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lunes, 19 de enero de 2009

La cosa viene de lejos

El pasado viernes por la noche Carlos Vílchez nos invitó (gracias, Carlos, muchas gracias) a escuchar la Séptima Sinfonía de Mahler interpretada por la Orquesta Filarmónica de Viena en el Auditorio de Tenerife. Cien músicos sobre el escenario, y solo uno era calvo: el de los tambores. O calvo o con la cabeza afeitada. Me di cuenta porque frenaba la vibración del bombo no solo con las manos, sino también con la frente, en una rara ceremonia de adoración acústica. Mientras tanto el friqui de los platillos sacaba un catálogo de campanitas, carracas, cencerros, y gongs, como el deshollinador de Mary Poppins, pero vestido de pingüino. En la esquina izquierda había un guitarrista huérfano al que solo dejaron tocar dos minutos, casi al final, sepultado por las violas, violines, contrabajos y cellos. Me pareció que lloraba en silencio por su insularidad, aunque tal vez no fuera más que un problema de almorranas con guindilla.
El director, Lorin Maazel, perezoso. Eso dijo una pianista indignada que estaba sentada a mi espalda.
Santiago Calatrava estuvo magnífico, aunque no lo sabe, porque terminó el auditorio en 2003, cobró y se largó. Luego se dedicó a diseñar puentes resbaladizos en Bilbao y Venecia, cabreando a todos sus habitantes. El auditorio es una pasada, de bonito y de caro (72 millones de euros). Se construyó en la época del despilfarro. Desde el interior, sus moles de hormigón pretensado ascienden hacia el lucernario que ilumina la sala con acordes armónicos, incluso cuando es Mahler el que interpreta la orquesta, el jodido Mahler, que debió de tener un mal verano en 1905 cuando compuso la séptima.
Me dormí en el segundo movimiento. Que Carlos y el calvo del bombo me perdonen, pero me cuesta mucho seguir una sinfonía que no tiene melodía, ni coros, ni bailarinas, ni piano, ni dibujos animados, ni chistes sonoros, ni instrumentos exóticos, ni ganas de hacerse amigo de los oyentes. Mahler andaba, según dicen, un poco mareado con las teorías de su paisano Freud, mientras el Romanticismo agonizaba. Ni siquiera supo que casi setenta años después Dirk Bogarde enloquecería de amor con su música en la playa del Lido (véase Muerte en Venecia), ni que yo me quedaría sopa ciento tres años después en el segundo movimiento, mecido por toda la Orquesta Filarmónica de Viena al completo. Una siesta cara de cojones, aunque no tanto como el auditorio de Calatrava. Pero debo decir que luego me espabilé, y logré seguir el desconcierto de fagots y oboes tocando a contrapelo de las violas, profundizando en la disonancia. Era como un poema surrealista de Aleixandre, o un cuadro de Magritte, aunque a veces se parecía a Julián Ríos (Larva, Poundemonium, La vida sexual de las palabras), y me entraban ardores en el estómago. Yo no soy el único al que se le va la olla, la cosa viene de lejos, también a nuestros abuelos se les iba la pinza.