Me acaban de llegar por correo dos ejemplares de autor de mi novela
"Abdel" (Ed. SM, Barco de Vapor, Serie roja). Edición número 35.
En realidad es como si me publicaran otra vez el libro. El mismo libro. Por trigésima quinta vez. Y no es una edición pequeña, no. Son 10.000 ejemplares, de los cuales dedican
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528 a promoción. Hace ya más de cinco años que me dieron la placa de plata de los 100.000 ejemplares vendidos. Dentro de muy poco tendrían que darme otra, por los 200.000, pero no, la editora ya me ha dicho que solo se da la placa de plata a los 100.000 ejemplares. Con los 200.000 se da la enhorabuena. Pues sí, a mí con la enhorabuena me sirve. Y que me den la enhorabuena muchas veces, a ser posible. Yo voy a ser muy agradecido, y voy a invitar a cañas a los editores, a los comerciales, a los de marketing, a los libreros, y a los profesores. Todas las veces que haga falta. Y las que no, también.
No, no me da lo mismo. ¡Cómo me va a dar lo mismo! Que me escriban una carta de la editorial y me digan que se acaban de editar 10.000 ejemplares nuevos de Abdel equivale (para mí, y para cualquier autor al que se lo digan) lo mismo que si me dijeran que me van a publicar 10 libros de golpe, a 1.000 ejemplares cada uno (esa son las tiradas habituales en las editoriales, incluso potentes).
Y eso me sucede todos los años, desde hace más de quince. Muchos años son dos ediciones, porque se agota la primera. Son ejemplares que están ya vendidos de antemano en cientos de colegios e institutos que cada año leen ese libro mío. Son mis lectores, y a veces trato de imaginarlos uno a uno, como un ejército de antirracistas.
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Pero lo que muchos no saben (los que han leído el libro sí, claro está) es que el personaje principal,
Abdel, que cuenta su historia en primera persona, es un niño saharaui de la misma edad del que murió hace dos semanas en El Aaiúm. La misma edad. El mismo origen étnico. La misma lengua. El mismo conflicto.
Han pasado 17 años desde que escribí
Abdel. El niño saharaui muerto bien podría ser el hijo de Abdel. Ya tiene edad para serlo. Ya tiene edad para estar muerto. Han pasado 17 años, y el conflicto del Sahara está igual ahora que cuando escribí
Abdel.
En un Instituto de Málaga, en Guadalpín, escribieron hace poco la esquela de Abdel, justo después de leer el libro y conocer la noticia del niño saharaui muerto por la policía marroquí. A mí me entró un escalofrío. En el libro la madre de Abdel muere a manos del ejercito marroquí durante la construcción de la tercera muralla de Hauza, en 1980.
Eso fue hace 30 años. 17 + 13 años. Nada ha cambiado desde entonces. Yo cuento en el libro que la madre de Abdel murió hace 30 años a manos de las fuerzas de ocupación en el Sahara. Eso era ficción, pero tan pegada a la realidad que da miedo. Ahora muere el hijo de Abdel, y tampoco es una ficción, está en todos los periódicos. Por desgracia, la historia de
Abdel deja de ser ficción cada día. La madre de Abdel ha muerto cientos de veces desde entonces, ha sido encarcelada, torturada y violada en la cárcel negra de El Aaium miles de veces. A veces se llama Fátima, otras Tebraa, y también Aminetu Haidar.
Yo echaría el fuego mi novela a cambio de que la ocupación del Sahara ya no existiera. Degollaría a mi personaje a cambio de que los saharauis reales fueran libres al fin, dueños de su propia tierra.
Pero no puedo. Solo puedo luchar con mis palabras, con soldados de papel contra balas de verdad. Por cierto, es el gobierno español el que vende esos fusiles al ejército marroquí. Las fábricas de armas españolas se enriquecen vendiendo fusiles y balas a los que disparan contra una población que no hace tanto tiempo, en mi infancia, eran españoles de la provincia número 53: el Sahara Occidental. Son balas españolas las que matan a los saharauis. ¡Qué poca memoria y dignidad la de nuestros gobernantes!
Muchas veces me han preguntado por el personaje
Abdel (si era eral o no, si la autobiografía era fiel). Y la verdad es que yo escribí
Abdel después de conocer a una muchacho que se llamaba Abdel en Madrid, y que había llegado a España como tantos, como mi propio personaje, en una patera. Cuando presenté el libro en Gran Canaria, en un instituto llenaron el vestíbulo de entrada con arena y levantaron jaimas para recibirme. Y en el salón de actos un muchacho saharaui, llamado Abdel, hizo la presentación. ¿Que si Abdel ha existido? Por supuesto. Cientos, miles de veces. No los he conocido a todos, claro está, pero sé que viven en los campamentos de Tinduf, en Smara, en Villa Cisneros, en el barrio de Lavapiés de Madrid...
