgente de los amigos y la familia para salir de un bache, de un callejón sin salida, de un calabozo de terror, y al que nadie supo entender ni consolar. Y no fue así. Yo entonces estaba bien, no tanto como ahora, pero bien. Solo necesitaba un poco de anestesia, un analgésico potente para no sentir tanto, para que los roces no me levantaran ampollas. No tenía la más mínima intención de morirme, aunque tampoco me espantaba la idea de la muerte. Creo que mi muerte nunca me dio demasiado miedo. La de los demás sí, qué curioso. Cuando muera, Mila volverá a pensar que no supo ayudarme, que en parte tiene la culpa por no darse cuenta de que necesitaba su apoyo, o el de alguien, para así desistir del suicidio.

Pero Mila se equivoca. Creo que se equivoca. Entonces, en la época de consumidor de coca, no necesitaba ayuda para desintoxicarme, sino para adquirir algunos gramos con los que anestesiarme. Los amigos me ayudaron. No necesitaba desengancharme. Y cuando dejé de necesitarlo, dejé de consumir. Unos tres o cuatro días de bajón, de mono, que los pasé casi en la cama, y ya está. Hasta me sobraron unos gramos que no necesité, y que devolví a Ismael, que tampoco consumía. No necesité ayuda para desintoxicarme. En aquellos momentos lo que necesitaba era dejar de esnifar, sin más. Y yo era lo bastante asustadizo como para no engancharme, para no caer en las garras de la dependencia.

Con la muerte pasará lo mismo. Lo digo por adelantado, sin saberlo seguro, porque una cosa es hablar del pasado y otra muy distinta del futuro. Y una cosa es unos gramos de coca que te anestesian, y otra distinta unos gramos de nitrito de sodio que te matan. Pero yo entiendo la muerte como una escapada del dolor. La muerte está asegurada, nadie es eterno, así que se trata de programarla para que sea lo más dulce posible, no un desgarro insoportable. Yo prefiero que mis hermanos, familia y amigos mueran sin dolor, a sabiendas, a su manera, antes de la agonía, que no en manos de otros, despacio, sufriendo una muerte insoportable. Programar la muerte para darle esquinazo al dolor.

¿Quién puede querer que otro sufra la puñalada de la muerte de forma lenta y prolongada, en lugar de rápida y certera? Mila no me querrá ver morir en un deterioro progresivo y asfixiante. Mila me quiere bien, aunque no sepa cómo querer mi muerte inevitable. Y Elías también. Y todos los que nos quieren. No moriremos por hastío, desconsuelo, desesperación ni depresión, sino todo lo contrario: por gozar de la vida hasta el último minuto, y ahorrarnos la pesadilla final, los interminables títulos de crédito de la película que ya ha terminado, que no da más de sí. Todos los viajes tienen final, y es mejor bajarse del barco a tiempo, por tu propio pie, que no hundirse con él, que te tiran por la borda, y morir ahogados mientras te devoran los tiburones a dentelladas. Los médicos te pondrán morfina en las heridas, para que no te duela tanto, pero no hay forma de evitar que los tiburones te sigan mordiendo, y que el agua siga anegando tus pulmones. Vas a morir, hagas lo que hagas. Tú sabrás cómo.

A mí no me deseéis una muerte lenta, por favor. Queredme un poco más. Dejadme que muera sin dolor. Lo haríais por vuestro perro si estuviera condenado a una muerte agónica, una inyección de pentotal sódico y se acabó el sufrimiento. Yo me pido la piedad que tenéis con los perros, la bondad que demostráis ante una yegua moribunda, o un gato con cáncer. Tened piedad de mí: tratadme como a un animal para poder morir en paz. No malgastéis cuidados paliativos, ni camas en unidades del dolor.

¿Debería pedir perdón por adelantado, en una nota de suicidio? Pues yo creo que no, porque pedir perdón solo tiene sentido si lo que uno está haciendo, ha hecho, o va a hacer, cree que está mal, y se arrepiente, incluso por adelantado. Pero es que no es así. Si yo me miro a mí mismo, ya muerto, ya suicidado, con la sangre color marrón y los labios de color azul por la cianosis, no veo el error ni el despropósito. Estaré feo, pero no mucho más de como estoy ahora. A lo mejor parezco un pitufo muerto, tan azulito. Nadie podrá ver la broma, ojo con reírse, que morirse es muy serio, por más que el que muera sea un autor de humor negro. ¿Cómo pedir perdón por una decisión sensata, de las más sensatas?

Ah, ya sé por qué: por hacer daño a los que se quedan vivos y les duela mi muerte: a mi hijo, familia, amigos… Hay que joderse, entonces tendría que ser eterno, porque tarde o temprano la muerte llama a la puerta. Espera un momento, ¿dices que si me muero despacio y con dolor, en una agonía insoportable, entonces mi muerte no será tan dolorosa para ti? ¿Crees que es mejor así, que debería dejar que la muerte me ejecute a cuchilladas lentas, berreando en la agonía, para que tú estés más tranquilo viendo que mi muerte ha sido natural, cuando Dios, la madre naturaleza y los médicos de guardia han decidido?

A ver si se me entiende. Si la cosa va a ser así, si eso es lo que esperas de mí, que aguante la muerte lenta, entonces el problema no es que yo te haga daño con mi suicidio, sino que tú eres un hijo de puta que no tiene piedad, y me deseas la peor de las muertes posibles. Tú eres un torturador en potencia, un cabronazo desde la frente a los tobillos.

 

 


 

095

BEA Y YO estamos ya planeando los viajes de los próximos años. De momento sabemos que queremos ir a Japón, Alaska, Canadá, el norte de Noruega con auroras boreales, Estambul, Budapest, el Danubio, Europa central y de este, y África del sur. Lo de África ya está listo, porque tenemos los billetes para ir a las reservas de Five Big en Botswana, las cataratas Victoria, Sudáfrica, y un largo crucero de mes y pico desde Ciudad del Cabo hasta Venecia. Serán dos meses de viaje, y empezaremos en febrero, a mediados. No creo que la casa se haya vendido antes, pero los de la inmobiliaria Engels & Volkers solo tienen la exclusiva de tres meses, así que supongo que intentarán venderlo en ese plazo, que al fin de cuentas se llevarán cincuenta mil euros al bolsillo, un buen sueldo.

A veces me leo, sobre todo algunos textos escritos hace diez o veinte años, y en especial los párrafos sueltos, crípticos y surrealistas, que no entiendo en absoluto, que en otros autores me parecen escritos desde una soberbia y altivez insoportables, y los míos me gustan, aunque no los entiendo. Son gajos sacados del subconsciente, escritura hermética con premeditación, con el objetivo primero y palmario de no ser comprensibles. Y esa incomprensión, esa pared de incomunicación, me tranquiliza cuando lo leo. Me digo:

—Toma ya, qué bueno, ¿qué cojones significa?

