Me acuerdo de los raspados de hielo de Caracas, sirope de fresa y leche condensada, con la música de carrusel filtrándose a través de las persianas venecianas. Sirio ladraba en el jardín de Quinta Loló, y Paulov se reía a carcajadas. Desde el salón de tres paredes de la casa se veía el hotel Humboldt, arriba del Ávila, el teleférico, la cota mil y un anuncio que parpadeaba: "Fiesta empieza con EFE". La vecina italiana, al fondo de la calle ciega, en la avenida Casiquiare, llamaba a sus hijos: "¡Mario, Paolo, a manjare!", mientras yo le tiraba piedras al Catire y a Milena.
Me acuerdo de Mayte, mi primera novia. Tenía las tetas grandes, el pelo largo y rizado, de color castaño claro, y olía a Nenuco, una colonia de bebés. Cada vez que hundía mi nariz en su cuello y cerraba los ojos me quedaba desconcertado. Nunca supe si usaba ese perfume para seducirme o para frenar mis deseos de desnudarla.
Recuerdo que mi amigo Carlos me tiró una piedra en el patio del colegio. Yo no la vi venir, pero acertó en el medio de la frente, y empecé a sangrar como si tuviera un grifo abierto. No me dolía, no sabía qué hacer, después de explorar la herida con los dedos, empecé a chuparme las manos ensangrentadas para recuperar la sangre que perdía. Estaba salada.
Me acuerdo de Ringo y Pepa, mis dos perros mastines, que solo se escaparon una vez, porque me dejé la puerta abierta, y regresaron dos horas más tarde, contentos de haber vivido una gran aventura nocturna bajo la luz de la luna.
Me acuerdo de cuando me enamoré de mi prima Esther, que ya no existe, porque entonces ella tenía 13 años, y ahora tiene 54. Ella recibía clases de esgrima, y yo tocaba la guitarra. Ningún futuro. A decir verdad el Enrique que se enamoró de Esther tampoco existe, porque él tiene ahora 55, y no 14. Pero entonces, ¿cómo es posible que el hombre que le suplanta le haya robado también los recuerdos?
Me acuerdo de cuando Tito me arrancó el último diente de leche. Me movía mucho, y yo podía meter la punta de la lengua por debajo del diente y saborear la sangre que brotaba del interior de las encías. Tito lo empujó, sin dudarlo, y allí se terminó la infancia. A la semana siguiente me enamoré por primera vez de una compañera de clase, se llamaba Silvia.
4 comentarios:
Cuando te leo Enrique, es como si saboreara un helado de fresa y chocolate, o estuviera escuchando fly me to the moon de Frank Sinatra, se parece a despertar feliz después de una deliciosa siesta.
Dicen que a escribir se aprende, pero lo tuyo tiene que venir de cuna Un besazo,
Sonia
Lo de nenuco era para que no la desnudaras, eso lo sé yo! jajajaja
Besicos
P.D meencanta estar cerquita de vosotros, y que encima lo noteís :)
Yo quiero saborear esos raspados de hielo y conocer esa calle ciega. Cuéntanos más, porfa, porfa. Besos.
Ay, esos recuerdos..:!
Una se ponen nostálgica también!
Gracias por transportarnos a la la "santa" infancia: la tuya, la nuestra...!
Besos!
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