lunes, 20 de septiembre de 2010

He tenido un sueño

Anoche tuve un sueño. No voy a decir que era un sueño raro, porque lo raro es que un sueño sea normal, y en este al menos todos los personajes, probables trasuntos de mí mismo, eran normales, es decir, que no tenían dos cabezas, ni levitaban, ni eran el capitán Trueno. Era un sueño hipoglucémico, de esos que a mí me gustan, porque son como una adivinanza estructural, un acertijo, y al mismo tiempo un aviso de muerte, una espada de Damocles escondida en el subconsciente. En este caso la repetición, que siempre cambia a condición de ser siempre la misma señal de alerta subrepticia, consistía en que todos los comensales de una mesa hablaban por turnos del mismo amigo muerto hacía pocas semanas: Toledo, también llamado Tacoronte. O sea, yo mismo, en un coma diabético irreversible como no me despertara y me levantara de la cama. Pero me estoy adelantando, porque eso sucedió a mitad del sueño.

Estábamos caminando por el monte, tal vez haciendo el camino de Santiago asilvestrado, y éramos creo que tres, aunque tal vez fuéramos cinco. Yo no notaba el cansancio, cosa imposible si eso sucediera en la realidad. Llegamos hasta un barranco monumental que dejaba brotar agua y barro entre las fallas y fisuras de su orografía. Un especie de Niágara de aguas freáticas, subterráneas. Vale la pena ir a verlo, es un espectáculo de una belleza desmedida, pero como solo existe en el sueño que tuve anoche, no sé cómo indicar el camino. Ni yo mismo sabría regresar allí.

Luego cruzamos las vías de un tren. Miramos con prudencia de un lado al otro, para comprobar si venía o no venía. Al final de las vías había que detenerse unos instantes para subir un repecho de metro y medio de altura. La altura del andén del metro, visto desde las traviesas. Yo fui el primero en alcanzar esa meta volante, y cuando miré a un lado, vi que el tren se acercaba a toda velocidad, y que a los demás no les iba a dar tiempo a pasar, a no ser que se dieran prisa.

--Rápido, que llega el tren --grité al ver que mis amigos caminaban demasiado despacio.

Supe que ellos no lo habían visto, porque era difícil de distinguir. El tren era de piedra, o estaba forrado todo de piedra, la misma piedra de los alrededores, mimetizado con el paisaje. Una bala de piedra deslizándose rápida y silenciosa sobre los raíles. Un tren ecológico, camuflado, una pedrada mortal en busca de una víctima. Mis amigos lograron, por los pelos, evitar la acometida del tren.

Recorrimos el último kilómetro caminando por un túnel lleno de vías de tren, hasta llegar al pueblo de destino, tal vez Hervás, pero también Madrid, Nerja y Nueva York. A veces los trenes pasaban veloces a pocos centímetros de nuestros cuerpos, pero sin llegar a tocarnos. Ya no éramos tres, ni cinco peregrinos, sino más de un centenar de desconocidos que llegaban a las fiestas patronales en busca de un poco de diversión. La entrada a la estación, que ni de lejos era una estación, fue impresionante: una gigantesca bóveda llena de estalactitas y estalagmitas, que podía albergar a más de 500 personas, se iluminaba con una luz dorada y pequeñas cascadas de agua por todas partes. Tal vez fueran las cuevas del Drac, o las de Nerja, o los jameos del agua de Lanzarote. Una catedral atea descomunal. En algún momento me pregunté por qué razón no había ido más veces allí durante los casi tres años que viví cerca de Hervás. Quizá porque aunque fuera Hervás, no era Hervás, claro, pero no había nadie que interrumpiera mi monólogo interior.

El pueblo estaba en fiestas. Los habitantes del pueblo, previsores, llevaban zurrones con pan, queso, fuet y bebidas. Nosotros no. Yo estaba muerto de hambre, así que arrastré a mis amigos, que ya éramos siete u ocho, hasta un pequeño restaurante al aire libre, a la sombra de unas acacias. Era parecido a la avenida de la Sagrada Familia, de Barcelona, y a algunos rincones del Albaycín en Granada. Entre los que se sentaron a la mesa estaba Bea, y también Pelayo, pero Pelayo era mucho más joven, no más de 25 años, y también más delgado. Llevaba una camiseta con el logo de las fiestas, y cuatro o cinco tiritas de tela prendidas con un alfiler a la camiseta, cerca del corazón, con los nombres de sus amigos muertos bordados en cada una de ellas. Me pareció un detalle hermoso, la memoria constante de un amigo fiel, más allá de la muerte.