Y me da lo mismo, porque sé que es un secreto que yo mismo no puedo conocer, y que solo lo puedo expresar en una lengua que desconozco, o en el uso de una lengua que conozco, pero distorsionada en su significado para que quede oculto, cerrado bajo llave. Puede que se parezca de algún modo a la pintura abstracta, que no pretende ser figurativa, sino solo expresiva, conductora de emociones. Con la música también pasa, y a nadie se le ocurre decir ni pensar siquiera que al compositor se le fue la olla. Y es que muchas veces se le fue la olla, diga lo que diga. Hay cosas que solo se pueden decir a condición de no saber que las estás diciendo, y mucho menos conocer su significado. Así que me leo, y digo:

—Ahí está. Lo he dicho, aunque no tenga ni puta idea de lo que he dicho.

¿Será ese otro árbol caído en la tundra siberiana que nadie supo jamás que existió, como la novela que mi madre no escribió, la hija que no tuve, o los besos que no se dieron? Claro que siempre se puede decir que la novela de mi madre son diez hijos que dan más guerra, con más historias dentro, y más sentido que diez novelas juntas. Y que la hija que no tuve está en mis diez libros, mira que curioso, al revés que mi madre, seguimos jugando a los espejos. Y que los besos que no dimos se nos enquistaron dentro, se necrosaron, y con el tiempo los expulsamos en forma de úlceras, soledades, verrugas, estreñimientos y reproches innecesarios. La energía no se crea ni se destruye, solo se transforma. A Einstein la física le sirvió para psicoanalizarse, y no lo supo.

Cenemos, que son las nueve menos cuarto.

 

Podemos morir en casa, más cómodo, y pegarle un susto a Rosi cuando venga a limpiar. Pobre. También podemos morir en una suite del hotel Palace, de cualquier hotel Palace del mundo: Madrid, Hong Kong, Bratislava, París. Si es en Auckland les hacemos una putada a la familia, a los que tengan que ir allí a recoger los cuerpos y firmar los papeles de lo que sea, porque al morir seguro que hay que rellenar formularios, y no serán los muertos los que los rellenen. También es una motivación para viajar al otro extremo del mundo: tengo que recoger el cadáver de mi hermano, de mi hija. Pero un viaje así es un poco triste, seguro que no apetece. A una boda sí, o a un bautizo, o para recibir un premio gordo, pero para enterrar un muerto cabrón que mira que ha ido lejos a morirse, que qué más le hubiera dado hacerlo aquí cerquita, en el hotel de la esquina, y van los jodidos de ellos y se suicidan en Tokio, o en Honolulú, con las ganas que tenía yo de conocer Japón, y Hawaii, pero así no, joder, ¿cómo me voy a  apuntar a una excursión para conocer las playas y los templos con un puto cadáver a la espalda? Vamos, no me jodas. Pero que nos pidan que nos muramos cerca para dar menos guerra, porque tenéis muchas cosas que hacer, la casa sin barrer, es un poco egoísta también, piénsalo, nuestra última voluntad. Porque si se trata de no molestar, los mejores suicidas son los que se lanzan de cabeza al interior del camión de la basura en marcha, y así ya no hace falta hacer nada. O los que se ahogan mar adentro, o desnudos sobre una camilla de autopsias.

 

No sé, no estoy seguro, ellos me dirán que no, pero desde hace meses que noto como si mis hermanos me hablaran de otro modo, no sé si con miedo, con respeto, con intriga, o con extrañamiento. Puede que sea por azar, o por motivos que desconozco, o puras aprensiones mías, o porque han leído el primer Kale borroka, los Fragmentos de una autopsia, y se han asustado, les ha extrañado, no se esperaban que yo escribiera eso. ¿Esto lo ha escrito Enrique? ¿Y por qué? ¿Y para qué? ¿Es así como le da vueltas a la pelota? ¿Así piensa? ¿Se le ocurren estas cosas desde siempre, desde pequeño?

No sé si me ven, o si al que ven a través de las líneas de mis escritos es alguien demasiado ajeno, o demasiado cercano, bruto, obsesivo, violento, desvergonzado, cínico, perplejo, viciado, vengativo. A mis alumnos les he dicho durante décadas que no pongan demasiados adjetivos, que tres ya es infinito, y de golpe suelto yo nueve de golpe y porrazo, y no digo más porque por más que añada, ya no suma más. Hemos llegado al borde del vaso, y aunque el grifo esté roto, no cabe más agua dentro del vaso.

A lo mejor esto es igual. Siempre hay un límite: para el amor, para el dolor, para la memoria, para el aguante, para la escucha. Recuerdo un día en La Habana, hace veinte años, un día de verano con calor asfixiante, que encendí la televisión de mi cuarto del Hotel Sevilla, Tele Rebelde, en el momento en el que Fidel Castro empezaba a dar un discurso en la Plaza de la Revolución.

—Seré breve —dijo—. El 24 de febrero de 1895, por órdenes de José Martí, se levantaron treinta y cinco aldeas en el Oriente de Cuba en el heroico Grito de Baire…

Eran casi las diez de la mañana. Apagué el televisor y salí hacia el Gran Teatro de La Habana, donde tenía que asistir una larga serie de representaciones de cuentacuentos latinoamericanos. Paramos para comer a la una, allí mismo, en el Teatro, y seguimos por la tarde. A las siete de la tarde regresé al hotel, abrí la puerta de mi habitación, encendí el televisor, y vi que Fidel seguía hablando, nueve horas después, a los militares y miembros del Partido Comunista reunidos en una piña frente a la tarima de autoridades.

—¿Seré breve? Menudo cabrón. Vaya par de huevos —dije, y apagué el televisor.

Tal vez a mí me pasa lo mismo, y lo único que hago es tratar de llenar un vaso que hace tiempo que desborda, rezando un rosario infinito, Sancta Maria, ora pro nobis, Sancta Mater Dei, ora pro nobis, Sancta Virgo virginum, ora pro nobis, Mater Christi, ora pro nobis, que no sirve ni para dormir al niño.

Marshall McLuhan decía que el exceso de información produce desinformación. El exceso de escritura, el monólogo ininterrumpido, delirante, viene a ser lo mismo. Pero quiero creer que el exceso del exceso puede llegar a un lugar secreto que no conozco, que está prohibido, y al que solo se puede llegar engañando a las palabras, por agotamiento, por puro cansancio. También es verdad que el secreto que desvela ese exceso, este exceso, para ser concretos, está protegido por el cansancio del lector, el tuyo, que difícilmente va a llegar a leer esta página, porque ya está, estás, hasta los huevos de tantos desvaríos, palos de ciego.

096

AYER PENSABA EN los puzles, y en cómo se parecen a la memoria de la vida, al menos de la mía, y sobre todo en cómo se parecen a estas páginas que estás leyendo, o nunca leerás, no lo sé. Falta poco para que deje de importarme, tres o cuatro vueltas de tuerca, como las del garrote vil. Cuando llegue al final, al descubrimiento de no sé qué, se hará la luz al final del túnel, y será el momento de morir. Tal vez. Es posible que mi cuerpo siga simulando que vive durante algún tiempo, y que haga cosas, como los catalanes, que decía el filósofo Mariano Rajoy. Tito también merienda, cada tarde, con Sonia, sin saber que hace meses, hace años, que está muerto. Sonia también lo sabe, pero nadie le ha enseñado a enterrar a los muertos, y solo se le ocurre pensar que es eterno, que es un círculo infinito, una trampa en el tiempo, donde las meriendas se repiten y siempre son la misma, como esos relojes que tienen el segundero estropeado y no deja de dar golpes hacia adelante y hacia atrás, o el disco rayado, que regresa una y otra vez a la misma pista. La vida como banda de Moebius, un laberinto tramposo, peces en el acuario. 

