viernes, 5 de noviembre de 2010

Una tortuga en tu buzón

Te encuentras una tortuga en el buzón. Es una tortuga verde oscura del tamaño de la mano de un niño de diez años. No sabes cómo ha llegado hasta allí, porque las tortugas no trepan por las paredes, y además esa tortuga no cabe por la rendija de las cartas, eso salta a la vista.

No sabes qué hacer, no te la puedes llevar a la oficina, te juegas el puesto. Marta, la jefa, es una histérica, y no soporta ni a las moscas. Aún te acuerdas del día en que el hijo de Walter se presentó en la sucursal con una lagartija que saltó de sus manos a la moqueta. Tardasteis media hora en recuperarla, mientras Marta chillaba y pataleaba encima de su mesa, y se levantaba las faldas sin darse cuenta de que la visión de su tanga rojo os hacía perder más tiempo del que necesitabais.

La tortuga de tu buzón parece más tranquila, desde luego. Con tal de volver a ver el tanga rojo de Marta te la llevarías sin dudarlo en el bolsillo de la chaqueta, pero no te atreves. Además, a la tortuga se le caza en seguida, y la fiesta se acaba pronto.

Te la quedas mirando sin saber qué hacer. Ella también te mira. Tiene la cara triste, y parece como si quisiera hablar, decirte algo. Ella o él, porque averiguar el sexo de una tortuga no es nada fácil. Ni siquiera cuando eras un enano y jugabas con las dos tortugas de tu amigo Óscar lo llegaste a saber. Si tuviera un pequeño palillo colgando entre dos guisantes peludos sabrías que es un macho, y si tuviera una herida que sangra cada mes cerca del culo, hembra. Pero no, las tortugas no facilitan pistas. Son travelos biológicos.

Cierras el buzón con la tortuga dentro y vuelves a subir a casa a la carrera. Vas a llegar tarde al trabajo, pero no puedes dejar a la tortuga allí encerrada todo el día muriéndose de hambre y sed. Tampoco la puedes dejar en casa, en un cajón, porque no es tuya, y porque acabaría cagándose en todas partes. Además, no aguantas su olor de agua estancada. Ni tú ni Marcelo, ni la novia de Marcelo, que protestarían como tú si fuera ellos los que meten un bicho en casa. Para una vez que encuentras unos compañero de piso que son ordenados y no montan fiestas, no vas a empezar ahora a estropear la convivencia. Ya en la cocina arrancas una hoja de lechuga, y rellenas con agua la tapa de un bote de mayonesa de cristal. Bajas al portal. Por el camino se te cae la mitad del agua, pero no puedes hacer más. Se te está haciendo tarde. Abres el buzón y le pones a la tortuga la lechuga y el agua dentro. Si muere no va a ser por tu culpa.

--No sé cómo cojones has llegado hasta aquí, pero a mí no me vas a arruinar la vida --le dices a la tortuga antes de cerrar la puerta del buzón con llave.

Has cometido el primer error, aunque todavía no lo sabes: Has hablado con la tortuga, como si ella pudiera entenderte. Ya solo te falta ponerle un nombre. En el coche, en el trayecto hacia la oficina, te haces preguntas sin respuesta. ¿Quién ha metido una tortuga en mi buzón? ¿Alguien que me quiere gastar una broma ridícula? ¿Alguien a quien debí haber contestado una carta y aún no lo he hecho, y me dice que soy como tortuga? No es posible. Nadie esconde tortugas en los buzones para sugerir sin ofender que debías contestar una carta desde hace tiempo. Ni siquiera en las pesadillas surrealistas sucede eso.

Podría haber sido un vecino. Alguno que quiere deshacerse de la mascota de su hijo, harto de encontrarse pequeñas bolitas de mierda por toda la casa, y que no se ha atrevido a matarla ni a tirarla por una alcantarilla. Dicen que la respuesta más sencilla suele ser la correcta. Una tortuga abandonada, como si fuera un recién nacido depositado en el torno de un hospicio. El que haya sido en tu buzón quizá se deba solo al azar.

Tendrás que estar atento a si algún niño llora en la comunidad de vecinos, y reclama su tortuga perdida. Tendrás que aplicar la oreja a las paredes y las puertas. Llamarán a la tortuga por su nombre, todos los animales familiares tienen nombre. Incluso los cuñados y las primas de Valladolid tienen nombres, así que mucho antes el niño le habrá puesto nombre a su tortuga. Casiopea, Aquiles, Clementina, Fittipaldi. No hay tantos nombres para tortugas. Gertrudis, Burocracia, Casimiro. Suelen ser nombres sonoros y antiguos, a juego con la especie.

