Lo siento por tantos amigos que viven esta crisis con desesperanza, con angustia. No es para menos. El cinturón ya no tiene más agujeros, y los que han provocado la crisis siguen estando en el poder, siguen tomando decisiones, siguen dirigiendo la economía. ¿Quién puede fiarse de ellos? Yo no. Están desnudos, pero pretenden echarnos la culpa, y quieren que paguemos la cuenta de sus despilfarros. A mí no me cuadran las cuentas.
Desde aquí, desde Brasil, las cosas se ven de otra manera. Resulta que a los brasileños, como a los indios, lo de la crisis de Europa y EE.UU. les suena a broma divertida. Ellos nacen y viven en una crisis mucho mayor que la que vivimos nosotros, nuestros padres y nuestros abuelos. No se ríen porque tienen más decencia que la que nunca tuvieron los banqueros europeos, pero creo que les importa muy poco. Que nos miran como se mira a un niño consentido que de golpe tiene un ataque de llanto porque las cosas no le salen como quería, como había soñado. La capacidad de aguante ante la frustración en España y Europa es tan pequeña (mirada con ojos de indios, chinos o brasileños), que están a punto de sacarnos la lengua y darnos una azotaina educativa que dure cien o doscientos años, para ver si reaccionamos.
Yo no estoy contento de ser europeo. Nunca me he reído con los chistes racistas, ni me he sentido orgulloso de los imperialismos, las cruzadas, las inquisiciones, el ninguneo y la soberbia. El orgullo de la raza y de la patria no me hincha el pecho. Nunca he tenido vocación de matón, ni he admirado a los capacobardes de patio de colegio. Que no cuenten conmigo los fascistas que se disfrazan de empresarios y pretendidamente poseedores de una cultura superior. Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales, maldigo la poesía del que no toma partido, partido hasta mancharse.
Hoy estoy en Brasil, y Rajoy me da risa, Esperanza Aguirre me parece un esperpento, y que Ana Botella sea la futura alcaldesa de Madrid me parece tan triste, tan patético, que no sé si romper el pasaporte y pedir asilo aquí, en Brasil, o en la India, o en Australia. Tal vez tengo vocación de extranjero, de vendepatrias, de paria, de tercermundista, porque veo a los niños de aquí (hay muchos, pero muchos, muchos), y a los niños de la India (más aún, son incontables), que no solo no están preocupados con su futuro, mucho más incierto que el de cualquier europeo de a pie, sino que están felices mirando al sol, volando cometas en la playa, y jugando con las chapas de cocacola sobre la arena. ¿De verdad crees que están todos desorientados?