Las historias
que se pueden contar, que se pueden escribir, son infinitas. Hay más que granos
de arena en el desierto, o gotas de agua en un océano. Pero aunque sean
infinitas, cuando un escritor se sienta a escribir, se centra en una sola, en
una única historia que, tal vez, represente a muchas otras, y al escritor
mismo, y a muchos de sus lectores. Pero la pregunta que se le hace una y otra
vez a distintos autores es: ¿Cómo hace para, de ese posible infinito de
historias, escoger una sola? ¿Y por qué ésa precisamente, y no otra? ¿Qué sistema
utiliza para saber que la historia concreta que se dispone a escribir es la más
adecuada?
Son muchos los
escritores que ante estas preguntas contestan de una forma que parece un poco
misteriosa, y que a algunos les parece que en realidad encierra una clave que
no quieren desvelar. Algo así como un truco del oficio que no quieren compartir
con los demás. García Márquez, Cortázar, Sampedro y un largo etcétera terminan
diciendo que ellos no escogen las historias que se disponen a escribir, sino
que son las propias historias las que los escogen a ellos. Y esto, dicho así,
parece casi como de magia. ¿Tienen acaso esos escritores una facultad
extrasensorial para descubrir la bondad de un argumento de la que carecen el
resto de los mortales? Yo creo que no. Sí creo que tienen esa facultad, un poco
intuitiva, para detectar qué historia es la buena (o, al menos, suficientemente
buena), pero también creo que esa habilidad la tienen todos, o casi todos los
humanos. Otra cosa distinta es que esté más o menos desarrollada. Y los buenos
escritores la tienen muy desarrollada. Es una de sus características.
Las historias
que merecen ser escritas no son las mismas para todos, y ahí radica una de las
claves de todo ello. Una buena historia para un escritor no necesariamente es
buena para otro. Cada uno debe encontrar las que mejor le vengan, que más se
acerquen a su modo de interpretar el mundo, y que resuenen en su interior con
una fuerza desconocida. A eso se refieren con que "son escogidos por la historia".
De algún modo que ni ellos mismos saben expresar, la historia aparece ante el
escritor como un moscardón que no desaparece, que insiste en estar ahí, dando
vueltas dentro de su cabeza, hasta que el escritor se decide a darle forma a
través de las palabras. Neruda decía: "Mis criaturas nacen de un largo
rechazo", porque finalmente hay que sacárselas de encima a través de un
minucioso conjuro que tiene forma de escritura. Los personajes llaman a la
puerta, marean, van tomando forma y terminan exigiendo del autor que se les dé
vida. Piden nacer, y el escritor no tiene más remedio que ceder a sus demandas.
Visto así, el escritor es en realidad una especie de intermediario, de
catalizador, para unos seres fantasmales que habitan en su cerebro y exigen su
carta de ciudadanía. "Escribo porque no me queda más remedio", vienen
a decir algunos, y son los que reconocen que, de algún modo, la historia se
cuenta desde dentro, se la cuentan los propios personajes, se escribe sola.
¿Qué mérito tiene entonces el escritor? ¿En qué consiste su
trabajo? ¿Cómo decir que es en realidad un artista, cuando las historias le
buscan a él y luego se cuentan solas? Ése es el último peldaño. Miguel Ángel no
bromeaba cuando decía que en sus esculturas él sólo tenía que quitar lo que le
sobraba al bloque de mármol. La escultura estaba ya dentro, y su trabajo
consistía en ponerla al descubierto para que todos vieran lo que él ya había
visto de antemano. El mérito consiste en saber qué es lo que sobra de una pieza
de mármol para convertirla en Moisés o en David. Se precisa una sensibilidad
especial, que se va creando con el tiempo, y una técnica muy depurada para
quitar todo lo que sobra, pero sólo lo que sobra. Con la escritura para lo
mismo: es preciso tener un oído muy fino para escuchar lo que el personaje
quiere decir, qué historia quiere contar, y cómo la quiere contar. Lo dice no
con palabras, sino con imágenes, estados de ánimo, intuiciones y sensaciones. Y
es preciso tener una gran sensibilidad y pericia técnica para traducir ese mundo
inmaterial a la sucesión de palabras que constituyen una historia.
“¿Cabría
imaginar un videocasete miniaturizado, sin botones de mando ni consumo de
energía; que comenzara a funcionar automáticamente en cuanto se le mirara, que
parara de funcionar en cuanto se le dejara de mirar, que pudiera avanzar o
retroceder deprisa o despacio con nuestra sola voluntad, a saltos o con
repeticiones, a placer del usuario?”. Esa es la definición que Isaac Asimov da
del libro. Un aparato, todavía, altamente sofisticado y con mayores
prestaciones y facilidades de uso que cualquier ordenador. Y algo parecido
podemos decir del bloc de notas.
Son muchos
—incontables, tal vez la mayoría— los autores y autoras que llevan en algún
bolsillo del pantalón un diminuto cuaderno: un bloc de notas. Es el pequeño ordenador personal del que
siempre habla y siempre muestra José Luis Sampedro. En él se escriben pequeños
relámpagos, ideas repentinas que, tal como vienen, se suelen ir. Una buena idea
es demasiado valiosa para permitirnos olvidarla. Hay que retratarla, sujetarla
con los hilos de las palabras para que pueda ser después recuperada. Una veces
es un gesto, una forma de vestir, una voz de timbre inconfundible, el perfil de
una nariz, un olor. En el bolsillo de Antonio Machado, al momento de morir en
Colliure, encontraron un pequeño papel: el inicio —o el esqueleto— de un poema
que hablaba de las tardes azules y del sol de la infancia.
Poco después de recibir el Premio Nobel de
literatura, Kenzaburo Oé sorprendía a todos con unas declaraciones públicas en
las que reconocía que desde hacía muchos años que no tenía nuevas ideas, que
desde hacía ya bastantes años que la inspiración se le había terminado, pero
que afortunadamente había atesorado una buena cantidad de ideas en un cuaderno
—una especie de almacén de personajes y argumentos, acumulados de otros
tiempos—, escrito en los momentos en que su imaginación era más fértil.
Paul Auster cuenta una y otra vez, siempre que le
dan la oportunidad, cómo se hizo escritor el día que, ante el héroe del béisbol
de su infancia que no pudo firmarle un autógrafo por no tener bolígrafo,
decidió llevar siempre encima un lápiz, estuviera donde estuviera. Puede que al
final se convierta en una comprobación rutinaria de lo esencial; antes de salir
de casa: llaves, cartera, lápiz y cuaderno.
Los versos
del capitán, uno de los mejores
poemarios de Neruda, fue escrito en servilletas de bares, en momentos y papeles
sueltos durante uno de sus viajes. Cualquier lugar, cualquier momento,
cualquier papel nos sirve para fijar una idea. El escritor es escritor las
veinticuatro horas del día, aunque tenga que vender su fuerza de trabajo a
otros y se disfrace de contable, taxista o farmacéutico unas cuantas horas al
día. El escritor lo es a tiempo completo, haga lo que haga; igual que el
enamorado está enamorado todo el día, incluso cuando no está junto a su amada;
aun cuando esté picando carbón en el fondo de una mina.
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Más en "Escribir. Manual de técnicas narrativas", de Enrique Páez. Ed. SM, Madrid, 5º edición.
3 comentarios:
Afortunadamente también existen blogs como el tuyo...
Gracias
Un abrazo
Isa
Muchas gracias, Isa :-)
Tu blog también es un resplandor...
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