Ahora bien, si estos párrafos desordenados son un puzle que describe y refleja con cierto rigor y exactitud la dispersión de mi memoria, y que el testamento que dejo es este desorden, esta almoneda de recuerdos cazados al vuelo, regurgitados y sin procesar, pues más bien tendríais el derecho de diagnosticarme como enfermo de síndrome de Diógenes mental. Esto es un basurero, las ruinas de una ciudad moribunda, derrotada en una larga guerra y un asedio interminable. Eso es esto, lo que estás leyendo, y eso soy yo, los restos del naufragio, un galeón hundido y devorado por los peces.

 Debería, porque ese es un trabajo que le toca al novelista, ordenar estos fragmentos, estos párrafos, y coserlos con mimo, encaje de bolillos, para que tengan un sentido, para que cuenten una historia, mi historia, de principio a fin, por orden cronológico, con escenas encadenadas de causa efecto, con anáforas y catáforas. El escritor desordenado, que arroja las fichas de recuerdos dispersos, sin fechar, para que el lector ordene un caos que derrama párrafo a párrafo, debería ser ejecutado. Bueno, no hace falta: él mismo se cava su propia tumba. Yo mismo me doy la extremaunción y me acuesto dentro de féretro, ya me sé el camino. Morir para un escritor es no ser leído, porque los escritos solo existen si, además de haber sido escritos, un lector los resucita. Si no, vuelve a ser el árbol siberiano que nunca existió, el haiku escondido dentro de una botella lanzada al mar, y devorado por un calamar tras romperse la botella contra las rocas.

Recuerdo a Aureliano Babilonia descifrando los pergaminos de Melquiades al final de Cien años de soledad, y que el mismo hecho de revelar la historia familiar provoca que un huracán destruya a Macondo y todo su universo. Algo así tengo la sensación de estar haciendo. Ojalá. Aunque no sé muy bien para qué descubrir el sentido de la existencia en el último aliento. Qué desperdicio. Qué absurdo. Dios da mocos a quien no tiene pañuelo. Eso es mala leche, jugar con nosotros, reírse de los cojos y los enanos.

Y no es que yo quiera que el universo desaparezca detrás de mí, aunque desde luego para mí sí que desaparecerá el universo entero en el mismo momento en el que caiga muerto, porque no creo mucho en la reencarnación, ni en la vida eterna, ni en la memoria a largo plazo, ni en la huella de palabras dejada sobre la tierra. A la vuelta de veinte años apenas quedarán memorias de quien fui, y a los cien años nada de nada. Ni siquiera una triste entrada en la Wikipedia, porque tampoco existirá, como no existen ya los treinta y dos volúmenes de la Enciclopedia Británica. Todos mis libros hechos pulpa de papel, reconvertidos en papel higiénico para una segunda vida mucho menos glamurosa que la primera. Debería quemar mi biblioteca antes de que la herede Scottex, y pase de alojarme en las bibliotecas a los cuartos de baño. Yo no soy de los que reciclan. No lo he conseguido ni conmigo mismo. Creo que soy un dinosaurio disfrazado, quejica y resentido, pero me importa un huevo.

 Puede que me de pereza ordenar este caos, pero es que ni siquiera sé si tiene sentido ordenarlo, porque ese orden sí que sería artificial. La memoria no está ordenada, y tampoco es un juego de azar. Los fragmentos vienen encadenados, y siempre hay una causalidad que los conecta. No es el azar. Que yo no sepa el cómo ni por qué un fragmento aparece después de otro no quiere decir que no haya conexión entre los dos. Yo no conozco esa conexión, y si la supiera tampoco sé qué iba a hacer con ese descubrimiento:

—Anda, pues mira tú qué curioso, nunca lo hubiera imaginado.

Y ya está. Después seguiría comiendo alcachofas, haciendo unos estiramientos para desentumecer el hombro congelado, y le daría un beso a Bea, porque tampoco hay que ponerse pesado con eso de haber descubierto el mecanismo del chupete.

Tengo que reconocer que como escritor sí que me gustaría crear esa ficción falsa en la cual todas las piezas encajan, están en su sitio, el puzle ha sido completado, y el lector sonríe satisfecho al acabar la lectura y cerrar las tapas del libro, porque en ese universo textual que acaba de explorar y recorrer, la historia es coherente, le ha enseñado una lección de vida, y hasta puede que tenga moraleja. La vida es bella, es coherente, y la entendemos. Al menos la vida que sucedía dentro de la novela que nos ha tenido secuestrados durante el tiempo que duró su lectura. La propia vida puede que sea una mierda, un aburrimiento, un despropósito, pero los escritores nos regalan vidas a medida para que nos escapemos a otros mundos, viajeros inmóviles, secuestrados voluntarios, adictos al síndrome de Estocolmo, drogadictos de las letras, vampiros de vidas ajenas. Los escritores somos los únicos camellos que estamos bien vistos por los poderes públicos, aunque si las vidas que inventamos escuecen y cuentan más de lo que deberían contar, y desnudamos al rey y nos reímos del Papa, acabamos en la cárcel, perseguidos por una fatua, o simplemente censurados: la lengua cortada, garganta degollada. Puedes hablar, pero solo si cuentas lo que quiero que cuentes, no te pases de listo, que yo soy el que tiene la sartén por el mango, la pistola en el cinto, y el látigo en la mano. Obedece, cabrón, no te creas eso de que eres libre.

Yo aún conservo, como un trofeo, cuatro poemas que tuve que presentar en la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, antes de morir Franco, para que pasaran la censura previa antes de poder recitarlos en público y colgarlos en las paredes del Colegio Mayor Chaminade, en la Universidad Complutense de Madrid. Están con la advertencia en rojo de PROHIBIDO, tachados, y sellados por la Gobernación. Yo tenía 19 años. Nunca he leído en público unos poemas con más orgullo.

