Eugenia me regaló una brújula el día que cumplí 29 años. Me la dio en casa de mis padres, durante la cena, justo después de cortar la tarta que mi madre había comprado para el postre.
--¡Oye, qué bonita! --dijo mi hermano Ricardo, siempre tan
envidioso--. Se nota que tiene buen gusto la chica. Casi siempre, vaya, porque seleccionarte a ti no dice demasiado a su favor.
--Ella no me eligió a mí --le dije--. ¿Qué sabrás tú? Fue un flechazo, payaso.
--¿Flechazo o bastonazo? A mí me dijeron que había perdido una apuesta, y que se tuvo que aguantar con el paquete.
Hablar con Ricardo y perder el tiempo era una misma cosa. No necesitaba seguirle el rollo, así que le di la espalda y me concentré en la brújula.
Era muy bonita, eso es verdad. Dorada, metálica, de diseño antiguo, y se cerraba sobre sí misma como los monederos de antes, haciendo un ruido diminuto y relajante.
El problema estaba en que era la segunda vez que me regalaban una brújula. Y por segunda vez llegaba en una época de tensión y tormenta. La primera fue a los nueve años, cuando mis padres me enviaron un mes de campamento a Santander el mismo verano en que estuvieron a punto de divorciarse.
Esta segunda vez tuve motivos para sospechar que la brújula no era en realidad un regalo, sino una amenaza, o quizá una acusación velada. Eugenia siempre supo cómo herir mi orgullo, y ya llevaba un tiempo, quizá semanas, mascullando que en cualquier momento se echaba la manta a la cabeza y se iba de casa, ahí te quedas, guapo, y quejándose de que yo era incapaz de localizar su clítoris ni aunque se afeitara el coño y le tatuaran señales de tráfico en la entrepierna.
Así que la brújula bien podía ser para que yo fuera a buscarla en caso de que desapareciera, tarea bien difícil, sobre todo porque en ese caso ella no iba a facilitar el ser localizada, por más que me regalara una brújula; o bien el regalo era para que le encontrara el clítoris, una ayuda para combatir la ineptitud sexual. En definitiva me estaba llamando inútil, torpe, y manazas, así sin más.
--Te has pasado, ¿no? --le dije un poco mosca--. ¿Qué quieres que te busque con esta brújula?
Me costaba creer que me lanzara esa indirecta tan directa precisamente el día de mi cumpleaños, y en casa de mis padres, delante de todos. Me pareció un insulto. Me había perdido el respeto sin ningún escrúpulo.
--No tienes que buscar nada, bobo --me dijo arrugando la nariz--. Esta brújula es para que no pierdas el Norte de tu vida, y para que nunca te desvíes de tu camino. Con ella siempre sabrás cuál es el Norte.
--¿ Y si prefiero el Sur? --le pregunté con ganas de abofetearla allí mismo.
--Pues te vas en dirección contraria al Norte, y ya está. No es tan difícil. Para eso han dibujado una rosa de los vientos bajo el puntero imantado. Vaya cosa. ¿Te pasa algo? Te veo un poco agresivo. Si no te gusta la brújula puedes cambiarla, creo que aún tengo el tique de compra --dijo con voz de pito, haciéndose la inocente.
Mis padres y mi hermano Ricardo nos miraban en silencio, un poco extrañados por la conversación de besugos que teníamos Eugenia y yo.
--Bueno, vamos a ver para quién es el trozo más grande de la tarta. Que escoja el cumpleañero --dijo mi madre acercándome la tarta ya cortada en grandes trozos.
--Pues para ir a la casa de putas no necesito brújula, que te enteres --dije levantándome con tanta fuerza que la silla cayó al suelo.
--¡Cojones! --dijo mi padre. Fue la primera vez que le oí decir un taco.
Eugenia y mi madre, como si ambas estuvieran de acuerdo o hubieran ensayado una coreografía con antelación, levantaron las cejas y se llevaron la mano a la boca al mismo tiempo.
--¿Qué coño ha pasado aquí? --dijo mi hermano Ricardo.
Han pasado quince años, y no he vuelto a ver a Eugenia desde entonces. Pero la brújula sigue encima de mi mesa, siempre dispuesta a amargarme la vida.
3 comentarios:
Un relato del que aprender. Muchas gracias.
Muy bueno. Me encantó.
Excelente.
Se masca la tensión.
Saludos
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