Me contaron que poco antes de hacer su primera comunión, a los siete años, mi hermano Alberto tomó la costumbre de esconderse en el balcón que daba a la calle Goya, tumbarse boca abajo contra el suelo de baldosines color naranja, y cada vez que pasaba alguien distraído por la acera, arrojarle pinzas, garbanzos, pilas, mocos, lo que fuera.
Nunca pasaba más de media hora antes de que el portero, don Ramón, subiera a meter en cintura al francotirador vocacional. Yo aún no había nacido, y aún pasarían siete años más antes de que me decidiera a ser otro habitante descontento con este mundo. Creo que Alberto siempre necesitó echar afuera algo que le quemaba dentro, desde muy pequeño, pero jamás encontró la manera.
Eso sucedió antes, muchos años antes de que también tirara su vida por la ventana, abandonara a Claudia, su mujer, y a sus tres hijos, mis sobrinos, y se quedara sordo una tarde de invierno de 1992, jugando a reventar televisores de blanco y negro abandonados por sus dueños en vertederos ilegales a las afueras de Gijón.
Nunca nos dijo de dónde había sacado ni dónde escondía los cartuchos de dinamita que utilizó entonces, ni si tenía más almacenados en algún lugar. Yo creo que se reventó los tímpanos a propósito, para dejar de escuchar nuestras monsergas. Dejamos de hablarnos, si es que antes lo habíamos hecho alguna vez.
Cinco años más tarde fue él mismo el que se lanzó al vacío desde el punto más alto de la noria gigante el día que nos reunimos toda la familia para celebrar las bodas de oro de mis padres. Su cuerpo se reventó contra el suelo con un sonido sordo, casi imperceptible, mientras la música de la noria continuaba sonando de modo absurdo.
A mí me dio pena, pero también rabia, que escogiera ese día. Está claro que fue su último mensaje de protesta, el grito del que no puede usar las palabras para contar lo que le pasa. Yo al menos lo entendí así, y esa misma noche empecé a escribir como estrategia para cerrarle el paso a la muerte. Así que le debo mi escritura, a su pesar, pero no pienso agradecérselo.
2 comentarios:
Un beso, Enrique
¿Se trata de ficción, verdad?
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