Junto a nosotros, en la mesa contigua, había otras personas, cinco o seis, que muy pronto, por las conversaciones supe que eran cuentacuentos, como la mayoría de los que estaban sentados conmigo. Les invité a unirse a nosotros, a entremezclarse, y traté de presentarles unos a otros, pero para cuando quise hacerlo ellos ya estaban hablando entre sí, sin mayores ceremonias. Uno de ellos, un catalán apellidado Vilardebó, me dijo que unos momentos antes había estaba a punto de protestar por no habernos juntado todos en una misma mesa, y que lo que más echaba en falta en la Red Internacional de Cuentacuentos era el contacto personal, oral, directo, entre los miembros de la RIC.

--En eso estamos ahora --le contesté. Pero es verdad --continué-- que nos hemos puesto todos en contacto a través de Internet, cuando el oficio que nos une es el de contar cuentos de viva voz y comunicarnos cara a cara.

De pronto me acordé de Juan Gamba, que estaba también sentado en la misma mesa, y de aquella vez en que coincididos sin llegar a cruzar palabra, en La Rochela, en Madrid, con Nelson Calderón y Lili Cinetto. En aquel entonces estábamos en dos mesas distintas, pero esta vez había logrado que nos sentáramos todos juntos. A veces se desaprovechan coincidencias en el tiempo y el espacio, aunque también es verdad que no siempre hay necesidad de forzar el encuentro.

Antes de pedir la comida, que ya sabía yo de antemano que iba a ser mala, cuartelera, hinchatripas, de aluvión, le hicimos hueco en la mesa a dos chicas muy jóvenes, rondando los veinte, las dos novias de los muertos que de algún modo estábamos despidiendo. Tenían una belleza trastornada, casi trágica, y apenas podían pronunciar palabra. Uno a uno, quitándose la palabra los unos a los otros, hablaban de su amistad con Toledo, al que algunos conocían como Tacoronte. Yo les dije que tenía unas fotos que nos habíamos hecho con él tres meses antes, en un mirador, creo que de La Valetta, pero que volvía a ser Hervás en lugar de Malta. No podía decir que lo conociera mucho, pero sí que le tenía un aprecio especial, no sé bien por qué. Como a Pelayo, como a casi todos los que estaban allí sentados.

--Tendríamos que estrechar lazos. Tenemos que ponernos más en contacto directo, además del virtual. Deberíamos buscar el modo de multiplicar los encuentros con cualquier excusa. La vida es demasiado corta --dije.

Me acordé también de Pep Durán, y de cuando nos contaba en Santiago cómo una enfermedad terrible puede hacernos madurar a toda prisa, poner las cosas en su sitio, y encontrar el centro de gravedad auténtico de nuestras vidas. Aquella mesa al aire libre, con catorce personas sensibles sentadas alrededor, celebrando un banquete precario donde lo importante eran los abrazos y no las croquetas, me pareció que era como la reunión en Ouro Preto, en Brasil, donde los coordinadores de la Red Internacional de Cuentacuentos nos juntamos una larga mañana a discutir el futuro y las propuestas de la RIC a cinco años vista. Nos dieron las tres, y no llegamos a comer, en parte también porque los de televisión de Minas Gerais se empeñaron a hacernos cuatro entrevistas para sus telediarios.

Lo de anoche fue un sueño, ya lo he dicho, pero ocho años de psicoanálisis intensivo, entre dos y tres sesiones semanales, me han enseñado a leer los sueños hasta convertirlos en un aliado poderoso de la creación, de la interpretación, y de la salvaguarda de la vida misma. Ahora sé que los objetivos para la RIC que decidimos en Ouro Preto deben tener la máxima prioridad: fortalecer los lazos entre los cuentacuentos, crear, investigar, y generar nuevos proyectos solidarios, más que seguir alimentando el crecimiento exponencial que ha tenido la RIC en sus primeros doce meses de vida.

Me medí el azúcar en la sangre: 47. Hipoglucemia. Me arrastré hasta la cocina, mojé dos galletas María en un vaso de leche, y regresé a la cama.

--He tenido un sueño --le dije a Bea.

1 comentario:

Beatriz Montero dijo...

Eran las 6: 03 de la mañana.