sábado, 19 de enero de 2008

La memoria más antigua

El 1 de enero de 1961, en el salón de casa de mis tías, a las cero horas y quince minutos, dos locutores de televisión, tal vez José Luis Pécker e Isabel Bauzá, mostraron a todos los españoles que tuvieran televisor (que no eran tantos), que el año que se iniciaba, el de 1961, se podía leer del mismo modo al derecho y al revés. Y para demostrarlo, frente a la cámara de televisión pusieron patas arriba al tarjetón en el que habían escrito los números 1961, y chan-ta-ta-chán, efectivamente, volvía a poner 1961. Eso sí, a condición de que los dos números uno fueran palotes simples, sin cabeza y sin pie. Yo ni siquiera había cumplido los seis años, pero ya conocía los números a la perfección, y aquel truco de magia matemática me pareció tan asombroso, que se lo repetí a todos mis hermanos, que eran muchos y no me hacían mucho caso, hasta que me metieron en la boca un calcetín usado de Gonzalo para que me callara. Pero del truco aún me acuerdo, porque aquellos locutores dijeron que eso no volvería a suceder hasta cuatro mil años después, en el año 6009. No es el recuerdo más antiguo que tengo, pero sí el mejor fechado.

Más antigua es la memoria que guardo de cuando era un bebé, memoria sensorial en la que me descubro braceando en la cuna, llorando, hundido en una sima con barrotes verticales, en un charco de sabanitas blancas donde, a veces, encontraba un sonajero, un chupete perdido, o el dedo de un pie que aún no reconocía como propio. Ese recuerdo solo apareció con los ojos cerrados, tumbado en el diván del doctor Blanco, después de un mes de sesiones tormentosas. Creo que llegué a llamar a mi madre, mamá, mamá, con vocativos de angustia. No me dolía nada, no estaba mojado, no tenía hambre, pero un vacío estallaba ante mí, y unos bracitos carnosos pasaban de cuando en cuando por delante de mis ojos. Aunque eran mis brazos, yo no lo sabía. Me faltaba algo, y no eran brazos: era mi madre, su vientre, la cueva, el calor, la protección final, el nirvana, el placer total. Yo no quería estar en esa cuna. ¿Dónde estaba mi placenta? Cincuenta años después sigo durmiendo acurrucado, apretado bajo un edredón que no palpita, añorando el regreso.
Bea me lee, y frunce el ceño preocupada:
--¿Te trato mal? ¿Quieres volver con tu madre?
Le digo que no, que mi madre es como todas las madres, o sea, una pesada y una lianta. Que en realidad todo esto es una metáfora, y que además somos diez hermanos, así que, como decía Celia Cruz, no hay cama pa' tanta gente.

2 comentarios:

Frida dijo...

Hola, Enrique:

Bienvenido a la blogosfera. Aunque sea con unos días de retraso.

Me gusta verte por aquí, aunque lamento que vayas a dejar de dar clases de literatura. Aunque nunca he sido alumna tuya, si que he leído tu libro Escribir y he aprendido mucho con él, tanto como para haberme planteado alguna vez matrícularme en alguno de tus talleres, pero veo que ahora ya no podrá ser. En fin, que le vamos a hacer. Tendre que conformarme con leerte aquí.

De todas formas, no me creo que este sea tu primer blog. Lo veo muy trabajado y no solo en el aspecto literario.

Bueno, lo dicho ¡Bienvenido!

Enrique Páez dijo...

Muchas gracias por tus ánimos, Frida.
Lamento que no puedas asistir ya al Taller de Escritura, pero seguro que encontrarás otros medios de seguir investigando.
Este es mi primer blog, pero no mis primeros escritos: hace más de 30 años que publiqué mi primer libro, y he editado decenas de libros ajenos. Siempre se aprende.
Me pasaré a hacerte una visita por tu blog.
Abrazos,
Enrique