domingo, 16 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Segunda parte: Kale borroka (de 051 a 053)

Los esqueletos  (continuación)  

Segunda parte: Kale borroka (de 051 a 053)



051

EN EL VERANO de 1985, poco antes de trasladarme a Nueva York a dar clases en las escuelas públicas a cargo del Board Of Education, un jueves por la tarde en el café de Ruiz, mi hermano Gonzalo le dijo a Eduardo Haro Ibars que yo era un cipresito. Eduardo era mi amigo, no amigo de Gonzalo, pero de pronto se quedó prendado de Gonzalo, a pesar de que era calvo y bajito. Es verdad que Zalo no era feo, pero sobre todo era muy fácil hablar con él. Eduardo, que era un conquistador a pesar suyo, le dijo a Zalo que con esos morros nunca tendría problemas para ganarse la vida. Eduardo era muy gay, sin pluma, pero gay. Como Leopoldo María Panero y Luis Antonio de Villena, los tres amigos desde la época del Liceo Francés. Bueno, todo eso no importa, Leopoldo María y Eduardo y Gonzalo están muertos ya desde hace tiempo. Pero que Zalo me llamara cipresito me molestó en ese momento. Luego lo pensé, y me siguió molestando, pero tuve que reconocer para mis adentros que era verdad. Que era una verdad inmensa. Que sí, que yo era una tristura de ser humano, una lechuga ajada, un lamento sin lágrimas. Estaba siempre cabreado, contra el gobierno, contra los partidos, contra las mujeres, contra el trabajo y contra mí mismo. El cabreo y yo éramos una misma cosa. Yo me gustaba a mí mismo así, radical, insobornable, con las ideas muy claras. Qué mal me habría llevado conmigo mismo si viviera ahora y me encontrara con ese Enrique. Él me habría llamado burgués y vendido al capital, y yo le habría mirado con displicencia, con superioridad, aburrido de sus monsergas y su cortedad de miras. No habríamos sido amigos nunca. Nos habríamos despreciado el uno al otro.

Hacerse viejo en parte es eso: aceptarse y despreciarse, en presente y en pasado. Dos por dos, cuatro. Cuatro valoraciones contradictorias, complementarias. Cómo me gusta descubrir que a veces lo contradictorio es complementario. Es un placer mínimo, atontolinado, ya lo sé, pero de pronto son diminutas anagnórisis (esa palabra jode, ¿a que sí?), pequeñas iluminaciones, relámpagos de lucidez que alumbran una piedrecita del camino. Pero a mí me vale. Otros prefieren descubrir nuevos bulbos a punto de germinar en los bonsáis, el punto de levadura para las magdalenas de chocolate, o la manera de pagar menos a Hacienda a través de donaciones al deporte de competición. Cada cual se la pela a su manera, ¿no?

A los 14 años fui al cine que estaba en López de Hoyos, a la altura de Prosperidad, cerca de la calle Cartagena. Ya no existe, claro, porque todos los cines de sesión continua de los barrios de Madrid han desaparecido. En la prensa había dos columnas de cines. Una, la de los estrenos, en la Gran Vía, y en la calle Luchana y Fuencarral, donde ponían eso, películas de estreno, una sola, con un nodo delante en el que podíamos ver a Franco inaugurando un pantano. Dejó España empantanada. Esos cines, los de estreno, eran caros, con asientos numerados y sesiones de hora exacta. Allí solo iba cuando nos invitaban nuestros padres dos veces al año. Así pude ver Marcelino Pan y Vino, Mary Poppins, Chitty Chitty Bang Bang, La pantera rosa, Sonrisas y lágrimas, El violinista en el tejado, 2001 Una odisea en el espacio, Helga El misterio de la vida, Doce del patíbulo, El puente sobre el río Kwai, El hombre que pudo reinar, Los hijos del capitán Grant, Las minas del rey Salomón, Infierno en el Pacífico, El desafío de las águilas, Los cañones de Navarone, Un hombre para la eternidad. A mi madre le gustaban las de Charles Bronson. Tengo memoria exacta de cada una de ellas, no sé por qué esas películas de la preadolescencia se quedan grabadas en la retina de manera tan brutal, pero en buena parte creo que fueron las responsables, o las culpables, de que con los años decidiera que mi vocación era ser escritor. Porque esas eran las películas, qué maravilla, que yo veía con mis padres. Una selección extraña, visto con la distancia, bastante diversificada. Un acierto. Pero el aluvión de películas fueron las de sesión continua en los cines de barrio. Películas malas, en general. De piratas, gladiadores, indios y vaqueros, Tarzán, Fred Astaire, Chaplin, el Gordo y el Flaco. Entrabamos en el cine en cualquier momento, después de comer, a mitad de cualquier película, y veíamos la mitad de esa película, la siguiente en su totalidad, y la mitad que nos faltaba de la primera. A veces, si yo iba solo, que era bastante frecuente, me quedaba a ver la primera película entera, porque de pronto había antecedentes que no había visto antes, y que explicaban comportamientos posteriores. Bueno, porque me gustaba el cine, vaya. En realidad me quedaba hasta que tenía que salir corriendo a casa, para la cena, porque si no me caía una buena regañina. Una de ellas, no recuerdo el nombre, trataba de un mundo futuro en el que a partir de los 40 años a los habitantes se les retiraba, se les desconectaba de la vida, por viejos, por inútiles. Y los jóvenes se rebelaban contra esa injusticia, hasta que lograban que la muerte sucediera para todos no a los 40 años, sino a los 30.

