Ella cosía. Cada tarde, al regresar del colegio, yo me sentaba junto a la mesa camilla repleta de hilos, cremalleras y botones, sacaba mi cartilla para hacer los deberes, y colocaba junto al plumier y los cuadernos, mi bocadillo de pan con sobrasada o con tres onzas de chocolate hundidas en su interior. Mi madre cosía y tarareaba canciones de Mª Dolores Pradera mientras yo hacía garabatos en el cuaderno de dos rayas, siempre pegado a su falda. Yo intentaba concentrarme en la tarea, pero tenía muchas preguntas pendientes:
—Mamá, si Dios conoce el futuro de todos los hombres, ¿Por qué deja nacer a los que van a ir al infierno, si ya sabe que van a ser malos y se van a condenar?
Mi madre detenía en el aire la puntada sobre el calcetín, y me decía:
—Porque nos quiere tanto que nos hizo libres, incluso para ser malos y condenarnos.
Yo regresaba a la caligrafía y los quebrados, sin tener claros los motivos de Dios. Luego lo olvidaba, ocupado en recordar los afluentes del Tajo y buscando el mínimo común múltiplo entre mordiscos de sobrasada.
—Anda, enhébrame este hilo, que yo no atino con el ojo de la aguja.
Mi madre tenía una cinta blanca de tela con los números del uno al diez bordados en rojo. Recortaba un ocho y me lo cosía en todas las camisetas, calzoncillos y pantalones. Pero antes de que acabara, yo volvía a preguntar:
—Mamá, si sólo los que están bautizados pueden ir al cielo, ¿dónde van todos los demás?
—Al limbo, Quique. Van al limbo, como los niños recién nacidos que mueren antes de ser bautizados —me respondía impaciente.
Yo ya me había acabado el bocadillo, y veía cómo mi madre se revolvía inquieta en la silla temiendo que, tal vez, siguiera con el interrogatorio teológico. No quería enfadarla. Estaba llegando al límite, lo sabía, y no deseaba que me expulsara, como a Adán y Eva, de aquel paraíso en que mi madre, al menos por unos momentos, era sólo mía, y no de mis hermanos mayores ni de mi padre. Recuerdo que yo trataba de frenar mis dudas metiéndome en la boca unos cierres de goma rosa que años después supe que se usaban para sujetar las medias con ligueros. Pero no podía dejar de preguntar:
—Y entonces, ¿allí están todos los chinos, y los negros, y los árabes, y los esquimales? ¿No te parece que son muchos, mamá? Y si ellos no tienen la culpa de no haber sido bautizados, ¿por qué nunca van a poder ir al cielo?
Más de una vez acabó pinchándose en el dedo, como la Bella durmiente, a pesar de los dedales abollados con que cubría su dedo corazón.
—¿Ya has acabado los deberes? Pues hala, vete con tus hermanos al cuarto de juegos, que tu padre está a punto de llegar.
Años después recuerdo escenas similares mientras comíamos cortezas de naranja recubiertas de chocolate junto a las Torres del Silencio, en Caracas, o haciendo cola para la matrícula en decenas de colegios, o merendando tortitas con nata en California 47.
Y yo entonces, no sin pesar, recogía mi cartera, mis cuadernos y mis lápices, y regresaba a la selva de los hermanos, de la que no he podido, o no he querido, salir todavía.
10 comentarios:
Qué difícil es contar cosas tan sencillas como ésta. Esa vena de ternura y calidez para la que también existe la literatura, aunque muchas veces lo olvidemos.
Hermosos recuerdos que se convierten en hermosos relatos, como éste.
Un saludo.
Me ha venido leyéndote hasta el olor de casa de pueblo, imagina :)
besos
¡Que lindo!, Quique y que preguntón has sido siempre ¡carámba!, sacabas de quicio a todo el mundo, ¿no recuerdas como te llamaba Salud?, piensa, piensa...
Sigo enganchada a tu blog, ya ves. Gracias por visitar mi blog y dejar la nota, pero la verdad, fué una prueba que hice hace tiempo y ahora no le hago maldito el caso. Quizá algún día se me ocurran cosas que poner y acepte el reto.
T.Q., guapísimo.
Besotes.
Nena
Que bella madre, que bella historia, que bellos recuerdos.
Me ha gustado sí señor.
Veo a Aurora en tu texto. Nerviosa, resuelta, satisfecha de sus seguridades pero insegura sobre la razón de sus certezas.
A ti no te veo pues te conocí ya viviendo lo que yo veía como mi sueño. No sé si te lo he dicho alguna vez Enrique, pero desde que me enamoré de tu hermanita te adopté como ídolo. Ahora me voy haciendo viejo y descreido.
De niño yo creía que los adultos tenían la respuesta a todo. Luego al crecer descubrí que ni siquiera tenían las preguntas. O que las han -hemos- olvidado porque tenemos algo mejor que hacer. Como sí fuera verdad.
Así las cosas me gustaría preguntarte: Maestro, ¿cúales son tus preguntas ahora? ¿te queda alguna?
Un abrazo nostágico
Basilio
Recuerdos maravillosos si... Es una pena que Caracas ya no sea lo que recuerdas y de las Torres del Silencio sólo quede la nostalgia de otros tiempos, a pesar que siguen en pie...
Por todo eso, más genial lo que puebla tu mente!
Ah! Yo me puse nostálgica con el comentario de Basilio jeje, escribe tan lindo como tu :)
Un abrazo!
Muchas gracias a todos. Mi mamá está malita, así que ahora me toca escribir: mimo a mi mamá, que cumplirá 90 años el próximo 28 de marzo.
Bellísimo texto. Léeselo a tu madre.
Seguro que se emociona.
Un abrazo desde España.
Mercé dice, que bello escrito y que belloque un hijo recuerde a su madre, .Yo aywer tambien escribi sobre mi madre, ..Es la primara vez que te leo, si quieres leerme.
www.mercedescardona.blogspot.com.
mesos mua mua mua
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