 

 


 

097

HEMOS RESERVADO OTRO crucero para el año que viene, del 26 de agosto al 2 de septiembre, con Celebrity Cruises. Es un barco en el que ya hemos estado, el Celebrity Infinity, al que nos subimos en San Antonio, cerca de Valparaíso, en Chile, y bajamos hasta Ushuaia y el Cabo de Hornos, visitando los fiordos chilenos, para luego subir por Puerto Madryn y la península de Valdés, donde los pingüinos, hasta Montevideo y Buenos Aires. Quince días. Genial. En el del año que viene iremos desde Atenas hasta Ravenna, cerca de Bolonia, siete días. Se han apuntado también Coke, Lucía, Nacho y Vania. Hala, otra vez al lío. Llegaremos cinco días antes a Atenas, que nos gusta mucho, alquilaremos un apartamento por Airbnb con Nacho y Vania, y después del crucero nos quedaremos cinco días en Bolonia, o en Venecia, ya veremos. Estamos en el Black Friday, así que hay ofertas del copón. Este crucero sale a la mitad de precio: en lugar de 2300 euros, pagaremos 1160 euros, cabina interior para dos. Añadiremos los vuelos y algunas excursiones, así que nos saldrá por 1500 euros. Más siete días, a 120 euros/día los dos, serán 840 euros más. O sea, unos 2500 euros por dos semanas. Al mes podrían ser 5000. Está bien. Está muy bien. 60000 al año, podríamos vivir así 10 años. Más no tenemos, moriremos antes.

El otro proyecto es el de la vuelta al mundo. Probablemente en barco, con Costa Cruceros. Sale el 7 de enero de 2024, y dura más de cuatro meses, 126 días. El costo total, por los dos, es de unos 45.000 euros. Sale a once mil euros al mes, que es mucho. El doble que si lo hiciéramos por tierra y aire, pero no es lo mismo.  Y eso que hay 69 días de navegación, en alta mar, un poco más de dos meses, y 57 días en tierra, en 50 destinos diferentes. Una pasta, pero sin hacer maletas ni coger aviones ni reservar en hoteles. A Bea le empiezan a dar miedo los aviones, por el oído, que teme que le duela, que le estalle, aunque de modo inevitable siempre tendremos que salir y entrar en Tenerife por avión. El mismo viaje, por tierra, saldría exactamente por la mitad: 23.000 euros, y con más estancia en las ciudades, porque no hay 69 días de navegación. La navegación aérea como mucho será de tres o cuatro días, sumando trayectos. Bueno, tampoco es verdad lo de que vaya a salir por la mitad, porque solo los billetes de avión de los dos saldrían por más de 16.000 euros, y suma hoteles y comidas, 126 días a 120 euros, otros 15.000 euros. Total: 31.000 euros. La diferencia es de 14.000 euros, no del doble o mitad, que a veces exagero. Pero son dos viajes diferentes. 

Si vendemos bien la casa, ¿por qué no darnos ese capricho de condenados a muerte? Bueno, vale, ya sé que todos, sin excepción, estamos condenados a morir, pero la mayoría no lo acepta, no quiere, se niega, patalea, no acepta siquiera pensarlo, se va de la habitación donde se ha empezado a hablar del asunto. Y eso le pasa a la mayoría, desde mi propio hijo hasta casi todos mis hermanos, amigos, cuñados, suegros, sobrinos, tíos y vecindario.

Mañana viene Rosi a limpiar, Ulises a podar, y Lolo a pintar. Reunión de curritos para maquillar la casa y el jardín, porque el martes vendrá un fotógrafo de Engels & Volkers a hacer fotos y colgarlas en las páginas de venta de casas de internet, Fotocasa e Idealista.

 

Vino el fotógrafo, e hizo fotos. Muchas fotos. Dos horas y media. Un poquito lento, pero bueno. Eso espero. Antes, ayer y hoy, Lolo y Ulises estuvieron limpiando el jardín de malas hierbas, tapando desconchones del exterior, pintando rotos, metiendo cemento a las piedras desgastadas, y rebajando una puerta. Una labor de maquillaje, vaya. Bueno, maquillaje y algo más. Conservación. Reparación. Visita al doctor. Vitaminas. Estiramientos. La casa es como el cuerpo. La casa es el cuerpo, y si hay que venderla, como se vende su cuerpo la prostituta, hay que ponerla guapa, limpia, apetecible, deseable. La vendedora, Ana Sanfil, dice que hay un cliente alemán con mucho dinero y mujer con esclerosis múltiple que está interesado, y eso que aún no está anunciado a la venta. Que vendrán el próximo lunes a ver la casa. Otra vez a recoger, a tirar cosas que sobran, a limpiar.

Estoy un poco estresado con lo de la venta de la casa, así que os contaré la historia del gato, la que vivimos mi amigo Barsén y yo en la adolescencia. Está escrita en segunda persona, porque me salió así, y no quiero saber por qué. Allá va:

 

 


 

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TU INTENCIÓN NUNCA fue la de hacer sufrir al gato. Fue puro amor a la ciencia. Ni siquiera llegaste a saber si estaba realmente enfermo, o solo se trataba de un gato demasiado confiado. Tu amigo Barsén tenía doce años, igual que tú. Compartíais mesa, tubos de ensayo y olor a formol en el laboratorio de química del colegio, y fue allí donde vuestra vocación quirúrgica afloró como un exceso. El Bombilla ya os había dicho que en todas las profesiones se aprende con la experiencia, pero que en la cirugía más que en ninguna otra, porque la vida del paciente está literalmente en manos del médico.

—Prepararé la mesa de operaciones en el garaje de casa para el próximo sábado. Allí nadie nos molestará —te dijo Barsén la semana después de las vacaciones de Navidad.

Lo más complicado fue conseguir el gato. El viernes por la tarde recorristeis a fondo la colonia de los ferroviarios armados con el equipo adecuado: sudadera de manga larga, guantes, un cubo, una manta, y una cuerda. Después de tres horas de cacería regresasteis a casa derrotados, con una docena de arañazos de los gatos que se habían negado a formar parte del experimento. De haberlo sabido habríais escogido a otro animal más tranquilo. Una gallina, un conejo, un perro. Pero aunque fueran más fáciles de manejar, eran mucho más difíciles de encontrar.

—Esto es una mierda. Así nunca llegaremos a ser cirujanos —le dijiste a Barsén antes de despediros en el portal de tu casa.

—Nunca te des por vencido. La ciencia siempre exige sacrificios —dijo de modo enigmático—. Mañana ven a mi casa a las diez de la mañana. Te espero en el garaje.

—Pero… —intentaste protestar.

—Tú ocúpate de traer el instrumental quirúrgico —zanjó Barsén.

A la mañana siguiente te presentaste en el garaje de Barsén con tijeras, hilo dental, dos cuchillos muy afilados, una hojilla de afeitar de doble filo, de las antiguas, el cuchillo eléctrico de cortar pan, diez pinzas de la ropa, cinta aislante, una grapadora, alcohol, agua oxigenada, algodón, mercromina, cuatro metros de cordel fino, y tres pastillas de Nolotil. Barsén ya estaba preparado, y milagrosamente tenía un gato manso dentro de la caja de cartón.

—¿De dónde ha salido? —le preguntaste.

—Es Serafín. No es de nadie. Desde hace un mes duerme detrás de la tapia del supermercado. Mi hermana Ruth le da de comer de vez en cuando. Yo creo que está enfermo. A lo mejor lo podemos curar.

Te pareció difícil curar un gato de una enfermedad que desconocías, pero había que empezar a practicar en alguna parte. En realidad tú querías hacer un trasplante de corazón, pero para eso necesitabas, como mínimo dos gatos, y eso era mucho pedir. La solución era trasplantarle el corazón al mismo gato, de ida y vuelta. Si salía vivo de la operación, sería tu primer éxito.