Con mi madre, los dos solos, no sé por qué, en un cine de verano con pantalla al aire libre, vi Dos hombres y un destino, con Paul Newman, Robert Redford y Katharine Ross. Esa noche me la pelé acordándome de Katharine saliendo de un tonel que hacía de bañera. Vi mucho más de lo que enseñaba en la película. Y recuerdo otra película tristísima, de Aldrin, el tercer astronauta del Apolo XI, después del alunizaje, su vida posterior. Descubrí que había otras vidas después, que eran poco heroicas, pero reales. Mucho tiempo después de las hazañas. Y El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas, otra película personal dirigida por Paul Newman, pero sin Paul Newman, inquietante, ajena a las películas normales, olvidables. Y Tristana, de Buñuel. Y La Celestina, con trece años, en el cine Roma, que me generó tanta excitación al ver las tetas de las criadas de la Celestina, que esa misma noche me masturbé por primera vez pensado en ellas. Todo lo que quieras, de cintura para arriba, les dijo Celestina. Tetas fuera, menuda orgía.

 

 


 

052

VALE, SÍ ES verdad: llevo años estudiando diferentes sistemas de suicidio, para encontrar el menos doloroso, el más rápido, y el más accesible. No es fácil. En el mundo los suicidas lo hacen de muy diferentes maneras, y en general tiene que ver con la disponibilidad de materiales que tengan a mano. Los norteamericanos, sobre todo de la zona central republicana, con buen acceso a las armas de fuego, lo hacen con sus rifles y pistolas. También los policías y los militares, si tienen un arma reglamentaria a mano. Después de muertos ya no les van a reclamar el mal uso de su arma. Algunos sospecho que se resisten porque queda en evidencia de que ha sido un suicidio, y las compañías de seguro ponen pegas para pagar las posibles pólizas de vida contratadas. Las familias de los suicidas no tienen derecho a cobrar, pero si la muerte sucede por el error médico, accidente, asesinato, o una agonía lenta y dolorosa, entonces sí. Los suicidas con convicciones religiosas también tienen problemas de conciencia, porque los curas no dejan que se entierren sus cuerpos en los camposantos. Tienen que irse a los cementerios civiles, afuera de las tapias del cementerio donde están sus amigos, sus abuelos y sus padres. Y además, depende de dónde lo hagas, un tiro puede ser una buena mancha para la familia, y no digamos para la tapicería del sofá del salón.

Se suicidó. ¿En serio? Pero, ¿qué vida infernal le estaba dando su pareja para que se quitara la vida? ¿Es que nadie en esa familia se dio cuenta de lo que pasaba? ¿Están todos ciegos?

