viernes, 22 de febrero de 2008

Mi padre

Si me preguntan qué recuerdo de mi padre, retrocedo en el tiempo, y me encuentro en Doctor Esquerdo, una calle grande, muy grande. Era tan grande como un río vertiginoso y ancho, lleno de peligros, en el que apenas alcanzaba a ver la acera del otro lado (los coches intermitentes me tapaban el horizonte). Demasiados coches, autobuses, sonidos de claxon. Era como un gran foso de cocodrilos alrededor de un castillo. Yo tenía cinco años. Casi podía notar el sonido de las dentelladas cerca de mis rodillas desnudas por los pantalones cortos. Lanzarse a la calzada era como tirarse por un precipicio, la muerte bajo las ruedas de un tranvía. Había demasiados imprevistos a tener en cuenta como para saltar al empedrado y pretender volver con vida. A pesar de ello, mi padre me cogía de la mano, tiraba de mí, y se ponía en marcha arrastrándome al asfalto antes de que el coche que teníamos delante hubiera pasado. Yo estaba aterrorizado. Era como si mi padre quisiera ser arrollado por su parachoques. Yo apretada la mano alrededor de dos dedos suyos, grandes y largos como ramas, y luego me asombraba el difícil cálculo que mi padre había realizado al echar a andar antes de que pasara el coche, porque sus zancadas llegaban hasta la línea de atropello cuando el coche ya había rebasado nuestra trayectoria. Yo pensaba: "Claro, mi padre es ingeniero, y lo tiene todo calculado", y no dejaba de sorprenderme el riesgo que corría y la natural seguridad con que lo afrontaba. Yo veía a mi padre grande como un árbol, y el ligero olor a tabaco que desprendía su mano me emborrachaba. Era un olor masculino y firme, un olor seco a madera y café.
Es imposible, pero siempre era invierno. Lo sé porque de todo ello el recuerdo más nítido que conservo es el del calor de su mano. Era una mano grande y caliente, con dedos largos, huesudos y potentes (no sé si ya lo he dicho). Era la mano de mi padre, y la podría distinguir entre todas las del mundo. El calor que desprendía es lo más tierno que yo recuerdo de toda mi infancia, lo más tranquilizador, lo más protector. Ese calor hacía que yo cerrara los ojos ante el abismo y me dejara arrastrar a una muerte segura, bajo las ruedas de los coches, devorado por los cocodrilos, pero siempre de la mano de mi padre, con un calor que jamás podría nadie arrebatarme.
Mi padre fue una mano que me ayudó a cruzar la calle, y sólo ahora, cuarenta y tantos años más tarde, cuando yo tengo la edad que tenía mi padre entonces, me doy cuenta de que esa mano que calentaba la mía la tengo dentro, y que me sigue ayudando a cruzar calles con la misma seguridad con la que él lo hacía.
Los padres son fuertes como los robles, y no mueren nunca. Casi asombra que enfermen.

13 comentarios:

hombredebarro dijo...

Como las manos de los hijos, esas pezuñitas tiernas que te arañan la palma con sus minúsculas uñillas. Se quedan dentro para siempre y cada vez que cruzas una calle las echas de menos.

Javier Puche dijo...

Conmovedor, Enrique. Permíteme un silencioso aplauso.

Beatriz Montero dijo...

Precioso. Qué suerte haber heredado una mano así.

Enrique Páez dijo...

Muchas gracias por la imagen de las manos de los niños, hombredebarro. Es muy hermosa. Y tienes razón, el contacto es bidireccional, aunque el narrador esté condenado a escribir en primera persona (en este caso, que intenta infectar sentimentalmente al lector).

Gracias, Herman.

Gracias, Bea.

Abrazos a tutti-plen

Anónimo dijo...

Son tan necesarios que, a veces, hay que inventarlos. Así que, ya ves, eres un suertudo.
Beso grande.
Lara

Enrique Páez dijo...

Es verdad, Lara.
A veces se puede sentir añoranza de lo que no se ha vivido.
Un beso

leo dijo...

¡Hola!
Me has emocionado, Enrique. Es una entrada entrañable la que has escrito. "Los padres son fuertes como robles y no mueren nunca." Me entran ganas de repetirlo, como un mantra, mientras miro las manos recias de mi padre.
Un abrazo (emocionado, insisto)

Frida dijo...

Bueno, los padres están para eso, ¿verdad? Lo mágico es cuando ves que tú, ese niño pequeño que todos llevamos dentro, te conviertes en la seguridad de alguien...

Por cierto, te esperamos en la próxima Bitácoras y Libros...

Esaque dijo...

Tengo un post escrito que lleva el mismo título pero no puedo publicar hasta mañana por razones de hermanas. Mi padre es de esas personas medio padre y medio hijo, tiene unos dedos como los que tú describes y hay otras cosas para las que sus manos recuerdan a las que apunta hombredebarro.
Quizá por eso, lejos de parecerme extraño, a menudo me asombraba que no enfermase nunca. Hasta que lo ha hecho, claro, y una no sabe ser su hija sin sentirse un poco su madre. Porque, es verdad, lo que has aprendido con ellos te es tan propio como tu sangre y eso sí que no muere nunca.

Arcángel Mirón dijo...

Maravilloso.

Diego Flannery dijo...

Enrique, gracias.

Meiga en Alaska dijo...

Tus dos ultimas frases me han emocionado tanto que se me han saltado las lágrimas. Una es llorona por naturaleza, y además adoro a mi padre con locura.

Gracias por tu visita a mi blog. Volveré por aquí.

Besos

Enrique Páez dijo...

Leo: gracias por compartir tus emociones.

Frida: intentaré estar en Barcelona. Ojalá pueda.

Esaque: Espero leer ese post sobre tu padre. Seguro que me impresiona.

Arcángel: Muchas gracias.

Diego: De nada.

Meiga: Si es por eso, no me importa hacerte llorar. Los padres se lo merecen.