
El director, Lorin Maazel, perezoso. Eso dijo una pianista indignada que estaba sentada a mi espalda.
Santiago Calatrava estuvo magnífico, aunque no lo sabe, porque terminó el auditorio en 2003, cobró y se largó. Luego se dedicó a diseñar puentes resbaladizos en Bilbao y Venecia, cabreando a todos sus habitantes. El auditorio es una pasada, de bonito y de

Me dormí en el segundo movimiento. Que Carlos y el calvo del bombo me perdonen, pero me cuesta mucho seguir una sinfonía que no tiene melodía, ni coros, ni bailarinas, ni piano, ni dibujos animados, ni chistes sonoros, ni instrumentos exóticos, ni ganas de hacerse amigo de los oyentes. Mahler andaba, según dicen, un poco mareado con las teorías de su paisano Freud, mientras el Romanticismo agonizaba. Ni siquiera supo que casi setenta años después Dirk Bogarde enloquecería de amor con su música en la playa del Lido (véase Muerte en Venecia), ni que yo me quedaría sopa ciento tres años después en el segundo movimiento, mecido por toda la Orquesta Filarmónica de Viena al completo. Una siesta cara de cojones, aunque no tanto como el auditorio de Calatrava. Pero debo decir que luego me espabilé, y logré seguir el desconcierto de fagots y oboes tocando a contrapelo de las violas, profundizando en la disonancia. Era como un poema surrealista de Aleixandre, o un cuadro de Magritte, aunque a veces se parecía a Julián Ríos (Larva, Poundemonium, La vida sexual de las palabras), y me entraban ardores en el estómago. Yo no soy el único al que se le va la olla, la cosa viene de lejos, también a nuestros abuelos se les iba la pinza.