Se suicidó. ¿De verdad? ¿No estaría limpiando la pistola, y se le disparó sin querer? ¿Se equivocó de frasco, y se tomó las cincuenta pastillas sin darse cuenta? ¿Fue un acto de locura, una enfermedad insoportable, por desamor, se arruinó? ¿Era homosexual? ¿Qué delitos tenía pendientes para ser juzgado? ¿Tenía denuncias? ¿Sufrió abusos en la infancia? ¿Defraudó a Hacienda? ¿Perdió la fe? ¿No creía en Dios? ¿Nadie le dijo que los suicidas van al infierno de cabeza?

Se suicidó. Casi no me lo puedo creer. ¿Será hereditario? ¿Sus hijos e hijas tienen esas tendencias? ¿Sus padres también eran suicidas? ¿Mató a alguien antes de matarse? ¿Fue por celos? ¿De verdad era tan infeliz?

Se suicidó. Nunca se lo perdonaré. No le tengo lástima: los suicidas son cobardes, incapaces de luchar por su vida. Cuando Dios cierra una puerta, siempre abre una ventana. La vida es patrimonio de Dios, y de nadie más. Suicidarse es la salida fácil. Es un acto de egoísmo: en lugar de luchar y solucionar los problemas, se quitan la vida, y destrozan la de los demás.

Se suicidó. Menos mal. Ya era hora. Eso que nos ahorramos. Un idiota menos en este mundo. Habrá dejado algo en herencia a sus hijos, al menos. ¿Ni siquiera dejó pagado el entierro? Pues que lo entierre la beneficencia. Creo que el Ayuntamiento tiene un servicio de esos para los indigentes. O que donen su cuerpo a la Facultad de Medicina, que los estudiantes necesitan cadáveres para practicar, por lo menos que haga algo útil, aunque sea después de muerto.

Se suicidó. No, donación de órganos, no. ¿Quién va a querer que le trasplanten el corazón de un suicida? Yo no, madre mía, vaya futuro me esperaría. Imagínate, con pesadillas todas las noches. O que me trasplanten su mano, la que apretó el gatillo, que a saber qué otras cosas terribles tocó a lo largo de su vida. Quita, quita, prefiero que me dejen con el marcapasos y el muñón, que de ese no me fío.

Se suicidó. Me suicidé. ¿Y sabes por qué? Pues por nada de lo anterior, listo del parchís. Que lo sepas. Ni siquiera porque esté harto de todos vosotros, conocidos y desconocidos, humanos e inhumanos, y eso que dais motivos de sobra para quitarse uno de en medio. No me creo mejor que los demás, ni te lo pienses, pero ser igual de bobainas que los demás no es suficiente para seguir con vida. La verdad es que, lo creas o no, soy feliz. Y lo he sido durante toda mi vida, a rasgos generales. Hubo disgustos, claro que sí, vaya aburrimiento una vida sin altibajos, sin alguna que otra bofetada. Pero he tenido más besos que golpes, muchos más. Y en esta última etapa de mi vida, los que más. Si me dicen que cuáles han sido los años más felices de mi vida, no me queda duda: Los 20 últimos años. Los que he vivido con Bea, y en gran medida, en un 90%, gracias a ella. Gracias a ella he logrado ser quien soy ahora mismo: un hombre feliz que se quiere a sí mismo y se siente querido. Y ese es el motivo por el que me suicidaré, no hoy ni mañana, sino algún día que calculo que puede ser dentro de 10 años, más o menos. Cuando tenga 75 años, que quizá sea con 70, o quizá con 80. Dado que mi esperanza de vida, por el hecho de ser diabético tipo 1 desde los 35 años, es 10 años menor que la del resto de la población, y sabiendo que el resto de la población española, de media, muere a los 80 años, pues a mí me toca a los 70 años. Aproximadamente. Mis padres no murieron a los 80, sino a los 90. Y mi hermano Gonzalo con 41. Yo no tengo prisa, de verdad. Ni siquiera tengo interés en darle la razón a las estadísticas, pero ahí están, para hacerte una idea, para planificar un poco tu vida, el resto de tu vida. Yo quiero planificarla, hacerme una idea del tiempo que me queda. No el tiempo hasta que el cuerpo diga basta y reviente, sino el tiempo con calidad de vida, con felicidad. Cuando en el cuerpo haya más dolor que placer, cuando mi memoria se tambalee, cuando necesite ayuda para moverme, cuando Bea y yo lo decidamos de común acuerdo porque la vida comience a caer por el precipicio, me iré, nos iremos, sin hacer ruido. Final Exit. Sit tibi terra levis. Alegraos por nosotros, fuimos felices, ni la muerte pudo separarnos. Nuestra muerte no fue una agonía, sino un último canto feliz a la vida.