—¿Para qué es el Nolotil? —te preguntó Barsén vaciando la mochila.

—Para el dolor. Le daremos una pastilla antes de operarlo. Funcionará como anestesia. Hay que diluirla en leche para que se la tome —dijiste.

Barsén fue a la cocina en busca de un pequeño cuenco de leche, mientras tú te dedicaste a cubrirle las patas y las uñas al gato con cinta aislante blanca para que no pudiera arañaros en caso de que consiguiera soltarse de las cuerdas. El gato se dejó hacer, con resignación equivocada. Barsén regresó con la leche. Era demasiada leche, así que te bebiste la mitad de un trago. Con ayuda de la hojilla de afeitar, una Gillette de doble filo, abriste por la mitad la cápsula de Nolotil y mezclaste sus polvitos blancos en la leche. Luego se la diste de beber a Serafín, que lamió el cuenco hasta dejarlo limpio.

—Hay que atarlo a la mesa —dijo Barsén sacando un ovillo de cuerda fina, casi la misma que la que usaba tu madre cuando preparaba el redondo de ternera, uno de tus platos preferidos hasta ese día.

Atarle el cordel a cada pata no fue tan fácil. Serafín empezaba a encontrarse intranquilo y trataba de escapar. Tal vez detectaba la tensión creciente. Hicisteis un nudo corredizo para cada pata, apretasteis la pequeña soga, y anudasteis los extremos a cada una de las cuatro patas de la mesa. Debajo del gato, que ya estaba panza arriba y estirado en forma de cruz, colocasteis un mantel de plástico viejo, para que la sangre no dejara huellas en la mesa de madera cruda. Serafín se agitaba y empezó a maullar desesperadamente, sobre todo cuando le clavaste el extremo de la cola a la mesa con cinco grapas. Antes de que siguiera maullando a pleno pulmón, Barsén le cerró el hocico con cuatro vueltas de cinta aislante. A cambio se llevó un buen mordisco de recuerdo.

—Desinféctate la herida. Los cirujanos siempre tienen que tener las manos limpias —le dijiste acercándole el frasco de alcohol.

—¿Con lo que pica el alcohol? Tú estás loco. Acércame el agua oxigenada, anda —te respondió.

Creías que los gatos no tenían pelo en el vientre, como los perros, pero Serafín era muy peludo. Todos lo son, pero tú entonces no lo sabías.

—Habrá que afeitarle la panza antes de operar —dijiste.

—No hace falta. Solo hay que recortarle un poco los pelitos de la barriga y el pecho, justo por donde tenemos que abrir —dijo Barsén, y empezó a recortarle los pelos con unas tijeritas diminutas de cortar uñas.

No tardó mucho en depilarle una línea central desde la parte superior del pecho hasta el final de la barriga que se agitaba. Cuando terminó, mojaste un trozo de algodón en alcohol y le limpiaste bien la franja por donde tendría que pasar el bisturí: la hojilla de Gillette que usaríais como bisturí.

—Abre tú —te dijo Barsén acercándote la hojilla desnuda con cortesía profesional.

—No, hazlo tú, que a fin de cuentas tú has conseguido el gato. Yo seré tu ayudante. Pero el trasplante de corazón me lo tienes que dejar hacer a mí —dijiste.

—De acuerdo —dijo Barsén—. Yo prefiero ser cirujano plástico.

—¡Qué listo! Para tocarle las tetas a las tías, ¿no? —te reíste.

—Sujétale, que voy —anunció Barsén.

Sujetaste con las dos manos el pecho del gato Serafín, que a pesar de que no podía escapar de las cuerdas, movía el tronco como una lagartija. Al otro lado de la mesa Barsén acercó la hojilla a la parte inferior del cuello para poder descender en línea recta desde allí hasta más abajo del intestino. Tú cerraste los ojos cuando Barsén comenzó a hacer la incisión. Notaste cómo Serafín se agitaba aún más que antes.

—Tío, con esto no puedo abrir. Necesito un cúter —oíste decir a Barsén.

Sin separar las manos de los costados del gato, abriste los ojos y viste a Barsén revolviendo en la caja de herramientas de su padre. Después de sacar unas tenazas y tres destornilladores con mango de madera, al fin encontró un cúter anaranjado. Cerró la caja, regresó junto a la mesa y arrancó una bola de algodón de la madeja que había sacado de tu mochila. La empapó en alcohol y limpió la hoja del cúter con cuidado.

—Venga, hombre, que ya estoy cansado de sujetar al gato —protestaste nervioso.

—Ya está. La higiene en el quirófano es fundamental —te respondió sujetando el cúter como si fuera un puñal hacia abajo, en vez de sujetarlo como si fuera un lápiz—. Allá voy —sentenció.

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BARSÉN CLAVÓ EL cúter y lo hizo descender lentamente por la piel blanquecina del pecho de Serafín. Te sorprendió que hubiera menos sangre de la que esperabas. Antes de llegar a la mitad tuviste que sujetar al gato por los costados de la piel, y tensarla como un tambor. A medida que el cúter descendía, la piel se retiraba a los lados, como si estuviera abriendo la cremallera del chándal. El gato se movía bajo tus manos con tanta fuerza que pensaste que en algún momento se iba a clavar él solo el cúter hasta lo más profundo.

Cuando llegó al final, el gato estaba con el pecho y el vientre al descubierto, despellejado. Las costillas blancas y finas retenían un pecho diminuto de respiración agitada. Debajo del esternón y las costillas que flotaban, más allá de los pulmones, debía de estar su diminuto corazón.

—Te toca —dijo Barsén pasándote el cúter.

—Con eso es imposible cortar el hueso —dijiste rechazando el cúter y blandiendo uno de los cuchillos de sierra—. Ahora sujétalo tú.

Barsén dudó unos instantes, porque la sangre ya había empapado la parte central y los laterales del gato, pero al final inmovilizó a Serafín usando las dos manos. Tú colocaste el cuchillo sobre el esternón y empezaste a cortar como si se tratara de un trozo de madera. Estaba más duro de lo que esperabas. El cuchillo se resbalaba de vez en cuando, y acababa desplazándose hacia los lados.

—No vas a poder —dijo Barsén—. Tendrás que abrir a través de las costillas.

—No seas bruto —dijiste—. Hay que partir el esternón, y luego volver a unirlo para que se suelde él solo con el tiempo.

—Tú verás —zanjó Barsén.

Era verdad que no había manera de hacer un corte limpio, pero eso ya lo tenías previsto. Dejaste a un lado el cuchillo y sacaste de la mochila el cortador de pan a pilas. Ese era tu último recurso.

—Ahora verás —dijiste.

Pusiste el cortador en la posición 3, la de mayor velocidad, y apretaste el On. Las dos cuchillas empezaron a frotarse entre sí con un ruido metálico desagradable. Acercaste el cortador al esternón de Serafín y comenzaste a abrir. Tuviste que apretar un poco, pero al fin el hueso central empezó a ceder y al poco la caja torácica ya se había abierto como un cofre mágico y ensangrentado. Te quedaste maravillado, mirando el interior que palpitaba con intensidad.

