sábado, 18 de febrero de 2012

La cueva del escritor

El sueño de todo aquel que se plantea escribir es hacerlo en una casa grande con una hermosa vista sobre el mar batiendo sus olas a través de grandes ventanales, un perro muy peludo dormitando junto a una chimenea en el salón, una piscina en el jardín trasero y un par de caballos en la cuadra para dar paseos por el bosque circundante. Eso sería estupendo, qué duda cabe. Son las condiciones ideales para escribir, desde luego, pero también para pintar, o componer música. O para vivir, simplemente. Yo también lo quiero.

Pero hablamos de escribir, no de soñar despiertos. En una casa así imagino que se debe vivir muy bien pero, puedes creerme, no se escribe mejor. Y hasta es muy probable que, llegados a ese punto, nos digamos: "Ya está. Tengo la casa. Ya no quiero escribir. Ahora, a vivir". Y es más que comprensible. Quien espere tener esas condiciones mínimas antes de sentarse a escribir, en realidad no quiere escribir en absoluto. En la historia de la literatura, en las biografías de los escritores, encontraremos muy pocos autores que hayan trabajado o trabajen en esas condiciones.

Ahora bien, como dice el dicho: "Una cosa es una cosa, y otra es otra". Lo cual es aplicable a casi todo en esta vida. Y si hablamos de condiciones previas a la escritura, del lugar desde donde se escribe, hay que reconocer que hay lugares adecuados y los hay inadecuados. Muy bien. ¿Y cuál es el lugar adecuado, si puede saberse? Pues la verdad es que hay miles, casi infinitos, y cada cual tiene que buscar el suyo propio. Básicamente podría decir que el espacio físico adecuado para la escritura es el mismo que el espacio adecuado para estudiar. Tal vez de entre los mejores está el de una mesa ordenada, con algunos libros de consulta a mano (diccionario, libros de estilo, nuestro autor preferido...), un cuaderno agradable, una pluma o bolígrafo que escriba bien, a veces un ordenador, temperatura agradable (ni frío, ni calor), un foco de luz a la izquierda (o a la derecha para los zurdos), sin gente alrededor que nos distraiga y, por supuesto, sin un televisor encendido tratando de atrapar nuestra atención. Son los consejos que le daríamos a cualquier estudiante que quisiera mejorar sus hábitos de estudio. Y son lo que yo doy para mejorar las condiciones previas para la escritura. Siendo razonables, habrá que reconocer que este lugar es bastante más fácil de conseguir el primero, el de la casa junto al mar. Y no es peor en ningún aspecto relacionado con la creatividad o la posible calidad de lo que vayamos a escribir. Al contrario: es más real, más nuestro, más de verdad.

Hay ocasiones en las que ni tan siquiera podemos encontrar un lugar tranquilo en nuestra propia casa. Para esos casos hay que ser tan cabezotas como imaginativos. Existen bibliotecas, bancos en los parques, salas de espera en estaciones de trenes, autobuses y aeropuertos... Hasta los hospitales, iglesias y tanatorios, si llega el caso, pueden llegar a ser en algún instante lugares apropiados. Tendremos que buscar nuestro propio rincón.

Uno de mis alumnos vivía con sus padres en una casa muy pequeña. La madre y la abuela tenían encendida la televisión todo el día, y no tenía una habitación propia (dormía en el salón, en una cama sale del interior del sofá familiar). No había lugar en donde concentrarse. Finalmente se encerró en el cuarto de baño, puso unos cojines sobre la bañera, y se sentó en su interior, a salvo de todos, para poder escribir. Tal vez no sea el lugar ideal, pero si a él le servía para escribir, puede empezar a serlo. Me contaron también el caso de una mujer a la que su marido y sus hijos tomaban el pelo cada vez que se ponía a escribir: "¿Qué haces? ¿Por qué no dejas de escribir bobadas y perder el tiempo? ¿Qué vamos a cenar hoy? ¿Qué crees, que te van a dar el Premio Nobel?" Ella sabía que nunca iba a conseguir que respetaran su necesidad de escribir, así que buscó un lugar a salvo de las agresiones, fuera de la casa: se sentaba en una cafetería, y a veces en el interior de su propio coche, y escribía... Luego compraba rápidamente algo para cenar y al regresar a su casa decía que había tardado mucho porque las colas en el mercado ese día eran horrorosas. También vale.

En realidad, el lugar desde donde se escribe, una vez que estamos en el proceso, sólo está presente en las primeras líneas. Una vez que entramos en el mundo de la escritura, dejamos de estar ante esa mesa, o bajo ese árbol, o en el interior de la cafetería que nos acoge, y nos trasladamos al mundo en el que sucede la historia que estamos contando. Hay un momento, que muchos autores definen como "mágico", en el que las paredes que nos rodean desaparecen y nos vemos embarcados en un galeón pirata, en un bosque impenetrable, o suspendidos en el aire por un paracaídas.

Hay un espacio real, lógico, en el que vivimos. Es un mundo visible y objetivo, palpable, común, en el que nos movemos con cierta soltura. Pero también existe otro espacio, el de los sueños, que parece igualmente verdadero, al menos cuando estamos inmersos en él, pero que no podemos controlar. Ese espacio de los sueños, al que nos vemos arrastrados cada noche, funciona con la lógica que se nos escapa, es irreal, y habitualmente nos parece absurdo. Está ahí, sin duda, y aunque lo fabriquemos nosotros mismos, desde el inconsciente, apenas podemos entenderlo. Es otro mundo. Pero hay un tercer espacio que no es ni uno ni otro. O, mejor dicho, que es un poco uno y un poco otro. Es un lugar fronterizo entre la realidad y el sueño, un lugar intermedio, que el psiquiatra D. W. Winnicott llama "espacio transicional".

¿Y a qué viene esto? Pues a mucho, porque es justamente en ese lugar intermedio, transitorio entre la realidad tangible y el sueño impalpable en donde se sitúa la creación literaria. Ángel Zapata diría que es como el cuarto de juegos del escritor. El escritor, en el momento de la escritura, debe comportarse como un niño cuando juega: un zapato alzado sobre la mano y planeando es una nave espacial que viaja rumbo a Urano, la cama es un barco velero que va a la deriva tras un accidente... Si el niño no cree que las cosas sean así, se acabó el juego, dejará de ser divertido remar con la escoba al borde de la cama. Si el escritor no se sumerge, no se cree, no vive la historia que está escribiendo, deja de ser divertido, deja de ser creativo, deja de ser escritor. Puede fingir, muchos lo hacen, pero va a tener que hacerlo muy muy bien para engañar al lector. En todo caso a él mismo no se podrá engañar, así que dejará de jugar, dejará de escribir, muy pronto.

Escribir en ese "espacio transicional" no es sinónimo de estar loco (o todos los niños lo están). El niño, navegando en el barco-cama, sabe descender de él cuando su madre le llama para que se tome la merienda. Es un barco o es una cama, depende de si está jugando o está merendando. Ahí no hay esquizofrenia, sino desarrollo de la imaginación. Es el mismo mecanismo que usa el escritor cuando nos describe una trinchera asediada como si estuviera allí. Y es que está allí.
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Enrique Páez. Escribir. Manual de técnicas narrativas. Ed. SM, Madrid, 2001-2012 (5ª edición)

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