 


053

Aunque este texto, que ya empieza a ser un poco leñoso y redundante, esté escrito sin guion ni escaleta, lo cierto es que yo soy de los novelistas que escriben con guion. De los que planifican la novela, y saben qué va a suceder en el primer y en el último capítulo antes de escribir el primer borrador. Lo titulo con el 00 al final del nombre del libro. Por ejemplo, Abdel00 es el armazón, los andamios, el archivo que contiene el resumen de Abdel antes de que escribiera la novela Abdel, con un resumen de cuatro líneas para cada capítulo, y una breve biografía de los personajes. Tres o cuatro páginas en total, no más. Luego empezaron a aparecer Abdel 01, Abdel 02, Abdel 03, y así hasta la última versión que haya. Ese es mi método de trabajo, el que he seguido hasta ahora en todos mis libros, incluso de los que no están publicados, como 120 kilos y En otra piel, mis dos novelas acababas y no publicadas, hasta ahora. Puede que nunca. No son malas, creo yo, pero entiendo las reticencias de los editores, porque son las más políticamente incorrectas. Hablan de temas como la homosexualidad, el bullying, la anorexia, los muertos y las guerrillas latinoamericanas. También seguí ese esquema de trabajo con Cabeza rapada, Cartas para una novia, La segunda muerte del fantasma, y Pacto de sangre, todas inacabadas, porque a la mitad me quedé atascado, perdido. No me convencía dónde había llegado, y no supe seguir. Se quedaron ahí, a medio formar, abortos prematuros.

Con los viajes hago otro tanto. Me dejo sorprender en el camino, claro que sí, como al escribir, pero antes de salir, antes de subirme al primer avión, ya sé en qué países y ciudades voy a dormir cada noche, qué hoteles están reservados, y cuál es la fecha de regreso. A veces hay pequeños cambios, como el tener que renunciar a visitar La Paz y el salar de Uyuni por culpa del mal de altura, por el apunamiento que sufrimos en Puno, en la frontera entre Perú y Bolivia, después de subir a Cusco y Machu Picchu sin problemas. O cuando no pudimos entrar en China en marzo de 2020 por culpa del coronavirus, y adelantamos el regreso a Tenerife desde Saigón, en lugar de Pekín. Pequeños cambios que apenas se notan en el paisaje global del viaje.

Las reformas de la casa, de arriba abajo, cambiando puertas, ventanas, suelos, techos, tabiques, pintura, luz, armarios, desagües, baños, muebles, cocina y exteriores, estuvo planificado como una novela, como un viaje.

¿Cómo no hacer lo mismo con lo que nos queda de vida? ¿Cómo no sacer el billete de regreso a la nada, regreso a la inexistencia, con anterioridad? ¿Tendré que esperar que el dolor y el deterioro, inevitable con el curso natural, me maten, sin que pueda yo decidir dónde, cómo y cuándo morir? De eso nada. A mí no me amarga el viaje de la vida nadie, y menos aún el final del viaje. No pienso dejarlo en manos de desconocidos de moral dudosa. Me refiero a los médicos, y a Dios, si es que existe y está por ahí escondido dedicado a torturar viejos en los últimos momentos de su vida. Que no, que a mí no me van a estropear los últimos momentos. Quiero disfrutar hasta el final, hasta el último día. Y cuando ya vea que lo que queda de vida no es más que una cuesta abajo llena de piedras y pedradas, llena de dolor y pérdida de control y de conciencia, antes de que otros se ocupen de administrar mi dolor, yo ejecutaré mi retirada, mi muerte sin dolor, mi suicidio. Satisfecho, feliz, burlándome del dolor innecesario, en plenitud. Bea dice que se viene conmigo, que ella no quiere vivir una vida en la que yo no esté. La comprendo. La entiendo perfectamente. A mí me pasa lo mismo. Yo moriré a través de un suicidio indoloro cuando vea que lo que me queda de vida ya no vale la pena, porque el dolor, la incapacidad o la amnesia hagan la vida invivible. La ausencia de Bea haría insoportable la vida en el mismo momento de su ausencia. Yo no querría vivir ni seis horas más en su ausencia. Hasta me cuesta separarme de ella tres horas, si se va al Corte Inglés a devolver un pañuelo y yo me quedo en casa escribiendo. Lo aguanto porque sé que no va a tardar, que puedo ir haciendo la comida, y no se va a enfriar. Pero en el caso de que Bea muriera antes que yo por lo que sea, accidente, enfermedad, asesinato, yo me iré con ella a toda prisa. Cagando leches. Nada ni nadie me retendrá en un mundo donde ella no esté. Ese es un mundo que no me interesa lo más mínimo. Ciao, bambino. Ella dice lo mismo que yo, pero dada la vuelta. Que si yo me muero, ella la palma. Me asombra un poco. Creo que me quiere de una manera tan enfermiza como yo la quiero a ella. Debe de ser eso. Es una enfermedad de la que no nos queremos curar, que nos hace felices.