Pero nadie tiene la llave de tu buzón, al menos que tú sepas. Tal vez los anteriores inquilinos de tu apartamento, pero tú ya llevas mucho tiempo viviendo allí. ¿Para qué va a regresar alguien desde el pasado a depositar una tortuga en tu buzón?

En cierto modo los cerrojos de los buzones tampoco son mecanismos complejos de cajas fuertes, así que cualquiera podría abrirlo. Cualquiera con unas mínimas habilidades manuales, claro. Tú no. A ti te cuesta abrir hasta una caja de galletas, así que de una cerradura mejor no hablamos.

Pero ¿quién va a querer meter una tortuga en tu buzón? ¿Será una tortuga-bomba, una tortuga yihadista? ¿Será un regalo? No, no tienes enemigos, al menos no tan exquisitos como para andarse con rodeos de ese tamaño. Tampoco está cerca tu cumpleaños. No tienes respuestas para el enigma.

La tortuga tampoco ha podido llegar allí ella sola. No es posible. Tampoco puede haber crecido dentro, que estuviera allí desde hace tiempo, y se ha hecho tan grande que ya no puede salir por la rendija de las cartas, y no puede ser porque está en tu buzón, lo abres a diario, y una tortuga no crece meses y meses dentro de tu buzón sin que te des cuenta. No eres tan ciego. No de esos, al menos.

La tortuga es un aviso, concluyes. Una advertencia. Un mensaje cifrado, tan grave que no puede ser dicho de golpe, así por las bravas. Si averiguas qué quiere decir, qué significa, habrás descubierto el acertijo.

Llegas tarde al trabajo, como sospechabas, y la jefa, Marta, te echa una bronca de cuidado. Ha dormido mal, y decides capear el temporal. Pasas el día atontado, pensando en la tortuga. Marta te persigue y te machaca con que cada día eres más torpe, que si tienes meningitis. Gruñe como un conejo, y muerde los lápices hasta dejarlos astillados. Al final te cabreas. Tiras una remesa de facturas al suelo, y te pones a recogerlas despacio, solo para mirar debajo de las mesas y comprobar si hoy también lleva el tanga rojo. Pero no, hoy lleva bragas blancas de algodón, con una mancha roja en el centro. Parece la bandera de Japón, pero no lo es: tiene la regla. Estás jodido. Hoy la bruja no te va a pasar ni una. Pero tú no puedes controlarte. La tortuga te tiene sorbido el seso.

¿Qué coño te quiere decir la puta tortuga? No lo sabes, y ahora eres tú el que se come todas las uñas antes de que llegue el mediodía. El día transcurre con lentitud agonizante, y el nudo del estómago cada vez te asfixia más. A última hora sales disparado, ya tenías todo recogido media hora antes de que terminara la jornada. Te vas sin despedirte, no vaya a ser que te entretengan.

Te subes al coche con taquicardia. Quieres regresar a casa cuanto antes. Quieres volver a ver a la tortuga encogida dentro del buzón, no vaya a ser que te la hayas imaginado. La revisarás a fondo, a ver si tiene algún mensaje escrito en el dorso de su caparazón y que no hubieras visto por la mañana. Te fijarás en los detalles, preguntarás a los vecinos, a Marcelo, a tus hermanas. Esa tortuga no va a poder contigo. Si es preciso le retorcerás el cuello y le taladrarás el caparazón con un berbiquí hasta que cante. ¿Qué tienes que decirme? ¡Habla ya, hija de puta! Sabrás cómo tratarla para que confiese.

El semáforo está en rojo, pero no lo ves. Te lo saltas a más de noventa kilómetros por hora. Te estrellas contra una furgoneta de reparto de Electrodomésticos Bezoya. Y es entonces, un segundo antes de morir, cuando se hace la luz y de pronto lo ves claro. Era un mensaje evidente, venido del más allá. Una advertencia, tal y como sospechabas, a la que no has hecho caso, y eso a pesar de que era más que evidente: Que vayas más despacio, o acabarás antes de tiempo. Con suerte, eso sí, te reencarnarás en tortuga, y te enviarán a cumplir una misión clandestina en el buzón de un amigo.

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