Cuando escribí mi novela
Abdel, en 1993, tenía la absurda esperanza de que la inmigración desbocada a bordo de pateras/sarcófagos iba a ser un problema puntual. Ahora sé que aquel diagnóstico erróneo fue más un deseo que una predicción acertada. Las pateras y la inmigración crecieron durante los siguientes tres lustros en forma exponencial, al mismo ritmo que crecía la economía. Lógico. Ahora, con la crisis, ha disminuido. Sigue siendo lógico. Los fenómenos de emigración siempre van ligados a la economía, y eso no es una prerrogativa humana, porque también le
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s pasa a las abejas, y a los leones, y a las cigüeñas: la subsistencia manda. Pero lo que quería compartir aquí es un detalle que solo he descubierto casi dos décadas después: al escribir
Abdel me planteé un problema técnico que cualquier novelista se plantea al iniciar una novela: ¿Quién será el narrador? Hasta ese momento, en las novelas anteriores, y en las posteriores, siempre había escrito en tercera persona, con un narrador más o menos omnisciente. Es el narrador más habitual (no el único) de la literatura: ese que se sitúa detrás de una nube, y desde allí lo ve y lo oye todo. Incluso sabe lo que piensan los personajes. A veces llega a ser tan omnisciente que sabe hasta lo que los personajes no saben de sí mismos, lo que el futuro hipotético les podía haber reservado si las cosas hubieran sucedido de otro modo. Una especie de ficción dentro de la ficción. Pero para escribir
Abdel deseché a ese narrador cómodo y habitual en tercera persona, el mismo que utilizamos para contar el cuento de Caperucita: “Iba Caperucita caminando por el bosque cuando se encontró con el lobo en medio del camino…” Y decidí pasar de la tercera persona a la primera. Abdel narraría su historia en primera persona. Así pues la novela empieza con un definitivo:
“Vivo en un cementerio, aunque no soy un muerto. Tampoco el enterrador. Soy un hijo del desierto escondido entre las tumbas de Marbella. Puede que la situación suene graciosa, pero no lo es en absoluto. Mi padre está en la cárcel. Yo soy menor de edad en un país extranjero, inmigrante ilegal, y sin documentos que me identifiquen. La policía me busca. Una banda de traficantes de droga me busca. Si alguno de ellos me encuentra estaremos perdidos, mi padre y yo…”Decidir acerca de un punto de vista del narrador en una novela no es algo caprichoso, que se decida al azar. Tiene que ver con la novela en sí misma, con las intenciones del autor, con el mensaje que se quiera trasmitir. La tercera persona es más objetiva, más lejana (es otro, el narrador escondido detrás de la nube, el que cuenta la historia del protagonista); mientras que la narración en primera persona es directa, inmediata, sin intermediarios. A mis alumnos de narrativa del Taller de Escritura de Madrid siempre les ponía un ejemplo trágico para que me entendieran:
Si Fernando nos cuenta con voz quebrada, al encontrarnos casualmente con él en la calle, que se acaba de enterar de que Elisa, una amiga común, tiene cáncer terminal, y que le quedan tres meses de vida, la noticia caerá sobre nosotros como un mazazo. Pobre Elisa, dirás, pensaremos. La escena del encuentro en la calle con Fernando de pronto será impactante y trágica, debido a las noticias que Fernando transmite. Eso será una narración en tercera persona. Pero si en lugar de Fernando, es a Elisa a la que nos encontramos en la calle, y es Elisa en persona la que nos dice, con voz rasgada, que se acaba de enterar de que tiene cáncer, y que el médico le acaba de confirmar que le quedan apenas tres meses de vida… En ese caso la noticia nos llega con un impacto mucho mayor, porque ya no es una tercera persona de la que nos habla Fernando, nuestra común amiga Elisa, la que va a morir en breve, sino que es la propia Elisa, que tenemos delante de nuestros ojos, la que nos dice: “Me voy a morir. Me quedan tres meses de vida”.
Decidí escribir en primera persona la novela
Abdel precisamente por eso: porque quería que a los lectores les llegara su historia de primera mano, sin intermediarios, con toda la emotividad íntegra, sin distanciamiento posible. Quería que el conflicto de la inmigración le llegara a los lectores como una bofetada, no como un artículo sociológico en la prensa. O dicho de otro modo: No quería hacerles pensar con la cabeza, sino hacerles sentir con el corazón.
A eso, evidentemente, se le llama manipulación. Y sí, los escritores manipulamos. Los escritores escogemos un narrador u otro dependiendo de nuestros objetivos. No existen narradores objetivos, neutros, historiadores con las manos blancas. Por más que se pretenda una objetividad absoluta, incluyendo la desaparición del narrador o del locutor, eso nunca significará una objetividad o imparcialidad: la propia selección de la historia, la selección de los adjetivos, los personajes, el argumento, la secuenciación… todo está contaminado, todo es subjetivismo, todo es manipulación. A lo más que podría aspirar un autor objetivista es a pretender desconocer que él es un transmisor de mensajes invisibles que se esfuerza en desconocer. En ese caso más le valiera leer a Pierre Bourdie y dejar de jugar al escondite con los lectores.
Pero el segundo motivo por el cual escogí narrar en primera persona esa novela tiene que ver con la inmigración como profesión, como escritura. Todos los escritores somos emigrantes. Inmigrantes en el territorio ignoto de nuestras novelas. Duplicados de Ulises perdidos en el mar de las letras. Autores del mismo palimpsesto, repetidores de la escritura de la misma novela eterna, de la misma Odisea, de la misma vida que sale del útero, de la escuela, de la casa de los padres, de la seguridad en el trabajo y en la salud.
Tras los atentados del 11-M en Madrid publiqué un microcuento titulado
La Odisea II. Lo transcribo aquí porque creo dibuja el círculo de inmigrantes que va desde la Odisea hasta Abdel:
“Ulises sigue buscando las playas de Ítaca. Han pasado 28 siglos desde que perdió el rumbo. De vez en cuando le parece que ha llegado, que está de nuevo en la tierra prometida, pero Eolo hace que la patera vuelque, y Poseidón disfrazado de patrulla costera lo recoge y lo devuelve al origen, al mundo perdido, otra vez lejos de Ítaca.”