Dejaste a un lado el cortador y separaste con dos dedos el costillar de Serafín. Era una masa caliente, blanda y viscosa. Apartaste el esternón con la uña y buscaste más abajo, en busca del corazón. Lo encontraste debajo del pulmón izquierdo, casi en el centro: era tan pequeño como una canica, y palpitaba mucho más rápido que el tuyo. Acercaste el dedo índice y lo tocaste durante unos segundos mientras cerrabas los ojos. Podías notar los latidos, como en un pequeño eco, debajo de la yema de tu dedo. Sin mirar a Barsén, cogiste el cúter y empezaste a cortar los hilos finos que llegaban hasta el corazón, esa pequeña joya palpitante. Tenían que ser las venas y las arterias, porque cada hilo que cortabas con sumo cuidado, eyaculaba un chorrito de sangre rojísima que salpicaba la mesa, y un poco más allá. Estabas operando a corazón abierto, tal y como habías visto en tantas series de televisión.

Arrancaste el corazón y lo posaste suavemente en la palma de tu mano izquierda. Después de dos intermitencias, dejó de latir. Serafín, en la mesa, dejó de agitarse y aflojó los músculos de las patas. El corazón que descansaba en tu mano apenas era mayor que un garbanzo rojo. Le diste un pequeño golpe con la yema del índice, y por un momento el corazón del gato volvió a palpitar haciéndote unas cosquillas minúsculas en la palma de la mano. Sonreíste. La operación, la mitad de la operación, había sido un éxito. Alzaste la mirada para mostrarle el corazón del gato a Barsén, y de pronto lo viste muy pálido, mirando a ninguna parte con los ojos vidriosos.

—Lo hemos conseguido —le dijiste—. Ahora solo nos falta volver a colocarlo todo en su sitio, empalmar las venas, dar un pequeño masaje al corazón y coser con hilo dental.

Barsén te miró con cara de espanto, como si estuviera frente a un fantasma, arqueó la espalda hacia delante y vomitó sobre la mesa, justo encima del gato. No te dio tiempo a retirarte. El vómito salió con la potencia de una tubería rota.

—¿Pero qué haces? Mira lo que has hecho —protestaste.

Pero aquel vómito incontrolado de Barsén tuvo un segundo efecto sobre ti. Te arrancó de golpe de la fantasía infantil de cirujano precoz, y te devolvió al garaje donde Barsén y tú acababais de descuartizar a Serafín, que yacía abierto en canal sobre la mesa empapado en una mezcla de sangre y vómito. En un acto reflejo te llevaste las manos a la cara, y la sangre caliente mojó tus mejillas y tus labios. Entonces fuiste tú el que sintió una explosión dentro del estómago, te agarraste a los bordes de la mesa y vomitaste el desayuno y la taza de leche que habías tomado antes de empezar a operar al gato. Barsén no se movió del sitio. Estaba paralizado, y seguía sujetando inútilmente el cadáver de Serafín sobre la mesa.

Con las piernas temblando, separaste a Barsén de la mesa de un empujón. Con el cúter cortaste las cuerdas que ataban las patas del gato y desincrustaste la cola que estaba grapada a la mesa. Hiciste un ovillo juntando las cuatro puntas del mantel de plástico que había cubierto la mesa y lo metiste todo a presión dentro la mochila del colegio. Con rapidez, nervioso, como si la policía o los padres de Barsén estuvieran a punto de entrar en el garaje, guardaste también en la mochila el alcohol, los cuchillos, el cúter, el agua oxigenada, el ovillo de cuerda, el cortador de pan eléctrico, las pinzas, la cinta aislante, y hasta el tazón de leche vacío que había traído Barsén de la cocina de su casa. Al terminar, volviste a revisar si se quedaba algo, pero no viste nada que te llamara la atención.

—No nos dejamos nada, ¿verdad? —le preguntaste a Barsén sacudiéndole por los hombros.

Barsén miró a su alrededor, medio hipnotizado, mientras sacudía la cabeza negando.

—Vale. Me marcho —dijiste con prisa, a pesar de que nadie te apremiaba.

Barsén seguía atontado, barriendo el suelo con la mirada. Te fijaste en que junto a la mesa, sobre el cemento del garaje, había unas cuantas gotas de sangre oscura, pero te tranquilizaste a ti mismo pensando que podrían pasar por manchas de aceite. También había restos de dos vomitonas, aunque la mayor parte estaba con el mantel, dentro de tu mochila.

—Espera, te falta esto —dijo Barsén agachándose al suelo para recoger una pieza pequeña que al principio no reconociste. Era el corazón del gato.

—Es de Serafín —dijo, como una evidencia absurda.

Te quedaste dudando. No sabías qué hacer. Al final tendiste la mano y recogiste el corazón. Instintivamente te lo echaste al bolsillo del pantalón, como si fuera una canica. Luego te diste la vuelta y saliste del garaje con tu mochila sobre la espalda.

A mitad de camino de regreso a casa tiraste la mochila con todo lo que había dentro en el interior de un contenedor, y la recubriste con cascotes, papeles y plásticos para que nadie pudiera encontrarla.

Creías haberte deshecho de todo, pero no pudiste desatar el nudo del estómago que todavía, tantos años después, te sigue atormentando. 

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ANUNCIO PARA LA casa Madreselva de El Sauzal:

Una casa para ser feliz. En primera línea de la costa de El Sauzal, independiente, abierta al mar, con vistas infinitas al océano, a las olas rompiendo en la costa y al Teide, con atardeceres de ensueño y bandadas de pájaros volando a la altura de las ventanas. Situada en la urbanización Los Naranjos, la más exclusiva de la isla de Tenerife.  Un microclima perfecto de eterna primavera los 365 días del año.

Una villa de lujo, de 200 m2 de construcción, rodeada de jardín, en una parcela de 880 m2. La planta superior es la vivienda principal y está en una sola planta, lo que hace que sea muy cómoda y accesible. Consta de salón, cocina, dos dormitorios y dos cuartos de baños. El baño principal tiene doble ducha con vistas al mar. El salón es como una pecera de 60 m2 con suelo de madera. La unión de la cocina con el comedor la hace más hipnotizadora. Desde todas las estancias y baños de la casa se ve el mar. La vivienda principal tiene un balcón con barandilla acristalada, y una hermosa terraza de 53 m2, un relajante mirador al mar utilizable durante todo el año.

En la planta baja hay un apartamento de invitados con entrada independiente que consta de una habitación, un baño completo, y una terraza con vistas espectaculares a toda la costa.

La piscina, rodeada de césped y con vistas abiertas al océano, tiene una gran terraza de acceso donde colocar mesillas y tumbonas. El jardín tiene plantas ornamentales exóticas de bajo mantenimiento, y algunos árboles frutales como un frondoso aguacatero.

El antiguo garaje, otra construcción independiente de 20 m2, puede transformarse en un nuevo apartamento con facilidad. La villa tiene también un cuarto para la lavadora y plancha, y otro pequeño cuarto para guardar las herramientas de jardinería y limpieza. La vivienda está situada en un vecindario muy tranquilo.

