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Pero el paraíso de la infancia nunca es eterno, y la tensión sexual que sobrevino en la adolescencia fue excesiva. El olor del sexo femenino empezó a embriagarle, y César solo pudo calmarse tras ingresar como novicio en el seminario de los salesianos de Atocha. En su casa había demasiado gineceo para ese detector de perfumes corporales en que se había convertido. Al menos en el seminario estaría lejos de las fragancias afrodisíacas.
Enterró sus narices en los diccionarios de latín y en las epístolas a los cretenses durante nueve años, y salió ordenado sacerdote con 22 años perplejos. El superior de la orden le asignó un trabajo sencillo, para que se fuera abriendo al mundo: dar clases en uno de los colegios de La Salle a los alumnos y alumnas de segundo de primaria. Un ramillete de niños de 7 años de inocencia ilimitada, justo antes de su primera comunión.
Aletargado por nueve años de incienso y testosterona del seminario, el regreso a los olores mixtos del mundo y la carne fue un auténtico festival de emociones para César. Los primeros días se mareaba, y necesitaba calmarse hundiendo la cabeza y la nariz en la caja de plastilina, aspirando el polvo de tiza del borrador, o requisando chicles y gominolas a sus alumnos. Con disciplina fue superando el caos de olores de intensidad casi dolorosa. El arcoíris de olores dentro del aula era agotador. Las peores, claro, eran las niñas. Algunas olían como sus hermanas, y sabía de qué humor estaba cada una de ellas con solo dar un paseo por el pasillo que formaban los pupitres alineados.
Antes de llegar las navidades, un olor que flotaba en el aula empezó a perturbarle con insistencia. César no supo reconocerlo con claridad, pero estaba allí, removiendo sensaciones oscuras en alguna zona olvidada de su memoria. Un viernes, al terminar las clases, después de despedirse de sus alum
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Como un sabueso, la mitad de las veces a cuatro patas, fue recorriendo uno a uno los pupitres y las sillas de sus colegiales. Sabía que el aroma estaba allí.
Y al fin lo encontró. Era el pupitre de Lorena. No todo el pupitre, sino apenas una esquina redondeada. Era un perfume de una rara intensidad sexual. De hecho, sin quererlo, César sintió una erección que no se correspondía ni con la situación ni con el objeto. Supo que tenía que ver con la memoria de algún olor enterrado en la niñez. Volvió a inhalar, esponjando la nariz, para capturar el perfume recuperado después de tantos años. Podía ser su hermana Sandra, o Maribel, o Carmiña. Tal vez su tía Beatriz. Quizá su madre… O más bien la suma de todas ellas, pero en diferentes momentos de la vida. O de la noche. Sí, era un olor nocturno, de eso estuvo seguro al intentar clasificarlo. No pudo averiguar más. La censura y el miedo a ser un pederasta en potencia le descargó una bofetada de espanto en su rostro atormentado.
No pudo cenar. Pasó la noche entre pesadillas y oraciones. ¿Qué le estaba pasando? ¿De dónde procedía aquel olor depravado? ¿Por qué Dios le ponía esa prueba inconcebible?
Tras un fin de semana de aflicción, llegó el lunes, y con el lunes llegaron los alumnos y alumnas. Y llegó Lorena, con sus trenzas rubias y su faldita plisada. César no se atrevió ni a mirarla más que de soslayo.
Pero fue Lorena la que insistió en llamarle la atención.
--César, ya me sé la tabla del siete --dijo balanceándose con las manos en la espalda.
--¿Cómo dices, Lorena?
--Que ya me sé la tabla del siete.
A César le costó unos interminables segundos entender de qué le estaba hablando la niña.
--Eso no toca hasta la semana que viene, Lorena. No te adelantes --dijo con sequedad.
--Pero es que ya me la sé. ¿Puedo decirla? --insistió Lorena.
--¡Sí, sí, que la diga! --gritó Miriam desde atrás.
César seguía enmudecido, sin saber cómo reaccionar. Se sentó en su silla, buscando la protección de la mesa de profesor.
--Es imposible que se sepa la del siete, porque aún no se sabe la del tres --intervino Raúl.
--Pues me la sé, listo. Y tú no. ¿Puedo decirla, César, porfa, porfa, porfa? --volvió a pedir Lorena con voz melosa.
César continuó amilanado, sin saber qué decir, y con el silencio Lorena empezó a recitar:
--Siete por uno, siete. Siete por dos, catorce. Siete por tres, veintiuno.
En ese preciso instante César se dio cuenta que Lorena se balanceaba de atrás adelante, y que apretaba su cuerpo inclinado contra el pico redondeado del pupitre. Un movimiento rítmico que restregaba la vulva de la niña contra el pupitre. La esquina perfumada.
--Siete por cuatro, veintiocho. Siete por cinco, treinta y cinco. Siete por seis, cuarenta y dos.
--Basta. Ya es suficiente --dijo César.
--Aún no he terminado --dijo Lorena con un puchero--. Siete por siete, cuarenta y nueve.
--¡Que te sientes! --gritó César volviendo a sentir una erección semejante a la del viernes anterior.
--Siete por ocho, cincuenta y seis --dijo Lorena entre hipos, apretándose contra la esquina del pupitre.
César no pudo soportar la espada de luz que de pronto se hizo en su memoria. Tantas noches en las que sus hermanas, su tía, su madre, y hasta su abuela, presionaban sus piernas contra el cuerpo de César, el mismo movimiento de Lorena, hasta que recibían una descarga con un gemido contenido.
--¡Siete por nueve, sesenta y tres! --gritó Lorena desde su pupitre.
César, semioculto por la mesa de profesor, hundió la cara entre las manos, incapaz ya de controlarse. El orgasmo llegó en el preciso instante en el que Lorena, incontestable, gritó a pleno pulmón:
--¡Y siete por diez, setenta!