Antonio Guerrero se suicidó de un tiro en la cabeza. Tenía cáncer, irrecuperable. Jaime fue a visitarlo a su casa, en Caracas, unos días antes del suicidio. Antonio lo esperó, quería haberse suicidado antes, pero esperó a Jaime para despedirse de él, y a través de él, de todos nosotros, sus hermanos adoptivos. Lo tenía todo preparado. Lo tenía muy claro. El cáncer lo iba a matar de dolor, los hospitales lo arruinarían, y no podría dejar ni un céntimo a su hija. Así que, aunque estaba divorciado desde hacía años, se volvió a casar con su mujer, para que así ella pudiera cobrar la pensión de viudedad. Esa no te la quitan porque tu marido se suicide, la viuda no tiene la culpa de que el marido sea un cabrón suicida, claro. Antonio era homosexual, así que lo de divorciarse, muchos años antes, fue lo normal. Lo raro es que se hubiera casado, y que tuviera una hija, pero hablamos de los años 60, en Venezuela, donde la homosexualidad, por principio, no existía. Era impensable, incluso para los propios homosexuales. Así que se casó. Y también aprobó el examen para la cátedra de Física Nuclear en la Universidad Central de Caracas, la Simón Bolívar. Y tuvo una hija. Pero luego se divorció, claro. Eso no era sostenible, no era vivible. Y como buen catedrático de Física Nuclear, él era un inútil para las cosas cotidianas. Antes de divorciarse, con frecuencia se quedaba a dormir en su despacho de la Facultad de Físicas. Allí tenía un pequeño sofá. Cada vez pasó a quedarse más noches a dormir en el seminario, en la segunda planta, al fondo del pasillo. El cuarto de baño quedaba cerca, eso era una suerte. Al final, después de dos semanas, se compró una colchoneta y una almohada, que guardó con disimulo detrás de sofá. Así podía dormir un poco más a gusto, al menos hasta que encontrara un piso donde instalarse. Tres meses después, cuando el guarda de seguridad ya le había sorprendido media docena de veces, se fue dando cuenta de que no era el único que vivía de manera clandestina en la Facultad. El adjunto a la cátedra de Astrofísica también vivía allí, oculto como él, como garrapatas bajo la piel del edificio. Y la secretaria de Nóminas, y cuatro estudiantes que se encerraban en el aula 305. Pasaron cinco años más antes de que se pegara un tiro en el paladar.

—¿Y por qué un tiro? —le preguntó Jaime—. ¿Crees que es la mejor manera de suicidarse?

—Mira, yo preferiría una sobredosis de heroína, o de morfina, o de cualquier anestesia —respondió Antonio—. Pero cada cual tiene que buscar las cosas que le resulten más fáciles de conseguir. Yo no tengo ni idea de cómo comprar drogas ni anestesias, no conozco a nadie de ese campo. En cambio una pistola, aquí, en Caracas, es muy fácil de comprar. Nadie hace preguntas. Están por todas partes. Te vas a las calles que están detrás de la Torres del Silencio, y te las ofrecen a cada paso.