Por el tamaño de la parcela, el doble que las del resto de la urbanización, es posible ampliar y hasta duplicar el tamaño de la casa.

Es una casa cargada de inspiración creativa. Sus propietarios actuales son un escritor y una cuentacuentos de renombre, y en su interior han escrito siete novelas y cinco libros de cuentos, a la venta en librerías de todo el mundo.

La villa fue renovada hasta el último detalle hace dos años, con materiales exclusivos y de máxima calidad. Tiene también puerta con mando a distancia para entrada del coche. Videoportero automático. ADSL con fibra óptica de alta velocidad. Se vende totalmente amueblada.

Los que habiten esta casa quedarán fascinados por su belleza y sus vistas. La casa los conquistará y los llenará de energía y felicidad.

 

El sábado vino una pareja de ingleses a ver la casa, pero era demasiado moderna para ellos, y se han decidido por otra más clásica. Hoy martes ha venido otra pareja de cincuenta y poco años de Hamburgo, y les ha gustado. Ana Sanfil, de Engels & Volkers, está esperando que la señalen, un uno por ciento, ocho mil euros, que podrán recuperar en una semana si se echan para atrás. Mañana viene otra pareja a ver la casa. Sin prisa, pero el anuncio ni siquiera ha sido puesto, y ya estamos con visitas. Nos da lo mismo. Ana ya tiene las llaves de la casa, así que puede enseñarla aunque nosotros no estemos. O cuando estemos de viaje. Pero tal vez se venda antes de lo previsto, antes de dos años. Quizá en dos meses. Pues vale, empezaremos la nueva vida antes. La verdad es que una vez tomada la decisión, lo mejor es cuanto antes, y dejar la preocupación y la mochila detrás. Sabemos que vamos a echar de menos la casa, que nunca tendremos una casa tan bonita, pero para obtener algo tienes que perder algo.

—¿Quieres vivir otras vidas en otros lugares? Pues tienes que mudarte.

—¿Quieres tener dinero contante y sonante? Pues tendrás que vender.

—¿Quieres ver otro paisaje ante tus ojos? Pues dejarás que dejar de ver este.

 

De vez en cuando, desde hace años, me despierto con la pesadilla del síndrome del impostor. De algún modo también me pasa durante el día, no de manera tan visible como me sucede en el sueño, pero sé que está ahí: una inquietud que no se va, una pequeña paranoia de que alguien me va a llamar por teléfono, o va a venir a buscarme, y me va a descubrir y a señalar con el dedo:

—Ese es un impostor. No le creáis. Miente. No es lo que creéis que es. Es falso, de hojalata. No sabe escribir. Es tonto. Se ha enriquecido a vuestra costa. No vale nada.

Y si me aprietan un poco las tuercas seré capaz de reconocer que yo maté a Kennedy, a las niñas de Alcáser, a Julio César y a Taylor Swift, aunque aún esté viva. Bueno, lo confesaré aunque no me aprieten las tuercas. Con que me lo pregunten a bocajarro, con cara de mala leche, canto. Soy un gallina, un cagueta bocachancla.

 

El alemán no compró la casa. Se trajo a un amigo para decirme que tenía grietas, y que tenía que bajar el precio. Ni le pregunté cuánto quería rebajar. Adiós. Auf wiedersehen. Después me puse a tapar las grietas dentro y fuera, y contraté a unos pintores para que alisen y pinten toda la casa por fuera, las tapias, el garaje y el apartamento. 8400 euros. Un mes de trabajo para tres o cuatro personas. La grieta es la que tiene tu puta madre, mein lieber freund. ¿Cómo se te ocurre decirle al dueño que su casa tiene grietas? La casa es el cuerpo del dueño, cualquiera que estudie dos semanas de psicología, poética del espacio, o arquitectura lo sabe. Vete a invadir Polonia y déjame en paz.

No sé si eso de vender la casa, pintarla por fuera y ponerle tiritas a las cicatrices es una manera de preparar el cuerpo antes de llevarlo al tanatorio, o a la virgen vendida camino del prostíbulo.

 


 

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EL AÑO TERMINA, Tito se muere, estoy cerrando este kale borroka, la casa está en venta, meteremos nuestros trastos en un guardamuebles, y nos iremos de viaje. Dentro de dos días nos vamos a Santander una semana, para ver a la familia, de la parte de Bea y de la mía. Despedidas y reencuentros.

No sé cómo cerrar este libelo, esta memoria fragmentada. De algún modo sé que cuantas más mentiras cuento, más verdad es lo que estoy contando. Vale, es cierto que si yo perdí la virginidad con Greta a los quince, es decir en 1970, en un autobús camino de El Escorial mientras escuchábamos a Bad Bunny o Daddy Yankee, ahí hay un desfase histórico, una errata temporal, porque ni los móviles, ni Bad Bunny ni Daddy Yankee habían nacido aún, pero eso es una minucia.

 

No sé si este testamento lo escribo para mis hermanos, en cuyo caso vamos mal, porque debería igualar las cantidades de frases y referencias que hay aquí, y hablar más de Jorge, Peancha o Nacho, para compensar que los he citado poco, como si fueran langostinos que hay que repartir con equidad en distintos platos la cena de Navidad. Si esto fuera para que lean todos los de la familia, me acabo de zampar a todos los sobrinos, nietos, amantes, cuñadas, exmujeres y maridos de hermanos y hermanas. Los primos ni existen. En rigor no han existido nunca, a decir verdad. Si se tratara de amigos y viajes me faltan tantos amigos y tantos lugares que no tengo ni por dónde cogerlo.

Y si se trata de mí, simplemente de mí, aquí y ahora, de lo que quiera decir en mi escritura automática, pues entonces sí, esto es lo que hay. Esto es lo que he escrito, ni para saldar deudas, ni para redimirme, ni para entenderme siquiera, sino para mear dentro del tiesto, de mi tiesto. No debo nada, no me deben nada. Estamos en paz.

Tito está muerto. Cuando leas esto, Tito estará muerto. Y si no es así, espera unas semanas y vuelve a leerlo, y será verdad, así que lo diré de nuevo: Tito está muerto. Los que se mueren no se mueren cuando se mueren, sino el día en el que tú te enteras de que se han muerto. Puede que estén muertos desde hace tiempo, como Viví, que se murió hace casi cinco años, pero para mí se ha muerto hace muy poco, la acabo de enterrar en mi cabeza, al enterarme, cuando en la de su hermano Lolo ella lleva ya muerta unos cuantos años. Tito lleva muerto al menos dos o tres años, aunque no lo sepa ni él mismo, aunque no quiera reconocerlo ninguno de sus hijos, ni Sonia, ni mis hermanos. Él es un cadáver desde hace mucho, y todos nosotros estamos muertos para él desde hace años también. Ahora volveremos a morir, al mismo tiempo que él, con él. Joder, cuánto pesan los cadáveres de los hermanos, de los padres, de los amigos. Nunca dejaremos de llevarlos a cuestas, por más que estén enterrados a dos metros bajo tierra, o con sus cenizas flotando en el aire, o en el mar. Tengo que decirlo muchas veces para hacer el luto por adelantado, porque no quiero que luego la muerte me pille a trasmano, desprevenido. Como si eso fuera posible, ya ves tú. La muerte de otro siempre nos pilla a contrapelo, por más que sea la crónica de una muerte anunciada.

Me pregunta Bea si me voy a deprimir, si me va a afectar la muerte de Tito. Le digo que no, pero sé que miento. Le digo que ya está muerto, aunque no tenga aún la firma del forense en la partida de defunción, pero sé que ese día cercano notaré una puñalada en un costado, el hombro se me congelará como si me hubieran insertado un glaciar en su interior, lloraré por cualquier bobada, como que se me ha caído una cuchara al suelo, tendré que ponerme una sobredosis de electrodos Tens en las lumbares, estaré mareado varios días seguidos, me darán hipoglucemias por la mañana y por la tarde, tendré pesadillas, me mearé en la cama, tendré que visitar al dentista otra vez, me torceré un tobillo, discutiré con mi suegra, y no lograré escribir ni una línea. O sea, que lo voy a llevar de puta madre, por más que haga ejercicios de meditación, y yoga pre-mortem. Aquí no se salva ni Dios.

No hay manera decente de poner punto final a unas memorias desordenadas. Lo habitual es que el punto final lo pongan otros, los supervivientes, los que organizan el entierro, vacían los cajones de la casa y encargan una esquela en el periódico. Lo ponen los que aún no están listos para el punto final, sino para un punto y coma, o como mucho un punto y aparte. Son signos ortográficos distintos, muy distintos.

El muerto es el único que no llora en el entierro, el que no tendrá que preparar el desayuno al día siguiente, el que ya no le debe nada a nadie, el que no se irá a dormir esa misma noche cansado, porque ya está descansando, al fin, y le importa un guano si su pijama lo donan a Cáritas o lo hacen trozos para paños de cocina. El muerto ha pasado a mejor vida, eso dicen los que asisten al funeral. Pues vaya mierda de vida tuvo que tener, si estar muerto es una mejora en su vida, no me jodas.

 

Que quede claro, por si aún quedaran dudas: Con los más y los menos, que si no la vida sería una planicie aburrida e insoportable, Enrique ha sido feliz a lo largo de toda su vida, incluso en las breves épocas en las que no tenía demasiados motivos para serlo. Enrique no está resentido ya con nadie, ni con su padre, ni con su madre, ni con ninguno de sus hermanos o hermanas, ni con su hijo, ni con sus nietos, y lamenta mucho si alguna vez causó daño, hizo llorar, o hizo infeliz a cualquiera de ellos, aunque solo fuera durante un rato. Bueno, aún está resentido con el hijo de puta del Porky, su profesor de latín de 4º de bachillerato, eso se lo lleva con rencor hasta la tumba y más allá.

Enrique quiere y está orgulloso hasta las trancas de su hijo Elías y de sus dos nietos, Maika y Kiros, aunque se lo dice poco el muy cabrón, y ese es uno de sus peores defectos.

Enrique agradece todo lo que han hecho por él (y ha sido mucho) sus hermanos, padres, hijo, parejas, amigos y compañeros de vida, viajes y proyectos.

Enrique vive ahora, y desde hace más de veinte años, la época más feliz de su vida, de eso no tiene duda alguna, y aún no entiende ni comprende por qué ha sido premiado con esa felicidad casi absoluta de vivir junto a Bea, y que Bea diga lo mismo de él.

Y es tanta su felicidad, que ni siquiera logra empañarla con hipoglucemias e hiperglucemias, el hombro congelado, las caries en las muelas, los kilos que le sobran, la vejez que se le avecina, la sordera progresiva, los músculos que ya no le responden, y los hermanos que se mueren.

Así que Bea y Enrique han decidido, ya desde hace años, que morirán cuando les dé la gana, después de apurar hasta la última gota el tiempo de felicidad que saborean. Enrique y Bea tienen como objetivo final el disfrute total hasta el último día de sus vidas, que no está cerca todavía, pero que vendrá, de eso no hay duda. Y ese final llegará por sus propias manos, saben de sobra cómo hacerlo, mucho antes de que los dolores y la agonía de los cuidados paliativos sean necesarios, antes de que la felicidad amenace con desaparecer.

Bea y Enrique han decidido que solo quieren vivir si son felices. Quieren viajar más, vivir en otras ciudades, dar varias vueltas al mundo, disfrutar sin límites. Están convencidos de haber cumplido más que de sobra todos sus objetivos personales, profesionales y solidarios. No tienen ya metas pendientes, como no sean las de divertirse hasta el último de sus días. Se niegan a sufrir, y esperan que los que bien les quieren lo entiendan. Y los que quieran que Enrique y Bea mueran despacio, tras aguantar una larga e innecesaria agonía, como lo hicieron sus padres, o Tito, se van a llevar un disgusto, porque no va a ser así, lo prometemos. Por estas que son cruces.

Y esto vale como punto final de esta pequeña autopsia. Ahora me voy a cenar, y después Bea y yo nos iremos de viaje a Sudáfrica. Y dentro de algunos años, aún no sabemos cuántos, nos volveremos a ir de viaje, el definitivo, sin dolor y sin pena. Felices como perdices. Que así sea.

 

--- FIN ---

 

 

© Enrique Páez, 2024

 


 

Enrique Páez Mañá

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Email: enrique@enriquepaez.com

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Breve currículum

Enrique Páez, nacido en Madrid (España) en 1955. Licenciado en Literatura Hispánica. Trabajó como editor y profesor de Lengua y Literatura en Madrid y Nueva York (primaria, secundaria y universidad). Premio Lazarillo de creación literaria en 1991 por la novela Devuélveme el anillo, pelo cepillo (Bruño). Después publicó Abdel (SM), El club del camaleón (Bruño), Un secuestro de película (SM), Renata y el mago Pintón (SM), La olimpiada de los animales (Panamericana), Mucho Cuento (OQO), Yo me llamo Susana (Aletria), Cuatro muertes para Lidia (Bruño), En otra piel (Malas Artes) y La ternura del fantasma (Avant).

Ha sido traducido a nueve lenguas, y de sus libros se han vendido más de un millón de ejemplares.

Dirigió el Taller de Escritura de Madrid durante 15 años, y publicó con sus alumnos 15 antologías de relatos. Su libro teórico Escribir. Manual de técnicas narrativas, (Ed. SM y Círculo de Lectores), es un referente en los estudios de creación literaria.

Cofundador de la Red Internacional de Cuentacuentos (RIC), presente en 62 países de los cinco continentes. Editor del canal de cuentacuentos Youtube.com/BeatrizMontero con más de 170 millones de visitas y 500.000 suscriptores. Profesor en la Escuela de Escritores de Madrid en el Máster de Escritura.

 

Más información en www.enriquepaez.com

https://es.wikipedia.org/wiki/Enrique_Páez

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