—¿Y te quieres suicidar dónde, en casa de tu hija? —preguntó Jaime.

—No, no, que va. Si te suicidas dentro de una casa, llega la policía, destroza la casa y roban todo lo que pueden. Es una idea pésima.

—¿Entonces?

—Aquí, en la Universidad, pero no en el Departamento, que lo dejarían revuelto hasta más no poder. Lo mejor es en el Campus, pero fuera de edificio. Al aire libre, para que me encuentren los guardias del Campus, no la policía. Y con una nota manuscrita dirigida al juez que se ocupe del caso. Así no molestarán a mi mujer ni a mi hija.

Lo encontraron tres días después de muerto, porque estaba un poco oculto, debajo de un ficus, no tan a la vista como para molestar a los estudiantes con el espectáculo. Su hija ya sabía que se había muerto, que se había suicidado, porque se lo dejó escrito en un papel sobre su mesa del despacho. Y con las instrucciones de qué hacer, a quién llamar, qué decir, cómo gestionar la solicitud de pensión para su madre y para ella. Y un email ya redactado que debería enviarme a mí, a Enrique, para que yo me encargara de contárselo a mis hermanos. Yo supe que había muerto antes de que lo encontraran los guardias. Antonio y yo dormimos en la misma cama decenas de veces, en Quinta Loló, cuando él se quedaba por la noche porque se le había hecho tarde. Yo era de los pequeños, entre 10 y 12 años, y él era amigo de los mayores, de Javier, Tito, Coque y Nacho. De hecho, cuando todos regresamos a Madrid, él se quedó viviendo con Javier, compartiendo casa en Caracas, hasta que Javier se casó con Betty, y la cosa salió mal, y Javier se vino a Madrid, dejando a Antonio solo en Caracas. Entre Antonio y yo nunca hubo sexo, él estaba demasiado reprimido, y yo aún no había tenido mi primera eyaculación, que pasó en Madrid, ya en 1968, con trece años, y por culpa de La Celestina. Bueno, de la película de La Celestina. ¿Cómo no dedicarse uno a escribir, si hasta los inicios del sexo fueron literarios?

Luego se suicidaron más. Diego Parra, lanzándose desde lo alto de su propio edificio de trabajo, en Bogotá. La madre de Rosa en la piscina, ahogada. La mujer de Harry Debelius por la ventana, desde un piso 14 en Arturo Soria. Gonzalo en la mesa del quirófano, él sabía cómo morir sin dejar rastro, para eso era médico. Cada cual se suicida como puede. Robin Williams ahorcado en la puerta del armario de su casa. Dicen que la mayoría, por número en el mundo, se ahorcan. Es feo el aspecto posterior, pero dicen que no duele tanto. Nadie habla por experiencia propia, claro, pero se sabe. La mejor manera, según los teóricos y estudiosos del suicidio, es un cinturón explosivo, como los de los mártires yihadistas, o con dinamita de las minas. Sin dolor, pero con los fragmentos del cuerpo repartidos por todas partes. Un asquito, no para el muerto, sino para los que tienen que limpiar después. Los yonquis mueren de sobredosis. Lo tienen fácil. Las enfermeras de Inglaterra con Paracetamol, pero con mucho paracetamol, no sé cuántas cajas. Los diabéticos con insulina, aunque a mí no me apetece mucho eso de la sobredosis de insulina, porque estoy harto de las hipoglucemias. No me creo que los japoneses se suiciden haciéndose el harakiri, eso solo pasa en las películas. Cortarse las venas es un estropicio, y no me creo que no duela, como lo de ahogarse en el mar, aunque otros dicen que no duele. No sé. Yo estuve a punto de ahogarme hace dos veranos, en Santander, y me asusté mucho. Tendría que estar muy borracho. Además, hace frío en el mar. No me gusta. Tirarse desde un puente, o por la ventana, me da vértigo. Tendría que hacerlo de espaldas, de frente no podría. Y tendría que beber bastante whisky antes. Y con gas de helio, o mejor nitrógeno, también podría ser. Mejor que todo lo anterior, desde luego.

 

(Continuará)

 


No hay comentarios: